Capítulo XXXI

—Si en esta dramática situación le he pedido que me dedique un minuto de tiempo —dijo Dennis de inmediato—, le ruego que crea que es únicamente para comunicarle que si puedo hacer algo por usted... —Tony alzó una mano para darle las gracias y, al mismo tiempo, disuadirlo en silencio, pero Dennis siguió hablando—... estoy dispuesto a hacerlo, sea lo que sea, ahora mismo.

Con el hermoso rostro atormentado, los ojos enrojecidos y contraídos, el abundante cabello en desorden y el traje negro torcido, Tony tenía el aspecto atropellado y zarandeado de un hombre al que acabaran de rescatar o sacar de algún disturbio y al que sólo hubieran permitido tomar aliento. A Dennis le pareció que, al igual que Rose, estaba profundamente desfigurado, pero su cambio era más pasivo y trágico. Sus ojos inyectados en sangre se clavaron en su interlocutor.

—Me temo que nadie puede ayudarme. Es un desastre abrumador, pero debo enfrentarme a él yo solo.

Su voz era cortés; pero había algo duro y árido en su manera de estar allí de pie, algo tan opuesto a su habitual derroche de amabilidad que, durante un minuto, Dennis sólo pudo manifestarle mediante un silencio compasivo que comprendía su desesperación. Se encontraba en presencia de una obstinación perversa, de una actitud en torno a la cual el hombre se había petrificado como un bloque.

—Tal vez le ayude pensar que su desastre es casi tan mío como suyo y que tal vez lo que ayude a uno pueda también ayudar al otro —dijo Dennis.

—Es muy amable por su parte estar dispuesto a llevar una parte, por pequeña que sea, de una carga tan pesada —contestó Tony—. No lo haga, no lo haga, señor Vidal —repitió, con un brusco movimiento de cabeza. No se acerque a una cosa semejante; no la toque, no la conozca. —Se enderezó como si reprimiera así un largo estremecimiento; y con mayor y más sombría vehemencia, exclamó:

—Aléjese de esto. —Dennis, profundamente compadecido, lo miró con tal intensidad que podría haber sugerido sumisión, y Tony prosiguió, aprovechando lo que tomó por una ventaja—. Ha venido usted a pasar una hora, por motivos propios, para descansar; ha venido todo amabilidad y confianza. Y se ha encontrado con un horror indescriptible. Sólo puede hacer una cosa.

—Le ruego que me diga de qué se trata —preguntó Dennis.

—Dele la espalda para siempre, siga su camino en este mismo instante. He venido a decirle eso, simplemente.

—En otras palabras, ¿que los abandone?

—En el primer tren que salga.

Dennis pareció reflexionar sobre lo que le había dicho; después habló con una expresión que mostraba lo que pensaba.

—Ha querido mi infortunado destino que viniera a este lugar, que uno podría creer tan rodeado de paz y comodidades, para entrometerme, por segunda vez, en una serie de acontecimientos oscuros e infelices, en sufrimientos, peligro y muerte. Dios sabe que me habría gustado no repetir la aventura, pero el destino va por delante de nosotros, y no me considero el menos afectado por la desgracia de que hablo. Debe aceptar esto como excusa por no seguir su consejo. Debo quedarme, por lo menos, hasta que me entienda. —Dicho esto esperó un momento, tras el cual añadió, impaciente—. Por el amor de Dios, señor Bream, crea en lo que le digo y unámonos —exclamó.

—¿Que me una a usted?

—Utilice la mano que le tiendo.

Tony se había quedado junto a la puerta cerrada, como si quisiera impedir que la movieran por el otro lado. Al oír esto, con un débil rubor de su muerta vacuidad, dio unos pasos adelante. Pero algo seguía encerrado en sus ojos conscientes y alterados, fríamente ausente del tono en que dijo:

—Según creo, acaba de llegar de la China, ¿no?

—Sí, señor Bream. Acabo de llegar de la China.

—¿Y tiene la posibilidad de volver?

Dennis frunció el ceño.

—Puedo hacer lo que quiera.

—Y, sin embargo, ¿no sale usted disparado?

—Mis movimientos y mis inclinaciones son asunto mío. ¿No quiere aceptar mi ayuda?

Tony le dirigió una mirada sombría.

—Me pide, como usted dice, que nos unamos. Le ruego que me perdone si yo, por mi parte, le pregunto primero en qué terreno concreto...

Dennis lo interrumpió.

—En el terreno concreto en el que el doctor Ramage ha tenido la bondad de hacerlo. Me temo que no hay otro terreno que mi honor.

