Capítulo XXIX
Rose había llegado con un objetivo, advirtió Vidal, al cual pensaba lanzarse de un salto, y así pareció hacerlo al instante.
—¿Para qué has vuelto a mí? ¿Para qué has vuelto? —espetó Rose. Se acercó a él rápidamente, pero él hizo, todavía con mayor rapidez, un movimiento que le permitió ganar espacio y que bien podría haber sido resultado de dos impresiones nítidas: una de ellas, la sensación de que, en una hora, Rose había cambiado hasta convertirse en una mujer fea, sin el menor rastro del encanto que lo había hechizado; y la otra, la sensación de que, devastada y desfigurada como estaba, tras naufragar en una breve tempestad, exigía de él algo que nunca le había pedido. Una realidad monstruosa había estallado en la relación entre ellos, y la percibió con tal sobresalto que, durante un momento, fue consciente de estar revelando que la temía, al no encontrar palabras con que responderle, y al mostrarle, desde el otro extremo de la sala, mientras ella repetía la pregunta, un rostro palidecido después de ver el cambio que había sufrido el suyo—. ¿Para qué has vuelto a mí? ¿Para qué has vuelto?
Él la miró boquiabierto; después, como si le fuera de ayuda el simple hecho de poder recordar por sí mismo, tartamudeó:
—¿Contigo? ¡Si no tenía la menor idea de dónde estabas!
—¿Acaso no has venido a averiguarlo? ¿No has venido exclusivamente a buscarme, delante de todos? —Él se dio media vuelta bruscamente hacia el ventanal con el gesto vago y violento de un hombre sumido en un terrible dolor, y ella prosiguió sin vehemencia pero con una intensidad clara y profunda—. Has vuelto en cuanto has sabido que yo me encontraba aquí. Y has tenido la oportunidad de no dejarte ver, pero no la has aprovechado; has reflexionado, has tomado una decisión y has insistido en que nos viéramos. —Su voz, como en armonía con el poder de su defensa, se redujo a una vibración apagada, a una presión suave pero inexorable—. Yo no te he llamado, no te he molestado, te he dejado tranquilo, igual que lo he estado yo. Han sido tu pasión y tus actos: has caído sobre mí, me has abrumado. Y digo que me has abrumado porque hablo desde lo más hondo de mi rendición. Pero imagino que no lo has hecho con intención de ser cruel y, si no ha sido con esa intención, entonces será para sacar partido de algo. —Gradualmente, a medida que hablaba, él fue dándose la vuelta para mirarla; Rose estaba de pie, apoyada en el recto respaldo de una silla cuyos costados agarraba con fuerza—. Sabes lo que soy, sea eso lo que sea, como ningún hombre lo ha sabido nunca, y has regresado a eso, finalmente, desde muy lejos. Y ahora cuento con que apoyes eso que, sea lo que sea, soy yo.
—¿Sea lo que sea? —repitió Dennis tristemente maravillado—. Por el contrario, tengo la sensación de que nunca, nunca lo he sabido.
—Soy, para empezar, una mujer que necesita ayuda como nunca ha necesitado una mujer. —Y añadió con impaciencia—, ¿por qué demonios te has lanzado sobre mí si no me necesitabas?
Durante un rato, Dennis dio varias vueltas por la amplia sala, como si ella no estuviera presente; moviéndose en el mudo abatimiento de un hombre enfrentado al mayor peligro de su vida y obligado, mientras transcurrían unos minutos preciosos, a buscar una salida segura. Se diría que se replegaba ante una toma al asalto y parecía como si, simultáneamente, se esforzara en apartarse de Rose mientras daba vueltas, a ciegas, a su alrededor. Al final, en su vacilación, se detuvo ante ella.
—¿Ya qué se debe, de repente, esta tremenda necesidad de la que hablas? Hace apenas una hora, en nuestro último encuentro, me recordabas lo escasa que era.
Los ojos de Rose, en la oscuridad, se abrieron sorprendidos.
—¿Puedes reprocharme algo que he hecho hace una hora? ¿Puedes zaherirme con un acto de penitencia que podría haberte conmovido, que te ha conmovido? ¿Significa esto —prosiguió— que, sin embargo, has optado por la alternativa que consideras más digna de tu valor? ¿Me he inclinado, en mi profunda contrición, para que te resulte más fácil derribarme? Te he dado la oportunidad de rechazarme, y así será que habrás vuelto sólo para aprovecharla generosamente. En ese caso, no has hecho justicia a tu venganza. ¿Qué falta puedes encontrar a algo tan espléndido?
Dennis la había escuchado con la vista en otro lugar y la miró ahora como si no la hubiera oído; se limitó a repetir sus palabras con mayor dureza.
