Capítulo II
Cuando Jean Martle, al llegar con el recado, fue conducida al vestíbulo, éste le pareció al principio vacío y durante el breve tiempo en que se creyó única propietaria del lugar lo examinó hasta encontrarlo ostentoso y francamente espléndido. Luminoso, grande y de alto techo, ricamente decorado y profusamente utilizado, lleno de «rincones» y comunicaciones, resultaba evidente que era tanto lugar de reunión como zona de paso. Contenía tantos cuadros grandes que si no hubieran tenido un aire reciente, el lugar habría pasado por un museo. En aquel momento, entraban en él las sombras del verano, el aroma de muchas flores y, desde la repisa de la chimenea, le llegaba el tic-tac de un enorme reloj francés que Jean reconoció como moderno. El color del aire, el aspecto fastuoso, le parecieron entretenidos y encantadores. No advirtió la presencia de otra persona hasta que el criado se marchó, descubrimiento que la hizo sentirse incómoda durante unos instantes. En el otro extremo de la sala se encontraba una joven en una postura tal que, oculta tras varios objetos, le había pasado inadvertida: una joven inclinada sobre una mesa frente a la que parecía haber estado escribiendo. La silla estaba apartada y la joven se apoyaba en los brazos extendidos, entre los que ocultaba el rostro, relajada y abandonada. No había oído el rumor amortiguado de la puerta al abrirse ni los pasos sobre la gruesa alfombra, y su actitud denotaba un estado de ánimo que hacía que la mensajera de Eastmead dudara entre retirarse rápidamente de puntillas o manifestar todavía más rápidamente que la observaba. Antes de que Jean pudiera tomar una decisión, su compañera alzó la vista y se puso en pie rápida y confusamente. Sólo podía ser la señorita Armiger y había ofrecido tal imagen de aflicción que resultó sorprendente que no estuviera llorando. Sin duda, no lloraba; pero durante un instante se mostró totalmente perdida, instante durante el cual, en lugar de sorprenderse, Jean recordó que la señora Beever había dicho de ella que era difícil saber si era espantosamente fea o de una belleza extraordinaria. Jean tuvo la sensación de que no era tan difícil saberlo: era espantosamente fea. Debe decirse de inmediato que, en relación con el encanto de la aparición que, entretanto, habían visto sus ojos, Rose Armiger no tuvo la menor duda: una muchacha esbelta, rubia, como un esbozo de algo mayor, una serie de felices indicios en la que nada parecía todavía definitivo, excepto el esplendor del cabello y la gracia del vestido, un traje diferente de lo que se llevaba en Wilverley. El reflejo de todo esto llegó a Jean desde unos ojos de un gris tan extremadamente claro que, por extraño, resultaba feo; un reflejo que se desplegó en una repentina sonrisa procedente de una boca grande, de labios llenos, que habitualmente tenía la misión de producir la segunda impresión. Esta segunda impresión la causó un destello de dientes pequeños y blancos y la ambigüedad de la que había hablado la señora Beever se resolvió, una ambigüedad superior a toda la belleza anodina del mundo. Sí, era fácil saberlo: la señorita Armiger era de una belleza extraordinaria. Le había costado apenas unos segundos repudiar el menor vínculo con la imagen sombría que Jean acababa de ver.
—Disculpe mi sobresalto —dijo—. He oído un ruido... Estaba esperando a un amigo.
A Jean le pareció que su actitud resultaba un poco rara para el caso; insinuó que tal vez, en esa circunstancia, molestara su presencia, ante lo cual la joven protestó, afirmando que estaba encantada de verla, que ya había oído hablar de ella y adivinaba quién era.
—Y me atrevería a decir que ya habrá oído usted hablar de mí.
Jean confesó con timidez que era cierto y, alejándose del tema tan rápidamente como pudo, mostró al instante sus credenciales.
