Capítulo XXX

El doctor esperó en la puerta mientras la doncella dejaba la lámpara y, cuando se disponía a cerrar las persianas y realizar otros oportunos deberes, se lo impidió.

—Deje las ventanas como están, por favor; la temperatura es buena, así se está bien, gracias.

El médico cerró la puerta después de que se extinguiera la presencia de la criada y se demoró unos instantes, sin decir nada y con ojos observadores, en la de Dennis y Rose.

—¿Me necesita para algo? —preguntó esta última rápidamente en un tono que indicaba disposición a quedarse o retirarse, según él prefiriera. Rose parecía dar a entender que, en aquellos momentos, no había forma de saber qué podía querer nadie. Los ojos de Dennis, así como los del médico, no se despegaban de ella y, si la lámpara iluminaba ahora su conciencia de tener un aspecto horrible, por lo menos podía consolarse viendo la violenta incomodidad de los demás.

El médico, recurriendo a una inveterada costumbre cuando se le hacía una pregunta, consultó el reloj.

—He venido a ver al señor Vidal, pero me gustaría hablar con usted después de hablar con él. Por lo tanto, debo rogarle que pase ahora a la biblioteca —señaló, indicando con la cabeza la tercera puerta de la sala.

Rose, sin prisa ni demora, llegó hasta el lugar indicado.

—¿Desea que espere aquí?

—Si tiene la amabilidad.

—¿Mientras habla con él?

—Mientras hablo con él.

Sus ojos se posaron en Vidal un minuto.

—Esperaré —dijo Rose, y salió de la habitación.

El doctor atacó de inmediato.

—Debo rogarle que me dedique un poco de tiempo. He visto a la señora Beever.

Dennis vaciló.

—Yo también.

—Lo digo porque ella me ha hablado de su conversación. Le envía un recado.

—¿Un recado? —Dennis parecía dispuesto a poner en duda aquella vía indirecta—. ¿Dónde está la señora Beever?

—Con esa muchacha trastornada.

—¿La señorita Martle? —Dennis vaciló—. ¿Tanto la ha afectado?

—¿«Afectado», querido caballero? —exclamó el médico—. Ha caído tan enferma que no es posible saber hacia dónde derivará su estado, y ahora me exige tanta atención que me veo obligado a ofrecer esta excusa por mi brevedad. La señora Beever —prosiguió rápidamente— le ruega que considere esta apresurada indagación como una prolongación de la conversación que ha tenido la bondad de mantener con ella.

Dennis pensó un momento; su rostro había cambiado como bajo el efecto de la desaparición de Rose y de la recuperación instintiva, en distinto terreno, de las antiguas y rígidas costumbres de hombre de negocios, del arte de tratar distintos asuntos y de reunirse con otras personas. Este era el arte de no sorprenderse y, ahora que controlaba sus emociones, resultaba perceptible que estaba en guardia.

—Me temo —contestó— que lo que le he dicho a la señora Beever carecía de importancia.

—A ella no le parece que carezca de importancia que haya dicho que la ayudará. Puede hacerlo, dadas las crueles exigencias que nuestra catástrofe le impone, considerando que yo la represento. Por ello, en su nombre, le pregunto si está usted prometido a la señorita Armiger.

Dennis dio un respingo; pero pudo deberse tanto a lo directo de la pregunta como a la dificultad de la respuesta.

—Le ruego que le diga... que sí lo estoy —afirmó con una claridad que mostraba la superficie de acero que había forjado para su desesperación en unos pocos minutos.

El doctor recibió la respuesta sin el menor comentario; se limitó a sacarse del bolsillo una llave y a tendérsela.

—Entonces, me parece que debo decirle que esto cierra la otra puerta —dijo, indicando la zona hacia la que Rose se había retirado.

Dennis, tendiéndole una mano insegura, lo miró intensamente, pero aquel buen hombre dio muestras de que, por su profesión, estaba acostumbrado.

—¿Quiere decir con ello que está prisionera?

—Por el honor de usted mismo.