—¿A qué se debe tu tremenda necesidad? ¿A qué se debe tu tremenda necesidad? —repitió, como si aquel tono fuera el modo de seguir a salvo—. No veo el menor motivo para que haya tenido que aumentar tan repentinamente. Incluso después de tu gesto de esta tarde, una demostración mayor de lo que yo hubiera soñado en pedirte, debes ser justa con mi absoluta necesidad de verlo todo claro. Allí, en el jardín, no he visto nada claro: sólo estaba asombrado, atónito y desconcertado. Sin duda, como tú dices, estaba emocionado, tan emocionado que he sufrido mucho. Pero no podía fingir que estaba satisfecho o agradecido, ni siquiera que estaba especialmente convencido. Con frecuencia has sido incapaz de darme lo que realmente quería de ti, ya lo sé y, sin embargo, eso nunca ha reducido el efecto que causas en... ¿cómo lo diría? —Dennis se calló bruscamente—, en Dios sabe qué parte oscura y baja de mí mismo. No soy tan bruto como para decir que esta tarde no se ha producido ese efecto...
—Así que te limitas a decir —lo interrumpió Rose— que ese efecto ya no se produce en nuestra actual situación.
Él miró a través de la oscuridad, cada vez más densa.
—¡No te entiendo! —espetó—. Lo que digo es que, independientemente de cuál sea la victoria que has obtenido hoy, yo no la he reconocido. Que no te he entendido antes más de lo que te entiendo ahora; y no creo que dijera nada que te condujera a suponer que te entendía. Me limité a mostrarte que estaba desconcertado y no pude dejarlo más claro que mediante el modo brusco en que me marché. No reconozco haberme comprometido a nada que me prive del derecho de pedirte un poco más de luz.
—¿Reconoces, por casualidad, el terrible desastre...? —contestó Rose.
—¿Qué se ha abatido sobre este desgraciado lugar? Estoy indeciblemente conmovido, pero ¿eso qué tiene que ver con nuestras relaciones?
Rose sonrió con un gesto de exquisita piedad que, sin embargo, parecía dirigido a sí misma.
—Dices que estabas muy alterado pero, en realidad, me invitas a ir más lejos. ¿Acaso no he puesto los puntos en todas las horribles íes y me he arrastrado por el polvo de suficientes confesiones?
Dennis negó con la cabeza lenta y tristemente; se aferró con obstinación a su único refugio.
—No te entiendo, no te entiendo.
Rose, al oírlo, venció los escrúpulos.
—Me parecería indescriptiblemente horrible que pareciera que soy libre para beneficiarme de la desgracia del señor Bream.
Dennis pensó un momento.
—¿Te refieres a parecer que estás interesada en la muerte de su hija porque lo deja en libertad para proponerte que seas su esposa?
—Lo has expresado de modo admirable.
Dennis estaba visiblemente perplejo.
—Pero ¿por qué tu delicadeza correría ese peligro, si el señor Bream tiene los mejores motivos para no hacer nada que contribuya a ello?
—Los mejores motivos del señor Bream —replicó Rose— no tardarán en ser menos buenos que mis peores motivos.
—¿Te refieres a tu matrimonio con otra persona? Entiendo —dijo su interlocutor—. Ésa es la precaución que tengo el privilegio de poner en tus manos.
Ella le dirigió la más extraña de las sonrisas; el blanco de sus ojos alterados brillaba en la oscuridad.
—Tu lealtad hace que mi posición sea perfecta.
Dennis vaciló.
—¿Y cuál va a ser la mía?
—Exactamente la que viniste a buscar. La has conseguido gracias a tu asombrosa presencia; estás hasta el cuello y nada te sentará mejor que llevarla con valentía y gallardía. ¡Si no te gusta —añadió Rose—, haberlo pensado antes!
—A ti te gusta tanto —contestó Dennis— que se diría que has tomado medidas para provocarla antes de que los argumentos en su favor hayan adquirido la fuerza de la que das tan hermosa explicación.
—¿Te refieres a anunciarla como hecho consumado? En ningún caso era demasiado pronto para anunciarla; el momento idóneo fue el de tu aparición. Tu llegada lo cambió todo; me dio ventaja al instante y precipitó el momento de que la aprovechara.
La expresión de Vidal era la de un ser maltratado hasta la muerte y su voz sonaba como tal.
—¿Llamas «aprovechar» al anuncio...?
Ella echó la cabeza hacia atrás.
—¿Así que te ha llegado noticia del anuncio? Entonces sabrás que te he cortado la retirada. —Una vez más, Dennis se apartó de ella; se echó sobre el sofá donde, poco antes, la señora Beever se había derrumbado con un sollozo y, como por necesidad de agarrarse a algo, enterró el rostro en uno de los duros cojines cuadrados. Rose se acercó un poco; prosiguió con su mezquina lucidez—. No puedes abandonarme. No puedes. Llegaste a mí entre dudas, me hablaste entre miedos, ¡eres mío!
Lo dejó meditando sobre esas palabras; se alejó y se aproximó a la puerta por la que había salido la señora Beever, y se quedó allí, tensa y atenta, hasta que, en silencio, finalmente, Dennis alzó la cabeza.
—¿Qué es lo que pretendes que haga? —preguntó.
Ella se apartó de la puerta.
—Sencillamente, que me apoyes.
Dennis estaba otra vez de pie.
—¿Que te apoye en qué?
—En todo. Si cuento contigo es para que me apoyes. Si digo algo es para que tú digas lo mismo.
—¿Aunque sean las más negras mentiras? —exclamó Dennis.