—Me envía la señora Beever para preguntar si es oportuno que vengamos a almorzar. Hemos salido de la iglesia antes del sermón, porque teníamos que volver a casa con unas personas. Ahora están con la señora Beever, pero me ha dicho que viniera por el jardín, por el camino más corto.
La señorita Armiger seguía sonriendo.
—¡A la señora Beever ningún camino le parece lo bastante corto!
Jean apenas comprendió el doble sentido; mientras le daba vueltas, su compañera prosiguió:
—¿La señora Beever le ha dicho que me lo pregunte a mí?
Jean vaciló.
—Me parece que a cualquiera que pudiera decirme si la señora Bream se encontraba del todo bien.
—No se encuentra del todo bien.
En el rostro de la muchacha más joven titiló el temor a perderse una diversión; al advertirlo, la mayor prosiguió:
—Pero no correremos ni haremos ruido, ¿verdad? Estaremos muy calladitos.
—Muy, muy calladitos —repitió Jean con entusiasmo, como un eco.
La sonrisa de su nueva amiga se transformó en una carcajada, a la que siguió una brusca pregunta:
—¿Tiene intención de quedarse mucho tiempo con la señora Beever?
—Hasta que su hijo vuelva a casa. Ya sabe que está en Oxford y pronto terminará el trimestre.
—Y su estancia terminará al mismo tiempo: ¿piensa marcharse en cuanto llegue?
—La señora Beever me dice que no puedo hacerlo de ningún modo —contestó Jean.
—Entonces no lo haga de ningún modo. Aquí todo se hace exactamente como la señora Beever nos dice. ¿No le gusta su hijo? —preguntó Rose Armiger.
—Todavía no lo conozco; eso es exactamente lo que la señora Beever quiere que averigüe.
—Entonces, tendrá que ser muy clara.
—¿Y si resulta que no me gusta? —se atrevió a preguntar Jean.
—¡Lo sentiría mucho por usted!
—En ese caso, me parece que sería lo único que no me gustara de este lugar tan lindo y antiguo.
Durante un segundo, Rose Armiger miró fijamente a la visitante; Jean advertía por momentos que era una persona extraña y, sin embargo, a pesar de lo que siempre había creído de las personas extrañas, no era desagradable.
—¿Le gusto? —preguntó inesperadamente Rose Armiger.
—¿Cómo puedo saberlo en tres minutos?
—¡Yo puedo decirlo en uno solo! Debe esforzarse en que le guste, debe ser muy amable conmigo —declaró la señorita Armiger. Después añadió:
—¿Le gusta el señor Bream?
Jean meditó; pensó que debía estar a la altura de las circunstancias.
—¡Oh, inmensamente!
Al oírlo, su interlocutora rió de nuevo, por lo que Jean prosiguió con mayor discreción.
—Claro que sólo lo vi durante cinco minutos, ayer, en el banco.
—¡Oh, ya sabemos durante cuánto tiempo lo vio! —exclamó la señorita Armiger—. Nos lo ha contado todo sobre su visita.
Jean se sintió ligeramente intimidada: aquella descripción parecía incluir a muchas personas.
—¿A quién se lo ha contado?
Su compañera tenía aire de divertirse con todo lo que Jean decía; sin embargo, para Jean aquel aire poseía cierto encanto que le resultaba ajeno.
—Bueno, la primera persona fue, naturalmente, su pobrecita esposa.
—Pero no voy a verla a ella, ¿verdad? —preguntó Jean con cierta inquietud, desconcertada ante el tono de la alusión, aunque empezaba a sospechar que formaba parte de los modales habituales de su informante.
—No la verá, pero, aunque lo hiciera, no le haría ningún daño por ese motivo —contestó la joven—. Comprende los modales cordiales de su marido y aprecia por encima de todo su magnífica franqueza.
En su desconcierto, parecía como si Jean hubiera recordado de repente que ella también los comprendía y apreciaba. Tal vez, como confirmación de su pensamiento, añadió:
—Me dijo que podría ver a esa nena maravillosa; me dijo que me la enseñaría él en persona.