—Pero ¿prisionera de quién?

—De la señora Beever.

Dennis cogió la llave y la introdujo en el bolsillo.

—No olvide que estamos aquí, al nivel... —señaló con inescrutable gravedad.

—¿Del jardín? —interrumpió el médico—. No se me olvida nada. Tenemos a un amigo en la terraza.

—¿Un amigo?

—Al señor Beever. Amigo de la señorita Armiger —se apresuró a añadir.

Aunque su rostro no manifestaba nada, tal vez lo mostraba en el modo en que, mirando la alfombra y con las manos unidas a la espalda, recorrió lentamente la habitación. Al llegar al final se dio la vuelta.

—Si yo tengo esta llave, ¿quién tiene la otra?

—¿La otra?

—La llave que encierra al señor Bream.

El doctor hizo un gesto de dolor, pero se mantuvo firme.

—La tengo yo. —Después dijo, con gravedad adecuada a la situación—. ¿Se lo ha dicho ella?

—¿La señora Beever? —preguntó tras reflexionar un poco.

—La señorita Armiger —señaló el doctor con tono algo cortante.

Sin duda, tuvo algo que ver con el tono en el que Dennis contestó.

—Me lo ha dicho, pero si ha dejado al señor Bream...

—No lo he dejado. Lo he traído aquí.

Dennis pareció desconcertado.

—¿Para verme?

El médico alzó una mano solemne y tranquilizadora; un instante después, dijo sin entonación alguna:

—Para que vea a su hija.

—¿Desea verla? —preguntó Dennis con un acento que emulaba aquella impasibilidad.

—Eso desea.

Dennis se dio media vuelta y, en la pausa que sobrevino, el aire pareció cargarse de la conciencia de lo que no se habían dicho. Duró tiempo suficiente para dar a un espectador, de haberlo habido, la sensación de que dominaba lo inefable. Era como si cada uno de ellos esperara a que el otro dijera algo primero y al final quedó claro que Dennis, que no había mirado el reloj, estaba dispuesto a esperar más tiempo. Por otra parte, el doctor debía reconocer que él había buscado la entrevista. Resumió con impaciencia la sensación que le producía su actitud común.

—Reconozco la dificultad que le ha creado su compromiso. Por eso era importante saberlo de sus propios labios. —Su acompañante no dijo nada y prosiguió—, con todo, la señora Beever cree que eso no debería impedir que le formuláramos otra pregunta o, mejor dicho, que le recordáramos que acaba usted de darle a entender que estaría dispuesto a contestarle otra pregunta. —El médico hizo otra pausa, pero tuvo la sensación de que debía llegar hasta el final—. Desde la orilla del río ha visto algo —vaciló; después eligió las palabras con delicadeza—, relacionado con este suceso extraordinario. Apelamos a su sentido del decoro para que nos diga lo que ha visto.

Dennis reflexionó.

—Mi sentido del decoro es fuerte, pero también lo son otros sentidos. La palabra que he dado a la señora Beever era contingente. En cambio, yo también quisiera aclarar algunos puntos.

—Aquí estoy —dijo el médico— para hacer lo que pueda para satisfacerlo. Pero tenga la bondad de recordar lo importante que es el tiempo —añadió con intención de dejarlo bien claro, con sus modales pulcros y bruscos—. Algo habrá que hacer.

—¿Se refiere a alguna declaración?

—Castigada por una pena de terribles consecuencias —asintió el doctor—. Se ha producido un accidente de una gravedad...

Dennis, mirando hacia otro lado, lo interrumpió.

—¿No puede explicarse de otra forma?

El doctor miró el reloj; después, todavía con él en la mano, miró rápidamente a Dennis.

—¿Desea que se presente como muerte natural?

El rostro demacrado de Vidal enrojeció, pero se recompuso al instante.

—¿Por qué lo pregunta, si su deber está en primer lugar?

—No tengo un solo deber: lo malo es que tengo cincuenta.

Dennis observó el reloj.

—¿Eso significa que puede evitar el escándalo?

El doctor guardó su talismán.

