Capítulo XII

Tony paseó un minuto por el vestíbulo; después se dejó caer en un sofá con sensación de agotamiento y una repentina necesidad de descanso; se desperezó, cerró los ojos, contento de estar solo y, sobre todo, de tener la oportunidad de asegurarse de que era capaz de permanecer inmóvil. Deseaba demostrarse que no estaba nervioso; adoptó una posición con intención de no abandonarla hasta el regreso de la señora Beever. Su casa se encontraba en una extraña situación, con el almuerzo servido pomposamente y sin que nadie fuera capaz de sentarse a la mesa. La pobre Julia estaba en un apuro, la pobre Rose en otro y el pobre señor Vidal, que ayunaba en el jardín, en uno mayor que los dos anteriores. Tony suspiró al pensar en esta dispersión, pero siguió rígido y firme en el sofá. No quería comer solo y ni siquiera podía disfrutar de la compañía de la señora Beever. A continuación se le ocurrió pensar que menos aún podría disfrutar de la de su pequeña pariente, la muchacha que él había prometido enviar de vuelta a casa; ante lo cual soltó un suspiro, que en parte expresaba privación y en parte resignación, así como la triste conciencia de que en toda su saludable vida nunca había tenido menos ganas de comer. Sin embargo, entretanto, había conseguido dejar de pasear; le pareció que, al cerrar los ojos, había destruido la visión que lo había asustado. Se sentía más fresco, más aliviado, y disfrutaba con el olor de las flores en la penumbra. Cuando se abandonó a ella, le pareció curiosa la intensa sensación de lasitud; lo había asaltado repentinamente y era una clara muestra de cómo una alarma repentina —como la que, al fin y al cabo, había experimentado— despojaba a un individuo de la mitad de su vitalidad en una hora. Se preguntó si el resultado de aquel abandono, suponiendo que nadie lo molestara, no derivaría en una deliciosa pérdida de conciencia.

Nunca supo si se encontraba en plena esperanza o sumido ya en el sueño cuando oyó unos pasos que traicionaban un avance inseguro. Alzó los párpados y vio ante sí a la linda muchacha de la otra casa, a la que contempló unos instantes sin moverse. Advirtió de inmediato que se había despertado porque ella, sin hacer ruido y durante unos segundos, había posado los ojos en su rostro. La joven exclamó un sonrojado «¡Oh!», lamentando el efecto causado por su proximidad, que puso a Tony en pie de un brinco.

—¡Ah, buenos días! ¿Cómo está usted? —Lo recordaba todo, excepto su nombre—. Perdone mi postura, no la he oído entrar.

—Me temo que he impedido que el criado me anunciara, al verlo dormido. —Jean Martle se sentía muy violenta, pero eso contribuía felizmente a animarla—. He entrado porque me dijo que aquí estaba mi prima Kate.

—Oh, sí, está aquí. Me dijo que tal vez vendría usted. Haga el favor de sentarse —añadió Tony con rápido instinto de lo que debía hacer en su casa un hombre con cierta seguridad en sí mismo ante una muchacha que carecía por completo de ésta. Este instinto actuó antes de que él pudiera evitarlo, y Jean se mostró tan pasiva como si le hubiera dado una orden; pero en cuanto se sentó, obediente, en un sillón veneciano de alto respaldo y anchos brazos que ofrecía una jaula dorada a su aleteo, y Tony se acomodó de nuevo en el sofá de delante, aunque no en la misma postura, él recordó la petición que acababa de hacerle la señora Beever. Debía enviarla derecha a casa; sí, estaba allí sentada, jadeante y rosada, para que la invitaran a volver sobre sus pasos.

Entretanto, ella seguía muy derecha y muy seria; parecía deseosa de explicarse.

—Me ha parecido oportuno venir, puesto que ella no estaba en casa. He salido a acompañar a los Marsh hasta la suya, he andado un buen rato y cuando he regresado no la he encontrado y los criados me han dicho que debía de estar aquí.

Tony sólo pudo contestar con un gesto hospitalario a una excusa tan lógica.

—Ah, ha hecho bien; la señora Beever está con la señora Bream.

Todo iba al revés: debía decirle que no podía quedarse; pero que recordara la invitación a almorzar complicaba aún más la situación.

—Escribí a su prima que esperaba que usted viniera a comer, pero lamento decirle que ella no se queda.

