Capítulo XXIII

Gracias a esta preparación, llevaba ventaja a Rose, la cual, desprevenida, era totalmente incapaz de explicarse aquella aparición de un modo provechoso para sí misma. La sorpresa fue tan violenta que se agarró al respaldo de la silla más cercana, sobre el que se apoyó disimuladamente mientas miraba a su antiguo pretendiente con los ojos más abiertos que el dueño de Bounds jamás le había visto. Casi simultáneamente, advirtió, no sin admiración, la inteligente rapidez de su capacidad de recuperación, propia de una persona contraria por naturaleza a las demostraciones excesivas. Rose era capaz de asombro, así como de otras emociones, pero era tan incapaz de expresar el uno como las otras; así pues, sus dos acompañantes la vieron reaccionar de inmediato con la conciencia de que un incidente perturbador nunca le haría tanto daño como podría hacérselo no saber hacerle frente. Tony advirtió, además, que la noticia comunicada por la señora Beever le daba ventaja incluso sobre el pobre individuo, cuyo rostro, ahí inmóvil, sugería una previsión deficiente en dos cuestiones: la primera, la forma en que influiría en sus pulsos el volver a ver, tras tan largo intervalo, y con la poderosa insolencia de la vida y la fuerza, a la mujer que había perdido y todavía amaba; la otra, el efecto instantáneo que produciría en su imaginación encontrarla en íntima conversación con el hombre que había sido, aunque fuera sin proponérselo, causa de su perversidad. Durante un momento, Vidal no fue capaz de mantener su habitual actitud alerta; detuvo el paso tiempo suficiente para que Tony, tras percibir y lamentar su agitación, reparara en que Rose tenía una expresión todo lo incolora y anodina que desearía cualquier mujer sensata.

Todo ello hizo que el silencio, si bien breve —y lo fue mucho más que mi descripción—, vibrara con tal resonancia que empujó a Tony a decir algo lo antes posible con el fin de mantener la armonía. Lo que a él le afectaba directamente era que la última vez que vio a Vidal éste era un invitado debidamente agradecido, y le ofreció una mano profusamente cargada con el recuerdo de aquello. Sintió alivio e incluso cierta sorpresa al observar que el joven la estrechaba, al fin y al cabo, sin rigidez alguna; pero lo más extraño fue que, mientras lo acompañaba desde la orilla, tuvo un místico atisbo del hecho de que Rose Armiger, con el corazón en la boca, aguardaba, para facilitar la conversación, alguna señal que le indicara si podía simular que esperaba lo sucedido o que incluso lo había provocado. De modo natural, Rose se dejó aconsejar por sus temores y Tony, repentinamente más eufórico de lo que podría haber explicado, se dispuso a participar en cualquier intento que ella pudiera hacer para salvar las apariencias de no conocer los reproches. Sin embargo, previendo el momento de tensión que podría producirse si la joven se manifestaba demasiado pronto, se apresuró a decirle a Dennis que, de no haber estado prevenido, se habría sobresaltado: la señora Beever le había mencionado la visita que acababa de recibir.

—Ah, ¿se lo ha dicho? —preguntó Dennis.

—Sólo a mí, como gran señal de confianza —contestó Tony con una carcajada.

Al oír estas palabras, Rose pudo mostrarse sorprendida y con cierto aire de superioridad.

—¡Cómo! ¿Has estado ya aquí?

—Hace una hora —dijo Dennis—. Le pedí a la señora Beever que no te lo dijera.

Eso le ofreció una oportunidad para la crítica.

—Ha obedecido tu petición al pie de la letra. Pero ¿a qué se debe un secreto tan solemne? —preguntó Rose, como si no existiera el menor motivo para sentirse cohibida, dándole un ejemplo excelente de cuál era el tono adecuado. Había imitado el gesto de bienvenida de Tony, y éste se dijo que ninguna otra joven podría haber tendido un brazo más flexible sobre un desierto de cuatro fríos años.

