Capítulo XX
Resultaba singular que, si bien media hora antes Tony no necesitaba que le garantizara lo que acababa de preguntarle, sin embargo, ahora que la veía definitivamente descartada, la pregunta adquiría importancia de modo tan súbito como aparece un reflejo en un espejo. Era tanta la importancia que le asustó lo que acababa de oír. Reflexionó un momento intensamente.
—¿A pesar de que sabes que defraudarás —hizo una pequeña pausa— las esperanzas de todo el mundo?
—Sé a quién defraudaré, pero debo hacerle frente. Defraudaré a mi prima Kate.
—Horriblemente —dijo Tony.
—Horriblemente.
—Y al pobre Paul, casi lo matarás del disgusto.
—No, al pobre Paul no, señor Bream; en absoluto al pobre Paul —dijo Jean. Hablaba sin el menor indicio de desafío o el más leve timbre de arrogancia, como si sólo la guiaran la veracidad y la lucidez, puesto que se le había presentado una oportunidad que no había buscado—. Sé muy bien lo que siente el pobre Paul. El pobre Paul está bien —declaró sonriendo.
A Tony le pareció que hablaba y lo miraba con una sinceridad tan destilada de algo muy profundo que sería del peor gusto intentar refutar sus palabras. Buscó otro recurso, pero era consciente de que sin mucho talento.
—Decepcionarás mucho a tu familia.
—Sí, a mi madre y a mi abuela; a ambas les gustaría que me casara con él. Pero nunca les prometí nada.
Tony permaneció un rato en silencio.
—¿Y a la señora Beever? ¿Tampoco a ella?
—¿Si le prometí algo? Nunca. Sé lo mucho que lo deseaba, pero nada más.
—Ah, eso es mucho —dijo Tony—. Y si, sabiendo lo mucho que lo deseaba, has vuelto una y otra vez, ¿no equivalía tu actitud a una promesa?
Jean meditó.
—No volveré nunca más.
—¡Ah, querida niña, qué manera de tratarnos! —exclamó su amigo.
Jean no hizo caso y se limitó a proseguir.
—Hace unos meses, la última vez que vine, se me pidió algún tipo de garantía. Pero incluso entonces me resistí.
—¿Y has persistido en esa intención?
Ahora que le formulaba estas preguntas, Tony había adoptado una actitud muy seria, pero ella contestó con una prontitud de una indulgencia conmovedora.
—He persistido sin ninguna intención. Me he limitado a esperar para ver, sentir, juzgar. Me parecía que lo más importante era asegurarme de que no me comportaba con Paul de modo injusto y no lo he hecho, no soy injusta. Él nunca podrá decir que lo he sido y estoy segura de que no lo hará. Me habría gustado llegar a ser su esposa, pero no puedo.
—Sin embargo, has alimentado esperanzas. ¿No crees que deberías pensarlo un poco más? —dijo Tony. Su desazón, aguda como una punzada, se hizo tan intensa que empezó a perder de vista lo importante que era ocultarla; y prosiguió, incluso cuando los ojos de Jean demostraron que no la había escondido—. Si no has tenido esa intención, has tenido entonces la contraria. Por lo tanto, algo te ha hecho cambiar.
Jean vaciló.
—Todo me ha hecho cambiar.
—Bien —dijo Tony con una sonrisa tan tensa que incluso a él le pareció lamentable—. He dicho que has defraudado las esperanzas de otros, pero supongo que no sirve de nada que intente hablarte de la decepción que me causa a mí. Vistas las circunstancias, no te importará mucho.
Jean titubeó de nuevo. Tony advirtió su palidez.
—¿Debo entender que de veras desea mi matrimonio? —Si todavía no se hubiera producido en él la revelación de la fuerza con que lo deseaba, el profundo misterio de la belleza de Jean en aquel momento de crisis se lo habría hecho pensar al instante: un espectáculo en el cual se perdió hasta tal punto que no encontró palabras para contestarle hasta que ella habló de nuevo—. ¿Debo entender que me lo pide, literalmente?
—Te lo pido, te lo pido —insistió Tony Bream.
Se quedaron mirándose, como una pareja que mientras anda sobre un lago helado oye de repente un gran crujido.
—¿Y con qué motivos?
—Te contaré mis motivos cuando tú me cuentes los tuyos para haber cambiado.
—Yo no he cambiado —dijo Jean.
Los ojos de uno y otro parecían indisolublemente unidos. Momentos antes, Tony había estado mirando de la misma manera los de otra mujer, pero en aquel momento advirtió la exquisita diferencia de aquéllos con los de Jean. Movió la cabeza con toda la tristeza y toda la ternura que creyó poder permitirse una sola y única vez.
—Has cambiado, has cambiado.
Jean se rindió.
—¿Preferiría que no volviera nunca?