—Ah, entonces yo tampoco debo quedarme —contestó Jean con lucidez, pero sin levantarse del asiento.

—Ella se quedará un ratito —añadió Tony dubitativo—. Mi esposa tiene que decirle una cosa.

La muchacha tenía los ojos fijos en el suelo; tal vez leía ahí el hecho de que por primera vez en su vida visitaba formalmente a un caballero. Puesto que ése era el caso, al menos debía llamarlo así. Sus modales revelaban un tremendo esfuerzo con este objetivo, visible incluso en el temor de aludir a la señora Bream con excesiva libertad. Buscó intensamente algo que decir que manifestara amabilidad sin excesiva confianza, y, como resultado, exclamó:

—He venido hace una hora y he visto a la señorita Armiger. Me ha dicho que bajaría a la niña.

—¿Y no lo ha hecho?

—No, la prima Kate ha considerado que no era oportuno.

Tony se sintió felizmente conmovido.

—¡Claro que lo es! ¡Claro que sí! ¿Le gustaría verla?

—Me gustaría mucho, es usted muy amable.

Tony se levantó de un brinco.

—Se la enseñaré yo mismo. —Se alejó y pulsó un timbre; después, mientras regresaba hacia ella, añadió:

—Me encanta enseñarla, me parece lo más maravilloso del mundo.

—Los niños pequeños siempre me parecen una maravilla —dijo Jean—. Mirarlos es muy absorbente.

Cruzaron estas observaciones con gran gravedad y pausas algo formales, mientras Tony paseaba, aguardando a que contestaran a su llamada.

—¿Absorbente? —repitió—. Es cierto, por absurdo que parezca. ¡Espere a ver a Effie!

La visita guardó un silencio prolongado que podría haber indicado que, con esta exclamación, había empezado la espera; pero al final añadió con la misma sencillez:

—Tengo una razón particular para interesarme por ella.

—¿La enfermedad de su pobre madre? —Tony advirtió que la actitud de la muchacha estaba lejos de semejante condescendencia, aunque su semblante pareció alterarse ante el recuerdo de esa desgracia: oyó con temor que una amenaza pesaba sobre la inconsciente niña—. Es un buen motivo —declaró él, tranquilizándola—. Pero será mejor que tenga otro. Espero que no le falten nunca motivos para ser amable con ella.

Jean pareció más aliviada.

—Pues yo soy la persona indicada.

—¿La persona indicada? —Tony creyó que debía sonsacárselo. Sin embargo, la llegada de un criado, al que Tony se volvió de inmediato, detuvo a Jean—. Por favor, dígale a Gorham que tenga la amabilidad de bajar a la niña.

—Quizá a Gorham no le parezca oportuno —sugirió Jean cuando el criado se fue.

—¡Oh, está tan orgullosa de la niña como yo! Pero si no le parece bien, subiremos al piso de arriba. Porque, como usted dice, es la persona más indicada. No me cabe la menor duda... pero iba usted a contarme el porqué.

—Porque nació el mismo día que yo —declaró Jean, como si fuera un secreto.

—¿El día de su cumpleaños?

—Sí, el de mi cumpleaños. El veinticuatro.

—Ah, entiendo. Es encantador, ¡es estupendo! —La circunstancia no tenía toda la sutileza que ella le había hecho esperar, pero la divertida convicción de la muchacha, que compartía la fecha como si fuera una pera suculenta, se mezcló extrañamente, hasta hacerle pensar que sí la tenía, con la creciente conciencia de que la opinión de la señora Beever sobre su cabello era una calumnia—. Es una coincidencia extraordinaria que establece un lazo muy interesante. Por lo tanto, le ruego que en adelante, cuando celebre su aniversario, celebre también un poco el de ella.

—Eso era exactamente lo que estaba pensando —dijo Jean. Después añadió, todavía tímida pero, repentinamente, casi radiante—. ¡Le haré siempre un regalo!

—¡Ella también! —La idea resultaba encantadora incluso para Tony, que decidió allí mismo, con cierta sinceridad, que, al menos durante el primer año, correría él con el gasto—. Es usted su primera amiga —añadió con una sonrisa.

—¿De veras? —preguntó Jean, encantada de la noticia—. ¡Antes incluso de que me haya visto!

—Claro, ésos son los primeros amigos. En cierto modo, es usted «una amiga previa» —precisó Tony, siguiéndole la corriente.