—Puedo explicarte mejor por qué he aparecido que por qué desaparecí —contestó Dennis.

—Imagino que has aparecido porque querías verme —dijo Rose, dirigiéndose a uno de sus admiradores, aunque miraba e incluso reía al otro, en esta ocasión con un aspecto totalmente nuevo e inescrutable—. ¿Sabías que estaba aquí?

—¿En Wilverley? —preguntó Dennis, titubeando—. Lo daba por hecho.

—Me temo que, efectivamente, ha venido por la señorita Armiger —señaló Tony con una actitud jocosa. Le parecía que era la mejor para ayudarlos.

Tuvo buen resultado y resultó contagiosa.

—Lo diría siempre, delante de ella, aunque no fuera cierto —contestó Dennis.

Rose siguió con la broma.

—Afortunadamente es cierto, de modo que te ahorras una mentirijilla.

—¡Me ahorro una mentirijilla! —repitió Dennis.

La broma funcionó y todos se sintieron más cómodos; Tony se divirtió especialmente al oír la necesaria falsedad sin que tuvieran que pronunciarla él ni Rose, sino un hombre cuya franqueza, desde el principio, en cuanto lo conoció aquel lejano día, le pareció casi incompatible con el flujo de una conversación. A medida que pasaban los minutos, resultaba cada vez más evidente que el efecto secundario de la reaparición del viejo amigo de Rose era que ésta brillara con una luz más apropiada e hiciera frente a la turbación con tanto arte que Tony estaba tentado de lamentar de nuevo la complicación que lo distanciaba de una mujer con tales dones. Compensaba un poco la circunstancia de que él nunca dominaba tan bien los suyos como cuando existía algún tipo de premio o, por así decir, objetivo. La mano ligera o la facilidad para el lenguaje florido eran rasgos que le habían facilitado el éxito para dirigir o presidir; y ¿acaso no estaba, precisamente, presidiendo un poco? ¿No estaba dirigiéndolo todo? Vidal sería una diversión bien recibida, especialmente si se prestaba a ello; por el momento, Tony se conformaba con presentirlo con cierta impaciencia más que ion percibirlo por completo. Esta impaciencia estaba justificada por la circunstancia de que el joven procedente de la China, de un modo u otro —las razones aparecerían tras el hecho—, supondría un alivio no amortiguado por la reflexión de que, tal vez, fuera sólo temporal. La propia Rose, gracias a Dios, era, con toda esa exaltación, también temporal. Él podía ya perdonar el entremetimiento de un caballero demasiado interesado por el equilibrio de Effie: la causa de esa indiscreción se transparentó agradablemente en cuanto vio unirse los dedos del visitante a la mano tendida de Rose. Era motivo para alegrarse, para esforzarse, el hecho de que, tal como había certificado la señora Beever, la pasión que delataba el apretón hubiera sobrevivido al naufragio, y no hubo cabo para lanzarle o pértiga para tenderle que Tony no buscara de inmediato en torno a él. Desde ese mismo momento centró su tranquilidad en la idea de organizar un rescate y comunicar de entrada al nadador en apuros que los inquilinos de la otra casa tenían muy poco interés en impedirle llegar a tierra.

En realidad, Dennis llevaba apenas dos minutos en contacto con él cuando empezó a tomar conciencia de esa feliz situación. En cierto modo, invitarlo a cenar y a dormir equivalía a izarlo a tierra, y Tony no se demoró en hacerlo, expresando la esperanza de que no se hubiera instalado en el hotel y que, incluso en ese caso, autorizara un rápido traslado a Bounds de sus pertenencias. Dennis mostró cierta sorpresa ante semejante avance pero, antes de que pudiera responder, Rose, que se recuperó completamente de toda inquietud en cuanto encontró un pretexto para derrochar tranquilidad, le quitó las palabras de la boca.

