Capítulo XXII

Al ver a las dos personas en el jardín, Rose se dirigió hacia ellas sin vacilar, y la señora Beever, sombría y mordaz, buscando todavía alivio en la sátira, indicó a su compañero, de una manera a la vez ominosa e indiferente, que era obvio que su invitada iba ansiosamente tras él. Tony contestó con regocijo que la esperaba con fortaleza, y Rose, al llegar junto a ellos, le comunicó que, puesto que tenía algo más que decirle, se alegraba de que no hubiera abandonado el jardín como temía. La señora Beever, en ese momento, manifestó intención de hacerlo: dejaba al visitante, según dijo, en manos de Rose.

Rose sonrió con toda su gracia.

—Y yo le dejo a Paul. Acabo de estar con él.

La señora Beever dio muestras, no sólo de interés, sino de aprobación.

—¿En la biblioteca?

—En el salón. —Tras lo cual Rose indicó deliberadamente con otra observación que apreciaba la actitud que había conseguido provocar en su anfitriona—. Y la señorita Martle está en la biblioteca.—¿Y Effie? —preguntó la señora Beever.

—Naturalmente, Effie está con la señorita Martle.

Durante este breve coloquio, Tony había paseado tan inquieto como si, en lugar de sonreír a la señora de Eastmead, Rose mirara al amo de la otra casa. Se apresuró a darse la vuelta.

—Querida señora, le ruego que la trate con amabilidad.

—¿A Effie? —preguntó la señora Beever.

—A la pobre Jean.

La señora Beever, tras un instante de reflexión, se tomó la petición con humor.

—¡No sé por qué la llamas pobre! Acaba de rechazar un partido excelente, pero todavía no está en la miseria. —Y añadió, hablando con Rose:

—Me ocuparé primero de Paul.

Rose había bajado la sombrilla y clavaba la punta, como con timidez, en el césped tupido y firme.

—Si lo desea, cuando se ocupe de la señorita Martle... —Se detuvo, absorta en la contemplación de Tony.

—¿Cuándo me ocupe de la señorita Martle...? —la animó a seguir la señora Beever. El efecto aparente de aquella benevolencia fue que los ojos de la señorita Armiger se abrieron extrañamente para mirar al acompañante de ambas.

—Pues que volveré y me ocuparé yo de la niña.

La señora Beever escuchó el ofrecimiento con una precaución que hasta el momento no había caracterizado su trato con Rose.

—Se la enviaré. —Después, como si obedeciera a Tony, se dirigió a él:

—¡Sin duda, no será escena adecuada para la pobre criatura!

Se alejó decidida, con su deber blasonado en la cuadrada espalda de raso.

Tony, alarmado por los recios caracteres con que aparecía escrito, soltó una carcajada indulgente, pero incluso en aquel regocijo adivinaba la satisfacción que sentía la señora Beever al dejarle ver que valoraba con cierta complacencia lo incómodo que pudiera sentirse con Rose.

—¿Acaso se propone descuartizar a la señorita Martle poco a poco? —preguntó Tony bromeando.

—¿Lo pregunta porque, en cierto modo, teme que sea eso lo que yo me proponga hacerle a usted?

—De ninguna manera, querida Rose, después de haberme dado una muestra tan evidente de su pacifismo al cambiar de opinión...

—¿Respecto de mi relación con ese pequeño retrato y eco de su adorada madre? —interrumpió Rose—. No es una cuestión de paz, querido Tony. Me da usted la mejor oportunidad para comunicarle formalmente que se trata de una guerra.

—¿Una guerra? —preguntó con otra carcajada.

—No contra usted; me da demasiada pena.

—Entonces, ¿contra quién?

Rose vaciló.

—Contra cualquiera, contra todos los que puedan pensar que esta niña, ¡con lo pequeña que es!, les resulta inoportuna. Sí, ya sé —prosiguió—. Dirá que llego tarde y que me ha recordado hace muy poco que había rechazado su ofrecimiento de ocuparme de ella. Sólo ha pasado media hora, pero lo sucedido en este lapso lo ha cambiado todo.

