Capítulo XXI
Paul volvió la cabeza hacia la casa para encontrarse, sin embargo, en presencia de su madre, que había regresado a la mesa de té y a la cual vio lanzar una mirada fulminante al pequeño objeto que tenía en las manos. Su escrutinio saltó de aquel objeto al semblante de su hijo, que, disgustado, no consiguió frustrarlo por completo. Por ese motivo sintió un alivio momentáneo cuando la observación de su madre se orientó hacia Jean Martle, a la que Tony, plantado sobre la hierba, contemplaba también sin disimulo y que estaba enseñando a Effie el tesoro guardado a la sombra de la mesa de té. La muchacha había cogido con su brazo fuerte y joven a la niña, y allí se había sentado, robusta y radiante, envuelta en volantes y cintas, abrazada a la mayor de las muñecas; y en esta posición —erguida, activa, riente, con su rosada carga casi sobre el hombro, mezclando el brillo de ésta con el de la corona de sus cabellos y sujetando con la otra mano, ante el entusiasmo de Effie, bajo la forma de otra marioneta del montón, una imitación aún más rosada de la niña—, Jean se adelantó rápidamente al desafío que, como había visto Paul, la señora Beever estaba a punto de lanzarle.
—¿No sale nuestro magnífico pastel?
—Es demasiado grande para traerlo —dijo la señora Beever—. Está ardiendo en el comedor.
Jean Martle se volvió hacia Tony.
—¿Puedo llevarla para que lo vea?
Tony asintió.
—Pero recuerda que no debe probarlo.
Jean le sonrió.
—¡Me comeré su parte!
Y pasó rápidamente sobre el césped mientras los tres pares de ojos la seguían.
—Parece —observó Tony— la diosa Diana jugando con una pequeña ninfa.
La atención de la señora Beever se volvió hacia su hijo.
—¡Ese es el tipo de comentario que cabría esperar de ti! ¿No vas con ella?
Paul parecía ausente e inmenso.
—Me voy a casa.
—¿Al comedor?
Paul titubeó.
—A hablar con la señorita Armiger.
La mirada de su madre, aguda y asustada, había vuelto al estuche de tafilete.
—¿Para pedirle que lo guarde otra vez?
Paul contestó con buen temple.
—¡Puede quedárselo para siempre!
Volvió a lanzar al aire el proyectil mientras sus compañeros se miraban y tomó la misma dirección que Jean.
La señora Beever, desconcertada y sonrojada, exclamó, dirigiéndose a Tony:
—¡Dios nos asista! ¡Lo ha rechazado!
El rostro de Tony reflejó su alarma.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque tiene el regalo en las manos, ¡una joya sobre la que saltaría cualquier muchacha! Y yo que venía a oír que estaba todo zanjado...
—Pero nadie le ha dicho que no lo esté.
—Lo que no me han dicho lo he visto: se les ve en la cara. Si no acepta el obsequio —exclamó la señora Beever—, ¿cómo va a aceptar al obsequiante?
Durante unos instantes el semblante de Tony fue reflejo de la pregunta de la señora Beever.
—¡Cómo! ¡Si acaba de prometerme que lo aceptaría!
Eso no hizo más que ahondar la sorpresa de su vecina.
—¿Que te ha prometido...?
Tony vaciló.
—Bueno, me ha dejado deducir que yo la había empujado a decidirse. Ha tenido la amabilidad de escuchar atentamente lo que tenía que decirle.
—¿Y se puede saber qué tenías que decirle? —preguntó la señora Beever con severidad.
Ante un rigor tan directo, Tony se sintió tan violento que tuvo que reflexionar.
—Bueno..., todo. Me he tomado la libertad de respaldar la petición de Paul.
La señora Beever lo miró fijamente.
—¡Muy amable por tu parte! ¿Y qué creías que tenías tú que ver con eso?
—Caramba, pues tenía que ver en la medida en que deseaba vivamente que ella lo aceptara.
—¿Deseabas que ella lo aceptara? Es la primera vez que te oigo hablar de eso.
Una vez más, Tony se quedó pensativo.
—¿Nunca se lo había dicho?
—Que yo recuerde, nunca. ¿Y de cuándo data? —preguntó la señora Beever.
—Desde que comprendí lo mucho que Paul podía ganar.
—¿Cuánto? —preguntó la señora de Eastmead con soma—. No era tanto que fuera necesario que te esforzaras en reducirlo.
La comprensión de la frustración de su amiga estaba escrita en la sonrisa de decidido buen humor con que Tony recibió la aspereza de sus sucesivas preguntas; pero su propia incomodidad, que no era exactamente lo que mejor encajaba con su temperamento, se traslucía a través de ese brillo superficial. De repente pareció todo lo inexpresivo que puede parecer un hombre con aspecto enojado.
—¿Cómo demonios iba a imaginar que lo estaba reduciendo?
La señora Beever vaciló a su vez.
—Para contestar a esta pregunta tendría que haber estado presente en tu apelación.
Los ojos de Tony echaban chispas.
—Me parece que su respuesta está muy cerca de ser una acusación de deslealtad. ¿Sugiere usted que no he actuado de buena fe?
—No se me ocurriría hacerlo, ni siquiera empujada por mi amarga decepción. Pero sí que ha sido un gran error.
Tony se encogió de hombros; con las manos en los bolsillos, había empezado a caminar por el césped, lo que recordó a la señora Beever la inquieta figura que, en la misma actitud, el día de la muerte de la pobre Julia, había visto recorrer el vestíbulo de la otra casa.
