Capítulo XXVII
La señora de Eastmead se enfrentó a su vecino con aire adusto.
—Rose ha visto a Dennis, se han reconciliado.
Aunque se quedó sin aliento por la curiosidad, Tony no hizo más que dar un pequeño bocado a la noticia.
—¿Otra vez? ¿Todo va bien?
—Como quieras llamarlo. Sólo sé lo que me ha dicho Paul.
Paul, ante estas palabras, detuvo su lenta retirada y giró sobre los talones.
—Yo sólo sé lo que acaba de contarme Jean.
La expresión de Tony, en presencia de su joven amigo, derivó de modo casi cómico hacia una actitud considerada.
—Oh, pero yo diría que así es, muchacho. Estaba presente cuando se han encontrado. —Y añadió explicándoselo a la señora Beever—, he visto el rumbo que iban a tomar las cosas.
—Confieso que yo no —contestó ella. Después añadió:
—Debe de haber sido deprisa y corriendo.—Seguro que sí; y es ella la que ha corrido —apostilló Tony con una carcajada—. Bien está lo que bien acaba. —Tony estaba acalorado y se secó la frente con inquietud, y la señora Beever lo miró como si tuviera la sensación de haberle servido más emoción de la deseada—. Es una muchacha extraordinaria —prosiguió—, y el esfuerzo que ha hecho, totalmente improvisado, ha sido magnífico —dijo señalando con la cabeza el lugar de la hazaña—, de lo mejor que he visto nunca. —Su valoración de los resultados de este esfuerzo parecía casi febril y su euforia se hizo tan intensa que se volvió, casi a ciegas, hacia el pobre Paul—. Sin duda, es más lista y tiene más recursos propios que... cualquier otra persona que yo conozca.
—¡Oh, todos sabemos lo lista que es! —gruñó la señora Beever con impaciencia.
Sin embargo, el entusiasmo de Tony desbordaba; estaba nervioso de pura alegría.
—Yo también creía que lo sabía, ¡pero ella tenía mucho más que enseñarme! —Y, dirigiéndose otra vez a Paul, añadió:
—¿Te lo ha dicho con toda su sangre fría?
Paul estaba ocupado con otro cigarrillo; no emitió ningún sonido y su madre, lanzándole una mirada, habló por él.
—¿No has oído que ha dicho que se lo ha contado Jean?
—¡Oh, Jean! —Tony adoptó un aire más grave—, ¿Rose se lo ha dicho a Jean? —Pero, al imaginarlo, regresó su júbilo—. ¡Qué amable por su parte!
La señora Beever seguía fría.
—¿Y qué tiene eso de amable?
Tony, aunque se sonrojó, sólo se detuvo un instante; la animación lo arrastraba.
—Oh, no son muy amigas y es una hermosa muestra de confianza. —Echó un vistazo al reloj—. ¿Están en la casa?
—En la mía no; en la tuya.
Tony pareció sorprendido.
—¿Rose y Vidal?
Paul habló finalmente.
—Jean también ha ido, después que ellos.
Tony pensó un momento.
—¿Después que ellos? ¿Jean? ¿Cuánto tiempo hace?
—Alrededor de un cuarto de hora —señaló Paul.
Tony seguía intrigado.
—¿No estarás equivocado? No están allí.
—¿Y cómo lo sabes —preguntó la señora Beever— si no has pasado por tu casa?
—Sí he pasado por mi casa, hace cinco minutos.
—Entonces, ¿cómo has venido...?
—He venido por el camino largo. He tomado un coche. Me he visto obligado a volver para recoger un papel que había olvidado tontamente y que tenía que dar al individuo con el que debía hablar. La reunión ha sido una lata porque lo necesitábamos, de manera que he venido a buscarlo y, puesto que él tenía que tomar el tren, le he dado alcance en la estación. Ha ido muy justo, pero he llegado a tiempo de despedirlo, y aquí estoy —dijo Tony, moviendo la cabeza—. En Bounds no hay nadie.
La señora Beever miró a Paul.
—Entonces, ¿dónde está Effie?
—¿Effie no está aquí? —preguntó Tony.
