Capítulo XXXII

Jean gimió entre dientes mientras corría hacia Tony.

—¡Tengo que hablar con usted, tengo que hablar con usted! Pero ¿cómo va a mirarme nunca? ¿Cómo va a perdonarme? —En un instante, él se encontró a su lado; en un segundo, tendió un puente sobre el abismo: abrió los brazos y Jean se precipitó hacia ellos. Sólo necesitaban estar frente a frente para dejarse llevar; él contestó estrechándola con fuerza; ella, vertiendo lágrimas sobre él, como si el contacto avivara la fuente. Tony la abrazó y Jean cedió con una pasión que ninguna felicidad podría haber engendrado; permanecieron abrazados en su tristeza, sin más sonido ni movimiento que sus sollozos. Pecho contra pecho, mejilla contra mejilla, sólo sabían que habían dejado de estar separados. Este largo abrazo fue el final de todos los límites y preguntas, los arrastró una riada que los llevó por encima de los años y en la que nada que no fuera la sensación y la necesidad del otro quedó en pie. Todo tenía ahora la belleza de la ternura que nunca habían expresado y que, durante un rato, incluso mientras estaban abrazados, resultó demasiado extraña y profunda para mencionarla. Pero lo extraordinario fue que, mientras Jean se desprendía de él, entre ambos no hubo sorpresa ni temor; nada más que un reconocimiento en el que todo estaba anegado y, por parte de la muchacha, la marea todavía alta de los remordimientos que la habían acosado y que, al verlo, habían hecho que se separara de los demás—. Me dicen que estoy enferma, que estoy loca —prosiguió Jean—; quieren encerrarme, darme cosas... me dicen que me acueste, que intente dormir. Pero todo esto me parece tan terrible como si lo hubiera hecho yo. Y cuando han reconocido que estaba usted aquí he tenido la sensación de que si no lo veía me volvería tan loca como dicen. Es haberla visto marchar... haberla visto marchar; eso es lo que no puedo soportar... ¡es demasiado horrible! —Siguió sollozando, delante de él, meciéndose hacia delante y hacia atrás en su pena. Jean avivaba la de él y, así, aumentaba también la suya; durante un minuto, cada uno con su dolor, se movieron como criaturas demasiado heridas para comunicarse. Pero pronto volvieron a estar cara a cara, con más intimidad, más sobreentendidos, aunque con el aire, por ambas partes y en la misma libertad de sus movimientos, de comprender el efecto de su precipitada unión, el instinto de no volver a tocarla con unas manos sin consagrar. Tony no tuvo palabras ociosas, no ofreció ningún consuelo fácil; Jean sólo conseguía que viera lo sucedido con mayor nitidez, y ambos contemplaron los hechos mientras ella se acusaba y se injuriaba—. La dejé marchar... la dejé marchar; eso es lo terrible, lo odioso. Podía habérmela llevado... haberme quedado con ella; podía haber gritado, podía haber ido a buscar ayuda. Pero ¿cómo podía yo saber o imaginar? ¿Cómo podía, el peor de mis temores...? —Se interrumpió, se estremeció y se dejó caer; permaneció sentada llorando mientras él iba y venía por la habitación—. Veo su carita en el momento en que se marchaba... Me ha mirado como si lo supiera. Se ha ido sorprendida y asustada: lo sabía... lo sabía. Me estaba mirando por última vez y ni siquiera le he dado un beso. Estaba allí sentada, a mi alcance, pero no he movido un dedo. ¡Yo estaba cerca, estaba allí...! Debe de haberme llamado aterrorizada. Pero yo no he prestado oídos... No he ido... ¡Me he limitado a entregarla para que la asesinaran! Y ahora se me castigará para siempre. La veré en aquellos brazos... en aquellos brazos.

Jean se dejó caer y se tapó la cara; su lamento ahogado y violento llenó la habitación.

Tony se detuvo delante de ella y vio ante sí todo lo que iba diciendo, todavía más impotente en su compasión.

—Ha sido el único minuto, durante todos estos años, en que te has visto obligada a fallarle. Siempre ha sido más tuya que mía.

Jean sólo era capaz de mirar a través de su ventana, azotada por la tempestad.

