Capítulo IV
Cuando se encontró a solas con la señora de Eastmead, el doctor Ramage examinó su reloj con aire algo ausente.
—Nuestra joven amiga está demasiado nerviosa.
La señora Beever volvió la mirada hacia el lugar por donde había desaparecido Rose.
—¿Se refiere a esta joven?
—Me refiero a la querida esposa de Tony.
—Lo mismo puede decirse de la señorita Armiger; está tan inquieta como un guisante en una sartén. En cuanto a Julia —prosiguió la señora Beever—, nunca ha sido capaz de contenerse.
—Precisamente: necesita que alguien la contenga. Bien, afortunadamente, tiene a Tony para ello.
—Entonces, ¿él no pasa por uno de sus «estados»?
—No entiendo bien a Tony —contestó el doctor Ramage tras una ligera vacilación—. Parece tener cincuenta cosas a la vez en la cabeza.
La señora Beever observó detenidamente al médico.
—¿No ha sido siempre así? Aunque esta mañana he recibido una nota suya llena de optimismo.
Los ojillos del doctor Ramage no dejaban entrever más de lo que él quería.
—Bueno, pase lo que pase, eso siempre lo tendrá.
Al oírlo, la señora Beever se levantó de un brinco.
—Robert Ramage —preguntó impaciente—, ¿qué le va a pasar a este chico?
Antes de que el médico tuviera tiempo de contestar, se oyó un sonido repentino que tuvo el extraño efecto de parecer una respuesta a la pregunta y los sobresaltó a ambos. Se trataba de la vibración cercana, procedente de la habitación de la señora Bream, de uno de los sonoros y elegantes timbres eléctricos que, para la señora Beever, eran el mismísimo acento de la novedad de Bounds. Aguardaron un instante.
—Es para la enfermera —explicó el médico con calma.
—¿No es para usted?
El timbre sonó de nuevo mientras ella hablaba.
—Es para la enfermera —repitió el doctor Ramage; sin embargo, se acercó hacia la puerta por la que había entrado. Se detuvo de nuevo para escuchar; al cabo de un momento la puerta se abrió de golpe y dio paso a un hombre joven, alto, apuesto y vestido para ir a la iglesia con un traje fresco y una gran orquídea prendida en el ojal—. ¿Ha llamado a la enfermera? —preguntó el médico inmediatamente.
El joven se quedó mirando alternativamente a sus amigos.
—Está allí, todo va bien. Pero, ah, queridos... —dijo, pasándose la mano, con el enérgico gesto de borrar una imagen, por un rostro cuyo resplandor esencial resultaba visible incluso a través de la inquietud.
—¿Cómo está ahora Julia?
—Mucho más tranquila, me ha dicho, por haber hablado.
—¿Por haber hablado de qué, Tony?
—De todo lo inconcebible y condenable que se le ocurre.
—Si no hubiera sabido que era eso lo que quería —dijo el doctor—, no le habría dado la oportunidad.
Los ojos de la señora Beever sondearon a su colega del banco.
—Estás inquieto, muchacho. Pasas por uno de tus peores «estados». Te ha sucedido algo doloroso.
Tony Bream no prestó atención al comentario; la dedicaba toda al otro visitante que, de pie con una mano en la puerta del vestíbulo y en la otra un reloj abierto, contemplaba éste tranquilamente.
—Ramage —exclamó el joven de repente—, ¿me oculta algo? ¿Julia corre algún peligro?
El rostro pequeño y pulcro del médico pareció redondearse cordialmente.
—¿Se refiere a que nuestra querida señora está convencida de que su última hora está al llegar?
—Tanto es así que si los echó a usted y a la enfermera, si hizo que me arrodillara junto a la cama y le tomara ambas manos, ¿qué cree que quería decirme?
El doctor Ramage esbozó una amplia sonrisa.
—Pues que va a morir en la flor de la vida. ¡He pasado por eso tantas veces! —dijo dirigiéndose a la señora Beever.
—Eso fue antes, ahora ya no —añadió la dama con lucidez—. Ha tenido oportunidad de morir, pero ahora ya es demasiado tarde.
—Doctor —preguntó Tony Bream—, ¿va a morir mi esposa?
Su amigo vaciló un momento.
—Cuando el único síntoma de esta tendencia que muestra una dama es la encantadora volubilidad con que reflexiona sobre el tema, no es suficiente.
—Ella dice que lo sabe —insistió Tony—. Pero seguro que usted lo sabe mejor que ella, ¿verdad?
—Yo sé todo lo que se puede saber. Sé que, en ciertas condiciones, tras esa inevitable declaración, algunas madres jóvenes y bonitas se dan media vuelta y se duermen tranquilamente.
—Eso es exactamente lo que la enfermera debe convencerla de que haga —dijo Tony.
—Eso es exactamente lo que está haciendo.
Apenas había dicho esto el doctor Ramage cuando el nombre de la señora Bream sonó por tercera vez.
—¡Disculpen! —añadió con aire imperturbable—. La enfermera me llama.
—¿Y no me llama a mí? —exclamó Tony.
—Ni por asomo —dijo el médico, alzando la mano con autoridad instantánea—. ¡Quédese donde está! —añadió, tras lo cual salió y se encaminó a la habitación de su paciente.
