Capítulo XXVI

Al cabo de unos minutos, con la sensación de que alguien se aproximaba, alzó los ojos y vio a Paul Beever. Al regresar al jardín se había detenido en seco al verla, y su llegada impulsó a Jean a ponerse en pie de un brinco con el temor de haberle enseñado, creyéndose sola, algo que nunca le había mostrado. Pero mientras Paul inclinaba hacia ella un rostro amable y feo, el suyo se llenó del consuelo de una confesión total, del abandono de todo intento de aparentar una superficie sutilísima; permanecieron de pie juntos, sin decir palabra, y entre ambos ocurrió algo triste y claro, algo que era, en su esencia, el reconocimiento de la agradable singularidad de que la ruptura los había acercado. Ahora lo sabían todo el uno del otro, y jóvenes, limpios y buenos como eran, podían verse no sólo sin atenuaciones, sino con una amistad que suponía para los dos una ayuda moral. Paul no necesitaba hablar para demostrar a Jean cuánto le agradecía que hubiera entendido por qué no la había asediado con una presión más heroica, y ella, por su parte, podía entrar en el espíritu de este acuerdo con el paso de una enfermera en el dormitorio de un enfermo. Además, ambos habían estado encerrados con la madre de él y, sobre esta experiencia, podían, con humor silencioso, comparar notas. La muchacha por fin era capaz de dar más que nunca a un querido muchacho al que no amaba; y al poco vio surgir esta sospecha en los ojos con que él examinaba su rostro grave.

—Sabía que la señorita Armiger había vuelto y pensaba que la encontraría aquí —explicó Paul.

—Estaba aquí hace unos minutos, acaba de irse —contestó Jean.

—¿A la casa? —Paul parecía sorprendido por no haberse cruzado con ella.

—A Bounds.

—¿Con el señor Bream? —preguntó, más sorprendido todavía.

—No... con su hija.

El estupor de Paul iba en aumento.

—¿Se la ha llevado?

Jean vaciló; rió con inquietud.

—En brazos, en brazos, se la ha llevado en brazos.

Su interlocutor fue más literal.

—¡Pues una niña como Effie debe de pesar mucho!

—Sé muy bien lo que pesa, la he llevado en brazos. La señorita Armiger lo ha hecho precisamente para impedirlo.

—¿Para impedir que te la llevaras?

—Para impedir que la tocara y, si es posible, que la mirara. La ha cogido y se ha marchado a toda prisa para alejarla de mí.

—¿Y por qué iba a querer tal cosa? —preguntó Paul.

—Me parece que lo mejor sería que se lo preguntaras directamente. —Y Jean añadió:

—Como dices, se la ha llevado. A partir de ahora se ocupará ella de la niña.

—¿Y por qué, de repente, a partir de ahora?

—Por lo que ha sucedido.

—¿Entre tú y yo?

—Sí, ése es uno de los motivos.

—¿Uno de ellos? —rió Paul—. ¿Tantos tiene?

—Me ha dicho que tiene dos.

—¿Dos? ¿Y los cuenta?

Jean advirtió con claridad que lo desconcertaba; pero de manera igualmente clara intentó hacerle comprender que era porque no se lo decía todo.

—Los cuenta con total franqueza.

—Entonces, ¿cuál es la segunda razón?

—Que si no estoy prometida —Jean calló unos instantes, pero terminó por decirlo—, ella sí lo está.

—¿Ella? ¿En tu lugar?

La perplejidad de Paul era tal que, en esta ocasión y a pesar de la crueldad que implicaba corregirlo, el sentido cómico de su compañera se vio afectado.

—¿Contigo? No, no, querido Paul. Con un caballero que he encontrado con ella. Ese señor Vidal —dijo Jean.

Paul soltó un grito ahogado.

—¿Has encontrado al señor Vidal con ella? —Miró desconcertado a su alrededor—. ¿Dónde está?

—Se ha ido a Bounds.

—¿Y ella se ha ido con él?

—No, ha ido después.

Paul seguía mirándola fijamente.