—Seguro que le encanta: está tremendamente orgulloso de su maravilloso bebé.
—Supongo que es preciosa —señaló Jean sintiéndose más segura.
—¡Preciosa! ¿Le parece que los bebés son preciosos?
Azorada por la pregunta, Jean reflexionó un poco; sin embargo, no se le ocurrió nada mejor que contestar con cierta timidez:
—Me gustan los niños pequeños, ¿a usted no?
Tras reflexionar a su vez, la señorita Armiger contestó:
—¡En absoluto! Resultaría muy dulce y atractivo por mi parte que dijera que los adoro; pero nunca finjo sentimientos que no puedo sentir, ¿sabe? De todos modos, si desea ver a Effie —añadió cortésmente—, me sacrificaré y se la traeré.
Jean sonrió, como si la broma fuera contagiosa.
—Espero que no la sacrifique a ella.
Rose Armiger la miró fijamente.
—No pienso destruirla.
—Entonces, vaya a buscarla.
—¡Todavía no, todavía no! —exclamó otra voz, la de la señora Beever, que acababa de aparecer y que, tras oír las últimas palabras de las dos jóvenes, entró en el vestíbulo acompañada por el criado—. La nena no importa: hemos venido por la madre. ¿Es cierto que Julia está peor? —preguntó a Rose Armiger.
La señorita Armiger miraba de modo especial antes de hablar y con ese aire de distanciamiento retrasó tanto la respuesta a la señora Beever que también Jean observó, como si buscara un motivo, a la buena señora de Eastmead. La admiraba mucho, pero en aquel momento, la primera vez que la veía en Bounds, advertía definitivamente hasta qué punto la montura cambia la piedra preciosa. Menuda y recia, de contornos redondeados y sólidos soportes, cabello muy negro y aplastado, ojos muy pequeños para la cantidad de expresión que eran capaces de mostrar, la señora Beever era hasta tal punto «victoriana de la primera época» que resultaba casi prehistórica y estaba hecha para moverse entre caoba maciza y sentarse entre bancos de lana berlinesa. Era como un viejo volumen suelto de alguna revista antigua, encuadernado de modo cómodo y «sensato». Jean sabía que el mayor acontecimiento social de su juventud había sido asistir a un baile de disfraces vestida de andaluza, suceso del que todavía guardaba recuerdo en forma de un espantoso abanico. Jean tenía formación suficiente para darse cuenta, en apenas cinco minutos, de que la elegancia de la casa del señor Bream era también ligeramente provinciana, aunque tal vez algo menos que la de su vecina. Sin embargo, en aquel medio la señora Beever parecía excepcionalmente local. Todo ello hacía que aquel viejo lugar le pareciera todavía más «lindo».
—Me parece que nuestra pobre amiga se siente bastante abatida —contestó finalmente la señorita Armiger—, pero no creo que sea nada importante —añadió inmediatamente.
Sin embargo, el criado que había hecho pasar a Jean, en unas palabras dirigidas a ésta, sugirió en cierta medida lo contrario. Informó de que el señor Bream llevaba casi una hora en el dormitorio de su esposa y que el doctor Ramage había llegado hacía un rato y todavía no había salido. Al enterarse de la noticia, la señora Beever decretó que debían abandonar la idea de la comida y que Jean debía regresar de inmediato con los amigos que habían dejado en la otra casa. Eran esos amigos los que, de regreso de la iglesia, le habían comunicado el rumor —cuya rápida circulación era prueba de lo compacto de Wilverley— de que se había producido un repentino cambio en la señora Bream desde la hora en que su marido había escrito la nota. La señora Beever envió a su compañera a Eastmead con un recado para las visitas. Jean debía entretenerlas en su nombre y debería regresar para comer únicamente en caso de que la fueran a buscar. La muchacha se detuvo en la puerta y exclamó, compungida, dirigiéndose a Rose Armiger:
—En ese caso, transmítale todo mi cariño.