Capítulo XIV

De camino a la casa, el médico se cruzó con una camarera alta que acababa de salir de ella con una bandeja, que un momento más tarde depositó sobre la mesa, junto a su señora. Tony Bream tenía por costumbre decir que desde los granaderos de Federico el Grande no había habido nada semejante a las camareras de la reina madre, las cuales, cuando salían de maniobras, por su estatura, uniforme y precisión de movimientos, resistían la comparación con aquella formidable falange. Eran simultáneamente más atléticas y más discretas de lo que Tony deseaba en las personas de su sexo, y había estado siempre seguro de que la extremada longitud de sus vestidos estaba determinada por la de sus pies. En cualquier caso, la joven que ahora se presentaba, una mujer de nariz larga, espalda derecha, con las cintas de la cofia bien tiesas, tiesísimas enaguas y los más tiesos modales era, sin duda, el cabo del pelotón. Todo murmuraba y gorjeaba a su alrededor, pero ella se atareaba en torno a la mesa del té con un rumor que apagaba la voz del verano. Sin embargo, eso no alteró ni un instante las meditaciones de la señora Beever; la dama se dedicaba reflexivamente a envolver la muñeca del doctor Ramage.

—Manning, ¿sabe usted qué ha sido de la señorita Armiger? —preguntó finalmente.

—Ha ido a la pastelería hará cosa de una hora, señora.

—¿A la pastelería?

—Me dijo que le había oído decir, señora, que el pastel de las señoritas no había llegado todavía.

—¿Y se le ha ocurrido ir a buscarlo? ¡Qué amabilidad tan inesperada! —exclamó la señora Beever.

—Sí, señora. Muy inesperada.

—Así pues, ¿ha llegado ya el pastel?

—Todavía no, señora.

—¿Y la señorita Armiger no ha regresado?

—Creo que no, señora.

La señora Beever reflexionó un poco.

—Quizá aguarda para traerlo ella misma.

Manning se permitió una pausa en justa proporción con la anterior.

—Quizá, señora. En un coche de punto. Y cuando llegue el pastel, ¿lo saco?

—¿También en coche? Me temo que tras esa incubación será lo más indicado. —Al cabo de un momento, añadió:

—Iré primero a echarle un vistazo.

Después, cuando la criada estaba a punto de marcharse, la detuvo de nuevo.

—¿Y el señor Bream tampoco ha venido?

—Todavía no, señora.

La señora Beever consultó el reloj.

—Entonces estará todavía en el banco.

—Seguro que sí, señora.

La colega de Tony pareció meditar durante unos instantes sobre esta rápida aquiescencia.

—¿No ha visto a la señorita Jean? —preguntó después.

Manning reflexionó a su vez.

—Creo, señora, que la señorita Jean está vistiéndose.

—Ah, para celebrar... —pero la idea de la señora Beever se esfumó antes de que terminara la frase.

Manning se aventuró a retomarla.

—Para celebrar su cumpleaños, señora.

—Claro, claro. ¿Y por casualidad ha oído decir si es eso lo que retrasa a la señorita Effie? ¿Está vistiéndose para la celebración?

Manning titubeó.

—Señora, esta mañana he oído que la señorita Effie estaba un poco resfriada.

Su señora pareció sorprendida.

—Pero no será tan fuerte el resfriado que no pueda salir de casa.

—Le han dedicado cuidados especiales, señora, para que estuviera buena y pudiera venir.

La señora Beever se mostró disgustada.

—¿Cuidados especiales? ¿Y por qué no han llamado al médico?

Manning vaciló de nuevo.

—Han llamado a la señorita Jean, señora.

—¿Para que fuera a cuidarla?

—Ya sabe, señora, que lo hacen muchas veces. Esta mañana he recibido yo el recado.

—¿Y la señorita Jean ha obedecido?

—Ha pasado allí una hora, señora.

La señora Beever dio una palmadita más que satisfecha al envoltorio final de la muñeca.

—Ella no ha dicho nada de eso.

