Capítulo X

No tardó en recordar que no había traído consigo el sombrero y, un instante después, que en aquellas circunstancias ni siquiera el hecho de ponérselo lo autorizaría a marcharse sin dilación de Bounds. Al mismo tiempo que advertía que la obligación contraída debía retenerlo, al menos, durante el día entero, se encontró en presencia de su anfitrión, el cual, mientras Dennis le daba la espalda, había reaparecido precipitadamente y de cuya visión del lugar se había derivado inmediatamente una pregunta.

—¿No ha vuelto la señora Beever? Julia quiere verla, ¡debe verla!

El vestíbulo entero separaba a Dennis de la muchacha con la que acababa de disfrutar de la oportunidad de reunirse, pero por el momento nada indicaba que Tony Bream, absorto en un acontecimiento más grave, percibiera algo revelador en el espacio que los separaba. Sin embargo, Tony tuvo para Dennis un efecto de recordatorio: era consecuencia de la naturaleza misma de aquel hombre que bastara con mirarlo para reconocer el valor de las apariencias, y que no pudiera aparecer en una escena, por alterada que ésta estuviera, sin restablecer con su mera presencia una armonía superficial. Su nuevo amigo lo recibió con un movimiento semejante al de colocarse ante un objeto para esconderlo, mientras Rose, por su parte, vibrando como una campana que acabaran de rozar, tenía ya preparada una respuesta.

«Ah —se dijo Dennis—, ¡Rose se preocupa por ellos!»

—No ha regresado, pero si hay prisa... —dijo Rose, recompuesta.

—Hay prisa. Alguien debe ir a buscarla.

Dennis tenía que puntualizar una cosa allí mismo y la dijo antes de que Rose contestara.

—Teniendo en cuenta sus preocupaciones, señor Bream, me avergüenza alojarme en su casa. ¿No sería mejor que me marchara al hotel?

—¿Irse de aquí? ¿Al hotel? Querido amigo, ¿está loco? —bromeó Tony amablemente, sin querer oír hablar del asunto—. No tema, puede ayudarnos en muchas cosas, aunque sólo sea a que esta joven se tranquilice.

—Ahora puede ser útil —dijo Rose, mirando a su pretendiente como si entre ambos no hubiera ni la sombra de una nube—. Los criados están comiendo, ¿te importaría ir a buscar a la señora Beever?

—¡Ah! —protestó Tony, riendo—. No debemos utilizarlo como chico de los recados.

Dennis pareció momentáneamente desconcertado y después, dada su íntima inquietud, aceptó con entusiasmo la idea de escapar de la casa y salir al aire libre.

—Deme el recado —rogó—. Deseo estirar las piernas, haré lo que sea.

—Puesto que es tan amable y está tan cerca, de acuerdo —dijo Tony—. La señora Beever es nuestra mejor amiga, es siempre amiga de nuestros amigos, y vive al otro lado del río.

—A seis minutos —precisó Rose—, por el atajo. Tráela aquí.

—El atajo —explicó Tony apremiante— va por mi jardín y cruza la verja que está junto al río.

—Al llegar al río, toma hacia la derecha y verás un pequeño puente, que es de la señora Beever —prosiguió Rose.

—Pase frente a la casa del guarda, que está vacía y cerrada, situada al otro extremo, y ya habrá llegado —dijo Tony.

—Al jardín de la señora Beever. Es precioso. Dile que se trata de la señora Bream y que es importante —añadió Rose.

—¡Mi esposa la llama en voz alta! —Tony puso la mano, con una carcajada congestionada, sobre el hombro del joven.

Dennis había escuchado con ansia mientras miraba alternativamente a sus dos acompañantes.

—¿No importa que no tenga la menor idea de quién soy?

—Lo sabe perfectamente, no seas tímido —exclamó Rose con familiaridad.

Tony le dio una gran palmada en la espalda que lo puso en camino.

—¡Incluso tiene algo especial que decirle! Siente gran interés por su relación contigo, Rose —prosiguió, dirigiéndose a ella, mientras la puerta se cerraba tras su visitante. Después, viendo en el rostro de la joven cierta impaciencia ante cualquier cosa que demorara la conversación sobre el estado de Julia, añadió unas palabras para justificar aquella alusión, acompañadas por la misma risa animada que antes había brotado de él—. La señora Beever reprueba la idea de que aplacéis por más tiempo vuestro matrimonio y cree que ya tenéis suficiente para estableceros. Afirma que vuestros medios son notablemente adecuados.