—¿Y de dónde rábanos ha salido?

—No tengo ni idea.

El joven tuvo una iluminación repentina.

—¡Claro! ¡Si lo he visto con mamá! Estaba aquí cuando he subido del río, y se ha llevado el bote prestado.

—Pero ¿no sabías que era él?

—Ni se me ha ocurrido... y mamá no me lo ha dicho.

Jean pensó un momento.

—Tenía miedo. Pero ya ves que yo no.

Paul Beever parecía lamentablemente perplejo; repitió otra vez la palabra que ella le había dejado resonando en los oídos.

—¿Está prometida?

—Eso me ha dicho.

Sus ojillos se posaron en ella con una estupefacción tan inocente que equivalía casi a un desafío; después miraron a lo lejos, muy a lo lejos, y Paul se perdió en sus sentimientos. Jean se acercó tiernamente y los ojos de Paul se volvieron hacia ella: así vio que estaban llenos de unas lágrimas que el otro fracaso que ella conocía no había tenido el poder de arrancar.

—¡Qué terriblemente raro! —dijo Paul.

—No me ha quedado más remedio que hacerte daño —contestó Jean—. Lo siento mucho por ti.

—Oh, no te preocupes —contestó Paul con una sonrisa.

—Son cosas que deberías oír... directamente.

—¿De ella? ¡Ah, no quiero! Ya sabes, claro está, que no diré nada.

Y durante un instante se frotó torpemente uno de los ojillos con la base de uno de sus grandes pulgares.

Jean le tendió una mano.

—¿La quieres?

Paul la cogió, tenso, sin mirarla a los ojos; de repente, pareció ocurrírsele algo importante y contestó con ingenua alarma.

—¡Nunca he dicho eso!

Suavemente, pero con afecto, Jean sonrió.

—¿Por qué todavía no habías hablado conmigo? —Jean le retuvo la mano—. Querido Paul, tengo que decírtelo otra vez: eres un encanto.

Él la miró sin acabar de comprender el elogio.

—¡Pero lo sabe, de todos modos! —exclamó después con el mismo impulso veraz.

Jean se rió mientras le soltaba la mano; pero la risa no restó gravedad del tono en que repitió:

—Lo siento por ti.

—Oh, no importa. ¿Puedo encender un cigarrillo? —preguntó Paul.

—Todos los que quieras. Pero ahora tengo que irme.

Paul había encendido una cerilla y se detuvo.

—¿Por qué fumo?

—Claro que no. Porque tengo que ir a ver a Effie. —Mirando con tristeza hacia la casa de su pequeña amiga, Jean pensó en voz alta—. Siempre le doy las buenas noches. Y no veo por qué iba a dejar de hacerlo precisamente el día de su cumpleaños.

—Entonces, deséale buenas noches de mi parte también.

Jean estaba ya a media pendiente; Paul tomó la misma dirección, aspirando con fuerza el cigarrillo. De repente, se detuvo.

—¿Tony le da alojamiento?

—¿Al señor Vidal? Eso parece.

Paul reflexionó sobre esa situación mientras fumaba.

—¿Y ella ha ido a verlo?

—Supongo que debe de formar parte del recado.

Paul vaciló de nuevo.

—No deben de haber perdido mucho tiempo.

—Muy poco.

Jean siguió caminando; pero de nuevo él la detuvo con una pregunta.

—¿Qué tiene que ver él con lo que decías, con eso de que ella impida...?

Paul hizo una pausa como si se encontrara en presencia de cosas dolorosamente oscuras.

—¿Con el interés que los demás tienen en la niña? ¡Ah! —exclamó Jean—, si crees lo que crees —vaciló un instante—, no me lo preguntes. ¡Pregúntaselo a ella!

