Capítulo III

—Su joven pariente —comentó Rose— es tan afectuosa como bonita: ¡envía saludos a personas que no ha visto en su vida!

—Sólo se refería a la nena. Me parece muy amable por su parte —señaló la señora Beever—. En cambio, en estas circunstancias, mi interés se reduce a la mamá. Yo creía que todo iba bien.

—Creo que todo va bien —contestó la señorita Armiger—. Pero la enfermera me ha dicho hace una hora que no podré verla en toda la mañana. Será la primera vez que eso suceda en varios días.

La señora Beever guardó un breve silencio.

—Ha disfrutado usted de un privilegio que a mí se me niega.

—Ah, recuerde que soy la amiga más antigua de Julia —dijo Rose—. Así es como me ha tratado siempre.

—Como a alguien de la familia, claro —asintió la señora Beever—. Bien, usted no es de mi familia, pero yo también la trato como si lo fuera —prosiguió—. Debe esperar aquí conmigo a que nos den más noticias y quedarse callada como un pajarito.

—Querida señora Beever —protestó la muchacha—, ¡si en mi vida he hecho ruido!

—Ya lo hará algún día, es usted muy lista —replicó la señora Beever.

—Soy lo bastante lista para quedarme callada. —Después añadió más seria:

—Soy lo único que ha tenido en su vida mi querida Julia.

La señora Beever alzó las cejas.

—¿No cuenta a su marido?

—Claro que cuento a Tony, pero en otro sentido.

La señora Beever meditó de nuevo: tal vez se preguntaba en qué sentido que no fuera el de tesoro para su esposa una joven tan experta como aquélla podía tener en consideración a Anthony Bream. Sin embargo, preguntó otra cosa.

—¿Le llama «Tony» cuando habla con él?

En esta occisión, la señorita Armiger se apresuró a contestar.

—Me lo dijo él, para igualar el trato, puesto que a ella la llamo Julia. ¡No se alarme! —exclamó—. Sé qué lugar me corresponde y no iré demasiado lejos. Naturalmente, ahora él lo es todo para ella —prosiguió—, y la niña casi otro tanto; pero lo que quería decir es que aunque él le importe mucho más, mi amistad viene de mucho más lejos. Aunque le llevo tres años, estamos unidas desde niñas por uno de los lazos más fuertes que pueda haber: el de la aversión compartida.

—¡Oh, ya sé qué aversión comparten! —dijo la señora Beever, con aire de estar enterada de todo.

—Entonces, tal vez sepa que su horrible madrastra era mi tía, lo que no puede decirse que me honre. Si su padre fue el segundo marido de la señora Grantham, mi tío, el hermano de mi madre, había sido el primero. Julia perdió a su madre; yo perdí a mi madre y a mi padre. Entonces la señora Grantham se ocupó de mí: hacía poco que se había casado. Me puso en ese horrible colegio de Weymouth en el que había metido ya a su hijastra.

—Debería estarle agradecida —sugirió la señora Beever—, ya que se conocieron gracias a ella.

—Lo estamos, siempre lo estaremos. Es como si nos hubiera convertido en hermanas y me hubiese correspondido la deliciosa posición de la mayor, la protectora. Pero es lo único bueno que ha hecho por nosotras.

La señora Beever sopesó esta afirmación desde su otro punto de vista de mujer de negocios.

—¿Tan monstruosa es?

Rose Armiger movió la cabeza con tristeza.

—No me lo pregunte: tal vez me disguste demasiado para ser justa. Sin embargo, me atrevería a decir que su dureza y su mezquindad no hicieron mella en mí: yo no era víctima fácil, sabía cuidarme, era capaz de luchar. Pero Julia agachaba la cabeza y sufría. Jamás un matrimonio tuvo tanto de rescate.

La señora Beever escuchó estas palabras sin abandonar una actitud crítica.

—Pero la señora Grantham vino desde la ciudad el otro día para hacer una visita de un par de horas.

—Ése no fue un gesto de amabilidad —contestó la muchacha— sino de agravio. Y creo, y Julia piensa lo mismo que yo, que fue un gesto muy calculado. La señora Grantham sabía perfectamente qué efecto causaría y se dio el gusto de comprobarlo. Dijo que venía en este momento de crisis para «hacer las paces». ¿No podía dejar tranquila a la pobrecilla? No hizo más que agitar un pasado doloroso y abrir viejas heridas.

A modo de respuesta, la señora Beever señaló, sin que viniera mucho a cuento:

—Según creo, a usted la maltrató mucho.

Su interlocutora sonrió con franqueza.

—De manera espantosa, diría yo; pero no me importa. Lo que diga o haga ya no me afecta.

—La describe como si fuera una mujer monstruosamente mala. Y, sin embargo, al parecer dos hombres honorables le dieron la mayor prueba de confianza.

—Mi pobre tío se la retiró toda cuando la vio tal como era. Ella lo mató: él se murió del horror que le inspiraba. En cuanto al padre de Julia, puede considerarlo honorable si lo desea, pero es un inútil. Tiene miedo de su esposa.

—Y que, como ha dicho, se ocupara de usted, que no era familiar directo suyo, y la pusiera en un colegio, ¿no fue un gesto de bondad? —sugirió la señora Beever.

—Se ocupó de mí para atormentarme o, por lo menos, para que me sintiera bajo su dominio. Lo necesita de modo imperioso: eso fue lo que la trajo aquí el otro día.