—La señorita Armiger se la ha llevado a casa —aclaró Paul.
—¿Has visto cómo se iban?
—No, pero me lo ha dicho Jean.
—Entonces, ¿dónde está la señorita Armiger? —prosiguió Tony—. ¿Y dónde está Jean?
—¿Y dónde está Effie? Esa es la cuestión.
—No —dijo Tony riendo—, la cuestión es dónde está Vidal. Quiero hablar con él. Le he dicho que se quedara en mi casa y ha contestado que iría para allá, y al ver que no había llegado he decidido venir en coche hasta aquí, desde la estación, para recogerlo.
La señora Beever prestó oídos a esta afirmación, pero nada más.
—El señor Vidal puede ocuparse de sí mismo, pero si Effie no está en casa, ¿dónde está? —insistió, dirigiéndose a su hijo—. ¿Estás seguro de lo que te ha dicho Jean?
Paul reflexionó.
—Por completo, mamá. Ha dicho que la señorita Armiger se ha llevado a la niña.
Tony pareció caer en la cuenta.
—Eso es exactamente lo que Rose me había dicho que pensaba hacer. Entonces estarán en el jardín y no habrán entrado en la casa.
—¡Ya llevan tiempo suficiente en el jardín! —declaró la señora Beever—. Me gustaría asegurarme de que la niña está en la cama.
—Y a mí también —dijo Tony con una irritación apenas perceptible—, pero repruebo la tradicional costumbre de alborotarse, casi podríamos decir que de ser presas del pánico, en cuanto la niña se pierde de vista un instante.
Tony hablaba casi como si la señora Beever intentara fastidiarle, con una nota de ansiedad, el placer de la noticia relacionada con Rose. Sin embargo, un momento después, de nuevo consciente de que un joven cuya esperanza se había frustrado merecía un tacto especial, preguntó a Paul:
—En cualquier caso, muchacho, ¿has visto marchar a Jean?
—Sí, la he visto marcharse.
—¿Y has entendido que decía que Rose y Effie se iban con Vidal?
Paul consultó su memoria.
—Creo que el señor Vidal se ha ido primero.
Tony pensó un momento.
—Muchas gracias, muchacho. —Y añadió con una alegría exagerada que habría sorprendido a sus interlocutores si no hubiera caracterizado gran parte de su conversación:
—Estarán todos juntos en el jardín. Voy para allá.
La señora Beever estaba mirando el puente.
—Por allí viene Rose. Ella nos lo dirá.
Tony miró, pero su amiga bajaba ya hacia la orilla donde se encontraban ellos.
—¿No te importaría... venir a... cenar? —preguntó, volviéndose a Paul.
—¿Y encontrarse con el señor Vidal? —intervino la señora Beever—. Pobre Paul —exclamó con una carcajada—, ¡estás entre dos fuegos! Será mejor que tu invitado y tú cenéis aquí —dijo a su vecino.
—¿Dos fuegos a la vez? —Tony sonrió al hijo de su vecina—. ¿Te gustaría?
Paul estaba absorto en el intento de ver a Rose. Negó con la cabeza con aire ausente.
—¡Me importa un rábano!
Después volvió a mirar hacia otro lado y su madre, dirigiéndose a Tony, bajó la voz.
—Paul no va a mostrar nada.
—¿De sus sentimientos?
—Delante de nosotros.
Tony lo observó durante un momento.
—Pobre chico. ¡Ya me ocuparé de que reaccione! —Y, tras esto, preguntó bruscamente:
—¿Le molestaría que hablara con ella de esto?
—¿Con Rose? ¿De esta novedad? —La señora Beever lo observó detenidamente y esto la llevó a contestar con severidad— ¡Tony Bream, no sé qué hacer contigo!
Parecía a punto de hacer algo bastante malo, pero vio a Rose en la parte baja de la cuesta y la saludó con la mano.
—¿Ha llevado a Effie a su casa?
Rose subió rápidamente.
—¡No! ¿No está aquí?
—Se ha ido —dijo la señora Beever—. ¿Dónde está?
