Capítulo XVI
—¡Por fin ha llegado el gran pastel, mi querida señora! —anunció Rose alegremente a la señora Beever, la cual, antes de responder a la noticia, aguardó tiempo suficiente para sugerir a su hijo que tal vez estuviera dispuesta a seguir su consejo.
—Le agradezco mucho que haya ido a ocuparse de eso —fue, sin embargo, la respuesta que la anfitriona de la señorita Armiger se obligó a dar al cabo de un momento.
—Ha sido un favor irresistible. No habría soportado que, en un día como éste, nuestra pequeña y querida Jean sufriera la menor decepción —dijo Rose.
—Por no hablar, naturalmente, de la pequeña y querida Effie —se apresuró a añadir la señora Beever.
—Al fin y al cabo es lo mismo, puesto que la ocasión las une así. En el pastel se entrelazan las iniciales y las velas de ambas. Está lleno de velas para las dos —rió Rose—, porque hemos sumado los años. ¡Sale un número respetable!
—Pues habrá salido también un pastel muy grande —observó la señora Beever.
—Colosal.
—¿Demasiado grande para sacarlo aquí fuera?
La muchacha pensó un poco.
—No tan grande —contestó con aire malicioso—. No ha salido tan grande como si hubieran sumado sus velas y las mías.
A continuación tendió a Paul el «adorno».
—Le devuelvo lo que me ha confiado. ¡Cójalo! —añadió decidida, lanzándole un estuchito forrado en tafilete rojo cuyo vuelo interceptó Paul con una sola mano, sin apenas moverse.
La desconfianza que se había despertado en la señora Beever desapareció ante la mera audacia de aquel gesto; sin duda, aquella muchacha poseía algo visiblemente superior que la hacía capaz de hacer frente con tanta inteligencia a una sospecha que percibía y deseaba disipar. La señora de Eastmead clavó en ella los ojos y en la mirada que le devolvió leyó sus deseos: «Confíe en mí, confíe en mí —parecía rogarle—; No me crea capaz de cometer tonterías por un egoísmo estúpido o mezquino. Puedo ser peligrosa para mí misma, pero no para los demás; y menos aún para usted». Rose tenía una presencia que resultaba, a su modo, similar a la de Tony Bream: alteraba, lisa y llanamente, cualquier cuestión personal que se expusiera ante ella. Bajo su efecto, la señora Beever se encontró súbitamente pensando que, al fin y al cabo, podía confiar en Rose en la medida en que podía confiar en Paul. Miró de reojo al joven tendido en la hamaca y advirtió que, a pesar de la familiaridad de aquella postura —que tal vez había adoptado con intención de confundir—, las pupilas reducidas, clavadas en la visitante, conservaban la expresión que le habían transmitido las últimas palabras de su madre. La señora Beever vaciló; pero mientras dudaba, Rose se le acercó y le dio un beso. Era la primera vez que sucedía algo semejante y la señora Beever se sonrojó como si hubieran descubierto uno de sus secretos. Rose se limitó a explicar con una sonrisa aquel impulso, pero su expresión decía con toda claridad: «¡Ya le daré un buen repaso a Paul!».
En los labios de su madre brotó una respuesta.
—¡Voy a ver cómo está el pastel!
La señora Beever se dirigió hacia la casa y, en cuanto les dio la espalda, su hijo se levantó de la hamaca. Un observador de la escena habría adivinado, sin duda, que, con cierta profundidad de cálculo, se había refugiado allí como muda protesta contra la posibilidad de que se frustrara el encuentro con Rose. La joven rió al verlo levantarse, y su risa, para ese mismo observador, habría sido un tributo a la habilidad natural que se mezclaba con la obvia simplicidad del muchacho. Paul reconoció aquella argucia y, mientras se acercaba y se detenía junto a la mesita de té, admitió la crítica de Rose diciendo con voz tranquila:
—Temía que mamá me hiciera ir con ella.
—Al contrario; me ha hecho una entrega formal.
—Entonces, permita que me encargue de sus tareas y le sirva un poco de té.
Se dirigía a ella con una rígida cortesía no carente de gracia y Rose, bajo la cálida sombra del parasol, que hacía girar una y otra vez sobre el hombro, miró hacia la mesa sin gran interés.
—Ya lo haré yo, gracias; me gustaría que regresara a la hamaca.
—Me he levantado porque tumbado así, sobre la espalda, me siento en desventaja para conversar con usted —contestó el joven.