—Precisamente porque era suya era mía. Porque era suya yo... —Se derrumbó de nuevo; intentó controlarse; se puso en pie—. ¿Qué podía hacer? ¿No lo entiende? No podía mostrarme amable con usted.

Estaba tan expuesta, en su aflicción joven y pura, como una novia en su alegría.

Tony parecía estar evocando la historia más triste del mundo.

—No sé cómo podrías haberte mostrado más amable.

Jean, con los ojos cegados, se sorprendió.

—Yo no lo creía así, no podía ser así nunca, nunca. ¿Acaso no intenté no pensar en usted? Pero la niña era una hermosa parte de usted... una parte que podía tomar y conservar. Podía hacerla totalmente mía sin pensar ni recordar nada. Era lo único que podía hacer por usted, usted me lo permitía y ella también. De manera que yo creía que seguiría así, ¿no era ya suficiente felicidad? Pero todas estas cosas horribles... no las he sabido hasta hoy. Y aquí estaban... tan cerca de nosotros; y se han echado sobre ella y...

Se apartó en un nuevo espasmo incontenible, inarticulado y trastornado.

Deambularon en silencio, como si eso los uniera más.

—Era un ser radiante, perfecto —dijo Tony finalmente—. Aunque no hubiera sido mía, la habrías querido. —Después prosiguió, como si buscara a tientas el camino en la más profunda oscuridad—. Si no hubiera sido mía, no yacería ahí, como acabo de verla. Sin embargo, me alegro de que lo haya sido —dijo él.

—Yace allí porque yo la quería y lo manifestaba de manera tan insensata. Por eso he sido yo quien la ha matado —exclamó Jean apasionadamente.

Tony calló un rato hasta que, finalmente, dijo con voz tranquila y amable:

—La he matado yo.

Jean vagaba de un lado a otro, controlándose lentamente, e interpretó la frase como un simple tormento, similar a los que se infligía a sí misma.

—Parecemos ansiosos de cargar con la culpa.

—Me da igual lo que parezcan otros; a ti debo contártelo todo... ahora mismo. Asumo la responsabilidad de ese acto.

Jean se detuvo en seco, desconcertada.

—¿Cómo que asume...?

—Para enfrentarme a lo que pueda suceder.

El rostro de Jean se tornó ceniciento.

—¿Quiere decir con eso que se ha acusado?

—Cualquiera puede acusarme. ¿A quién es más normal acusar? ¿Qué podía ganar ella? En cambio, mi motivo es flagrante. Ahí está —dijo Tony.

Jean se tambaleó al recibir este nuevo golpe.

—¿Dirá que ha sido usted?

—Diré que he sido yo.

Su rostro envejeció de terror.

—¿Mentirá? ¿Cometerá perjurio?

—Diré que lo hice por ti.

El rostro de Jean pasó rápidamente al escarlata.

—Entonces, ¿qué diré yo?

Tony reflexionó con frialdad.

—Digas lo que digas se interpretará contra mí.

—¿Contra usted?

—Si el crimen se ha cometido por ti.

—¿Por mí? —repitió de nuevo como un eco.

—Para permitir que nos casemos.

—¿Que nos casemos? ¿Nosotros? —Jean oyó estas palabras con desolado horror.

—No tendrá la menor importancia que no lo hagamos, que no podamos hacerlo; resultará evidente que podremos. —Su sombrío razonamiento se detuvo, pero terminó la explicación—. Así salvaré... a quien deseo salvar.

Jean soltó un gemido más violento.

—¿Quiere salvarla?

—No quiero entregarla, ¿no puedes entenderlo?

—¿Yo? —La muchacha intentó dar con una negativa que no resultara demasiado repugnante—. ¡Desearía cazarla y darle muerte! ¡Quemarla viva! —La emoción de Jean se había convertido en estupefacción; las llamas de sus ojos los habían secado—. ¿Quiere decir que no debe sufrir?

—¿Quieres que lo sufra... todo?

Jean ardía con la luz de la justicia.

—Ningún sufrimiento me parecería suficiente; yo la descuartizaría miembro a miembro. ¡Eso es lo que ella ha intentado hacer conmigo!