—Antes de que se lo diga, debo saber qué está dispuesto a hacer por mí.

Dennis miró hacia la lámpara.

—¿No ha ido todo demasiado lejos?

—Yo sé lo lejos que ha ido. Y no tanto, por suerte, como podría haber ido. Se ha producido una extraordinaria coincidencia, un milagro de condiciones. Todo parece ser de utilidad. —Vaciló; después, dijo con gran gravedad—, lo llamaremos providencia y ya está.

Dennis pensó un momento en ello.

—¿Se refiere a la ausencia de testigos...?

—En el momento en que la encontramos. Sólo nosotros tres. Y llevaba allí... —La estupefacción hizo que lo dejara con sus cálculos.

Dennis protestó entre náuseas.

—¡No me diga cuánto tiempo llevaba! —Al momento siguiente quedó claro que lo que deseaba era saber más—. ¿Cómo se enfrentará a los criados?

—¿Aquí? Dando un nombre complicado a su mal. Ninguno la ha visto. La trajimos con gran éxito... —El doctor alzó dos manos pequeñas y triunfantes.

—¿Y la gente de la otra casa?

—No saben nada más que ha tenido un ataque. Uno de los cincuenta deberes que he mencionado será convertirlo en algo suficientemente importante. Esta mañana no estaba bien, esta tarde me han llamado. Ha sido cosa de la Providencia que Tony me hiciera venir.

Pero Dennis siguió preguntando.

—¿Y no tenía una niñera cariñosa, un dragón devoto?

—¿La gran Gorham? Sí, ella no quería que la niña viniera y su opinión se ha pasado por alto cruelmente. Bien —prosiguió el doctor con lucidez—, debo enfrentarme a la gran Gorham. La tengo a raya: ya sabe, los médicos, por fortuna, somos déspotas. Somos unos benditos mandones. Será dura, pero todo lo es.

Dennis, presionándose la frente con la mano, volvió a recorrer la habitación a grandes pasos: aquello también era demasiado duro para él. De repente se derrumbó en el sofá con un gemido casi audible, cayendo de nuevo en la desesperación que se adivinaba tras su falso coraje. Su interlocutor contemplaba su dolor como si pudiera esperar algo de él; de repente, el joven empezó a hablar.

—No puedo concebir cómo... —se cortó en seco; ni siquiera era capaz de decirlo.

—¿Cómo se ha hecho? No se lo reprocho. Ha sido cosa de un minuto, con la ayuda de un bote y la tentación, por así decir, de la soledad. El bote es uno de los viejos de Tony, está candado, pero tiene una cadena larga. Ver el lugar —dijo el médico tras un instante— es ver el hecho.

Dennis echó hacia atrás la cabeza; se tapó el rostro distorsionado con ambas manos.

—¿Por qué iba yo a verlo?

El médico había avanzado hacia él; con estas últimas palabras, se sentó a su lado y, mientras seguía hablando con claridad, le tocó la rodilla con una mano dominante y tranquilizadora.

—Han metido a la niña en el bote y después lo han ladeado: eso era suficiente, ya estaba hecho. —Dennis permaneció mudo e inmóvil, y su compañero completó la descripción—. Se ha hundido y la han mantenido bajo el agua con firmeza. Oh, le aseguro que han sido necesarias una mano y una voluntad. Pero las ha habido. Después la han dejado. Un tirón de la cadena ha llevado el bote a su sitio; y el autor del crimen se ha alejado.

Dennis cambió lentamente de postura, agachó la cabeza, dejó caer las manos, siguió mirando el suelo, lívido.

—Pero ¿cómo ha podido quedar atrapada?

El doctor vaciló, como si fuera una pregunta ambigua.

—¿La pobre niña? Si viera el lugar se daría cuenta.

—He pasado por ahí al volver —dijo Dennis—, pero no he mirado porque no sabía nada.

El médico le dio una palmadita en la rodilla.

