Capítulo VI
En cuanto se cerró la puerta tras su anfitrión, Dennis Vidal atrajo de nuevo contra su pecho a su prometida y la estrechó con silenciosa alegría. Rose cedió suavemente y al poco se separó con mayor suavidad todavía, aunque, con ardiente firmeza, él no la soltó del todo. Su rostro duro y joven mostraba admiración, un tributo visible a lo que Rose mostraba otra vez a sus ojos desacostumbrados. Reteniéndola todavía, la cubrió con una sonrisa que marcó dos líneas nítidas pero suaves a ambos lados de unos labios secos y finos.
—Querida mía —murmuró—. Lo eres todavía más de lo que yo recordaba.
—¿Todavía más qué? —preguntó ella, abriendo mucho los ojos.
—¡Todavía más terrible! —dijo, y la besó de nuevo.
—Tú sí eres magnífico, Dennis —dijo Rose—. Pareces ridículamente joven.
Dennis se palpó con una mano delgada, fina y morena la barbilla enjuta, lampiña y también morena.
—Si pareciera tan viejo como me siento, querida muchacha, mi retrato aparecería en los periódicos ilustrados.
La había llevado hacia el sofá más cercano y, mientras se sentaba de lado, sujetando la muñeca de la que se había adueñado después de que ella soltara los dedos, Rose se recostó y lo contempló con una expresión profunda y muy suya.
—Y, sin embargo, no es que tengas un aire infantil o extraordinariamente lozano —prosiguió ella, como intentando explicarse la impresión que le causaba.
—¡Lozano! —exclamó él con feliz aire burlón; después alzó la muñeca de Rose hasta los labios y la sostuvo allí mientras ella se lo permitió, sin dejar de observarla—. Querida muchacha: esto es lo más lozano que he visto en mi vida —añadió mientras ella retiraba la mano y cruzaba los brazos.
—Estás cansado, aunque no agotado —dijo Rose con tono amable pero reflexivo—. Estás estupendamente bien, ¿sabes?
—Sí, ya sé que estoy estupendamente bien —repitió con un deje casi imperceptible de impaciencia. Después añadió:
—Durante todo este tiempo, tu voz no ha dejado de sonar en mis oídos, pero hay algo en ella que éstos, los muy estúpidos, eran incapaces de reproducir. Deja de «evaluarme» tan atentamente —rogó con una sonrisa—. Me pones nervioso haciéndome pensar en lo que puedo haber llegado a parecer.
Ambos habían dado muestras de timidez, pero la de Rose había desaparecido ya. Seguía inclinada, con los brazos cruzados; su cabeza, recostada en el sofá, conservaba, hacia el lado donde él se sentaba, el mismo gesto contemplativo y encantador.
—Pensaba que pareces tan joven como un instrumento de acero de la mejor calidad, que sigue pareciendo nuevo a pesar de lo usado que esté.
—Ah, si quieres decir que el uso me da lustre... —exclamó el joven, echándose a reír.
—La vida te ha pulido.
—¡Qué amable!
—No estoy segura de que hayas vuelto más guapo de lo que te fuiste —reflexionó Rose—, y no sé tampoco si has vuelto más rico.
—Entonces, permite que te diga de inmediato que así es —contestó Dennis rápidamente.
Rose recibió la noticia en silencio durante un minuto: se decían más cosas de las que expresaban.
—Lo que iba a decir —prosiguió Rose con voz tranquila— es que me siento muy satisfecha de mí misma al contemplar que eres... ¿cómo lo diría? Un hombre hecho y derecho.
Dennis frunció un poco el ceño a pesar de su felicidad.
—¿Satisfecha de ti? ¿Y no de mí?
—Más de mí —dijo Rose tras una ligera vacilación— porque yo fui la primera en estar segura de ti.
—¿Te refieres a antes de que yo lo estuviera de ti? ¡Si todavía no lo estoy! —declaró el joven.
Rose se sonrojó un poco, pero se echó a reír alegremente.
—¡Entonces, te llevo la delantera en todo!
Dennis, inclinado hacia Rose, con una intensa necesidad de sentir su presencia, tenía un brazo extendido sobre el respaldo del sofá y jugueteaba con la otra mano con una esquina de su vestido, a falta de algo más receptivo.
—Sigues a tanta distancia como la que acabo de recorrer —dijo él.
Dennis había bajado los ojos hacia la arruga que había dejado en el vestido, y los ojos de Rose, en aquel momento, descendieron desde su mayor estatura con una especie de llamada oculta. Cuando él volvió a levantar la vista, la llamada había desaparecido.
—¿Qué quieres decir con eso de hombre hecho y derecho? —preguntó.
—Oh, no lo que se acostumbra, sino lo que de verdad importa: un hombre por el que no es necesario inquietarse.
—¡Gracias! El hombre que no causa inquietud es el que fracasa.
—Esa es una idea horrible y egoísta —protestó Rose Armiger—. No mereces que te diga hasta qué punto tengo la sensación de que vas a triunfar.
—Bien, querida Rose —contestó Dennis—. Eso no importa, puesto que sé exactamente en qué momento lo sentiré por mí mismo.
Rose no prestó más atención al asunto y siguió adelante con la misma idea. Le pasó el brazo por los hombros con gesto de sincera camaradería. Lo atrajo contra ella y él volvió a tomarle la mano libre. Con su falta de estatura y de presencia física, la mirada alzada hacia ella, la cabeza pequeña y las mejillas lampiñas, el rostro cetrino y los ojos simples, un espectador lo habría tomado por más joven y ligero que la muchacha ancha y plena cuyo gesto lo protegía con aire tal vez un poco dominante. Sin embargo, en la visión que tenía de él, Rose encontró completa justificación para decir, en lugar de lo que él esperaba, lo que ella deseaba por ciertos motivos, aunque éstos sólo le permitieran ganar un minuto.
