Capítulo XI
Tony se alejó de ella con un movimiento que era una confesión de incompetencia; y una sensación, por otra parte, de lo violento que resultaba estar tan cerca de una pena para la que no tenía remedio directo. En tal confusión, sólo podía asegurarle lo mucho que sentía su tristeza. Sin embargo, Rose sólo se derrumbó durante un breve momento; fue una ráfaga de pasión tras la cual se esforzó en recuperarse de inmediato.
—No te preocupes por mí —dijo entre lágrimas—. Ya me tranquilizaré; dentro de nada estaré bien.
Tony se preguntaba si no debería dejarla sola; sin embargo, le parecía muy descortés hacerlo. Rose no tardó en ponerse de pie de nuevo y, como era habitual, floreció en ella el deseo de pensar en los demás.
—Pero no le cuentes nada a Julia: es lo único que te pido. Nuestras pequeñas penas no son más que eso, cosa de cada día. Dame tres minutos y no quedará ni rastro.
Se irguió e incluso sonrió mientras se secaba los ojos con leves golpecitos de un pañuelo arrugado y Tony se maravillaba de aquel valor y buen humor.
—Ten una cosa por segura, Rose —contestó expresivamente—, pase lo que pase, ahora o en cualquier otro momento, aquí tienes a unos amigos y un hogar que son tuyos para lo bueno y para lo malo.
—¡Ah, no digas eso! —exclamó ella—. ¡Me resulta casi insoportable! Es posible hacer frente a las decepciones, pero ¿cómo encajar debidamente la generosidad? Y tú también puedes estar seguro de una cosa: por muchos apuros que pase, nada me convertirá en una carga. Tenía tantísimo miedo de serlo que me lo he guardado todo para mí y eso me ha llevado, de esta manera tan ridícula, a terminar haciendo un papelón. Sabía que se acercaba algún problema, sabía que terminaría por pasar algo, pero esperaba sobrellevarlo mejor. —Se había detenido delante de un espejo e incluso en esas circunstancias se ocupaba, como una actriz entre bastidores, de su aspecto, de su maquillaje. Se dio unos golpecitos en las mejillas e insistió a su compañero en que la dejara tranquila—. No te compadezcas de mí, no te preocupes por mí y, sobre todo, no me hagas preguntas.
—Ah —protestó Tony, en tono amistoso de riña—, tu valentía hace demasiado difícil prestarte ayuda.
—No intentes ayudarme, no te lo propongas siquiera. Y no cuentes nada de esto. ¡Ssst! —añadió en tono distinto—. ¡Qué viene la señora Beever!
La señora de Eastmead llegaba precedida del mayordomo, el cual, tras anunciarla formalmente, anunció también el almuerzo con tanto resentimiento como si llevaran tiempo esperándola. Los criados de ambas casas tenían diversos modos de recordar a la señora Beever que no lo eran de la otra.
—Esto del almuerzo está muy bien —comentó Tony—, pero ¿quién está aquí para comer? Antes de que usted lo haga —prosiguió, dirigiéndose a la señora Beever—, debo preguntarle una cosa.
—Y yo también debo preguntarle otra —añadió Rose mientras el mayordomo se retiraba como un sacerdote escrupuloso que abandonara una ceremonia imposible de celebrar. Rose se dirigió a la vecina con una expresión que, ante el asombro de Tony, carecía de todo vestigio de desorden—. ¿El señor Vidal no ha regresado con usted?
La señora Beever se mostró honesta.
—¡Naturalmente! —contestó con energía—. El señor Vidal está en el jardín de esta casa.
—En ese caso, voy a buscarlo para almorzar.
Y Rose se alejó alegremente, dejando a sus compañeros en un silencio que terminó —pues Tony estaba absorto, maravillado ante aquella presencia de ánimo— cuando la señora Beever se hubo asegurado de que ya no podía oírlos.
—¡La señorita Armiger ha roto el compromiso! —proclamó entonces la dama con aire responsable.
Su colega no se mostró de acuerdo—¿Ella? ¿Cómo lo sabe?
—Lo sé porque él me lo ha dicho.
—¿Ya? ¿En estos cinco minutos?