—Me temo que no lo sé. La he dejado aquí mismo. —Al oír la primera negación, Paul había girado sobre los talones; Tony no se había movido. Resplandeciente y hermosa, aunque sin aliento, Rose miró a sus amigos uno por uno—. ¿Están seguros de que no está aquí? —Su sorpresa era enorme.
Sin embargo, la señora Beever se expresó con mayor libertad.
—¿Y cómo podría estar por aquí, si dice Jean que se la ha llevado usted?
Rose Armiger los miró y después echó la cabeza hacia atrás.
—¿Eso dice Jean? —Miró a su alrededor—. ¿Y dónde está Jean?
—No está por aquí, no está en la casa. —La señora Beever desafió a los dos hombres, repitiendo la pregunta como si fuera realmente pertinente—. ¿Dónde está esta chica?
—Se ha ido a Bounds —dijo Tony—. ¿No está en mi jardín?
—No estaba hace cinco minutos; de allí vengo.
—¿Y qué ha sido lo que la ha llevado a usted a ese lugar? —preguntó la señora Beever.
—El señor Vidal. —Rose sonrió a Tony—. ¡Ya lo sabe! —Se volvió de nuevo hacia la señora Beever y la miró a la cara—. Lo he visto, me he ido con él.
—Dejando a Effie con Jean —aclaró Tony, en un intento de arreglar el asunto.
—Ha venido y ha insistido tanto —explicó Rose a la señora Beever— que he acabado cediendo.
—Y, sin embargo, Jean ha dicho lo contrario, ¿no? —preguntó la dama estupefacta, dirigiéndose a su hijo.
Rose se volvió, incrédula, hacia Paul.
—¿Eso es lo que le ha dicho? ¿Esa falsedad?
—Muchacho, no lo habrás entendido —dijo Tony riendo—. Dame un cigarrillo.
Los ojos de Paul, reducidos a los puntitos en que, como ya hemos visto, se transformaban en los momentos de emoción, estaban prendidos del rostro de Rose mientras fumaba con ansiedad. Se sonrojó y, antes de contestarle, tendió la petaca.
—Eso es lo que recuerdo que ha dicho: que usted se había ido con Effie a Bounds.
—¿Cuándo ella misma me la ha quitado...? —contestó Rose, asombrada.
La señora Beever la remitió a Paul.
—Pero la niña no estaba con Jean cuando él la ha visto.
Rose se dirigió a él.
—¿Ha visto a la señorita Martle sola?
—Sí, completamente sola. —Paul estaba de color escarlata y sin mirada alguna visible.
—¡Muchacho! —exclamó Tony con impaciencia—, será que no te acuerdas.
—Sí, Tony, lo recuerdo bien.
Rose tenía una expresión grave y miró a Paul con aire sombrío.
—Entonces, ¿qué ha hecho con ella?
—¡Es evidente lo que ha hecho: se la ha llevado a casa! —afirmó Tony con aire de incipiente disgusto. Construían misterios de la nada.
Rose le dedicó una sonrisa rápida y tensa.
—Pero si la niña no está allí...
—Acabas de decirnos que no está allí —recordó la señora Beever a Tony.
Tony se encogió de hombros, como si pudiera haber muchas explicaciones.
—Pues estará en otro sitio. Estará donde la haya dejado Jean.
—Pero Jean estaba aquí sin ella.
—Entonces Jean, querida señora, habrá vuelto.
—¿Habrá vuelto para mentir? —preguntó la señora Beever.
Tony se sonrojó al oír esto, pero se controló.
—Querida señora Beever, Jean no miente.
—¡Entonces alguien miente! —exclamó la señora Beever con rotundidad.
—No es usted, Paul, estoy segura —declaró Rose, descompuesta pero con una sonrisa—. ¿Ha sido usted quien la ha visto irse?
—Sí, me ha dejado aquí.
—¿Hace mucho rato?
Parecía que Paul se sintiera como si lo observaran cincuenta personas.
—Oh, no hace mucho.
Rose se dirigió al trío.
—Entonces, ¿cómo es posible que no me la haya cruzado? Jean tiene que explicar esta asombrosa afirmación.
—Ya verá cómo la explica fácilmente —dijo Tony.