—¿Por qué iba usted a arrebatárnoslo y por qué iba él a consentirlo? —preguntó Rose. Y, dirigiéndose a Dennis, añadió:

—¿Acaso la señora Beever, ya que no le has negado el tremendo placer de una visita clandestina, no esperará, si piensas quedarte, que le des preferencia a ella?

—Permita que le recuerde y recuerde también al señor Vidal —replicó Tony— que ya le dio preferencia a ella en otra ocasión. La señora Beever no tuvo escrúpulos en llevárselo a la fuerza de mi casa. En aquella ocasión me vi obligado a perderme el placer de su visita, así que debo compensar la pérdida y vengarme de la señora Beever pagándole con la misma moneda. —La disputa con Rose por la posesión del amigo común lo llenó de una animación inmediata—. ¿No le parece evidente la justicia de mi propuesta? —prosiguió, dirigiéndose a Dennis—. Me quedo con usted y ya lo arreglaré con la señora Beever, igual que ella se quedó con usted y luego lo arregló conmigo. Además, sus cosas ni siquiera están aquí, mientras que la otra vez se encontraban en Bounds. Prometo compartirlo con estas señoras y no reprocharle el tiempo que desee pasar con la señorita Armiger. Entiendo perfectamente que les dedicará muchas horas. Tendrá que quedarse muchos días y venir aquí cuanto quiera, y su presencia en Bounds tal vez tenga como consecuencia que ellas me honren con la suya con mayor frecuencia.

Dennis miró a sus interlocutores alternativamente; a Tony le pareció un poco perplejo, pero no tanto para no sentir una agradable curiosidad.

—Me parece mejor que vaya a casa del señor Bream —declaró a Rose al cabo de un momento—. Quisiera hablar contigo de un asunto, pero no creo que eso lo impida.

—Decide tú —dijo Rose—. Yo también me alegraría especialmente de tener la oportunidad de tratar contigo una cuestión.

Tony echó un rápido vistazo al reloj y a Rose.

—Pues aquí se les presenta la oportunidad, hablen ahora. Tengo algo que hacer en la ciudad —explicó a Dennis—; debo ir rápidamente y no me cuesta nada parar en el hotel y dar la orden de que trasladen sus pertenencias. En ese caso, no tendrá más que tomar el atajo, que ya conoce, por el puente y a través de mi jardín, hasta la puerta de mi casa. Volveremos hacia las ocho.

Dennis Vidal accedió a este acuerdo sin comentarios y casi sin expresión alguna: parecía evidente que albergaba aún la vaga idea de que podía permitir al señor Bream el lujo de pensar que le debía algo. Rose, sin embargo, manifestó que todavía tenía que comunicarle algo a Tony, el cual había empezado a andar hacia la zona que conducía directamente de Eastmead a la ciudad, cosa que lo obligaba a pasar cerca de la casa al salir. Abordó la cuestión con una pregunta sobre sus movimientos.

—Así pues, ¿parará de camino y le dirá a la señora Beever...?

—¿Que me he apropiado de nuestro amigo? Ahora no —dijo Tony—. Debo ver a un individuo por una cuestión de negocios y tengo el tiempo justo. Si puedo, volveré aquí, pero entretanto tal vez tendría usted la amabilidad de explicárselo. Pase y tome posesión de la casa —añadió, dirigiéndose a Vidal—, póngase cómodo, no me espere.

Le tendió de nuevo la mano y, con el rostro iluminado por el amistoso impulso innato de complacer y armonizar, se la tendió también a Rose. Ésta la aceptó con tanta franqueza que la retuvo durante un minuto, reacción que él aprobó con una sonrisa tan alentadora que apenas necesitaba la confirmación de las palabras. Permanecieron así mientras Dennis Vidal se apartaba, como si ellos tuvieran que tratar asuntos personales, y Tony cedió al impulso de demostrarle a Rose que, aunque no se lo contaba todo, sólo se guardaba lo estrictamente necesario.

