Capítulo XVIII
Consciente de la importancia de no manifestar su nerviosismo, apenas se hubo levantado sin motivo tomó posesión de otra silla. Olvidó el asunto de la seguridad de Effie, recordando que otra cuestión precedente exigía que se justificara. La sacó a colación con un aire de indulgencia que apenas disfrazó su evidente aire de irrelevancia.
—La llamaré encantado como usted quiera, mi querida Rose, pero no debe pensar que me he comportado de modo caprichoso o desleal. Antes me dirigía a usted del modo que me parecía más natural para una amiga íntima de mi esposa. Pero ahora, en cierto modo, pienso en usted como amiga mía.
—¿Y eso me hace más distante? —preguntó Rose mientras daba vueltas a la sombrilla.
Tony, que había improvisado en gran medida aquella excusa, sintió una leve confusión que apenas disimuló una carcajada.
—Parece que haya dicho una tontería, pero no es así. Sólo quiero decir que, en cierto modo, a cada papel corresponde un trato distinto.
—No admito que haya cambiado mi papel —protestó Rose—, aunque quizá se haya hecho más intenso. Si antes estuve aquí como amiga de Julia, aquí estoy, todavía más, por ese mismo motivo.
Tony meditó con total franqueza. Después, con cordialidad aunque no con mucha lógica, afirmó:
—Claro que es así, desde su punto de vista. —Sin duda, sólo deseaba encontrarse con ella lo más lejos posible en el camino de regreso a una relación tranquila—. ¡Pobrecita Julia! —añadió de modo tal que, en cuanto lo hubo dicho, le pareció tan inconexo que, para salir airoso, volvió a levantarse.
—¡Pobrecita Julia! —repitió Rose como un eco, en voz alta y clara, pero con una expresión que, a diferencia de la de Tony, no habría dejado a un espectador ignorante la menor duda de que se trataba de una alusión a los muertos que no se olvidan.
Tony paseó en dirección a la hamaca.
—¿Le molesta que fume un cigarrillo? —Ella accedió con un gesto casi impaciente y, mientras lo encendía, él siguió hablando con cordial alegría—. No voy a permitir que finja que ignora que he soñado durante años con el placer de volver a verla, ni el diabólico ingenio que he puesto en marcha para permitir que esta visita se produjera del modo más conveniente para ambos. Usted decía antes que no le gustaba a la reina madre, ¡vea ahora cuánto le disgusta!
—Ha terminado por encontrarme útil —dijo Rose—. Y eso me lleva exactamente a lo que antes le he dicho que quería contarle.
Tony había juntado en la mano la red de la hamaca y, mientras fumaba, se sentó a través, como si estuviera en un columpio. Parecía sorprendido e incluso ligeramente desconcertado, como un hombre al que pidieran que pagara dos veces por lo mismo.
—Ah, ¿entonces no se trata de lo que ha dicho...?
—¿Sobre cómo me llama usted? No, no se trata de eso, sino de algo muy distinto. —Rose aguardó, de pie ante él, igual que había estado ante su anterior interlocutor—. Es para hacerle saber el interés que siento por Paul Beever, que es mucho.
—¿De veras? —preguntó Tony con aire de aprobación—. ¡Bueno, podría haber elegido peor!
Tony hablaba con un tono alegre que parecía abarcarlo todo; pero Rose repitió aquellas palabras, como si pretendiera interrogarse sobre lo que significaban.
—¿Qué podría haber elegido...?
Rose acentuó estas palabras de tal modo que adquirieron un nuevo significado, distinto a la idea original de Tony. Vista así, parecía una feliz opción y Tony, en su incontrolable inquietud, con el rostro iluminado, se lanzó con un entusiasmo que lo puso en pie por tercera vez. Seguía sonriendo amablemente y, antes incluso de meditar sobre sus palabras o sus gestos, exclamó:
—¡Si quisiera de veras, querida Rose!
En un rápido destello, vio que los ojos de Rose estaban llenos de lágrimas, como si le hubiera dado un golpe en plena cara. La broma había resultado de muy mal gusto.
—¿Sugiere amablemente que me quede con el señor Beever?
—Pero no me lo quita a mí, querida. —Tony se sonrojó y fue consciente de lo mucho que debía corregir algunos de sus impulsos—. Pienso mucho en él y quiero seguir teniéndolo cerca. Pero hablo siempre de él con franqueza, como si fuera un premio, y quiero que le vayan muy bien las cosas. Si a usted le gusta —se apresuró a añadir entre risas—, por supuesto que eso debe suceder, me parece a mí.
Había matizado el significado de su intención, pero la había dejado bien clara, y se dio cuenta de que Rose, con una especie de trágica perversidad, estaba decidida a explotar a fondo su impresión o su disgusto, según fuera el caso. Ella se apresuró a parecer dueña de sí misma.
—Entonces, le parece una persona sólida y sensata, y no un tonto, como uno diría de entrada.