—Sí, pero, mientras tanto, ¿dónde está su hija? ¿Lo sabe? —preguntó Rose con irritación.
—Ahora mismo voy a verlo.
—¡Pues haga el favor de ir! —contestó con una risa nerviosa. Su rostro, como crítica ante la inacción de los demás, se mostraba blanco e inquieto.
—Antes quisiera expresarle mi más sincera felicitación —dijo Tony.
Rose pensó unos instantes y pareció regresar de muy lejos.
—Ah, ¿ya lo sabe? —Después, dirigiéndose a Paul, preguntó—. ¿Se lo ha dicho ella? Es un detalle. —Y añadió con impaciencia—. La cuestión es dónde está esta pobre niña— y, dirigiéndose una vez más a Paul, le rogó— ¿querrá usted ir a mirar?
—Sí, ve, muchacho —dijo Tony, dándole unas palmaditas en la espalda.
—Ve ahora mismo —intervino su madre.
Sin embargo, se demoró lo suficiente para ofrecer a Rose su rostro ciego.
—Deseo expresarle también...
Rose lo acogió con una maravillosa carcajada.
—¿Su sincera alegría, Paul?
—Le ruego que crea también en ella.
Y Paul se alejó a un paso inusual.
—Creo en todo, creo en todo el mundo —prosiguió Rose—. Pero no creo... —vaciló y se contuvo—. Da igual. ¿Puede perdonarme? —preguntó a la señora Beever.
—¿Por haber dejado a la niña? —La señora de Eastmead la miró fijamente— ¡No! —declaró, tajante.
Y, tras dar media vuelta, se alejó y se dejó caer en una silla desde la cual contempló cómo las figuras de sus dos doncellas se marchaban cargadas con un cesto con todos los enseres del té. Rose, con expresión extraña, pero dando una espalda bien derecha al doloroso pasado, trasladó silenciosamente el ruego a Tony.
—Es que la llegada de Dennis me ha alterado mucho.
—¿Alterada? ¡Si ha estado espléndida!
Mientras miraba a Tony, el rostro de Rose reflejaba la luz de lo sucedido.
—¡Usted sí que lo ha estado! —contestó. Luego añadió—. ¡Él vale más que cualquiera de nosotros!
—Ya se lo dije hace cuatro años. Dennis está muy bien.
—Sí, está muy bien —dijo Rose—. Y ahora yo también estoy bien —prosiguió—. Se ha portado usted bien conmigo —le tendió la mano—. Adiós.
—¿Adiós? ¿Se va?
—Me lleva con él.
—¡Pero no esta noche!
La amabilidad innata de Tony, manifiesta en esta inflexión, se sentía ya capaz de expresarse en casi todos los registros que a él le gustaban.
En las profundidades de los ojos de Rose se vislumbró una percepción distraída e irónica del hecho. Pero contestó con toda tranquilidad:
—Mañana temprano. Quizá no nos veamos.
—¡No sea ridícula! —exclamó Tony riendo.
—Bueno, si así le parece. —Estuvo un momento con los ojos bajos y luego los alzó—. No me sostenga la mano tanto rato —dijo bruscamente—. La señora Beever, que ha echado a las criadas, nos está mirando.
Tony parecía tener la sensación de haberla soltado ya, pero tras estas palabras, después de una mirada a la persona señalada, retuvo la mano con una sonrisa sin dejar de mirarla con expresión franca.
—¿Y cómo demonios puede saberlo si le da la espalda?
—Cuando doy la espalda es cuando veo más claro. Nos está observando minuciosamente.
—¡Me importa un comino! —replicó Tony alegremente.
—Oh, no lo digo por mí.
Y Rose retiró la mano. Tony metió las suyas en los bolsillos.
—Espero que me permita decirle con sencillez que creo que serán ustedes muy felices.
—Seré tan feliz como una mujer que abandona su puesto.
—¡Oh, su puesto! —repitió Tony en tono de broma. Pero añadió al instante:
—Su puesto estará en honrarnos con su compañía en Bounds de nuevo; cosa que, como mujer casada, puede hacer perfectamente.
Rose le sonrió.