Jean siguió su camino y él, inmóvil y absorto en sus pensamientos, esperó a que apareciera, tras un intervalo, sobre el arco del puente. Después, a medida que pasaban los minutos sin que así fuera, caminó, pesado y ausente, cuesta arriba hacia el lugar donde la había encontrado. Mientras estaba de espaldas, Manning había llegado con una de sus ayudantes para retirar las cosas del té; y desde cierta distancia, detenido en la pradera, se quedó absorto contemplando esas evoluciones. Las mujeres iban y venían desmantelando la mesa; él las observó pensativo y distraído; después, mientras encendía otro cigarrillo, vio salir de la casa a su madre, que iba a echar un vistazo al trabajo. Se acercó al lugar y dio un par de órdenes; tras lo cual, acercándose a Paul, dedujo que el pequeño grupo se había dispersado.

—¿Qué ha sido de todo el mundo?

Las respuestas de Paul eran lentas; pero en esta ocasión contestó con prontitud.

—Tras la conversación que acabamos de tener, yo diría que deberías saber muy bien lo que ha sido de mí...

Ella lo miró con intensidad; su rostro se suavizó.

—¿Y a ti qué te pasa?

Paul fumaba tranquilamente.

—Me han dado un puñetazo en la cara.

—Tonterías... para el caso que me haces.

Lo examinó de nuevo.

—¿Estás enfermo, Paul?

—Estoy bien —contestó filosóficamente.

—Entonces, da un beso a tu vieja mamá.

Solemnemente, en silencio, Paul obedeció; pero después de hacerlo, su madre lo retuvo delante de sus ojos. Le dio una brusca palmada.

—¡Vales más que todos ellos juntos!

Paul no respondió a este cumplido; se limitó a observar, tras unos segundos, con cierta torpeza:

—No sé dónde está Tony.

—No necesito a Tony —contestó su madre—. Pero ¿dónde está su niña?

—La señorita Armiger se la ha llevado a casa.

—¡Qué lista! —La señora Beever casi aplaudió la hazaña—. ¿Estaba aquí cuando has salido?

—No, me lo ha contado Jean.

—¿Jean estaba aquí?

—Sí, pero se ha ido.

—¿Se ha ido a Bounds, después de lo que ha sucedido? —Al principio, la señora Beever pareció incrédula; después adoptó una actitud adusta—. Por Dios, ¿qué es lo que tiene esa chica?

—Quería dar las buenas noches a Effie.

La señora Beever permaneció en silencio un momento.

—¡Ojalá dejara a Effie en paz!

—¿No habría distintos modos de considerarlo? —preguntó Paul con indulgencia.

—Muchos, seguro: y sólo uno decente. —La enormidad del error de la muchacha pareció adquirir mayores proporciones—. ¡Me avergüenzo de ella! —declaró.

—Pues yo no —repuso Paul tranquilamente.

—Oh, tú... Claro que la disculpas.

En la agitación que Paul le había producido, la señora Beever cruzó bruscamente parte del jardín y, desde ese extremo, divisó un objeto del que su emoción, mientras se detenía de golpe, obtuvo nuevo alimento.

—¡Vaya! Si ahí está el bote.

—El señor Vidal lo ha devuelto ya —explicó Paul.

La señora Beever se volvió, sorprendida.

—¿Lo has visto?

—No, pero me lo ha dicho Jean.

La señora de Eastmead lo miró fijamente.

—¿Ella sí lo ha visto? ¿Y dónde demonios está?

—Se aloja en Bounds —contestó Paul.

El asombro de su madre se hizo mayor.

—¿Ya está allí?

Paul fumó un poco: después se lo explicó.

—Pues no es demasiado pronto para el señor Vidal: se da mucha prisa. Está ya prometido.

Desconcertada y confundida, la señora Beever se dejó caer en un banco.

—¿Prometido con Jean?

—Prometido con la señorita Armiger.

La señora Beever agitó la cabeza con aire impaciente.

—¿Qué noticia es ésa? ¡Estuvo prometido con ella hace cinco años!

—Bien, pues sigue estándolo, se han reconciliado.

La señora Beever se puso de pie.

—¿Rose lo ha visto?

En aquel momento Tony Bream se acercaba rápidamente por el césped y dejó en suspenso la respuesta de Paul. El muchacho tiró la colilla del cigarrillo y se dio la vuelta con notable nerviosismo.