Capítulo V
Tres minutos más tarde, Tony Bream formuló la pregunta a su otra invitada.
—¿Es cierto que sabes lo que me ha dicho Julia hace un rato, cuando ha echado a todo el mundo de la habitación para hablar conmigo?
Rose titubeó.
—¿La señora Beever te ha contado lo que le he dicho? Sí, probablemente lo sé. —Rose aguardó un poco de nuevo—. La pobrecilla te ha anunciado que está convencida de que se muere. —Después, al ver la expresión con que él acogía esta certeza, añadió:
—¡No necesitaba tener demasiada agudeza para adivinarlo!
Él había palidecido perceptiblemente: aquello cambiaba las cosas; confería mayor importancia a aquel absurdo el hecho de que se encontrara ya en otros oídos.
—¿Julia te lo ha dicho?
Rose le dedicó una sonrisa compasiva.
—Me ha hecho ese honor.
—¿Hoy?
—Hoy... y en otra ocasión anterior.
Tony estaba tan sorprendido que parecía bobo.
—¿Ayer?
Rose vaciló de nuevo.
—No, antes de que naciera vuestra hija, poco después de que yo llegara.
—Entonces, ¿lleva tiempo convencida?
—Sí —contestó Rose, con la serenidad que otorga una mayor sensatez—; ése era el bonito plan que tenía previsto. Lo llamaba presentimiento, idea fija.
Tony escuchó con el ceño fruncido.
—¿Y cómo es que no me lo habías contado?
—¿A ti? ¿Y por qué iba a hacerlo, si ella no lo te lo contaba? Lo interpreté como lo que era: un resultado inevitable, pero poco importante, de la depresión nerviosa producida por la visita de su madrastra.
Tony crispó las manos, metidas en los bolsillos de los pantalones.
—¡Maldita visita de la madrastra!
—¡Yo también la maldije!
—¡Y maldita madrastra! —añadió el joven, enfadado.
—¡Silencio! —dijo la muchacha con voz tranquilizadora— ¡No debemos maldecir a nuestros parientes delante del médico!
El doctor Ramage acababa de regresar de la habitación de la paciente y Rose le explicó que traerían enseguida el medicamento que había ido a encargar.
—Muchas gracias, pero ya lo recogeré yo. Tengo que irme corriendo a ver a otro paciente. —Tendió la mano a Tony—. Todo está tranquilo —añadió, señalando con la cabeza la habitación que acababa de abandonar.
Tony, agradecido, le estrechó la mano y lo retuvo.
—¿Y a qué se ha debido ese timbrazo?
—La enfermera se ha puesto nerviosa: me avergüenzo por ella.
—Entonces, ¿por qué se ha quedado tanto rato?
—Porque he estado hablando muy en serio con su esposa. Quiere que vuelva usted a subir.
Tony le soltó la mano con impaciencia.
—¡Voy ahora mismo!
El médico alzó la extremidad liberada.
—Dentro de un cuarto de hora, pero no antes. Le concedo cinco minutos, aunque a regañadientes.
—Quizá después Julia se encuentre mejor —señaló Rose.
—Por eso mismo cedo. Sea prudente: la enfermera controlará el tiempo que se quede —dijo el médico a Tony.
—Muchas gracias. ¿Cuándo volverá usted?
—En cuanto esté libre.
Cuando se marchó, Tony se quedó inmóvil con aire sombrío.
—Lo que quiere es decírmelo otra vez.
—Bueno —contestó Rose—, cuanto más lo dice, menos cierto es. No es ella quien lo decide.
—No —contestó Tony con aire meditabundo—. No depende de ella, pero tampoco de ti ni de mí —añadió enseguida.
—Ni siquiera del doctor —señaló Rose con deliberada ironía.
Su compañero posó en ella unos ojos inquietos.
—Y, sin embargo, está tan preocupado como si de él dependiera.
Rose protestó ante esta imputación con una palabra a la que él no prestó atención.
—Si algo le sucediera, ¿qué sería de mí? —dijo Tony, y sus ojos parecieron ir tan lejos como su pensamiento.
La muchacha bajó la vista con aire grave.
—Los hombres han soportado cosas similares.
—Cuando no son imaginarias, muy mal. —Pareció perderse en el esfuerzo de abarcar lo peor, de pensar en ello—. ¿Qué haría? ¿A quién recurriría?
Rose guardó silencio.
—No lo sé. ¡Me pides demasiado! —contestó luego con un suspiro impotente.
—¡No me digas eso en un momento en que no sé si tendré que pedirte todavía más!
Esta exclamación hizo que Rose lo mirara a los ojos con una expresión en los suyos que, de no haber estado pensando en otra cosa, lo habría sorprendido.
—A ti puedo decírtelo, Rose: quiero a Julia más de lo que puedo expresar.
Ella lo miró con una expresión muy receptiva.
—Precisamente, por el afecto que sientes por ella, yo te he dado el mío. —Rose agitó la cabeza y pareció repartir, como una copa que desbordara, su generosa alegría—. Pero tranquilízate. No es posible que la hayamos querido tanto sólo para perderla.
—¡Claro que no, qué demonios! —contestó Tony—. Y esta conversación es una nota falsa en mitad de una alegría como la tuya.
—¿Cómo la mía? —preguntó Rose con aire despistado.
Su compañero percibía ya el aspecto divertido del momento.
—¡Espero que no pienses mirar así al señor Vidal!
—Ah, el señor Vidal —murmuró Rose con aire ambiguo.
—¿No te alegrarás de verlo?
—Muchísimo. Pero... ¿cómo diría...? —Rose pensó durante unos instantes y prosiguió como si hubiera encontrado respuesta a su pregunta en la inteligencia excepcional de Tony y en la cómoda intimidad que compartían—. Hay alegrías y alegrías. Este no es el sueño de amor de juventud; es más bien una historia vieja y bastante triste. Hemos sufrido y esperado: estamos familiarizados con la pena. Hemos recorrido juntos un camino penoso.
—Ya sé que habéis soportado una terrible carga, pero ¿no se ha terminado ya?
—Eso es precisamente lo que él va a resolver —contestó Rose tras una vacilación.
—Espero que para bien. ¡Aquí está!
Mientras Tony hablaba, el mayordomo había abierto las puertas acristaladas. Ahí estaba el joven procedente de la China: un hombre bajo y enjuto de rostro terso, vestido con una chaqueta cruzada de color azul marino.
—El señor Vidal —anunció el mayordomo antes de retirarse, mientras el visitante, tras entrar rápidamente, vacilaba con timidez al ver a su anfitrión. Sin embargo, la pausa duró apenas lo suficiente para permitir que Rose la salvara con la gracia más espontánea y juvenil; y la súbita sensación de Tony de estar de más en aquel encuentro no le impidió percibir el gesto encantador de Rose, su dulce «¡Dennis, Dennis!», el temblor de los ligeros brazos, la cabeza tiernamente ladeada y el gesto breve y tranquilo con que abrazó a su prometido. Tony se sintió tan feliz como ellos por el placer de haberlos ayudado, y manifestó la calidez de éste adelantándose a estrechar la mano del viajero. Atajó sus tímidas muestras de agradecimiento: estaba encantado y, tras comunicarle que volvería enseguida para enseñarle su dormitorio, se marchó de nuevo con la pobre Julia.