—Nada, señora —coincidió de nuevo Manning, con voz de metro ochenta, como su propia figura. Aguardó un momento y añadió, como si deseara cerrar con un chasquido agudo la última puerta abierta a lo deseable—. Por si desea saberlo, el señorito Paul está en el río con el bote.

La señora Beever lanzó el paquete al banco.

—¡El señorito Paul no hace nada más!

—Es cierto, señora —dijo Manning con aire inexorable. Y al instante siguiente se volvió para dar el alto al desconocido que venía de la casa—. Un caballero, señora —anunció; y, retirándose mientras la señora Beever se ponía en pie para recibir al visitante, arrastró la cola almidonada sobre la hierba con el ruido de una segadora.

Dennis Vidal, sin sombrero, mostraba a su anfitriona una cabeza por la que no parecía haber pasado ni un año. Conservaba aún su aspecto juvenil, anguloso y magro, y a la señora Beever le pareció que en la ocasión anterior también iba vestido con una chaqueta azul cruzada con un corte que le daba un aire marinero. Cuando lo observó un poco más de tiempo advirtió también que todos sus rasgos se habían intensificado levemente. Estaba más moreno, más delgado, más duro, más refinado; incluso le pareció más notoria su falta de estatura. Sin embargo, estos hechos no impidieron que otra cosa le llamara aún más la atención: lo más notable de aquel rostro era que se alegraba realmente de estrecharle la mano. Esto tuvo sobre ella un efecto inmediato: en su condición de modesta matrona, resplandeció de placer al ver que tantos años antes, en unas pocas horas, había causado en un joven inteligente y al que apreciaba una impresión tan duradera. Al percibirlo rápidamente, sintió por él nueva simpatía; era como si su amistad plantara un pie firme tras una gran zancada sobre el abismo del tiempo. Con todo, no dejaba de comprender que en eso había un motivo más para compadecerlo: constituía un triste retrato del intervalo, revelador de sus carencias, el hecho de que recordara a una mujer fea y madura de Wilverley. Le indicó con un gesto que se sentara a su lado, pero le advirtió al instante que, antes de que le hiciera ninguna pregunta, tenía que comunicarle una cosa. Había retrasado en exceso, mientras él aguardaba, el momento de decirle que Rose Armiger se encontraba en Eastmead. La señora Beever vio de inmediato que el joven se había presentado en su casa totalmente ignorante de ello. La gama de las señales de alarma de su rostro fue reducida, pero se sonrojó con aspecto grave; y, tras un breve debate consigo mismo, preguntó por el paradero de la señorita Armiger.

—Ha salido, pero puede regresar en cualquier momento —dijo la señora Beever.

—Y si regresa, ¿vendrá por aquí?

—Creo que primero se cambiará de ropa. Eso le llevará un poco de tiempo.

—En ese caso, ¿puedo sentarme diez minutos con usted?

—Todo el tiempo que desee, mi querido señor Vidal. A usted corresponde decidir si desea evitar el encuentro.

—No me gusta ir escondiéndome, ocultándome —contestó Dennis—, pero si hubiera sabido dónde estaba, no habría venido.

—Ya sé que es una grosería decírselo, pero lo cierto es que se ha aventurado mucho. Lo más absurdo —prosiguió la señora Beever— es que se ha topado con ella la primera vez que viene a verme.

El joven manifestó una sorpresa que dio a la señora Beever la medida de su necesidad de iluminación.

—¿En estos cuatro años?

—En estos cuatro años. Es la única vez que ha venido a Eastmead.

Dennis titubeó.

—¿Y cuántas veces ha estado en la otra casa?

—Ni una sola —contestó la señora Beever con una sonrisa. Después, mientras su sonrisa se ensanchaba en una carcajada breve y seca—. ¡Por lo menos, puedo decir eso en su favor!

Dennis la miró atentamente.

—¿Está usted segura?

—¡Segurísima! ¿Y usted? —preguntó la señora Beever, empujada por el clima de mutua sinceridad—. ¿De dónde viene?

—De muy lejos: he estado fuera de Inglaterra. Después de la visita que hice a este lugar, regresé a mi puesto.

—¿Y ahora ha regresado, tras hacer fortuna?

Dennis le dirigió una sonrisa a la que la simpatía restaba cierta amargura.

