Capítulo XVII

Tony no tardó en unirse a Rose Armiger y ambos subieron por la pradera hacia donde Jean Martle conversaba con Paul. Allí, en cuanto se acercó el señor de Bounds, Jean quiso saber, inquieta, si Effie se encontraba lo bastante bien para acompañarlo, ya que había esperado encontrarla allí; y, al ver que no era así, había dado por hecho que él la traería.

—He dejado el asunto, querida Jean, en manos de la niñera —dijo Tony—. La han emperifollado de pies a cabeza y después, ante un leve indicio de que no se encontraba tan bien, la han despojado, desnudado y decepcionado. Es un corderito dispuesto al sacrificio. Cuando he salido estaban otra vez poniéndole lazos y guirnaldas pero, al parecer, todavía le faltaban muchas, y no garantizo que un estornudo no lo eche todo a perder. Está en manos de los dioses. Y yo no podía esperar más.

—Estaba usted demasiado impaciente por encontrarse en nuestra deliciosa compañía —sugirió Rose.

Tony, adoptando con gracia un aire de personaje de comedia ligera, sonrió e hizo una pequeña reverencia.

—Estaba demasiado impaciente por encontrarme con usted, señorita Armiger.

El intervalo de cuatro años seguía presentándolo en un luto familiar que bien podría casar con un rincón campestre en una tarde estival; pero también le permitía cierta libertad en su modo de dirigirse a las mujeres, claramente instintivo y habitual, que, al mismo tiempo, por fortuna, tenía la gracia del halago sin grandilocuencia y de la ironía sin impertinencia. Tony estaba un poco mayor, pero no más pesado; un poco ajado, pero no apagado. Su presencia seguía siendo, en todo lugar y en todo momento, como la de un reloj cuando da la hora. Después de que apareciera, los ojillos de Paul Beever se fijaron en Rose con una expresión que podría haber sido la de un hombre contando las ondas producidas en el agua tras el lanzamiento de un gran objeto. No pareció prestar atención alguna, sin embargo, a otras olas similares en la hermosa superficie del rostro de la muchacha más joven.

—Me alegro de que esa observación no se dirija a mí —dijo Jean alegremente—, porque me temo que debo privarles de la luz de mi compañía.

—¿A quién piensas concedérsela?

—A su hija, en este momento. Debo ir a juzgar por mí misma cómo se encuentra.

Tony la miró con semblante más serio.

—Si estás de veras preocupada por ella, regresaré contigo. Eres demasiado amable; me han dicho que has pasado con ella toda la mañana.

—Ah, ¿ha estado usted con ella esta mañana? —preguntó Rose a Jean con manifiesto esfuerzo por dar a su entonación un aire intrascendente; sin embargo, éste encerraba algo que obligó a la aludida a volverse hacia ella levemente sorprendida. Jean no se movió, con su traje negro y su rubia belleza; pero su sorpresa no era tan grande que pudiera nublar el extraordinario brillo de su juventud.

—Todo el tiempo. ¿No sabe usted que la he tomado, particular y exclusivamente, bajo mi cargo?

—Con el pretexto —prosiguió Tony, dirigiéndose a Rose— de salvarla de la perdición. Al parecer, corro el peligro de estropearla con un mimo excesivo, pero Jean la trata como si estuviera ya demasiado mimada, lo que, sin duda, es mayor ofensa.

—No se marche, por favor —le rogó Rose persuasivamente—. Nunca tengo ocasión de verlo y desearía hablar con usted precisamente ahora.

Tony se mostró sumiso al instante y Rose, tras detener a Jean que, en silencio, se volvía para dirigirse hacia el puente, recordó a Paul Beever que acababa de oírle decir que él, por su parte, tenía deseos de hablar con la señorita Martle.

Paul se sonrojó intensamente.

—Oh, sí. Desearía hablar contigo, si es posible —le dijo a Jean.

Esta se había detenido a mitad de la pequeña cuesta; le dirigió una mirada franca y amable.

—¿Ahora mismo?

—En cuanto puedas.

—Podré en cuanto haya visto a Effie —contestó Jean—. Quiero traerla conmigo: le esperan cuatro muñecas.

—Querida muchacha —exclamó Rose con aire familiar—, ¡si tiene unas cuarenta en casa! ¿Acaso no le regala una un día sí y otro no? —preguntó a Tony.

Éste no oyó la pregunta porque estaba demasiado interesado en lo que hablaban Paul y Jean y no dejaba de mirar a ésta.

—Ve pues, así volverás antes. ¡Y trae a la niña! —dijo Tony alegremente.

—Voy a la casa a cambiarme; quizá te vea luego allí —anunció Paul.

—Claro que sí, querido Paul. Me daré prisa —gritó la muchacha. Y se fue con paso ligero mientras Paul se encaminaba hacia la casa y los otros dos, de pie, uno junto a otro, la contemplaban un minuto. A pesar del traje negro, cuyo tejido fino y voluminoso aleteaba en la brisa veraniega, parecía brillar a la luz de la tarde. La vieron llegar al puente; a la mitad del cual se dio la vuelta y los saludó agitando el pañuelo, y después se hundió en el otro lado y desapareció.