—¡Cómo arregla usted las cosas! —después negó con la cabeza con aire pensativo—. Nos vamos de Inglaterra.
—¡Pues cómo las arregla usted! —exclamó Tony—. ¿Él vuelve a la China?
—Pronto, le va muy bien.
Tony vaciló un momento.
—Espero que haya ganado dinero.
—Mucho. Quedaría yo en mejor lugar si no fuera así, ¿verdad? Pero ya sabe lo poco que me importa lo que parezco. Cambio de opinión constantemente; estoy aquí y luego me voy. No importa —repitió. Y, al cabo de un momento, añadió:
—Acepto sus deseos de felicidad. Será suficiente, en cuanto sepa...
La impaciencia le impidió terminar la frase; se volvió hacia la zona cercana a la otra casa.
—¿Que Effie está bien? —Tony vio a su mensajero entre los arbustos—. Aquí viene Paul para decírnoslo.
La señora Beever se sumó al grupo mientras él hablaba.
—El que viene por el puente no es Paul, sino el doctor. Sin sombrero.
—¿Sin sombrero? —murmuró Rose.
—Lo lleva en la mano —afirmó Tony alegremente mientras su buen amigo aparecía ante su vista.
Pero no lo llevaba en la mano y, al verlos en lo alto de la pendiente, se detuvo en seco; se detuvo tiempo suficiente para que Rose le gritara con inquietud:
—¿Está Effie por ahí?
La pausa duró lo bastante para que todos tuvieran tiempo de ver, en la distancia, que tenía el cabello en desorden y los miraba con expresión extraña; pero, en cuanto lo hubieron advertido, el médico hizo un gesto violento, un ademán para impedir la carrera que, sin duda, su aspecto iba a provocar. Fue tan imperioso que se encontró entre ellos antes de que se hubieran movido y les mostró unas ropas sucias y mojadas, y un rostro blanco y duro que Wilverley entero nunca había visto.
—Ha ocurrido un accidente.
Tampoco Wilverley, reunido en tres pares de oídos, había oído nunca aquella voz.
Ambas cosas tuvieron como efecto detenerlos un instante mientas Tony exclamaba:
—¿Se ha hecho daño?
—¿Se ha matado? —gritó la señora Beever.
—¡Quédense donde están! —fue la seca respuesta del médico.
Tony había dado un salto pero, atrapado por el brazo, se encontró zarandeado, con el rostro encendido, cara a cara con Rose, sujeta con la misma violencia por la muñeca. El médico cerró los ojos durante un segundo por el esfuerzo, pero la fuerza que ejerció, no sólo con las manos, hizo temblar de sumisión a sus cautivos.
—¡No vayan! —ordenó, como si fuera por su propio bien.
—¿Está muerta? Jadeó Tony.
—¿Quién está con ella, quién estaba? —exclamó Rose.
—Está Paul con ella, junto al agua.
—¿Junto al agua? —chilló Rose.
—¿Se ha ahogado mi niña? —preguntó Tony con un extraño grito.
El doctor había estado mirándolos uno por uno; después miró a la señora Beever, la cual, al instante y de modo admirable, con una fortaleza que el mudo gesto de la pequeña y expresiva barbilla del médico reconoció de inmediato, se había inmovilizado ante la conminación a una espera pálida y sin aliento.
—¿Puedo ir yo? —manifestó con tono soberano.
—Vaya usted. No hay nadie más —dijo mientras ella bajaba ya a toda prisa hacia la orilla.
—¿Nadie más? Entonces, ¿dónde está esa chica? —preguntó Rose, feroz. Al mismo tiempo y con la misma ferocidad, dio un tirón del brazo para liberarse, pero el médico la retuvo como si deseara evitarle lo que él mismo acababa de ver con horror. Miró a Tony, y éste preguntó con repentina calma:
—Ramage, ¿he perdido a mi niña?
—Ya lo verá... sea valiente. Todavía no... he hablado con Paul. Tranquilo —repitió el médico; después aflojó la mano al sentir que el movimiento que había intentado frenar en su amigo era la vibración de un hombre golpeado hasta la debilidad y enfermo de náuseas. El rostro de Tony se había ennegrecido; parecía haber echado raíces; miraba fijamente a Rose, y a ésta se dirigió el médico para decirle:
—Señorita Armiger, ¿quién estaba con ella?