—También quiero hacer otra cosa: tengo que pasar por casa del médico.

Rose alzó las cejas.

—¿Para consultarle algo?

—Para pedirle que venga.

—Espero que no esté usted enfermo.

—Nunca en mi vida he estado mejor. Quiero que vea a Effie.

—No está enferma, ¿verdad?

—No está bien... Esta mañana Gorham se ha alarmado. No estoy tranquilo.

—En ese caso, debe verla —manifestó Rose.

Su conversación, gracias a la presencia de Vidal, había pasado de las gélidas alturas a los cálidos niveles domésticos, y Tony expresaba ahora el deseo de que entendiera que estaría siempre encantado de encontrarse con ella en ese terreno. Dennis Vidal se volvió de nuevo a tiempo de que se lo llamara, por así decir, aunque sólo fuera el tono de su anfitrión, para ser testigo de la escena.

—A bientôt. Espero que me comunique usted más tarde, y él también, lo amable que ha sido en mi ausencia con nuestro amigo aquí presente.

Rose, con una pequeña pero nítida mancha de rubor febril, miró primero a un hombre y luego a otro mientras sus ojos encendidos mostraban un acopio de determinación que tuvo el efecto rápido y perceptible de despertar interés.

—Le comunico por anticipado, señor Bream, hasta qué punto seré amable. Sería afectado por mi parte simular que ignoro que usted ya sabe algo de lo sucedido entre este caballero y yo. Hace cuatro años, en este mismo lugar, sufrió por mi culpa una decepción... una decepción en cuyos aspectos buenos y malos o en cuyos motivos no intentaré adentrarme salvo para decir que en su momento tuvo una publicidad inevitable. —Hablaba con lenta y deliberada claridad, mirando todavía alternativamente de Dennis a Tony; tras lo cual, aquella extraña intensidad se centró en su antiguo pretendiente—. La gente vio, Dennis —prosiguió—, la plaga que se abatía sobre nuestra larga relación, y creyó (en aquel tiempo yo era indiferente a sus opiniones) que había sido por decisión mía. Ahora no soy indiferente a que crean que yo no tuve consideración con un hombre como yo. Siempre deseé poder ofrecerte alguna reparación, algún desagravio público. Siento la pena que entonces te causé y aquí, ante el principal testigo de la indignidad que tan magnánimamente sufriste, expreso con sinceridad mi pesar y el humilde ruego de que me perdones. —Dennis Vidal, que no dejaba de mirarla, había palidecido mortalmente, mientras que la elevación, por así llamarla, de su humillación había llenado de lágrimas los ojos de Tony. Allí las vio Rose mientras lo miraba otra vez y calibraba el efecto causado en él. Sintió por ello una satisfacción visible y comprensible y, tras una breve pausa, prosiguió con nobleza y patetismo—. Así pues, teniendo en cuenta su orden de que sea amable, ésa es, señor Bream, la amabilidad que soy capaz de mostrar.

Tony se volvió al instante hacia su compañero, que ahora tenía los ojos clavados en el suelo.

—Entonces cambiaré mi petición y me atreveré a trasladársela a usted. Señor Vidal, espero que cuando volvamos a vernos no me diga que ha sido capaz de menos. —Resultaba evidente que Dennis estaba profundamente conmovido, pero se sentía rígido e incómodo y no dio señales de haberlo oído; Rose, por su parte, se alejó un poco, como una actriz tras una gran escena. Tony, situado entre ambos, vaciló; después rió con tranquilidad—. ¡Oh, seguro que estarán bien! —afirmó y, con otro vistazo al reloj, se alejó a toda prisa para ocuparse de sus asuntos. Mientras se alejaba aspiró hondo y llenó los pulmones con la sensación de que, al fin y al cabo, iba a disponer de un poco de margen. Rose iba a recuperar a Dennis.