Hablaba sin alteración perceptible, y Tony había advertido ya que su rostro no le permitía estimar el efecto que había producido en ella el inapropiado resultado de la influencia que él había ejercido bajo la presión de su ardor. Tony no necesitaba mucha imaginación para concebir que ese efecto se encontraba alojado en tales profundidades de la naturaleza de la pobre muchacha que no podía dar con una salida fácil o inmediata a la superficie. Nada más ver el brillo de su vestido blanco en la pradera había recordado que tendría que contar con ella; sin embargo, en aquel momento lo dominaba una esperanza viva e irracional de que, por lo menos por un instante y hasta que tuviera tiempo de saber cómo le afectaba a él aquella situación, la indudable habilidad de Rose desencadenara una revolución durante la cual él pudiera respirar. Esta esperanza de ninguna manera resolvía sus dificultades; era una esperanza que sólo las aplazaba; pero durante los últimos tiempos había vislumbrado algo —aunque todavía no sabía si en ello predominaba lo dulce o lo amargo— y estaba dispuesto a pactar casi cualquier cosa para que se le permitiera abandonarse a los primeros y rápidos latidos de reacción ante lo que era, sin duda, una impresión de perfecta belleza. Se encontraba en un estado de gélida felicidad y exaltada desesperación; y confuso y tranquilo y alarmado: dividido entre la alegría y el dolor de saber que lo que había hecho Jean Martle había sido por Tony Bream, a pesar de que él no podía hacer nada para corresponder. Que Tony Bream no pudiera casarse nunca con ella era una cuestión sencilla, pero que no pudiera aquella rara criatura le parecía algo formidable y exquisito. Sin embargo, sentía que sus nervios estaban en deuda con Rose por ser demasiado orgullosa —si era ésa la explicación— para mostrarse vulgarmente vengativa. Ella conocía su secreto, como, incluso después de que la señora Beever lo tratara tan abiertamente, él seguía denominando toscamente el motivo de su vana súplica; lo sabía mejor que antes, puesto que ahora podía leerlo a la luz más intensa del conocimiento traicionado por otra persona. Si bien no tenía motivos para esperar de ella generosidad por esa ventaja, al menos era un consuelo esperar de ella buenos modales. El pobre Tony era plenamente consciente de que necesitaba pensar en un plan de actuación, pero en cierto modo esta opresión quedaba compensada con la sensación de que también Rose lo necesitaba. Sólo le inquietaba la idea de que, ardiente y sutil como era, probablemente pensara más deprisa que él. Meditó durante un momento sobre la manifestación de estas cualidades encerradas en el anuncio que había hecho Rose de un cambio de —lo que él podría denominar— política.

—Lo que dice es encantador —contestó amablemente Tony— en la medida en que supone que pasa usted a contarse entre las amistades de mi hija. Nunca podrá recordarme sin emocionarme lo cerca que estaba de ser una hermana de su madre; y preferiría expresar el placer que esto me proporciona en lugar del desconcierto que siento ante su alusión a algunas personas cuyo interés por mi hija pudiera no ser sincero. Cuantos más amigos tenga, mejor: sean todos bienvenidos. Lo único que le pido —añadió, sonriendo— es que no se peleen por ella.

Mientras escuchaba, Rose parecía sumida en una tranquilidad casi religiosa; pero cuando contestó, su voz tenía un temblor profano que indicó a Tony cuánto le costaba aquel sacrificio en aras de las buenas maneras por el cual él le estaba tan pusilánimemente agradecido.

—Es muy amable por su parte concederme ese lugar; y permita que añada, con toda deferencia a su bondad, que también es muy inteligente por su parte, querido Tony, reconocer de modo implícito que está abierto a cualquier otro camino. Puede aceptarme como amiga de la niña o no. En cualquier caso, estoy presente para ella, presente como no lo he estado nunca.