—¿Y qué sabe ella de nuestros medios? —preguntó Rose con frialdad.

—¡Sin duda, no más que yo! Pero eso no es obstáculo para ella. El deseo es padre del pensamiento. Es el resultado de la buena voluntad general hacia vosotros.

—No siente ninguna buena voluntad hacia mí. No le gusto —afirmó Rose con marcada sequedad en la que resultaba visible cierta sorpresa por la dirección que tomaba el humor de su amigo.

Tony se encontraba ya completamente fuera de sí; en realidad, lo estaban ambos, aunque Rose, por el momento, conseguía ocultar sus emociones con mayor éxito. Si bien todavía vibraba con el inmenso esfuerzo de la mañana y, especialmente, de la hora que acababa de transcurrir, lograba contenerse con firmeza y observar lo que le sucedía a su compañero. Tony se había visto en una situación que le había estimulado violentamente los nervios, de manera que su noción de la seguridad, casi de la realidad, se mezclaba con la de lo desacostumbrado. Fue precisamente la evidencia de la situación en la que él se había visto lo que ayudó a la curiosidad de la joven a mantener una actitud alerta: la superficie firme que había mostrado triunfalmente a todas las personas con las que, desde primera hora, había tenido forzosamente que encontrarse. Pero Tony no parecía tener intención de recompensar su paciencia con noticias nuevas; era como si se hubiera producido una transformación delicada y temiera mostrarse demasiado explícito. La miró asombrado ante aquella opinión sobre la señora de Eastmead.

—Querida Rose —dijo—, creo que te equivocas por completo. La señora Beever te aprecia mucho.

Rose guardó silencio, con el rostro cansado por todo el ingenio que, durante la entrevista con Dennis Vidal, había tenido que evitar y emplear.

—Mi querido Tony —contestó suavemente—, nunca he conocido a nadie con tan escasa capacidad de observación como tú. He conocido gente que tenía muy poca, que no es gran cosa. Pero tú careces de ella por completo y eso, para tu carácter, es justo lo indicado: es magnífico y perfecto.

Tony escuchó aquel comentario francamente divertido.

—¡Me gustan los golpes bien directos!

—No te gustarán tanto como a mí me gustas tú por ser como eres. La capacidad de observación es una cosa de importancia secundaria; es sólo una precaución, el refugio de los pequeños y los timoratos. Protege del ridículo y apuntala las defensas. Tú podrás hacer el ridículo, no digo que no; pero no sientes recelos, temores ni dudas; eres natural, generoso y sencillo...

—¡Y exquisita y estupendamente tonto! —atajó Tony—. ¡Natural! ¡Muchas gracias! ¡Me parece horrible la gente natural! Lo que quieres decir, aunque eres demasiado encantadora para decirlo, es que estoy tan absorto en mis intereses y sentimientos que no paro de cantarlos, como un canario en una jaula. Carecer de lo que mencionas y, sobre todo, carecer de imaginación, es no tener tacto, y no hay nada más imperdonable y más detestable. ¿A qué mejor prueba de mi egoísmo podría enfrentarme que al hecho, del que me he avergonzado inmediatamente, de que en cuanto he aparecido aquí, en mitad de un acontecimiento importante para ti, no he tenido la cortesía de hacerte ni una pregunta al respecto?

—¿Te refieres al señor Vidal? ¿Cuándo se ha ido a su habitación? Me has hecho una pregunta, pero tu conversación era mucho más interesante. —Rose aguardó unos instantes antes de añadir—, no he dejado de pensar en una cosa que has dicho. —Estas palabras ofrecían a Tony la oportunidad de referirse a la ejecución del deber que ella le había encomendado y, para que lo tuviera más presente, Rose observó— ya habrá tiempo para el señor Vidal.

—Espero sinceramente que se quede. Me ha causado una impresión buenísima —respondió Tony—. Me gusta este tipo de personas; encaja plenamente con lo que me has contado de él. Es un hombre auténtico, me gustaría que se quedara.

Rose, al oírlo, soltó una exclamación breve y confusa, y su anfitrión prosiguió.

—Te aseguro por mi honor que así es, reconozco a un hombre en cuanto lo veo. Es justo la clase de individuo que me habría gustado ser.

—¿Quieres decir con esto que no eres un hombre auténtico? —preguntó Rose.

El buen carácter de Tony, que brillaba de modo casi espléndido a través incluso de la inquietud, era siempre capaz de contestar a este tipo de preguntas con exceso principesco.