—Buena argumentación —contestó la señora Beever—. Si alguna vez me juzgan por algún delito, por liar los asuntos del banco, por ejemplo, espero que me defienda alguien con dotes y estilo similares a los suyos. No me extraña que sus amigos —prosiguió con tono amable—, incluso los más inocentes, como esta querida pareja, sientan tanto apego por usted.

—Si insinúa que no le sorprende que me quede aquí tanto tiempo —contestó Rose con buen humor—, le diré que le agradezco mucho su comprensión. Julia es lo único que tengo en este mundo.

—¡Qué poco cuentan para usted los novios y maridos! —exclamó la señora Beever con una carcajada—. ¿Acaso no he tenido el placer de oír hablar de un caballero con el que pronto contraerá matrimonio?

Rose Armiger abrió mucho los ojos: un gesto tal vez algo afectado. En cualquier caso, parecía como si hubiera tenido que hacer cierto esfuerzo para comprender la alusión.

—¿Se refiere a Dennis Vidal? —preguntó.

—¡Santo Dios! ¿Es que hay más de uno? —exclamó la señora Beever; tras lo cual, puesto que la muchacha, que se había sonrojado un poco, vacilaba de modo que casi sugería la existencia de alternativas, añadió:

—¿No se trata de un compromiso definitivo?

Rose Armiger miró el reloj.

—El señor Vidal llega esta mañana: pregúntele a él cómo lo considera.

En aquel momento se abrió una de las puertas del vestíbulo y la señora Beever exclamó con cierta impaciencia:

—¡Quizá sea él!

La impaciencia era un rasgo característico de la señora Beever; formaba parte de una visión general en la que las piezas encajaban perfectamente unas con otras. Por algún motivo, la joven dama con la que había estado hablando le había parecido en unos pocos minutos, más que en ocasiones anteriores, posible objeto de interés para un joven de carácter más abierto incluso de lo que incumbía cultivar a una madre respetable. La señorita Armiger acababa de ofrecerle una breve visión del modo en que podía manejar a los hombres honrados como si fueran «inútiles». Sin duda, era una joven demasiado insólita para no tenerla en cuenta. Si existía el menor peligro de que Paul se enamorara de ella, de alguna manera habría que arreglar que el matrimonio de la joven no topara con dificultades.

Sin embargo, la persona que apareció resultó ser tan sólo el doctor Ramage, el cual, puesto que poseía ya una verdadera esposa, resultaba especialmente poco indicado para proporcionar alivio a la inquietud de la señora Beever. Era éste un hombrecito que se desplazaba de puntillas, con aire alerta, como si estuviera entregado a algún juego de sorpresas, y que poseía un rostro tan cándido y redondo que parecía una gran pastilla blanca. En una ocasión en que se hablaba de ir a buscarlo, dijo la señora Beever:

—No se trata de tomar sus medicamentos, sino de tomarlo a él. Lo tomo dos veces por semana con una taza de té.

Era el tono de su voz lo que le sentaba bien. En aquel momento, el médico tenía en la mano una hoja de papel, escrita por una cara, y se dirigió inmediatamente con ella a la señorita Armiger. Era una receta que debía preparar el farmacéutico y le rogó que se ocupara al instante de que se la llevaran, tras explicar que al salir de la habitación de la señora Bream había ido directamente a la biblioteca para redactarla. Rose, que pareció reconocer de un vistazo la composición, contestó que, puesto que se sentía inquieta y deseaba dar un paseo, haría ella el recado. Tenía allí mismo el sombrero y la chaqueta; se los había puesto para ir a la iglesia, pero al ver que el señor Bream no iba, había cambiado de opinión y se los había quitado.

—Me parece muy bien que vaya usted —dijo el médico. Tenía que añadir alguna instrucción, a la cual Rose, lúcida y rápida, ya preparada para salir, prestó atención. Cuando Rose cogió el papel, el médico añadió:

—Es usted una persona muy amable, lista y complaciente.

—¡Sabe muy bien lo que hace! —dijo la señora Beever con mucho énfasis—. Pero ¿se puede saber qué hace Julia?

—Se lo diré en cuanto lo sepa, querida señora.

—¿Sucede algo grave?

—Espero averiguarlo.

La señorita Armiger también esperó unos instantes antes de salir. La pregunta de la señora Beever había hecho que se detuviera de camino hacia la puerta y permaneciera inmóvil, con aquellos ojos intensamente claros clavados en el rostro del doctor Ramage.

La señora Beever siguió examinándolo con la misma impaciencia.

—Entonces, ¿todavía no se va?

—De ningún modo, aunque tengo otra visita urgente. Primero necesito que me traiga lo que va a buscar —dijo dirigiéndose a Rose.

Ésta se encaminó hacia la puerta, pero allí volvió a detenerse.

—¿El señor Bream sigue con ella?

—Desde luego, por eso estoy aquí. Ha pedido quedarse sola con él cinco minutos.

—¿Tampoco está allí la enfermera? —preguntó Rose.

—Ha aprovechado para bajar a comer. A la señora Bream se le ha metido en la cabeza que tiene algo muy importante que decir.

La señora Beever se irguió en el asiento con firmeza.

—¿Y qué puede ser eso?

—Me ha echado de la habitación precisamente para que no me enterara.

—Me parece que ya sé lo que es —declaró su compañera desde la puerta.

—Entonces, ¿de qué se trata? —preguntó la señora Beever.

—¡Oh, no se lo diría por nada del mundo!

Y con estas palabras, Rose Armiger se marchó.