—Por eso mismo se lo pido. Deseo que se tumbe y que no tenga nada que replicarme.
Inmediatamente, Paul retrocedió, pero antes de echarse de nuevo le preguntó con el mismo aire grave dónde se sentaría ella.
—No pienso sentarme —contestó—. Pasearé, me situaré por encima de usted y abusaré de mi privilegio.
Se dejó caer en la red, algo más incorporado que antes; Rose se acercó y le tendió la mano.
—Déjeme ver otra vez ese objeto.
Él tenía sobre las piernas la cajita que ella le había dado y se la entregó de nuevo. Rose la abrió apretando en el resorte y, ladeando la cabeza, examinó de nuevo la joya que descansaba en el terciopelo blanco. Después cerró el estuche con un sonoro chasquido y se lo devolvió.
—Sí, es muy buena. Es una piedra maravillosa y ella lo sabe. Pero eso sólo no basta, querido muchacho. —Se inclinó hacia él, apoyándose en las cuerdas tensas de la hamaca, y él alzó la vista—. Da demasiadas cosas por sentado.
Paul no dijo nada durante unos segundos.
—Eso es lo que le he dicho a mi madre que usted había dicho cuando ella también me lo ha dicho.
Rose lo miró un instante y luego sonrió.
—Es una frase complicada, pero la sigo. Su madre ha estado aleccionándolo.
—Sabe que usted me aconseja en el mismo sentido que ella —dijo su compañero.
—Por fin se convence; el hecho de que nos haya dejado juntos es una señal clara. Tengo un gran empeño en justificar esta confianza porque, hasta el momento, se ha mostrado tan ciega a sus propios intereses que ha imaginado que, en estas tres semanas, usted ha tenido la inoportuna idea de enamorarse de mí.
—Le he dicho explícitamente que no ha sido así en absoluto.
El tono de Paul poseía, en aquel momento de suma gravedad, la capacidad de suscitar la hilaridad de cualquier interlocutor.
—¡Espero que sea usted más convincente si, en alguna ocasión, debe declarar a alguien que ése es el caso! —exclamó la muchacha. Dio un empujoncito a la hamaca y apartó la vista. Paul se meció suavemente durante un minuto.
—No me pida demasiado —dijo Paul finalmente mientras contemplaba cómo Rose se dirigía a la mesa y se servía una taza de té.
Rose tomó un sorbo y después, tras dejar la taza, regresó junto a él.
—Sólo le pediría demasiado si usted estuviera pidiéndole demasiado a ella. Está usted tan lejos de eso y su posición es tan perfecta... Lo que ofrece es demasiado hermoso.
—Sé lo que ofrezco y lo que no ofrezco —contestó Paul—. Y la persona de la que estamos hablando lo sabe tan bien como yo. Tiene delante todos los datos y, si mi posición es tan buena, puede verla tan bien como usted. Reconozco que soy una persona aceptable y que, tal como van las cosas, mis negocios, mis perspectivas, mis garantías de un tipo u otro son sustanciales. Pero todo eso, tras tantos años, le resulta familiar y no puede añadirse nada a la lista sin correr el riesgo de aburrirla. Usted y mi madre dicen que cuento demasiado con ello, pero sólo cuento con eso. —Fue un largo discurso para nuestro joven y la ausencia de acentos y las pausas desapasionadas lo hicieron parecer un poco más largo. Causó un efecto visible en Rose Armiger, a la que retuvo inmóvil y con los ojos cada vez más abiertos. El rostro de Rose tenía una expresión tan intensa, una dulzura tan luminosa que, cuando Paul se detuvo, parecía animarlo a seguir adelante. Pero él se limitó a añadir:
—Lo que quiero decir es que, si soy digno de ella, lo único que debe hacer es aceptarme.
—Es usted digno de la mejor muchacha del mundo —declaró Rose con el temblor de la sinceridad—. Es usted sincero y afectuoso; generoso y sensato. —Lo miró con una especie de placer inteligente, el propio de un espíritu lo bastante refinado para sentirse conmovido por una muestra de belleza, incluso la más oculta—. Es usted tan firme, tan seguro que cualquier trato con usted es un verdadero privilegio por el que hay que estar agradecida. —Vertió sobre él una aprobación amable, tratándolo como un objeto perfecto, como si fuera otra persona—. ¡Estaré siempre agradecida y orgullosa de haber sido amiga suya, aunque sólo hubiera sido durante una hora!
Como respuesta, Paul se levantó lenta y trabajosamente.
