Capítulo VII
Rose, compasiva, aguardó a que se le pasara el nerviosismo y, durante la pausa, se dejó caer de nuevo en el sofá que acababa de ocupar con el visitante. Al cabo de un rato, puesto que el silencio de Tony se prolongaba, le hizo una pregunta.
—¿Sigue insistiendo en que no va a curarse?
Tony se apartó las manos de la cara.
—Lo sostiene con total seguridad; o, mejor dicho, con total serenidad. Pero ahora lo ve como una cuestión de detalle.
—¿Quieres decir que está convencida de que se hunde? —preguntó, perpleja.
—Eso dice.
—Pero ¿es cierto, por el amor de Dios? No es una cuestión de opinión: es un hecho o no lo es.
—No lo es —contestó Tony Bream—. ¿Cómo puede serlo, si cualquiera ve que no le fallan las fuerzas? Naturalmente, ella dice que sí, pero da muestras de poseerlas. ¿Qué es esa vehemencia con la que se expresa, sino un signo de mayor vitalidad? Sin duda, se debe en parte a la excitación... pero también a una energía asombrosa.
—¿Excitación? —repitió Rose—. Creía que acababas de decir que se mantenía serena.
Tony vaciló, pero no dudó ni un instante.
—Está tranquila cuando habla de lo que ella llama «dejarme», bendita sea; parece haber aceptado esa perspectiva con extraña resignación. Pero se agita y parece extrañamente atormentada y exaltada cuando habla de otra cosa.
—Entiendo: lo que acabas de mencionar.
—Se interesa por todo —prosiguió Tony—, hace preguntas, envía recados, habla en voz alta. Está encantada de saber que el señor Vidal por fin está contigo y me ha dicho que te lo diga de su parte y que se lo diga también a él: en realidad, que os diga a los dos lo mucho que se alegra de que por fin llegue el tan esperado acontecimiento.
Rose escuchaba con los ojos bajos.
—¡Qué cariñosa! —murmuró.
—Me ha preguntado especialmente por el señor Vidal —prosiguió Tony—. Qué aspecto tiene, qué me parece, cómo os habéis encontrado. Incluso me ha dado un recado personal para él.
—¿Un recado personal? —preguntó Rose con una débil sonrisa.
—Oh, sólo para no ofender tu modestia, Rose. Quiere decirle que responde de ti.
—¿En qué sentido? —preguntó Rose.
—Dice que eres la esposa más encantadora, inteligente, hermosa y maravillosa en todos los sentidos que pueda tener jamás un hombre.
—¡Sin duda, está muy excitada! —dijo Rose con una carcajada. Después añadió:
—¿Y qué piensa la enfermera de todo esto? No me refiero a mi relación con Dennis —añadió con la misma ligera ironía.
—¿De la situación de Julia? Quiere que vuelva el doctor Ramage.
—Es bastante boba, me parece —concluyó Rose tras meditar unos instantes—. Pierde la cabeza.
—Me he tomado la libertad de decírselo.
Tony se inclinó hacia delante, con los ojos clavados en el suelo y los codos sobre las rodillas, y se frotó las manos con nerviosismo. No tardó en ponerse en pie de un brinco.
—¿Qué imaginas que quiere que haga?
—La enfermera quiere... —intentó adivinar Rose.
—No, esa niña ridícula —dijo señalando con la cabeza la habitación de su esposa mientras se acercaba y se detenía delante del sofá.
Rose se reclinó un poco, reflexionó y alzó los ojos hacia él.
—¿Te refieres a algo verdaderamente ridículo? —preguntó.
—En estas circunstancias, grotesco.
—Bien —sugirió Rose con una sonrisa—. Quiere que le permitas nombrar sucesora.
—¡Justo lo contrario! —Tony se sentó en el lugar donde había estado Dennis—. Quiere que le prometa que no tendrá sucesora.
Su compañera lo miró escrutadora; algo que había percibido en su tono la había hecho sonrojarse visiblemente.
—Entiendo —dijo, momentáneamente desconcertada— ¿Y esto te parece grotesco?
Durante un instante, resultó evidente que a Tony le asombraba su sorpresa; después advirtió el motivo de ésta y se sonrojó también un poco.
—No es la idea, Rose, ¡por Dios! —exclamó—. Hablo del error que supone insistir tanto en ello, considerarlo como si se aceptara la situación que ella imagina y de veras estuviéramos despidiéndonos.
Rose pareció entenderlo e incluso estar impresionada.
—¿Crees que eso hará que se sienta peor?
—¡Pero bueno! ¡Disponerlo todo como si fuera a morirse!
Tony se puso de nuevo en pie; su intranquilidad era obvia y recayó en el paseo inquieto al que había recurrido durante toda la mañana.