—¿Un poco de té? —preguntó Rose a su acompañante, señalando con la cabeza la espléndida muestra de la hospitalidad de la señora Beever; Tony aceptó agradecido el ofrecimiento y avanzaron, el uno junto al otro, lentamente—. ¿Por qué ya no me llama «Rose»? —preguntó de repente.

Tony se sobresaltó tanto que casi se detuvo; ante lo cual, ella hizo un alto.

—¿De veras? No me he dado cuenta... —La miró y, tras un momento, se sonrojó de modo flagrante: parecía que estuviera viendo una señal de advertencia. Lo que Tony Bream veía era una circunstancia que ya había vislumbrado parcialmente; pero, por un motivo u otro, ahora era tan explícita que parecía un cartel pegado en la pared. Podría haber sido, dado el modo en que lo percibió, un gran anuncio amarillo al que no le faltase, para la publicidad de su mensaje, ningún artificio tipográfico. El mensaje era, sencillamente, el rostro entero de Rose Armiger, exquisito y trágico en su requerimiento, grabado con una sensibilidad casi abyecta, una ternura más que ansiosa. El requerimiento duró un instante de rara intensidad, y lo que Tony sintió en respuesta a él nada tuvo de fatuo o vanidoso. Sólo podía entenderlo con una compasión tan carente de reservas como el propio requerimiento. Tony parecía confuso, pero tierno, y los ojos de su acompañante se iluminaron como con la sensación de que por fin, aunque fuera por pura piedad, algo se le ofrecía. Era como si Rose le comunicara que, desde que había llegado a Eastmead, no le había dado nada.

—Cuando estuve en Bounds hace cuatro años —dijo ella—, usted me llamaba Rose y a nuestra amiga —indicó con la cabeza la dirección que había tomado Jean— no la llamaba de ningún modo. Ahora la llama a ella por su nombre y a mí no me llama de ningún modo.

Tony meditó cortésmente sobre aquella afirmación.

—¿No la llamo señorita Armiger?

—¿Y eso significa algo? —preguntó Rose con énfasis—. Sabe bien que hay una gran diferencia.

Tony vaciló y siguió andando.

—¿Entre usted y Jean?

—Oh, la diferencia entre Jean y yo es evidente. Me refiero a la diferencia entre mi estancia en Wilverley entonces y mi estancia ahora.

Llegaron a la mesa de té y Tony, dejándose caer en una silla, se quitó el sombrero.

—¿Y cómo la he llamado cuando nos hemos visto en Londres?

Rose se quedó de pie delante de él, cerrando la sombrilla.

—¿Ni siquiera lo sabe? No me ha llamado nada.

Rose empezó a servirle una taza de té, desenvolviéndose con delicadeza entre los maravillosos artilugios de la señora Beever para que todo estuviera caliente.

—Por casualidad, ¿se ha fijado en cómo lo llamo yo? —preguntó.

Tony, a su vez, dejó que le sirviera.

—¿Acaso en este mundo no me llaman todos este inevitable «Tony»? Es un nombre terrible... para un banquero; podría haber sido un obstáculo para mi carrera. Es fatal para la dignidad. Pero, claro está, yo no tengo ninguna dignidad.

—Me parece que mucha no tiene —contestó Rose—, pero no conozco a nadie que le vaya tan bien sin ella y, al fin y al cabo, tiene usted la suficiente para que la reconozca la señorita Martle.

—¿Llamándome señor Bream? —preguntó Tony—. Vamos, si para ella soy un anciano, y me dirijo a ella como cuando era una niña. Naturalmente, reconozco que ha dejado de serlo por completo —añadió con intención vagamente pacífica.

—Es maravillosa —dijo Rose, tendiéndole algo mantecoso y perversamente frío—. Me refiero a que es maravillosa con su hija.

—Muy abnegada, ¿verdad? Hace ya mucho tiempo. Siente por ella algo muy especial.

Rose permaneció en silencio un momento.

—Es una vida que hay que defender y conservar —y añadió—, ¡naturalmente!

—¡Caramba! ¡Jean lo hace hasta tal punto que parece creer que la niña ni siquiera está segura con su orgulloso papá!

Todavía de pie tras la mesa junto a la que él estaba sentado, Rose había abierto de nuevo la sombrilla y lo miraba por debajo de ésta. Sus ojos se encontraron y él volvió a sentirse en presencia de aquello que poco antes le había parecido tan profundo, tan exquisito. Representaba algo que el paso del tiempo no podía sofocar, como si emitiera un rayo de una luz inconmensurable que girara lentamente sobre sí misma. En algunos momentos, Rose podía dirigirla en otra dirección, pero estaba siempre encendida; y ahora lo bañaba con un brillo frío bajo el cual, por un momento, todo pareció duro y feo, y le hizo sentir el estremecimiento de una complicación imprevista. Había tenido muchas complicaciones en su vida, pero también había contado con diversos modos de hacerles frente, por lo general inteligentes, sencillos y magistrales: en realidad, con frecuencia resultaban realmente divertidos. Se puso en pie nervioso; enfrentarse a aquélla no tendría nada de divertido.