La gratitud de Tony se redujo repentinamente y dejó un pequeño margen a la irritación.

—Claro que está presente, querida Rose, y su presencia es para todos nosotros una ventaja que, felizmente, nunca hemos olvidado ni por un instante. Pero ¿debo entender que la firme posición entre nosotros a la que alude tiene visos de permanencia?

Rose aguardó como si tuviera intención de separar escrupulosamente de su tallo la flor de ironía que había brotado de esta conversación y, mientras la inhalaba, dedicó toda la atención visible al agujerito que seguía cavando en el suelo con la punta de la sombrilla.

—Si es ésta una manera amable de preguntarme —contestó finalmente— si se aproxima el final de mi visita, tal vez la mejor satisfacción que puedo darle es comunicarle que, probablemente, me quede tanto tiempo como la señorita Martle. Lo que quería decir antes —prosiguió—, cuando decía que estoy más presente que nunca, es sólo que, mientras me quede, vigilaré. Por eso me he apresurado a comunicárselo de modo definitivo, no fuera a irse sin que nos volviéramos a ver. Le he dicho antes de entrar en la casa que confiaba en usted, no necesito recordarle para qué. Al cabo de un rato, ha venido la señora Beever y me ha dicho que la señorita Martle ha rechazado a Paul. Entonces he tenido la sensación de que, después de lo que habíamos dicho usted y yo, era justo que le dijera...

—¿Qué ya no confía en mí? —interrumpió Tony.

—No, nada de eso. No entrego mi confianza para retirarla luego. —Y aunque la hermosa cabeza de su interlocutora, ion su cara rígida y pálida, se encontraba ya a una altura considerable, pareció más hermosa y más alta cuando Rose adoptó de nuevo el aire de contemplar el error de Tony a través de la brumosa dilatación de las lágrimas—. Puesto que creo que de veras hizo todo lo que pudo en favor del señor Beever, todavía confío en usted.

Tony sonrió como si se excusara, pero también como si no pudiera por menos que sentirse desconcertado.

—Entonces, debe decirme...

—Que no confío en la señorita Martle.

—¡Pero bueno! —exclamó Tony, echándose a reír precipitadamente.

Pero Rose prosiguió con claridad y decisión.

—Eso es lo que lo ha cambiado todo: eso es lo que me ha hecho tener en cuenta, como usted ha dicho, la conciencia de que puedo ser útil o, mejor dicho, de mi obligación inequívoca. Hace media hora he averiguado cuánto la quiere usted. Ahora sé lo mucho que ella lo quiere.

Tony dejó de reír bruscamente; adoptó la expresión de un hombre para el cual una broma se ha convertido en algo serio.

—Y hallándose en posesión de este admirable conocimiento, ¿qué es lo que ve?

Rose titubeó, pero no había llegado tan lejos para estropearlo todo.

—¡Vaya! Pues que es claro interés de la persona de la que hablamos no tener demasiados miramientos con cualquier obstáculo que impida su matrimonio con usted.

Estas palabras poseían una serena lucidez que tuvieron como singular efecto dejarlo sin aliento de modo tan violento que, tras aspirar rápidamente, sintió náuseas. En la indignidad de esta sensación, arremetió contra ella.

—¿Podría decirme por qué es mayor que el suyo el claro interés de esta persona?

—¿Dado que yo lo amo a usted tanto como ella? Porque usted no me ama tanto como a ella. Ese es el motivo exacto, querido Tony Bream —contestó Rose Armiger.

Rose dio media vuelta con aire triste y noble, como si hubiera terminado con él y con la cuestión, y Tony se quedó donde ella lo había dejado, contemplando el insensato verdor que tenía a los pies y pasándose lentamente la mano por la cabeza. Sin embargo, a los pocos segundos la oyó lanzar un grito extraño y breve; al alzar la vista, la vio cara a cara, separada por la pendiente de la pradera, ante un caballero que, puesto que lo habían preparado para ello, reconoció al instante como Dennis Vidal.