—Si lo hubiera sabido, todavía habría mirado menos. La niña ha flotado, ha ido a la deriva unos cuantos metros, después la corriente la ha arrastrado contra la base del puente y una de las aberturas del vestidito se ha trabado en una abrazadera vieja y suelta. Allí se ha quedado.

—¿Y no ha pasado nadie?

—No ha pasado nadie hasta que Dios ha querido que pasara yo.

Dennis asimiló todo aquello como si fuera un trago largo y seco, y los dos hombres se miraron sin moverse durante un minuto. Al final, el más joven se levantó.

—Y, sin embargo, el riesgo de cualquier línea de conducta que no sea la recta es espantoso.

El médico se quedó en su sitio.

—Todo es espantoso. Aprecio en gran medida —añadió— su amabilidad al recordarme el peligro que corro. No crea que no conozco exactamente en qué consiste. Pero tengo que pensar en el peligro que corren los demás. Puedo calibrar el mío, pero no el suyo.

—Puedo devolverle el cumplido —contestó Dennis—. Me parece extraordinario que se ocupe del riesgo que corren «los demás», tal como usted ha dicho.

El médico, con las gruesas manos cruzadas sobre el estómago, le dedicó una pequeña sonrisa pétrea.

—Querido amigo, me preocupo por mis amigos.

Dennis se puso en pie ante él; estaba visiblemente desconcertado.

—Es muy amable por su parte que aproveche esta ocasión para dar este nombre a una persona.

El doctor Ramage lo observó; al advertir el error de su interlocutor, todas sus curvas se tensaron. Después, mientras se ponía en pie de golpe, pareció soltar una carcajada sombría.

—Confieso que la persona a la que usted alude no es, querido amigo...

—¿Una de las que desearía proteger? —preguntó Dennis—. ¡Sin duda, me habría sorprendido oírselo decir! Pero usted ha hablado de sus amigos. Entonces, ¿a qué otra persona se refiere?

El médico pareció asombrarse ante la pregunta.

—¡Vaya, pues a la dulce Jean Martle!

Dennis también se sorprendió.

—¡Pensaba que era la primera! ¿Quién es la otra?

El médico se encogió de hombros.

—¿Y quién va a ser, sino el pobre Tony Bream?

Dennis pensó un momento.

—¿Y qué peligro corre?

—El peligro del que hemos estado hablando.

—¿Hemos estado hablando de eso?

—Me ha preguntado, cuando me ha dicho que sabía...

Dennis, vacilando, recordó.

—¿Sabía que se le acusa...?

Su acompañante casi le saltó encima.

—¿Ella también lo acusa?

Ante este asalto, Dennis retrocedió.

—¿Lo acusa alguien más?

El médico, volviéndose de color carmesí, lo había agarrado por el brazo; él le lanzó una mirada llameante.

—¿No lo sabe todo?

Dennis vaciló.

—¿Hay algo más que saber?

—Tony va pregonando que lo ha hecho él.

Dennis, inexpresivo y desconcertado, volvió a dejarse caer en el sofá.

—¿Qué va pregonando...?

—Para proteger a Jean.

Dennis lo entendió.

—Pero ¿y si ella ya está protegida?

—Entonces, protege a la señorita Armiger.

El pobre Dennis lo miró, aterrado.

—¿La cual, mientras tanto, lo denuncia a él? —Estaba de pie otra vez y, otra vez, caminó hacia el ventanal abierto y se quedó allí mientras el doctor, en silencio, esperaba. Al poco se dio la vuelta—. ¿Puedo verlo?

El médico, como si lo esperara, estaba ya en la puerta.

—¡Dios lo bendiga! —Y salió como un rayo.

Dennis, cuando se encontró solo, permaneció rígido en el centro de la sala, aparentemente inmerso en un estupor de emociones; después, como si despertara con el regreso de un sufrimiento consciente, se dirigió con un par de zancadas hacia la puerta de la biblioteca. Allí, sin embargo, con una mano en el pomo, cedió a otro impulso que lo dejó indeciso, escuchando, jadeando dolorosamente. De repente se dio media vuelta: Tony Bream había entrado en la sala.