La mirada de Tony fue larga y profunda; después le tendió la mano.

—Lo entiendo —dijo Tony mientras Dennis la estrechaba—, adiós.

Dennis la retuvo.

—¿Adiós?

Tony titubeó por última vez.

—Ella está a salvo.

El titubeo de Dennis fue más breve.

—¿Se refiere a la señorita Martle?

—No me refiero a la señorita Martle.

—Entonces, yo sí. Ella sí está a salvo.

—Gracias —dijo Tony. Le retiró la mano.

—En cuanto a la persona de la que habla, si usted lo dice... —Dennis hizo una pausa.

—Está a salvo —repitió Tony.

—Eso es lo único que le pido. El doctor hará el resto.

—Ya sé lo que hará el doctor. —Tony guardó silencio un momento—. ¿Qué va a hacer usted?

Dennis aguardó un momento, pero al final habló.

—Cualquier cosa menos casarme con ella.

Un destello de admiración pasó fugazmente por los ojos de Tony.

—Usted me asombra.

—No tengo la menor idea de dónde estoy: sólo sé que me encuentro en una pesadilla negra y sangrienta y no soy yo, no es ella, no es usted, no es nadie. Al final me despertaré, supongo, pero mientras tanto...

—¡Todavía pueden suceder muchas cosas! ¡Todas las que quiera! —declaró Tony, alterado.

—A mí, pero no a usted. Para usted ha pasado ya lo peor —se atrevió a declarar su acompañante.

—¿Qué ya ha pasado? Si mi vida se ha convertido en algo horrible.

Vidal calló un momento con firmeza.

—Eso es lo que piensa ahora... —Después añadió más amablemente—. Pero reconozco que resulta horrible.

Tony seguía inmóvil, sufriendo la agonía del momento; las lágrimas le llenaban sus ojos ardientes.

—Ha asesinado, ha torturado a mi niña. Y todo para incriminar a Jean.

Se lo recordó todo a Dennis, el cual exclamó con sencilla solemnidad.

—¡Pobre niña! ¡Tan dulce y bonita! —Con un repentino impulso que, en un momento de ternura, pareció casi brutal, apoyó sobre el hombro de Tony una mano dura y preocupada—. Ella la metió en el agua, la sostuvo debajo y la dejó allí.

Los dos hombres palidecieron y se miraron.

—Soy infame... soy infame —dijo Tony.

Se produjo una larga pausa que fue como un extraño asentimiento por parte de Dennis.

—Ha sido la pasión —dijo finalmente Dennis en un tono distinto.

—Ha sido la pasión.

—Ella le quiere... —prosiguió Dennis, abandonando, ante la violenta realidad, todos los términos vanos.

—¡Me quiere! —El rostro de Tony reflejó este simple hecho monstruoso—. Ésa ha sido la causa: de su horrible acto y de mi silencio. Mi silencio forma parte del crimen y de la crueldad: viviré para convertirme en un horror para mí mismo. Sin embargo, me doy cuenta y mantendré la palabra que le di a ella en el primer arrebato de temor. Así ha ocurrido y ya está hecho.

—Ya sé lo que ha ocurrido —dijo Dennis.

Tony se sorprendió.

—Entonces, ¿la ha visto?

—Lo sé por el médico —explicó Dennis, vacilando.

—Ya... —Tony pensó un momento—. Imagino que ella...

—¿Se callará? ¡Ya me encargaré yo de eso! —Dennis le tendió la mano—. Adiós.

—¿Se la lleva?

—Esta misma noche.

Tony le retuvo la mano.

—¿Su marcha ayudará a Ramage?

—Todo encaja. Cuando he llegado, hace tres horas, venía a buscarla.

—¿Así que parecerá un plan previo?

—Teniendo en cuenta la novedad que les ha anunciado ella... ¡Nuestra feliz unión! —exclamó Dennis Vidal.

Se acercó a la puerta que daba al vestíbulo, donde Tony lo detuvo.

—Entonces, ¿no puedo hacer nada por usted?

—Ya lo ha hecho. Nos hemos ayudado mutuamente.

Algo se agitó en lo más profundo de Tony.

—Me refiero a cuando hayan terminado sus preocupaciones.

—Nunca terminarán. Piense en ello cuando sea feliz.

El rostro grisáceo de Tony lo miró fijamente.

—¿Cómo voy a serlo...?

Mientras hablaba, la puerta por donde había salido la señora Beever se abrió y Jean Martle apareció ante ellos.

—Pregúnteselo a ella —dijo Dennis desde la puerta, mientras se retiraba.