La respuesta llegó de inmediato.
—¿Qué ayuda necesitaría si fueran blancas? —Él fue incapaz de contestar, sólo pudo responder a su temple con estupor y ella prosiguió con una leve nota de reproche en su callado dolor—. Te agradezco que des ese amable nombre a la pequeña presunción que tengo de que me admiras.
Dennis se sintió, en comparación, francamente imbécil.
—¿Y esperas que, en virtud de esta admiración, me case contigo?
—Bendito seas, ¡claro que no! ¿Por quién me tomas? Sólo espero que los demás crean que piensas hacerlo.
—¿Y durante cuánto tiempo se lo creerán, si yo no lo creo?
—Bueno, llegado el caso, no te costará hacerles creer que ya lo has hecho. —Dio un paso tan rápido que fue casi un salto; llegó hasta él y, después de ponerle las manos sobre los hombros, lo sujetó rápidamente—. ¡Así que ya ves, querido, al fin y al cabo, pido muy poco!
Él se rindió, sin hacer otro movimiento que cerrar los ojos ante el recién nacido temor a sus caricias. Sin embargo, cuando éstas llegaron, aceptó la funesta confesión de su duro abrazo, el largo ruego de su beso pétreo. Como si fuera una criatura atrapada en acero; después de que ella lo soltara, no supo qué hacer. Sin embargo, abrió los ojos para intentar otra cosa.
—Que te fuiste conmigo, ¿es eso lo que quieres que diga?
—¿A Bounds? ¿Es eso lo que he dicho? No puedo pensar. —Sin embargo, pensó—. Gracias por organizado: si es eso, mantenlo.
—¿Y que dejaste a la niña con la señorita Martle?
Esto hizo que Rose se detuviera un momento.
—No me preguntes, limítate a enfrentarte a la situación según se plantee. Te dejo las manos libres —añadió con tono sorprendente.
—Eres muy generosa —dijo Dennis—, pero me parece que simplificas demasiado.
—Difícilmente puedo hacerlo si simplificar es encomendarlo a tu honor. Lo bueno de mi posición es que a ti te creen.
—Eso, pues, me da cierta seguridad para decirte que la señorita Martle ha pasado todo el rato conmigo.
Rose lo miró fijamente.
—¿A qué rato te refieres?
—Después de que tú te fueras a Bounds con Effie.
Rose pensó otra vez.
—¿Dónde estaba contigo?
—Junto al río, a este lado.
—¿A este lado? ¿No has ido a Bounds?
—No fui cuando te dejé con esa intención. Obedecí a un impulso que me empujó a hacer justo lo contrario. Ya ves —dijo Dennis— que mi honor tiene alguna mancha. Me habías llenado demasiado la copa y no podía con ella. Me quedé junto al río, dando un paseo.
Rose emitió un sonido grave y confuso.
—Pero la señorita Martle y yo estábamos juntas.
—Estuvisteis juntas hasta que os separasteis. De regreso al puente me encontré con ella.
Rose vaciló.
—¿Adónde iba?
—A Bounds, pero se lo impedí.
—¿Quieres decir que se quedó contigo?
—Tuvo la amabilidad de quedarse a dar otra vuelta. La llevé a repetir el mismo paseo.
Rose meditó un poco más.
—Pero si ella pensaba ir a la casa, ¿por qué ha permitido que la retuvieras?
Dennis lo pensó un instante.
—Creo que le he dado lástima.
—¿Por qué te ha hablado de mí?
—No, porque no lo ha hecho. Pero yo sí le he hablado de ti —dijo Dennis.
—¿Y qué le has dicho?
Dennis hizo una pausa.
—Que hacía poco que te había visto pasar en dirección a Bounds.
Rose se sentó lentamente.
—¿Me viste?
—Te vi claramente en el puente. Con la niña en brazos.
—¿Dónde estabas entonces?
—Río arriba, bastante lejos; en un lugar donde no podías verme.
Ella lo miró fijamente, con las manos aprisionadas entre las rodillas.
—¿Estabas vigilándome?
En la sala oscurecida, su distanciamiento se había transformado en algo solemne y fantasmal.
Dennis esperó, como si pudiera elegir entre varias respuestas, pero al final se limitó a decir:
—No vi nada más.
Su acompañante se levantó tan despacio como se había sentado y se dirigió al ventanal, tras el cual el jardín se había convertido en una imagen difusa. Se quedó allí un rato; después, sin moverse del sitio, le dio la espalda a Dennis. Éste podía ver la hermosa cabeza, con el rostro oscuro, recortada sobre el cielo nocturno.
—¿Quieres que te diga quién lo hizo?
Dennis Vidal vaciló.
—Sí crees que estás preparada.
—Me he estado preparando. Creo que es mejor.
De nuevo, guardó silencio.
Este duró tanto que Dennis terminó por decir:
—¿Quién lo hizo?
—Tony Bream. Para casarse con Jean.
Dennis soltó una sonora exclamación, que interrumpió la repentina apertura de la puerta y la posterior invasión de una luz. Manning entró en la sala con una lámpara alta y el doctor Ramage se detuvo en el umbral.