—¡Llámelo infortunio!

Nada en aquella situación impedía a la señora Beever aplicar su sentido profesional y advertir que, probablemente, había conseguido la independencia económica suficiente para ser bienvenido en el banco. Pero por otro lado, reparó en la nota de sombrío cansancio en el modo en que añadió:

—He vuelto con lo mismo; no puedo quitármelo de encima.

La señora Beever lo dejó descansar un minuto.

—¿Sigue queriéndola tanto como antes?

Sus ojos confesaron que aceptaba de modo completo e incluso doloroso aquella manera de expresar la intensidad de sus sentimientos.

—La quiero tanto como antes. ¡Soy obstinado por naturaleza!

—¿Y el trato que ella le ha dado no ha servido para poner fin a su amor?

—¿Poner fin? No ha hecho más que reforzarlo.

—¿A pesar del hecho concreto...?

Al llegar a este punto, la franqueza de la señora Beever flaqueó. La de su visitante, sin embargo, estuvo a la altura de las circunstancias.

—A pesar del hecho concreto de que me rechazara al entrever, gracias al peligro que corría la señora Bream, la posibilidad de una boda mejor. —Soltó una carcajada más seca que las de la señora Beever, eco de una ironía a la que unas reflexiones largas y duras habían despojado de todo sabor—. Ese «hecho concreto», querida señora, es precisamente lo más importante.

—Lo analiza usted con extraordinaria frialdad, pero si me he atrevido a aludir a ello...

—¿Es porque yo no me anduve con tapujos la otra vez que nos vimos? —preguntó Dennis con lucidez.

—Que los dos viéramos lo mismo, que coincidieran nuestros juicios —dijo la señora Beever—, fue, en aquella ocasión, lo único que tuvo tiempo de suceder entre nosotros. Es un lazo, si bien muy tenue, y me halaga que haya sido lo bastante fuerte para que usted se haya tomado la molestia de venir a verme de nuevo.

—Nunca ha dejado de ser mi propósito volver a verla en cuanto tuviera la oportunidad, si usted me lo permitía. Un hecho fortuito ha precipitado la ocasión —prosiguió el joven—. Regresé a Inglaterra la semana pasada y hace dos días tuve que ir a Southampton para una cuestión de negocios. Allí me enteré de que tenía que ir, por ese mismo motivo, a Marrington. Entonces resultó que para ir a Marrington debía cambiar de tren en Plumbury...

—Y Plumbury le recordó que allí fue donde cambió y tomó el coche aquel horrible domingo...

—Me lo puso en bandeja. Sin enviar una carta o un telegrama, sin tantear el terreno ni hacer nada de lo que debería haber hecho, me limité a aprovechar la oportunidad. He llegado aquí hace una hora y me he dirigido al hotel.

La señora Beever lo miró con tristeza.

—¡Pobre muchacho!

Él rechazó aquella piedad.

—Me las arreglo muy bien. Recuerde de qué lugares vengo.

—¡No me importa nada de dónde venga! Si Rose no estuviera aquí, podría alojarlo con toda comodidad.

—Bueno, ahora que lo sé —dijo Dennis al poco—, creo que me alegro de que esté aquí. Es un hecho más a tener en cuenta.

—Entonces, ¿tiene intención de verla?

Dennis mantuvo la vista fija, sopesándolo.

—Primero tiene que contarme un par de cosas. Después elegiré... Después decidiré.

Mientras aguardaba a que formulara las preguntas, ella se volvió hacia la tetera, en la que había estado reposando el té, y le sirvió una taza. Él la tomó y removió pero, durante unos minutos siguió con la mirada perdida, reflexionando, como si fueran tantas las preguntas que no supiera cuál escoger. Finalmente, la señora Beever, con sensibilidad femenina, dio exactamente con el lugar por donde vagaba su pensamiento.

—Debo decirle con franqueza que si hace cuatro años era una muchacha que suscitaba la admiración de muchos...

—¿Ahora es todavía más maravillosa? —continuó él.