Sin embargo, no cabía duda de que despreciaba cualquier atenuación de su excepcionalidad.

—¡Pero si ni siquiera he visto a su madre!

—No, no ha visto a su madre. Pero ya la verá. Y ha visto a su padre.

—Sí, he visto a su padre. —Mientras lo miraba, como si quisiera asegurarse, Jean dio a esta afirmación la conformidad de una mirada tan franca que, tras un instante, se sintió en falta y apartó los ojos rápidamente.

En ese mismo momento Tony recordó con cierta brutalidad que debía enviarla a casa; sin embargo, en aquella ocasión, debido en parte a la familiaridad que apenas les había costado unos minutos establecer y en parte a su extrema juventud, sus reparos habían desaparecido.

—¿Sabe usted que estoy ligado por una especie de terrible promesa a la señora Beever? —Y cuando ella lo miró de nuevo con aire de interrogación, añadió:

—Me dijo que si aparecía por aquí la enviara de nuevo a casa.

—¡Ah! ¡Entonces no debería haberme quedado! —exclamó Jean después de mirarlo fijamente con nueva expresión de alarma.

—Usted no lo sabía y yo no podía echarla.

—Pues debo marcharme ahora mismo.

—En absoluto. No se lo habría dicho... si pensara consentirlo. Me limito a mencionarlo por el motivo contrario: tengo intención de retenerla todo el tiempo que sea posible. Ya hablaré con la prima Kate —prosiguió Tony—. ¡No le tengo miedo! —exclamó con una carcajada—. Usted produce en mí un efecto que le agradezco especialmente.

Jean era muy sensible y, durante unos segundos, lo miró como si pensara que tal vez se divertía a su costa.

—Quiero decir que usted me tranquiliza en un momento en que lo necesito mucho —aclaró con una amabilidad que le produjo el placer de ver que hacía mella en Jean—. Estoy preocupado, estoy deprimido, no he parado de dar vueltas, inquieto. Usted me tranquiliza, es justo lo que necesito —añadió mientras asentía con la cabeza gentilmente—. ¡Quédese, quédese conmigo!

Jean no se había atrevido a expresar inquietud por la situación que se vivía en casa de su anfitrión, pero en la compasión que le inundó los ojos al oír este ruego se produjo una súbita rendición ante la naturaleza. La dulzura de su juventud había calmado a Tony, pero las palabras de éste hicieron que pareciera súbitamente mayor.

—¡Ah! Ojalá pudiera ayudarlo —murmuró con timidez.

—¡Siéntese, siéntese otra vez! —Tony apartó la vista—. ¡Aquí está la maravilla del mundo! —exclamó a continuación al ver que Gorham llegaba con la niña.

Su interés por la aparición se desvaneció casi de inmediato, porque la señora Beever se encontraba en la puerta de enfrente. Regresaba con el doctor Ramage: ambos se detuvieron al instante y Tony hizo lo mismo al reparar en la dirección que, a su parecer, tomaban los agudos ojos de su vecina. Ésta tenía una expresión singularmente intensa, concentrada en una mirada que, mientras se detenía, le dirigía a él y bajo cuya reprobación Tony se dio la vuelta, dispuesto a ver cómo Jean Martle palidecía. Sin embargo, no vio a Jean Martle sino a otra persona muy distinta: en aquel momento, por casualidad, Rose Armiger aparecía junto con Dennis Vidal en la puerta del vestíbulo. Era a Rose a quien la señora Beever escrutaba: la examinaba con una mirada cargada de significado, consecuencia sin duda de la mentira que la joven había pronunciado al negar que hubiera acosado al señor Vidal. No advirtió la presencia de Jean, la cual, mientras los demás estaban de pie, daba muestras de su rápida conformidad con cualquier palabra de Tony siendo el único miembro del grupo que se encontraba sentado. La visión del rostro de la señora Beever parecía haberla privado de la fuerza necesaria para levantarse. Tony lo observó todo en un destello, así como lo lejos que estaba la mirada de la Gorgona de ser capaz de petrificar a Rose Armiger, la cual, recuperando el entusiasmo con una brillantez que consiguió maravillar al propio anfitrión, sin demora les recordó prudentemente el almuerzo. Estaba ya servido, se estaba echando a perder, ¡se había echado a perder! Tony, por galantería, se sintió obligado a respaldarla.