—¡Ni pizca! Me respaldan todo tipo de pequeñas apariencias y hechos fortuitos. En cambio, tu amigo tiene los pies bien puestos sobre una roca.

Esta imagen de su amigo arrancó de Rose otro sonido vago que tuvo como efecto que Tony la mirara con mayor atención. Pero no pareció imputarle ninguna duda sobre su afirmación y, al cabo de un instante, regresó, de un salto, a un asunto que, evidentemente, no deseaba abandonar.

—Debes hacer justicia a la señora Beever. Cuando alguien le disgusta no es cuestión de matices y grados. No es un enemigo subrepticio, no tarda en revelarlo.

—¿De palabra o de obra?

Tony pensó durante un momento.

—Me refiero a que explica sus motivos, es muy directa. Y estoy seguro de que nunca ha levantado un dedo contra ti.

—Tal vez no. Pero ya lo hará. Tú mismo acabas de darme la prueba.

Tony pareció perplejo.

—¿Qué prueba?

—Caramba, al contarle a Dennis que la señora Beever te ha comunicado que tiene algo especial que decirle.

Tony lo recordó, se le había olvidado ya.

—Lo que tiene que decir es lo que yo he dicho ya en nombre de todos: que espera de todo corazón que ahora nada se oponga a vuestro matrimonio.

—Bien, ¿y qué cosa sería más horrible que ésa?

—¿Más horrible? —preguntó Tony, mirándola fijamente.

—¿Qué tiene ella que ver con este matrimonio? Esta interferencia es de un gusto execrable.

El tono de voz de la muchacha era asombroso; la sorpresa de su interlocutor fue en aumento y se hizo evidente en el brillo de sus ojos y el color de sus mejillas.

—Querida Rose, ¿es que en un pequeño círculo como el nuestro no es eso una broma tolerable, un cumplido amistoso? Te apreciamos tanto...

Rose había dejado de mirarlo. Siguió hablando, como si no lo hubiera oído, con un súbito temblor en la voz: el temblor producto de una profunda agitación.

—¿Por qué da opiniones que nadie quiere ni le pide? ¿Qué sabe ella de nuestra relación o de las dificultades y misterios a los que alude? ¿No puede dejarnos en paz... ni siquiera al principio?

Incómodo, Tony sofocó una exclamación: ante él se había alzado algo inesperado. Apenas pudo tartamudear mientras seguía a Rose, que se alejaba.

—Vaya por Dios, criatura: no querrás decir que hay dificultades. Naturalmente, no es asunto nuestro... pero creíamos que todo iba bien.

Desde la distancia recorrida mientras Tony decía esto, Rose se dio media vuelta repentinamente; y al verla, él se dio un golpe en la frente con un expresivo ademán de contrición.

—¡Qué bruto soy al no haberme dado cuenta de que no eres feliz y que él...!

Se interrumpió; el rostro que se le ofrecía era el rostro convulso que no se le había ofrecido a Dennis Vidal. Rose lo fulminó con la mirada; tenía las dos manos sobre el pecho agitado y algo en su aspecto evocaba el primer impacto de un gran accidente. Lo que Tony veía, sin comprenderlo, era el último chasquido de una tensión tremenda, el final de una maravillosa calma falsa. Vio cómo ésta cedía y la interpretó mal: entendió que la pobre chica había recibido un golpe; un golpe que el control que había ejercido sobre sí misma hasta el momento hacía más conmovedor. La ausencia de Vidal era un claro indicio: la situación le pareció evidente.

—¡Ya me parecía rara esa ansiedad suya por dejarte, igual que la tuya porque se marchara! —exclamó. Meditó de nuevo y, antes de que pudiera expresar lo que pensaba, los ojos de Rose parecieron contestarle con un destello—. No te habrá traído malas noticias... No nos habrá defraudado, ¿verdad? —Tony acudió a ella, tierno y compasivo—. No querrás decir, pobre muchacha, que no se ha comportado como esperabas.

Mientras él se aproximaba, Rose se dejó caer en una silla; vertía unas lágrimas apasionadas. Se derrumbó sobre una mesita y enterró la cabeza entre los brazos. Tony, intrigado y apiadado, aguardó impotente mientras ella sollozaba. Parecía hundida bajo el agravio, temblando de dolor. Su anfitrión, que también sufría un padecimiento recurrente, apenas podía soportarlo: experimentaba la intensa necesidad de que alguien cargara con la culpa.

—No será que el señor Vidal no quiere cumplir su palabra, ¿no?

—Oh, Dios mío, Dios mío —gimió Rose Armiger.