—No eres extraordinario, mi querido Dennis: no eres asombroso, peligroso, ni siquiera eres lo que se podría llamar distinguido. Pero tienes un no sé qué que el tiempo ha perfeccionado y que, ahora que has venido junto a mí, hace que me sienta inmensamente orgullosa de ti.
Con esto, Rose se rindió de tal manera que él pudo mostrarle del modo que quiso hasta qué punto lo había emocionado semejante declaración. El lugar en el que por fin se había encontrado con ella despertaba en él cierta curiosidad, hasta el punto de interesarse por la crisis que tenía lugar en la casa. Bajo el ala de Rose, había conocido a la señora Bream en su época de soltera; pero en su ansia de reunirse con la única mujer que le importaba, tal vez había sido menos oportuno de lo que suponía. Aunque expresó una vez más cuánto agradecía la amabilidad de aquellas personas tan bondadosas, era incapaz de ocultar lo mucho que le decepcionaba encontrar a su amiga inquieta por algo tan diferente de la alegría de su llegada.
—¿De verdad crees que esta pobre señora nos aguará la fiesta? —preguntó con cierto resentimiento.
—Dependerá de lo que nuestra fiesta exija de ella —contestó Rose—. Si me preguntas si corre peligro, te diré que creo que no: en ese caso, habría aplazado tu visita. Me atrevo a decir que hoy tenemos indicios de lo contrario. Pero ella es tan importante para mí, ya sabes cuánto, que me siento inquieta, alterada; si te parezco aturullada, que no soy la misma y no estoy toda contigo, te ruego que lo achaques simplemente a la situación de la casa.
Tenían más que decir sobre aquella situación y sobre muchos otros asuntos, ya que se encontraban cara a cara sobre las aguas profundas de todo lo acumulado y no dicho. No fueron capaces de mantener el orden y, durante cinco minutos más, se debatieron en vano en la corriente. Al principio, Dennis parecía atribulado, pues no creía que aquélla fuera una buena oportunidad; no obstante, al poco, la inspiración le hizo decir a su compañera que, al final, podían sentirse cómodos ante las dificultades pensando que por fin su felicidad había tomado forma.
—¿Nuestra felicidad? —preguntó Rose, interesadísima.
—Vaya, el fin de tanta demora.
Rose sonrió con aire condescendiente.
—Entonces, ¿vamos a salir corriendo a casamos?
—Bueno, casi; en cuanto te haya leído una carta. —Y, mientras decía esto, sacaba una libreta de notas del bolsillo.
Rose lo miró mientras él buscaba en su contenido.
—¿Qué carta?
—La mejor que he recibido en mi vida. ¿Qué habré hecho con ella?
Se puso en pie delante de Rose y siguió buscando.
—¿De tu empresa?
—De mi empresa. La recibí en la ciudad y, gracias a ella, todo será posible.
Rose esperó mientras él rebuscaba por los bolsillos; lo observaba con las manos unidas sobre el regazo.
—Sin duda, entonces me interesa oírla.
—¿Qué demonios habré hecho con ella?
Mirándola, incómodo, se palpó la chaqueta, el chaleco y otros posibles receptáculos; al cabo de un momento reparó un la proximidad del silencioso mayordomo, bien erguido en el elevado distanciamiento del criado de categoría que ha concebido la idea de deshacer el equipaje.
—¿Me permite las llaves, señor?
Dennis Vidal se iluminó y se dio una palmada en la frente.
—¡Qué tonto! ¡Si está en la maleta!
—Entonces, ¡ve a buscarla! —dijo Rose.
Mientras decía esto, vio a través de la puerta que tenía delante que Tony Bream regresaba. Rose se puso en pie y advirtió que Tony estaba agitado; éste, sin embargo, en pleno dominio de sus modales, anunció a Dennis que estaba listo para conducirlo al piso de arriba.
—Deja que lo acompañe Walker —intervino Rose—. Quiero hablar contigo.
—Así pues, ¿hará el favor de disculparme? —preguntó Tony con una sonrisa.
Dennis se excusó de nuevo por las molestias que ocasionaba y Walker lo guió fuera de la habitación. Entretanto, Rose esperó, no sólo a que quedaran fuera del alcance de la vista o el oído, sino hasta el regreso de Tony, que, con la mano sobre el hombro de Vidal, lo había acompañado hasta la puerta.
—¿Te ha traído buenas noticias? —preguntó el señor de Bounds.
—Muy buenas. Está muy bien.
El rostro congestionado de Tony dio a la carcajada con que acogió esta última frase un efecto similar al de un hombre que ha bebido.
—¿Quieres decir que te es fiel?
Rose contestaba siempre a las bromas audaces.
—¡Tanto como yo! Pero tus noticias son más importantes.
—¿Las mías? —cerró los ojos un momento pero permaneció allí mismo, rascándose la cabeza, como si quisiera dar un toque cómico a la emoción que traicionaba su actitud.
—¿Julia ha repetido esa declaración?
Tony la miró en silencio.
—Ha hecho algo mucho más extraordinario —contestó finalmente.
—¿Qué ha hecho?
Tony miró a su alrededor y después se dejó caer en una silla. Se tapó la cara con las manos.
—Debo recuperarme un poco antes de contártelo.