—¿Tonto? Nada de eso. Es una estatua que todavía aguarda dentro del bloque, una especie de gigante adormilado. En su momento, alguien lo tocará y lo despertará; en su momento, una mano lo hará salir de la piedra.
—¿Y acaba de ocurrírsele ahora mismo, en un momento de insólita expansión, que esa mano es la mía?
Tony dio una chupada al cigarrillo mientras sonreía con decisión a través de la ligera cortina de humo.
—No es justa con mi actitud con usted. No hay hora del día en que, de un modo u otro, no rinda tributo a su gran capacidad.
Una vez más, apareció en el rostro de la muchacha aquella rara expresión intermitente: la expresión de estar, por obra de su pasión, tan familiarizada con el dolor que, incluso sumida en éste, era capaz de caridad. Movió la cabeza con un gesto triste y amable.
—Pobre Tony —dijo. Y añadió en tono bien distinto—. ¿Y qué le parece la diferencia de edad?
—¿Entre Paul y usted? ¡No merece la pena ni hablar de ello!
—Es usted muy amable, si tenemos en cuenta que él sólo tiene veintidós años. Yo, por mi parte, no he cumplido los treinta —prosiguió— y, sin duda, para ganar tiempo, se podría acelerar el proceso. —Vaciló de nuevo unos instantes, pero siguió diciendo—. Es tremendamente vulgar poner los puntos sobre las íes de esta manera, pero puesto que ha sido usted y no yo quien ha empezado, me gustaría preguntarle si de veras cree que si me esforzara un poco...
Y se calló, invitándolo a terminar una pregunta sin duda delicada.
Un observador iniciado habría advertido que, en esta ocasión, el rostro de Tony revelaba una actitud recelosa ante la posibilidad de que se tratara de una trampa; pero también que, tras un momento de reflexión, dejó de importarle caer en ella.
—Si siente por Paul esa clase de interés —contestó, sin que pareciera disminuir su gusto por tomarlo todo a la ligera—, puede calcular mejor que yo el resultado natural de sacarlo de su escondrijo. Pero le puedo asegurar que nada me gustaría tanto como verla felizmente «situada», como dicen, honorablemente casada, rodeada de afecto y bien protegida.
—¿Y todo eso, cerca de usted? —exclamó Rose.
Tony titubeó, pero continuó:
—El hecho de que esté cerca es, precisamente, lo que permite que la vea.
—Permitiría que yo lo viera a usted: ése sería su mayor mérito —dijo Rose—. Pero el interés que siento por el señor Beever no es de un género tal que me empuje a esa posibilidad. Puede imaginarse fácilmente lo lejos que habría estado, en ese caso, de hablar de esto con usted. El defecto del cuadro encantador que pinta —añadió— es que le falta una figura importante.
—¿Una figura importante?
—Jean Martle.
Tony miró la punta del cigarrillo.
—¿Lo dice porque en otros tiempos se tramaron muchos planes e intrigas alrededor de la idea de que podría ser buena pareja para Paul?
—¿En otros tiempos, querido Tony? —exclamó Rose—. Todo sigue igual, ¡y estas tres semanas han bastado para que me enterara de todo! ¿Creía que se había abandonado la idea? —preguntó.
Tony la miró con suficiente serenidad, debido en gran parte a que percibía que era extremadamente importante hacerlo.
—La verdad, no he oído hablar mucho del asunto. Antes, la señora Beever lo mencionaba, pero últimamente ya no lo hace.
—¡Pues hablaba de eso hace media hora, amigo mío! —replicó Rose.
Tony se estremeció, pero siguió valerosamente firme; los cigarrillos eran un recurso extremo.
—¿De veras? ¿Y qué le ha dicho?
—A mí no me ha dicho nada, pero a su hijo se lo ha dicho todo. Le ha dicho, en fin, que no le perdonará nunca si no le oye decir en el plazo de una o dos horas que ha aprovechado este día propicio, así como el hecho de que ofrece a la señorita Martle un regalo especialmente hermoso.
Tony escuchó con visible atención, pero sin mirar a los ojos de su interlocutora. Se había sentado otra vez en la hamaca, con los pies en el suelo y la cabeza hacia atrás, y fumaba cómodamente, sosteniendo el cigarrillo con una mano u otra alternativamente.
—¿Qué le regala? —preguntó al cabo de un momento.
Rose se dio media vuelta y arregló algo en la mesa mecánicamente.
—¿Cree que ella no se lo enseñará a usted? —preguntó por encima del hombro.
Mientras Rose le daba la espalda con visible frialdad, Tony la miró.
—Supongo que sí, si Jean lo acepta.
—¿Y no lo aceptará? —preguntó la muchacha, mirándolo de nuevo.
—Me parece que sólo si también lo acepta a él.
—¿Y no va a hacerlo?
Tony lanzó un aro de humo.
—Tendrá que convencerla.
—Eso es exactamente lo que quiero que usted haga —dijo Rose.
—¿Yo? —La miró fijamente— ¿Cómo puedo hacerlo?