—Desde luego. Pero volverás —dijo Tony.
Jean apartó por fin los ojos de Tony y los volvió hacia el lugar donde no había conocido más que emociones permitidas y declaradas, y de nuevo pareció rendirse ante la formidable verdad.
—¿Entonces cree que debería volver? ¿Diferente?
La ternura de Tony estalló en una sonrisa.
—Tan diferente como sea posible. Tan diferente que ésa sea toda la diferencia —añadió.
Mientras miraba hacia otro lado, Jean pareció meditar atentamente a cuánto equivaldría ese «todo».
—Por ahí viene —fue, no obstante, lo que dijo.
Paul Beever apareció recién vestido, e incluso a cierta distancia se percibían, desde la corbata hasta las botas, las exigencias que, a su parecer, requería la ocasión. Adornada como, sin duda, no había estado nunca, su figura grande y anodina se movía solemnemente por el césped.
—¡Quédate con él, quédate con él! —dijo Tony Bream.
Jean, intensamente seria pero dueña de su agitación, le dirigió una mirada más, una mirada tan infinitamente pacífica que, cuando Tony se alejó de ella mientras Paul se acercaba, tuvo la sensación de marcharse con una señal de que aceptaba su solución. La luz que iluminaba el rostro de Jean era la luz de la compasión que sentía por Paul, ¿y qué era la compasión sino el indicio de un alivio, de una promesa? Esto lo llevó a caminar hacia el río con un paso acelerado hasta el punto de ser exultante; tanto más cuanto que, mientras los ojos de la muchacha lo seguían, no pudo ver en ellos la trágica inteligencia que él mismo había despertado, su percepción —a partir del propio ritmo de unos andares relajados que ella había contemplado tantas veces— de que él creía que una confesión virtual como aquélla no sería excesiva recompensa por el esfuerzo que le había pedido.
Paul Beever tenía en la mano la cajita de tafilete, pero su mirada también descansaba, hasta que desapareció, en la espalda derecha y cadenciosa de Tony.
—Lo he echado —dijo.
—Ya era hora —contestó Jean—. Effie, que no estaba lista cuando yo he ido, tiene que venir de una vez.
A continuación, sin simular ni por un momento que no lo veía, miró directamente el pequeño objeto que traía Paul.
Al observar la atención que le dedicaba, Paul también bajó la vista mientras le daba vueltas con las manos, una y otra vez, aparentemente indeciso sobre si debía entregárselo abierto o cerrado.
—Espero que no seas tan indiferente como Effie a la linda tontería con la que he pensado que me gustaría celebrar tu cumpleaños. —Paul decidió abrir el estuche y se lo tendió con la tapa levantada—. Sería un gran placer para mí que me hicieras el favor de aceptar este pequeño adorno.
Jean lo cogió y pareció examinarlo durante un momento.
—¡Oh, Paul, Paul!—Su protesta era tan tibia como una caricia con el dorso de la mano.
—Me ha parecido que te gustaría la piedra —dijo.
—Es una piedra poco frecuente y perfecta, es magnífica.
—Bueno, la señorita Armiger me dijo que la apreciarías. —El tono de Paul tenía una nota de inquietud disipada.
Con el estuche todavía abierto, su acompañante lo miró un momento.
—¿Tuvo la amabilidad de elegirla?
Paul tartamudeó, ligeramente sonrojado.
—No, fuimos mamá y yo. Viajamos a Londres; allí hicimos diseñar y fabricar la montura. Tardaron dos meses. Pero se lo enseñé a la señorita Armiger y me dijo que serías capaz de distinguir cualquier defecto que tuviera.
—Quieres decir —preguntó la chica con una sonrisa— que, si ella no te lo hubiera dicho, ¿habrías intentado regalarme una peor?
Paul seguía con aire muy grave.
—Sabes muy bien lo que quiero decir.
Sin volver a mirar el contenido del estuche, Jean lo cerró suavemente y lo conservó en la mano.
—Sí, Paul, sé muy bien lo que quieres decir. —Jean miró a su alrededor; después, como si la vieja familiaridad se hubiera renovado y suavizado, añadió:
—Ven a sentarte conmigo.
Jean se dirigió hacia un banco de jardín que se encontraba a cierta distancia de la mesa de té de la señora Beever, un viejo banco de madera verde que constituía un rasgo perenne del lugar.
—Si la señorita Armiger me considera un buen juez —dijo Jean mientras caminaban— es, según creo, porque lo sabe todo: aunque yo sé algo mejor que ella. —Se sentó, miró hacia arriba y le tendió la mano libre con aire de camaradería y confianza. Paul dejó que le tomará la suya durante un minuto—. Sé cómo eres. —Jean tiró de Paul y él le soltó la mano; tras lo cual, ésta regresó a la cajita que, con la ayuda de la otra mano, sujetaba con fuerza y nerviosismo—. No puedo aceptar el regalo. Es imposible —dijo ella.