—¿Cuándo ha sido...? —preguntó su lividez desconcertada.
—¡Dios sabe! Allí estaba, bajo el puente.
—¿Bajo el puente... por donde acabo de pasar? ¡Si no he visto nada!
Rose se agitó mientras Tony cerraba los ojos sin decir palabra.
—He venido hacia aquí porque no estaba en la casa y... desde la orilla... allí estaba. He llegado hasta ella, con el bote, de un empujón. Quizá llevara media hora...
—¡Se la ha llevado de aquí hace media hora! —intervino Rose—. ¿No está allí?
El médico la miró con dureza.
—¿De quién está hablando?
—¡Pues de la señorita Martle, que nunca le quita las manos de encima! —La máscara de Rose era la máscara de Medusa—. ¿Dónde se ha metido la señorita Martle?
El doctor Ramage se volvió con la pregunta hacia Tony, a quien los ojos, ahora abiertos, se le salían de las órbitas.
—¿Dónde se ha metido?
—¿No está allí? —preguntó Tony.
—Allí no hay nadie.
—¿Tampoco está Dennis? —preguntó Rose desconcertada.
El médico la miró.
—¿El señor Vidal? No, gracias a Dios. Sólo está Paul. —Después insistió a Tony—. ¿La señorita Martle estaba con ella?
Los ojos de Tony recorrieron todo el espacio.
—No, no estaba la señorita Martle.
—¡Pero alguien habría! —gritó Rose—. ¡No estaba sola!
Tony la miró un instante.
—No era la señorita Martle —repitió.
—Pero ¿quién estaba entonces? ¿Y dónde está ahora?
—¿Seguro que no está aquí? —preguntó el médico a Rose.
—Seguro. La señora Beever lo sabría. ¿Dónde está? —gritó Rose— ¿Dónde demonios...? —exclamó, descendiendo a un más profundo horror, dirigiéndose a Tony.
Los ojos de Tony sondearon los de Rose y éstos le devolvieron una mirada llameante. El silencio de Tony era una angustia; su rostro, una convulsión.
—No hace media hora —declaró Tony finalmente.
—¿Del hecho? —El médico parpadeó ante la repentina información—. Entonces, ¿cuándo ha sido?
Tony lo miró directamente.
—Cuando yo estaba allí.
—¿Y cuándo ha sido eso?
—Después de pasar por su casa.
—¿Para pedirme que viniera? —El médico compuso el rostro—. Pero usted no volvía a su casa.
—Sí he vuelto, tenía un motivo. Usted lo sabe —le dijo Tony a Rose.
—¿Cuándo ha ido a buscar el papel? —Rose reflexionó—. Pero Effie no estaba allí entonces.
—¿Por qué no? Claro que estaba allí, pero la señorita Martle no estaba con ella.
—Entonces, por amor de Dios, ¿quién estaba?
—Estaba yo —dijo Tony.
Rose soltó el grito inarticulado de quien ha estado reteniendo el aliento y el médico lanzó otro igualmente sonoro, pero más estupefacto.
—¿Usted?
Tony clavó en Rose una mirada que parecía contar sus respiraciones.
—Estaba con ella —repitió Tony—; y estaba solo con ella. Y lo que se hizo... lo hice yo. —Hizo una pausa mientras ambos respiraban con esfuerzo; después miró al médico—. Ahora ya lo sabe. —Siguieron respirando con dificultad; aquella confesión era una luz cegadora bajo cuyo efecto el doctor se apartó de Rose, tambaleándose, y ella se desprendió con un salto liberador—. ¡Dios me perdone! —gritó Tony, y rompió en una tormenta de sollozos. Se desplomó sobre un banco con el rostro desolado entre las manos, mientras Rose, con un gemido apasionado, se arrojaba, abrumada, sobre la hierba, y el acompañante de ambos, con frío abatimiento, miraba, una tras otra, a las dos figuras postradas.