La señora Beever tardó en responder.
—Naturalmente, yo se lo he preguntado. Lo encontré en el puente y advertí que había sufrido un duro golpe.
—¡Pero si es Rose quien ha sufrido un duro golpe! —contestó Tony—. Es él quien la ha plantado a ella.
La señora Beever lo miró fijamente.
—¿Es eso lo que ella cuenta?
Tony reflexionó un poco.
—Más o menos, sí.
La visitante vaciló de nuevo, pero sólo durante un instante.
—Entonces, uno de ellos miente.
Tony rió ante su lucidez.
—¡Pues no será Rose Armiger!
—No es Dennis Vidal, querido Tony; creo en lo que dice —contestó la señora Beever.
Su compañero estaba cada vez más divertido.
—Calcula usted muy deprisa.
—Mucho. Le he pedido que se venga conmigo.
Tony enarcó las cejas.
—¿Que se vaya con usted?
—Hasta que pueda coger el tren, mañana mismo. No puede quedarse aquí.
Tony reflexionó un poco sobre el asunto.
—Entiendo lo que quiere decir.
—Menos mal, no siempre sucede. Me gusta, es mi tipo. ¡Y algo me dice que yo soy el suyo!
—No la insultaré amablemente diciendo que es usted el tipo de cualquiera —comentó Tony. Al poco, añadió:
—¿Está muy disgustado?
—Está totalmente estupefacto. No lo entiende.
Tony pensó de nuevo unos instantes.
—No más que yo. Pero usted lo consolará —añadió.
—Primero le daré de comer —dijo su vecina—. Me lo llevo a almorzar a casa.
—¿No es poco cortés?
—¿Contigo? —inquirió la señora Beever—. Eso es exactamente lo que él me ha preguntado. Le dije que ya lo arreglaría yo.
—Y, por lo que veo, ya lo está arreglando. Pero ¿cómo se lo llevará si Rose lo trae para aquí?
La señora Beever permaneció un rato en silencio.
—No, no lo trae. No ha ido a buscarlo. Ha salido por mí.
Tony la miró maravillado.
—Calcula usted deprisa —repitió—. Pero creo que Rose se encuentra bajo el efecto inconfundible de un duro golpe.
—Yo la encuentro exactamente como siempre.
—Bien, su actitud también estaba condicionada por su presencia. Su decepción es un secreto.
—Entonces, te agradezco mucho que lo hayas mencionado.
—Lo hice para defender a Rose de sus malas interpretaciones. Pero todo está muy oscuro —añadió el joven, repentinamente cansado—. ¡Me rindo!
—Yo no, ya lo aclararé —anunció la señora Beever con firme decisión—. Pero primero debo ver a tu mujer.
—¡Claro que sí! Lleva todo el rato esperando —dijo Tony, que había abierto ya la puerta.
Al llegar a ella, la señora Beever se detuvo de nuevo.
—¿Voy a encontrar al médico con ella?
—Sí, ella lo ha pedido.
—Entonces, ¿cómo está?
—¡Desesperante! —exclamó Tony; después, al ver que la visitante repetía la palabra, prosiguió—. Sigue hablando de esa horrible obsesión ante la que el pobre Ramage ha tenido que ceder y que es causa directa de que la haya llamado a usted.
Los ojillos de la señora Beever parecieron ver más de lo que él le contaba, captar la visión de algo temible.
—¿Y cuál es esa terrible obsesión?
—Ya se lo contará en persona.
Tony se apartó para dejarla pasar y ella desapareció; pero al instante siguiente la oyó decir desde la puerta.
—Sólo quería decirte que tal vez aparezca esa niña.
—¿Qué niña? —preguntó Tony, que ya la había olvidado.
—¡Vaya, si no te acuerdas de ella...! —La señora Beever, con incoherencia femenina, casi se ofendió.
Tony recordó la agradable imagen.
—Ah, ¿su sobrina? Claro, recuerdo su cabello.
—No es mi sobrina y tiene un pelo horrible. Pero si aparece por aquí, envíala a casa de inmediato.
—De acuerdo —dijo Tony.
En esta ocasión, la visitante desapareció.