Tony asintió con lucidez.

—Sí, eso es lo que ha intentado hacer contigo.

Pero Jean seguía lanzando chispas.

—¿Y, sin embargo, le perdona la atrocidad...?

Tony pensó un momento.

—Su condena será seguir viviendo.

—Pero ¿cómo se puede permitir que viva semejante demonio, cuando lo ha hecho delante de mis propios ojos? —Jean contempló la enorme evidencia; después se apresuró a añadir—. ¡Y el señor Vidal, su mismo enamorado, que jurará lo que sabe, lo que vio!

Tony negó con la cabeza tercamente.

—Oh, el señor Vidal.

—¡Para hacer que yo parezca un monstruo...! —exclamó Jean.

Tony la miró con expresión tan extraña que Jean se calló.

—Durante un momento, ella consiguió que pareciera posible...

—¿... Sospechar de mí? —dijo Jean, terminando la frase.

—Me puse como un loco y no estabas allí. —Con un gemido ahogado, Jean se hundió de nuevo en la silla; se tapó la cara con las manos—. Te lo estoy contando todo... te lo estoy contando todo —dijo él—. Vidal no sabe nada, no ha visto nada, no jurará nada. Se la lleva.

Jean lo miró fijamente, como si acabara de darle un golpe.

—¿Ella está aquí?

Tony pensó un momento.

—¿No lo sabías?

—¿Ha vuelto? —preguntó la muchacha, jadeando.

—¿Creías que había huido?

Jean se detuvo un instante, como un halcón suspendido sobre su presa.

—¿Dónde está?

Tony le dirigió, con un gesto grave, una mirada larga y sin reservas ante la cual ella fue calmándose poco a poco.

—Se ha ido. Deja que se marche.

Jean permaneció en silencio unos instantes.

—¿Y los demás? ¿Cómo...?

—No hay nadie más. —Un momento después, añadió—. Ella habría muerto por mí.

La pálida ira de la muchacha flameó.

—Y, por lo tanto, ¿ahora quiere usted morir por ella?

—No moriré, pero lo recordaré. —Después, mientras ella lo miraba, dijo una vez más—. Debo contártelo todo. Lo sabía... siempre lo he sabido. E hice que viniera.

—Fue usted amable con ella... Usted siempre es amable.

—No, fui más que eso. Y debería haber sido menos. —Su rostro mostró una fisura en la oscuridad—. Lo recuerdo.

Ella lo seguía, sufriendo a lo lejos.

—¿Quiere decir que le gustaba hacerlo?

—Me gustó... mientras me sentí seguro. Después tuve miedo.

—¿Miedo de qué?

—Miedo de todo. Tú no lo sabes, pero somos abismos. Yo, por lo menos, lo soy —gimió. Parecía sondear aquella profundidad—. Hay otras cosas que se remontan a tiempos lejanos.

—No me lo cuente todo —dijo Jean. Sin duda, ya tenía suficiente en qué pensar—. ¿Qué será de ella? —preguntó.

—Dios lo sabe. Se va.

—¿Y el señor Vidal se va con ella?

—El señor Vidal se va con ella.

Jean contempló la trágica imagen.

—¿Por qué todavía la quiere?

—Sí —contestó Tony Bream.

—¿Y qué va a hacer él?

—Poner toda la tierra entre ambos. Piensa en la tortura que sufrirá ella —añadió Tony.

Jean pareció intentarlo.

—¿Se refiere a lo que ha hecho?

Él se refería a otra cosa.

—A que nos ha hecho libres.

Jean protestó con toda su aflicción.

—¡Ése ha sido su triunfo... que nuestra libertad sea algo horrible!

Tony vaciló; después sus ojos distinguieron en la penumbra exterior a Paul Beever, que había aparecido en el ventanal que, en el aire cálido, seguía abierto sobre la terraza.

—Es horrible —contestó con aire grave.

Jean no había visto a Paul; sólo había oído la respuesta de Tony. Ésta conmovió de nuevo la fuente de las lágrimas y Jean volvió a romper en sollozos contenidos. Así, a ciegas, lentamente, mientras los dos hombres la miraban, salió de la habitación por la puerta por donde había entrado.