—No sé si maravillosa —matizó la señora Beever—, pero se conserva muy bien. Lleva los años casi tan bien como usted y la cabeza mejor que cualquier otra joven que haya conocido. Le sienta bien la vida. Impresiona inmensamente a todo el mundo. Sólo necesita coger lo que desea: debo reconocer que tiene mucho encanto.

El visitante contempló sus palabras como si hubieran sido un cuadro enmarcado; el color que éste reflejaba le iluminó el semblante.

—Y eso lo dice usted, que, según recuerdo bien, no la aprecia.

La señora de Eastmead vaciló, pero el valor que la caracterizaba la ayudó.

—No, no la aprecio.

—Comprendo. Entonces, ¿puedo preguntarle por qué la ha invitado?

—Por la razón más concreta del mundo: me lo ha pedido el señor Bream.

Dennis le dirigió una de sus duras sonrisas.

—¿Y usted hace todo lo que le pide el señor Bream?

—¡Pide tan poco!

—¡Sí, si esto es un ejemplo! —concedió Dennis—. ¿A él sigue gustándole? —preguntó.

—Igual que antes.

El joven guardó silencio unos segundos.

—¿Quiere decir con esto que él está enamorado de ella?

—No, nunca lo ha estado: ni por asomo.

—¿Está usted segura? —preguntó Dennis con aire dubitativo.

—Sí —contestó su anfitriona—. Estoy segura del presente, y ya es bastante. Ahora no está enamorado de ella, tengo la prueba.

—¿La prueba?

La señora Beever aguardó un momento.

—Esta misma petición: si estuviera enamorado, nunca me lo habría pedido.

Durante unos momentos, pareció como si su compañero considerara aquel razonamiento demasiado sutil, pero no tardó en decir:

—¿Se refiere a que está totalmente sometido a lo que prometió a su esposa en el lecho de muerte?

—Por completo.

—¿Y existe probabilidad alguna de que falte a ese juramento?

—No, no existe la menor probabilidad.

Dennis Vidal exhaló un suspiro grave y largo que, sin duda, manifestaba algún tipo de alivio.

—Es usted muy categórica, pero respeto mucho su juicio. —Pensó durante unos instantes y añadió bruscamente:

—¿Y por qué ha querido él que la invitara?

—Por un motivo que, del modo en que me lo contó, me pareció muy natural: por mantener una vieja amistad, en recuerdo de su esposa.

—Entonces, ¿él no cree que la obsesión de la señora Bream, tal como usted la califica, fuera en cierto modo una medida contra Rose?

—¿Y por qué iba a creerlo? —preguntó la señora Beever—. Para la pobre Julia, Rose estaba a punto de casarse con usted.

—¡Ah! Como si eso hubiera evitado algo —exclamó Dennis con tristeza.

—Evitó bien poco, pero Julia nunca lo supo. Hará cosa de un mes que Tony me preguntó si me parecía correcto que invitara a la señorita Armiger a la otra casa. Yo le contesté: «¡No, bobo!», y él lo dejó correr. Pero una semana más tarde insistió. Me confesó que le avergonzaba haber dejado pasar tanto tiempo sin preocuparse por ella; y ella había pasado por una situación difícil de modo tan discreto y delicado que el habérsela «sacudido de encima», como dijo él, le parecía una especie de ofensa al afecto que sentía Julia por ella y una afrenta al que Rose sentía por su esposa. Le dije que, si le era de alguna ayuda, le sugeriría que me honrara con su compañía. A él le pareció estupendo y escribí la carta. A ella también le pareció muy bien y aquí está.

Al oír esto, el pobre Dennis se incorporó de un brinco, como si la joven hubiera aparecido ante su vista. La señora Beever lo tranquilizó, pero él siguió de pie, delante de ella.

—Así pues, ¿es la primera vez que se ven?

—¡Oh, no! Se han visto en Londres. Él va con frecuencia.

—¿Con qué frecuencia?

—Oh, de modo irregular. Unas dos veces al mes.

—¿Y la ve siempre que va?

—¿Todas las veces? Creo que... no —contestó la señora Beever, tras meditar un poco.

—Entonces, ¿una sí y otra no?

—No tengo la menor idea.

Dennis paseó la mirada por el jardín.