—¿Cree que me gusta lo que hace conmigo? —preguntó bruscamente.
Era una nota nueva y repentina, pero Rose la encajó sin dificultad.
—¡Me da igual que le guste o no! Es mi deber y es el suyo; es lo que hay que hacer.
Paul seguía de pie con toda su alta torpeza.
—Resulta muy extraño tener que aceptar esto de usted —dijo, como si no la hubiera oído.
—Todo es extraño, y las cosas más ciertas son las más extrañas. Pero, en definitiva, no resulta tan extraordinario. No es como si usted tuviera alguna objeción contra ella; no es como si no fuera bella y buena, francamente culta y absolutamente encantadora. No es como si, desde la primera vez que la vi, no se hubiera desarrollado del modo más admirable y no hubiera, a la muerte de su padre, recibido una renta anual de tres mil libras y no tuviera la oportunidad de parecer, con su cabello de color oro rojizo, vestida del más profundo, refinado y lozano luto, muchísimo más bella, mi querido muchacho, dicho con todos los respetos, que cualquier otra muchacha que haya pasado nunca o pueda llegar a pasar por ningún banco de Wilverley. No es como si, suponiendo que usted se interesara por mí, existiera la menor oportunidad de que, en caso de que intentara algún avance, yo hiciera otra cosa que escucharle con un triste «Vaya por Dios», darle una cariñosa palmadita en la espada y echarlo de la habitación. —Paul Beever, cuando Rose se le enfrentó de este modo, abandonó su sitio y se alejó lentamente hasta salir del amplio círculo de sillas, mientras ella, desde el interior, giraba para seguirlo con la vista, presionándolo con insistencia. Paul se detuvo tras una de las sillas, sujetó el alto respaldo y la miró a los ojos—. Si de veras me aprecia —prosiguió ella con su cálida voz—, ésa es una manera magnífica de demostrarlo. Y puede demostrarlo poniendo en su petición a la señorita Martle algo que no pueda resistir.
—¿Y qué es lo que no podrá resistir? —preguntó Paul manteniendo la voz firme, pero agitando un poco la silla.
—¡Caramba! ¡Pues a usted! Si se muestra un poco personal, un poco apasionado; si tiene cierto aire de desearla de veras, de que su felicidad depende de ella... —Paul la miraba como si estuviera recibiendo una lección, y ella hablaba cada vez más segura—. Muéstrele cierta ternura, cierta elocuencia; intente tener alguno de esos gestos que impresionan. Por Dios, dígale las palabras que nos gustan a las mujeres. A todas nos gustan y a todas nos conmueven, y no puede hacer nada sin ellas. No pierda de vista que lo que tiene que hacer, por encima de todo, es complacerla.
Paul pareció clavar sus ojillos en aquel remoto objetivo.
—Complacerla a ella y a usted —dijo Paul.
—Sí, parece un poco raro que nos una así, pero no importa —dijo Rose—. El resultado de su éxito será que me ayudará y me consolará de modo indecible. Es difícil hablar de eso... mis motivos son muy, muy profundos. —Vaciló y miró a su alrededor mientras se preguntaba hasta dónde podía llegar. Después se decidió, tras palidecer un poco por el esfuerzo—. Tengo una idea que se ha convertido en una pasión. Debo ver cómo se lleva a cabo un bien... debo hacer imposible un mal. Debo mantener una lealtad... debo proteger un recuerdo. Eso es lo único que puedo decir. —Se quedó inmóvil con una expresión intensa, como la sacerdotisa de un altar amenazado—. Si esa muchacha se convierte en su esposa, ¡podré descansar tranquila!
—Ya entiendo; gracias a mi triunfo, usted conseguirá lo que desea. ¿Y yo? ¿Qué gano con eso? —preguntó Paul.
—¿Usted? —La sangre le subió rápidamente al rostro con la sorpresa de la pregunta—. Vaya, ¡pues a Jean Martle! —Paul volvió la cabeza sin decir palabra y, en ese mismo momento, a lo lejos, vio que la persona que Rose acababa de mencionar bajaba por la cuadrada escalinata. Rose se apresuró a avanzar por el círculo de sillas y a acercarse a su interlocutor, el cual se detuvo en cuanto ella se acercó. Rose lo miró directamente a los ojos—. Si me da la paz por la que ruego, haré por usted cualquier cosa.
Lo dejó allí, mirándola fijamente, y se encaminó al río; sobre el puentecillo se divisaba a Tony Bream, procedente de la otra casa, saludándola con la mano.