—Así pues, pasemos por fin —le dijo a la señora Beever—. Pasemos —insistió dirigiéndose a Jean y Dennis Vidal—. Doctor, ¿quiere comer con nosotros?

El hechizo de Jean se rompió al instante; se puso en pie; pero el médico alzó una mano autoritaria destinada a detenerlos.

—Si no le importa, señor Bream, nada de banquetes —ordenó mirando a Jean, a Rose, a Vidal y a Gorham—. Me hago cargo de la casa. Vámonos todos.

Tony se acercó a él impulsivamente.

—¿Julia está peor?

—No, está igual.

—Entonces, ¿puedo ir con ella?

—Ni hablar. —El doctor Ramage lo agarró por el brazo, lo asió con el suyo y lo retuvo—. Si no se porta como un buen chico, lo encerraré en la habitación. Vámonos todos —repitió, dirigiéndose a los demás—. Cada uno a lo suyo y calladitos. Necesito una casa silenciosa. Pero antes de que se haga el silencio, la señora Beever tiene algo que decirles.

La señora Beever se encontraba al otro lado de Tony, el cual, situado entre ella y el médico, se sentía como un prisionero. Miró a su escaso público, integrado por Jean y Rose, el señor Vidal y la matronil Gorham. Ésta llevaba en los amplios brazos un gran sacrificio blanco, una ofrenda envuelta en muselina que parecía preceder a una ceremonia.

—Tengo algo que decirles, puesto que el doctor Ramage lo permite y ya que a ambos nos lo ha rogado la señora Bream. Debo anunciar algo muy especial, pero acabo de prometer con la mayor firmeza que antes de salir de esta casa se lo comunicaría a todos los interesados y lo diría también en otros lugares concretos.

De nuevo hizo una pausa y Tony, próximo a ella, advirtió que su sólida presencia se estremecía. A la señora Beever le disgustaban las situaciones embarazosas e impuestas, y Tony la compadeció, porque sabía bien lo que iba suceder. Había adivinado la extraordinaria precaución de su esposa, que habría sido casi grotesca si no hubiera resultado tan infinitamente conmovedora. Le parecía que estaba dando buena muestra de su gran indulgencia al pasar por alto esa herida infligida a su delicadeza que suponía la publicidad que ella imponía. Podía perdonarla con un tierno suspiro porque eso era indicio de que, como consecuencia, se recuperaría.

—Desea que todo el mundo sepa —anunció la señora Beever— que el señor Bream, para complacerla en una crisis cuya gravedad confío en que exagere, le ha prometido por su honor más sagrado que, si ella muriera, no volvería a contraer matrimonio.

—En vida de su hija, para ser exactos —se apresuró a añadir el doctor Ramage.

—En vida de su hija —repitió la señora Beever, como un eco, con la misma claridad.

—¡En vida de su hija! —se sumó Tony, exagerando con la intención de ofrecer el alivio de un punto de vista jocoso, por si fuera necesario, a los jóvenes desconcertados cuya mirada tensa encerraba una crítica espontánea a la falta de discreción de Julia. Tal vez a modo de protesta todavía más vehemente, en ese instante un grito débil y agudo surgió del paquete vivo con el que Gorham, también incómoda, tal vez se había tomado alguna libertad. El sonido leve y cómico los distrajo felizmente; Tony se acercó rápidamente a la criatura.

—Claro que sí, mi nena: es una barbaridad estar hablando de «mientras vivas».

Se la quitó a la alarmada niñera y aproximó el rostro a la niña con pasión. El gemido cesó y Tony la sostuvo estrechamente entre los brazos; durante un minuto, en silencio, como si emergiera de él un sentimiento muy profundo, acercó la mejilla a la del bebé, enterrando el rostro bajo el velo. Cuando se dio la vuelta para devolver a la criatura, sólo quedaba el médico en el vestíbulo, el cual señaló perentoriamente a Gorham que se retirara. Tony se quedó mirándolo a los ojos y, tras un instante, vio algo en ellos que lo impulsó a exclamar:

—¡Qué enferma debe de estar, Ramage, para haber concebido un golpe de tan mal gusto!

Su acompañante lo llevó hasta el sofá dándole unas palmaditas para tranquilizarlo.

—Debe soportarlo, muchacho; debe soportarlo todo. —Y, con voz titubeante, añadió:

—Su esposa está terriblemente enferma.