Rose contempló su agitación.
—¿Y no podría ser que, si hicieras exactamente lo que te pide, se encontrara mejor de inmediato?
Tony deambuló rascándose de nuevo la cabeza.
—¿Por puro espíritu de contradicción? Haría cualquier cosa en esta vida para hacerla feliz o incluso para tranquilizarla: trataré esta exigencia como un hecho tremendamente razonable, si es mejor considerarla así que hacer un gran escándalo por nada. Pero me niego a dejarme llevar a una solemnidad propia del lecho de muerte. ¡Dios me libre!
Entre irritado e inquieto, herido en su ternura por un sufrimiento doble, se dejó caer en otro asiento con las manos en los bolsillos y las largas piernas extendidas.
—¿Desea un juramento muy solemne? —preguntó Rose.
—Sí: la pobrecilla habla muy en serio. Quiere que lo prometa por mi honor: quiere un juramento formal.
Rose guardó silencio unos segundos.
—¿Y no has cedido?
—Lo he rechazado, me he negado a tomarme la conversación en serio. Le he dicho: «Querida Julia, ¿cómo voy a estar de acuerdo contigo con un punto de partida tan horrible? ¡Espera a morirte de veras!» —Durante unos instantes pareció perdido; después se levantó de nuevo—. ¿Cómo puede soñar siquiera que sea capaz de...? —No tuvo paciencia para acabar la frase.
—¿De tener una segunda esposa? —preguntó Rose, terminándola—. Ah, ése es otro asunto —exclamó tristemente—. No podemos hacer nada. Imagino que entiendes los sentimientos de Julia, ¿verdad?
—¿Sus sentimientos? —Tony se detuvo de nuevo ante ella.
—Bueno: lo que está en la base de ese temor a que te cases de nuevo.
—¡Por supuesto! Naturalmente, la señora Grantham: es ella lo que está en la base. Por su culpa, Julia imagina que yo sería capaz de dar a nuestra hija una madrastra.
—Exacto —dijo Rose—. Y si conocieras como yo la infancia de Julia, harías justicia a la fuerza de ese horror. La posee por completo: antes preferiría que la niña muriese.
Tony Bream, meditabundo, negó con la cabeza con oscura decisión.
—Bueno, pues yo preferiría que no muriese ninguna de las dos.
—Entonces, lo más sencillo es que le des tu palabra.
—Mi palabra no le basta —dijo Tony—. Quiere ritos y hechizos místicos. Yo deseaba hacer lo más sencillo: mi objeción al tinglado que exige es que me parece improcedente.
—Inténtalo —sugirió Rose con una sonrisa.
—¿Convencerla?
—Antes de que vuelva el médico. Cuando llegue no te permitirá estar con ella.
—Entonces, voy ahora mismo —anunció Tony desde la puerta.
Rose se había puesto en pie ante el sofá.
—Sé breve, pero sé muy firme.
—Se lo juraré por todos los dioses... o por cualquier otra tontería.
Rose seguía de pie ante él, en una hermosa e intensa actitud de apremio que actuó como un freno.
—Me doy cuenta de que tienes razón —declaró Tony—. Siempre la tienes y siempre estoy en deuda contigo. ¿Algo más? —añadió mientras abría la puerta.
—¿Cómo que «algo más»?
—Que si tienes algún otro consejo.
Rose pensó durante unos instantes.
—Nada más que eso: muéstrate plenamente convencido, como si comprendieras esta idea, como si la entendieras de la misma manera que ella.
—¿De la misma manera que ella? —preguntó Tony con aire indeciso.
—Claro: durante toda la vida de vuestra hija. —Como él parecía no comprenderlo plenamente, ella se atrevió a explicarlo—. Si perdieras a Effie, ya no habría motivo.
Al oír esto, Tony echó atrás la cabeza, sonrojado.
—Querida Rose: no creerás que se trata de un juramento necesario...
—¿El tuyo? —interrumpió Rose—. Claro que no, de la misma manera que no supongo que se esté discutiendo tu fidelidad. Pero la cuestión fundamental es convencer a Julia, y sólo lo he dicho porque si le parece que entiendes lo que juras, estará más convencida.
Tony soltó una carcajada nerviosa.
—¿No sabes que siempre firmo sin fijarme demasiado, especialmente las peticiones?
De repente añadió con brusquedad, cambiando de tono, como empujado por una apasionada necesidad de dejarlo claro:
—Nunca, nunca, nunca se me ocurrirá siquiera mirar a otra mujer.
La muchacha asintió con un gesto impaciente.
—Lo has entendido perfectamente, Tony: díselo así.
Pero Tony se había marchado ya y, al dar media vuelta, Rose se encontró frente a su prometido, que había regresado mientras ella decía estas últimas palabras.