—Dice que está convencida de que, dada la promesa que hizo, no tiene un interés especial por ella. Sin embargo, se refiere usted exclusivamente al matrimonio.

—Me refiero a todo —contestó la señora Beever. Y, tras ponerse en pie, explicó su punto de vista—. Él está enamorado de otra persona.

—¡Ah! —murmuró Dennis—. ¡Eso no es asunto mío! —Sin embargo, cerró los ojos un instante, relajándose con aquel frío bálsamo—. Pero eso lo cambia todo.

La señora Beever puso una mano en el brazo de Dennis.

—Tanto, que espero que se sume usted a la pequeña fiesta que vamos a celebrar.

Dennis miró a su alrededor, indeciso, y sus ojos toparon con los paquetes amontonados allí cerca, cuya naturaleza delataban los rubios rizos y las piernas céreas que podían entreverse. Ella le informó de inmediato.

—Son los preparativos para la visita que, con motivo de su cumpleaños, va a hacerme la niña de la otra casa. Va a venir para recibir los regalos.

Él volvió a dejarse caer en una silla; ella siguió de pie y él alzó la vista para mirarla.

—¡Por fin entramos en materia! He venido a hablar de ella.

—¿Y qué desea preguntar?

—¿Cómo está? Me refiero a su salud.

—Pues resulta que hoy no está muy bien, la verdad —contestó la señora Beever con una carcajada.

—¿Sólo hoy?

—Me han dicho que tiene un ligero resfriado, pero no se alarme. En general está estupendamente.

—Entonces —dijo tras una ligera vacilación—, ¿diría que goza de buena salud?

—¡Diría que es espléndida!

—¿No va a irse al otro barrio?

—No puedo garantizárselo —contestó la señora Beever—, pero hasta que eso suceda...

—¿Hasta que eso suceda? —preguntó él cuando ella se interrumpió.

La señora Beever prolongó la pausa unos momentos.

—Bueno, da gusto verla. Lo comprobará usted mismo.

—Lo comprobaré yo mismo —repitió Dennis. Al cabo de un momento, prosiguió:

—Para ser completamente franco, he venido a comprobarlo.

—¿Y no para verme a mí? ¡Muchas gracias! Pero lo entiendo —dijo la señora Beever—, deseaba que yo lo presentara. Quédese sentado aquí mismo y lo haré.

—Querría preguntarle una cosa más. Verá... ya sabe que puede decírmelo. —Obedeció la orden de la señora Beever durante un minuto, tras el cual volvió a levantarse, nervioso—. ¿La señorita Armiger está enamorada del señor Bream?

La dueña de la casa apartó la vista de él.

—No puedo contestar a esta pregunta. —Y, mirándolo de nuevo, añadió:

—Tendrá que averiguarlo usted solo.

Permaneció de pie, mirándola.

—¿Y cómo voy a hacerlo? —dijo él.

—Observándola.

—Oh, no he venido para eso —exclamó Dennis, apartando a su vez la mirada, visiblemente disgustado. Pero se contuvo; ante él se encontraba un joven, vestido con pantalones para remar de franela, que parecía venir del río; se había aproximado en silencio por la pradera y la señora Beever lo presentó sin gran ceremonia como su «chico». Su chico lanzó una mirada a Dennis, sobre cuya identidad no recibió la menor indicación, y el visitante decidió tomar una dirección concreta.

—¿Puedo pensar en lo que me ha dicho y regresar más tarde?

—Me alegraré mucho de volver a verlo. Pero, en este triste lugar, ¿qué va a hacer usted?

Dennis lanzó una mirada al río y se dirigió al joven.

—¿Podría prestarme el bote?

—Es mío —contestó la señora Beever con decisión—, y se lo presto encantada.

—Entonces, daré un paseo. —Dennis alzó el sombrero y se dirigió rápidamente al río.

Paul Beever lo miró alejarse.

—¿No habría sido mejor que le enseñara...? —preguntó a su madre.

—Lo mejor es que te sientes aquí —dijo ésta, señalando con brusquedad la silla que acababa de abandonar Dennis, y su hijo tomó posesión de ella sumisamente.