Paul estaba sentado, inclinado hacia delante con los grandes puños rojos sobre las rodillas.
—¿Ni como regalo de cumpleaños?
—Es un regalo demasiado espléndido y demasiado precioso. ¿Y cómo voy a aceptarlo en calidad de regalo de cumpleaños, si no se trata de eso? ¿Cómo puedo aceptar tanto, Paul, cuando te doy tan poco? Representa mucho más que lo que es, mil cosas más que no tengo derecho a hacerte pensar que puedo aceptar. No puedo fingir ignorancia, debo ayudarte. Deseo con todas mis fuerzas que nuestra relación siga siendo buena, sin una ruptura ni una nube. Lo será, será una relación hermosa. Sólo tenemos que ser sinceros. Ya lo es: lo veo en la amabilidad con que me escuchas. Si no me hubieras dicho que querías hablar conmigo, te lo habría dicho yo. Hace seis meses te prometí que te contestaría y ha llegado el momento.
—Ha llegado el momento, pero no me digas nada hasta que me hayas dado una oportunidad —dijo Paul. Había escuchado sin mirarla, con los pequeños ojos clavados con intensidad en el objeto más lejano que podían percibir—. Deseo con todas mis fuerzas gustarte, conseguir que me veas con buenos ojos. Pon cualquier condición, la que quieras, y te diré que sí de antemano. Y si deseas alguna cosa que pueda yo ofrecerte, considérala ofrecida con todo mi corazón. Lo sabes todo, todo lo entiendes; pero permite que te repita lo que soy, lo que tengo, todo lo que puedo ser o hacer...
Jean apoyó una mano en el brazo de Paul para ayudarlo, no para acallarlo.
—Paul, Paul... ¡eres un encanto! —Lo rozó con la pluma de su tacto, pero él se sonrojó y siguió apartando su gran rostro, como si fuera consciente de que el momento de una declaración no era el más indicado para aventurarse a mostrarlo—. ¡Eres todo un caballero! —prosiguió Jean; en esta ocasión, el temblor de su voz hizo que él se volviera.
—Deseaba decirte cosas bonitas como ésa —dijo Paul.
Estaba tan acostumbrado a ver cómo su interlocutor se echaba a reír de repente, en cualquier conversación, que su mirada de benevolencia abarcó incluso el aire de diversión de Jean ante aquellas palabras.
Ella le sonrió; le dio unas palmaditas en el brazo.
—Has dicho mucho más de lo necesario. Quisiera... quisiera tanto que fueras feliz y todo te fuera bien...
Y su risa, con un sollozo ambiguo, se transformó de repente en una explosión de llanto.
Recuperó la calma, pero había conseguido llenar de lágrimas los ojos de Paul.
—Oh, qué más da. Así pues, debo entender que tú nunca, nunca...
—Nunca, nunca.
Paul exhaló un suspiro largo, muy largo.
—¿Sabías que todo el mundo pensaba que querrías?
—Sí, claro que lo sabía, por eso me alegro de esta conversación. Teníamos que haber hablado antes. Supongo que tú pensabas que yo querría...
—¡Oh, sí! —exclamó Paul ingenuamente.
Jean rió de nuevo mientras se secaba los ojos.
—Por eso digo que eres un encanto. Debías responder a mis posibles expectativas.
—¡Oh, sí! —repitió.
—E ibas a responder como un caballero. Yo podría... pero no importa. Has arriesgado toda tu vida, has sido muy generoso. —Jean se puso en pie—. Y ahora, para que todo sea perfecto, quédate con esto.
Le puso la cajita de tafilete en la mano sumisa, y Paul, sin moverse de su asiento, la miró y empezó a darle vueltas de manera mecánica. Inconsciente y pensativo, la lanzó un poco al aire y volvió a atraparla. Después se puso también de pie.
—Se enfadarán muchísimo con nosotros.
—¿Con nosotros? Conmigo, naturalmente. Pero ¿por qué contigo?
—Por no haberte conmovido.
—Me has conmovido inmensamente. ¡Y delante de mí que nadie se atreva a hablar mal de ti!
—Oh, qué más da —repitió Paul.
—Nada importa, si seguimos como hasta ahora. Somos mejores amigos que nunca. ¡Y somos felices! —anunció Jean, triunfante.
Paul la miró con profundo abatimiento, con paciente envidia.
—¡Lo serás tú!
Después, sus ojos siguieron la dirección que tomaba en aquel momento la atención de Jean: vio a Tony Bream que subía por la cuesta con la niña de la mano. Jean bajó al instante a recibir a la niña y Paul se alejó con rostro grave mientras lanzaba al aire, en un impulso, el estuche que contenía el regalo que ella había rechazado.