—No voy a decírselo, dejaré que se ocupe su ingenio. ¿No se trataría apenas de una sencilla prolongación de las relaciones que ya existen? Acaba de ver que él le ha pedido una oportunidad para hablar con ella y que ella ha accedido. Lo que quería que supiera es que soy consciente de lo interesado que estará usted en saber que esta oportunidad es importantísima para él y que sé con qué buena fe pondrá usted todo su peso en la balanza para inclinarla a favor de Paul.
—¿Mi peso con la joven? ¿No cree que exagera mi peso? —preguntó Tony.
—Sólo se puede responder a esta pregunta si lo intenta. No interesarse por una situación como ésta es... no cumplir con su deber.
Tony esbozó una sonrisa, de cuya leve palidez fue consciente; pero seguía habiendo buen humor en el tono en que, solemne y quejoso, murmuró:
—¡Oh, mi deber...!
—Naturalmente, si no ve ninguna objeción a que la pobre señora Beever recoja por fin el fruto del árbol que plantó hace tanto tiempo con tanto mimo y cuidado. ¡Sin duda, si ve alguna que yo no conozca, debe decírmelo con franqueza! —Lo observó con aire inocente—. ¿Ve alguna, por casualidad?
—Ninguna. Nunca he visto que el fruto de un árbol de la señora Beever no fuera dulce.
—Bien, en este caso, sea dulce o amargo, está ya a punto de caer. Ha llegado la hora que los años han señalado. Usted tiene a Paul en mucha estima...
Tony Bream continuó la frase:
—¿Y tengo a Jean en alta estima y, por lo tanto, debo respaldarlos? Entiendo lo que quiere decir. Pero ¿ha pensado, dado lo delicado del asunto, en el peligro que supone entrometerse?
—Mucho. —La inquieta visión de este peligro alteró el rostro de Rose—. Pero he pensado todavía más en la prudencia posible, en la necesidad de un tacto especial. —Tony, durante un momento, no contestó; dejó la hamaca y se puso a pasear. Los ojos inquietos de Rose lo siguieron— ¿De veras creía que lo habían dejado? —preguntó.
Tony guardó silencio; pero al final se paró en seco y, tal como formuló la pregunta, pareció regresar de una ausencia.
—¿Qué habían dejado qué cosa?
—Que la señora Beever y Paul habían abandonado la idea de lo que estamos diciendo: la idea de la unión de Paul con Jean.
Tony titubeó.
—Yo no creía nada.
Rose notó que estas palabras eran las primeras que le oía expresando una leve sombra de irritación, y fue incapaz de ocultar que sentía, en aquel momento, lo memorable de este hecho. La mirada que le dirigió Tony inmediatamente le demostró, asimismo, que él había comprendido al instante lo mucho que la afectaban. Sin embargo, Tony no hizo nada para modificar aquella impresión; se limitó a mirar al otro lado del río; después dijo con voz tranquila:
—Allí está Jean, en el puente.
Tony se había acercado al río y Rose había regresado junto a la mesa del té, desde la cual la vista del puente quedaba oculta.
—¿Ha traído a la niña? —preguntó Rose.
—No puedo verlo; podría llevarla de la mano. —Tony se aproximó y, a medida que se acercaba, dijo— ¿y de veras cree que debería hablar con ella en este momento?
—¿Antes de que vea a Paul? —Rose lo miró a los ojos; toda ella parecía inquieta—. Como quiera, puesto que no está seguro de que deba hacerlo. Lo que mejor le parezca, lo dejo a su criterio... a su honor.
—¿Mi honor? —Con un gesto brusco de la cabeza, Tony se preguntó qué demonios tenía que ver su honor con todo aquello.
Rose prosiguió sin prestarle atención.
—Mi idea es que, hable o no con ella, Jean lo acepte. Por Dios, ¡debe aceptarlo! —exclamó con pasión.
—¡Le interesa muchísimo! —exclamó Tony con una carcajada.
—Interésese usted también y todo saldrá bien. —Se observaron un minuto, durante el cual sucedieron más cosas entre ellos que en todos los años anteriores. Como resultado, Rose se desplomó desde una agotadora altura a una súbita y hermosa amabilidad—. Tony Bream, confío en usted.
Pronunció estas palabras de un modo que tuvo la capacidad de sonrojarlo, pero él contestó con tranquilidad, riendo de nuevo.
—¡Espero que así sea, querida Rose! —Después, al cabo de un momento, añadió:
—Estoy decidido a hablar.
Echó otra mirada hacia el tortuoso sendero procedente del río, pero Jean todavía no había salido de los arbustos que la ocultaban.
—Si trae a Effie, ¿se ocupará usted de ella?
—Me temo que no puedo —contestó la joven con expresión sombría.
—Por Dios, ¡se empeña en no acercarse a la niña! —exclamó Tony con un gesto de impaciencia.
En aquel momento apareció Jean sin la niña.
—¡Nunca se la quitaré a Jean! —Y Rose Armiger dio media vuelta.