—Entonces, ¿qué diantre tenía que hacer?
—Dejarla en paz.
—¡En ese caso, tendría que haber empezado antes! —exclamó con ingenua prontitud.
La señora Beever soltó una carcajada de desesperación.
—¡Años antes!
—Me explico; desde la primera vez que vino —prosiguió Tony, ruborizado— me hice el propósito de transmitirle la buena opinión que tenía de Paul.
Su anfitriona prosiguió, sarcástica.
—Si se trataba de propósitos e impresiones, entonces tal vez tendrías que haberlo dejado para más tarde. —La señora Beever se preparó unos instantes y luego dijo:
—Deberías haberla dejado en paz, Tony Bream, porque estás locamente enamorado de ella.
Tony se dejó caer en la silla más cercana y se quedó mirando a la reina madre.
—¿Y la prueba que aporta usted es el llamamiento en favor de su hijo?
La señora Beever recibió en plena cara el aire de compasión por el error que acababa de cometer.
—Tu llamamiento no era en favor de mi hijo, sino para defenderte del peligro.
—¿Del peligro que yo corría? —Tony se levantó de un brinco, como si ilustrara su seguridad—. ¿Es necesario que le informe en este momento de que tengo algo llamado conciencia?
—Nada más lejos de mi intención, querido amigo. Precisamente, me lamento de que tu conciencia sea excesiva. —Y le lanzó, antes de dar media vuelta, lo que podría haber sido su última mirada y su última palabra—. Tu conciencia es tan grande como tu pasión y si ambas hubieran sido menores ¡tal vez te habrías callado la boca!
Se alejó con una actitud que subrayaba sus palabras, y Tony la miró, todavía con las manos en los bolsillos y las largas piernas un poco separadas. A fin de cuentas, podía interpretar que sólo lo acusaba de ser un imbécil especialmente nocivo.
—Yo tenía la misma impresión que usted —dijo Tony—. La impresión de que Paul no corría ningún riesgo.
Esto la detuvo e hizo que diera media vuelta bruscamente.
—¿Y tenías la impresión de que Jean tampoco lo corría?
—Por mi honor ¡en lo que a mí respecta!
—Naturalmente, estamos hablando de ti —contestó la señora Beever—. Si no eras tú el motivo, ¿podrías sugerirme quién lo era?
—¿El motivo para rechazar a Paul? —Tony miró al cielo en busca de inspiración—. Me temo que estoy demasiado sorprendido y abatido para tener una teoría.
—¿Y no tendrás ninguna, por casualidad, que explique por qué te has entrometido si creías que no corrían ningún peligro?
—Entrometerse es una palabra un poco fuerte —protestó Tony—. Sentí el deseo de dar testimonio de la gran simpatía que sentía por Paul desde el mismo momento en que oí decir, cosa que ignoraba por completo, que ésta era la ocasión en que, en más de un sentido, iba a presentar su caso.
—¿Sería mucho atrevimiento por mi parte preguntarte si esa repentina revelación ha procedido del propio Paul? —preguntó la señora Beever.
—No, no del propio Paul.
—Y difícilmente de Jean, imagino.
—No, ni remotamente.
—Muchas gracias —contestó la señora Beever—. Ya me lo has dicho. —Se había sentado en una silla y tenía los ojos clavados en el suelo—. Tengo algo que decirte, aunque tal vez no te interese mucho. —Y, alzando los ojos, añadió:
—Dennis Vidal está aquí.
Tony casi dio un brinco.
—¿En la casa?
—En el río, remando —explicó la señora Beever. Tras lo cual, al ver que su estupor iba en aumento, añadió:
—Ha aparecido hace una hora.
—¿Y no lo ha visto nadie?
—El doctor y Paul. Pero Paul no sabía...
—¿Y no ha preguntado? —preguntó Tony con voz entrecortada.
—¿Alguna vez pregunta algo? ¡Es demasiado tonto! Además, con todos mis asuntos, ve ir y venir a mis conocidos. El señor Vidal ha desaparecido en cuanto ha oído que la señorita Armiger estaba aquí.
Tony pasó de la sorpresa a la perplejidad.
—¿Y no va a volver?
—Espero que todo lo contrario, ya que se ha llevado mi bote.
—Pero ¿no desea verla?
—Lo está pensando.
—Entonces, ¿para qué ha venido? —preguntó Tony.
—Ha venido a ver a Effie —contestó la señora Beever, tras vacilar unos instantes.
—¿A Effie?
—Para juzgar si es probable que la pierdas.
Tony echó atrás la cabeza.
—¿Y a él qué demonios le importa?
La señora Beever titubeó de nuevo.
—¿No sería mejor que te dejara adivinarlo? —preguntó mientras se levantaba.
Tony, a pesar de su expresión de desconcierto, lo meditó con tanta eficacia que no tardó en exclamar:
—Entonces, ¿todavía quiere a esa muchacha?
—Muchísimo. Por eso teme...
—¿Que Effie pueda morir?
—Esta es una conversación horrible —declaró la señora Beever—. Pero tal vez no hayas olvidado quiénes estaban presentes...
—No he olvidado quiénes estaban presentes. Me honra mucho la solicitud del señor Vidal —prosiguió Tony—, pero le ruego que le diga de mi parte que me considero preparado para cuidar de mi hija.
—Debes tener más cuidado que nunca —señaló la señora Beever con clara intención—, pero no hables de él delante de ella —añadió de repente.
El vestido blanco y la sombrilla roja de Rose Armiger habían reaparecido en la escalinata de la casa.