Si la señora Beever se apresuraba a sacar a colación su teoría de que el joven banquero estaba sujeto a «estados de agitación», esta costumbre, que él toleraba de modo admirable, se basaba en la percepción de una característica que habría vislumbrado incluso un visitante ocasional. Una mujer aún más ingeniosa que la señora Beever, a la cual él había conocido en el umbral de la vida, le explicó en una ocasión cierto incidente con las siguientes palabras: «La razón es que eres tan exagerado...». No pretendía decir que tuviera tendencia a ir más allá de la verdad; sino expresar cierta cualidad de exceso pasivo que caracterizaba al hombre y que, para un ojo atento, empezaba en las corbatas y terminaba en la entonación. Bastaba verlo para advertir al instante que poseía un cúmulo de dones que se presentaban como tales precisamente porque cada uno de ellos rebasaba ligeramente la medida razonable. Lo único que sabía él de estos dones era que era capaz de hacer cosas y que, por así decirlo, se había encontrado hecho, no había tenido necesidad de hacerse a sí mismo. Llevaba trajes una pizca demasiado buenos, de color una pizca demasiado intenso, tenía un bigote una pizca demasiado largo, una voz una pizca demasiado sonora, una sonrisa una pizca demasiado alegre. Sus movimientos, sus modales, su tono, eran respectivamente demasiado libres, demasiado naturales, demasiado familiares; en definitiva, resultaba una pizca demasiado evidente que era un joven muy guapo, feliz, inteligente, activo y ambiciosamente local. Pero el resultado de todo eso era una presencia próxima, el aire de que llevaba una vida sin restricciones, inconsciente, inmediata, de que hacía lo que le gustaba y de que le gustaba complacer. Desde el punto de vista de la señora Beever, uno de estos «estados de agitación» consistía en comportarse de nuevo como un niño, y el principal indicio era que decía tonterías. Sin ser ejemplo de esta tendencia, notó, como si lo fuera, que en cuanto el médico salió de la habitación le preguntó si no había traído consigo a aquella muchacha tan tremendamente bonita.
—Ha estado aquí, pero la he enviado a casa —contestó la visitante. Después añadió—, ¿te parece tremendamente bonita?
—Hermosa como un sol. Me pareció cautivadora.
—Sólo es una niña: haz el favor de no demostrárselo —espetó la señora Beever.
Tony Bream le dirigió una de sus miradas vivarachas; después, con presteza aún más vivaracha, contestó:
—Ya la entiendo: ¡claro que no lo haré! —declaró. Y como si lo hubiera meditado de modo franco y responsable, añadió:
—¿Sería mostrar excesivo interés esperar que regrese para el almuerzo?
—Por supuesto que sí, si Julia está tan abatida.
—Sería excesivo para Julia, no para ella —replicó Tony con su sonrisa aturullada—. Pero Julia sabe de su existencia, espera que venga y quiere que todo siga de la mejor manera, como siempre. —Se pasó la mano por los ojos de nuevo y, como si advirtiera que su tono exigía alguna explicación, añadió:
—Es precisamente porque Julia está tan abatida, ¿no lo entiende? Esto no hay hombre que lo aguante.
La señora Beever habló tras una pausa durante la cual su compañero deambuló con cierta agitación.
—Se trata tan sólo de una fluctuación accidental: puedes confiar en Ramage.
—¡Sí, gracias a Dios, puedo confiar en Ramage!
Tony Bream poseía el tono de voz de un hombre por naturaleza abierto a la sugestión y, al instante siguiente, fue capaz de cambiar a otro tema más alegre.
—Por cierto, ¿tiene idea de dónde está Rose?
Una vez más la señora Beever tomó nota y aguardó un poco antes de contestar.
—¿La llamas «Rose»?
—Sí, claro... cuando hablo con Julia. Y cuando hablo con ella —añadió, como si no lo recordara con exactitud—. ¿De veras? Sí, creo que debo hacerlo.
—Pues se hace lo que se debe —dijo la señora Beever secamente—. Así pues, Rose ha ido a la farmacia con un recado del médico.
—¡Qué amable! —exclamó Tony—. Es un gran consuelo.
La señora Beever no manifestó su opinión respecto de ese punto, si bien su pregunta siguiente siguió el mismo hilo de pensamiento.
—¿Quién es ese joven que viene hoy y que piensa casarse con ella?
—Un muchacho estupendo, según creo. Y en plena «ascensión»: está empleado en alguna empresa oriental.
—¿Y por qué no ha venido antes?
—Porque ha estado en Hong Kong o en algún sitio parecido, intentando conseguir unos buenos ingresos. Es «pobre pero pujante», como dice ella. No tienen otros medios que las doscientas libras de Rose.
—¿Doscientas libras anuales? ¡Es suficiente para ellos! —opinó la señora Beever.
—Entonces, ¡dígaselo a él! —dijo Tony con una carcajada.
—¡Espero que me apoyes! —contestó ella; tras eso, antes de que él tuviera tiempo de hablar, añadió sin que viniera a cuento—. ¿Cómo es que sabía lo que Julia quería decirte?
Tony, sorprendido, pareció despistado.
—¿Hace un momento? ¿Lo sabe? No tenía la menor idea. —En aquel instante, Rose apareció tras las puertas acristaladas del vestíbulo y él añadió:
—Aquí está.
—Entonces, puedes preguntárselo.
—Sin duda —dijo Tony.
Pero cuando la muchacha entró, él se limitó a saludarla con una palabra alegre de agradecimiento por el favor que acababa de hacerle, de manera que la señora de Eastmead, tras esperar un minuto, optó por dar por hecho, con cierto rigor visible, que podría tener algún motivo para formular la pregunta sin testigos. Se despidió temporalmente y mencionó las visitas que tenía en casa, a las que no debía olvidar.
—Entonces, ¿no piensa volver? —preguntó él.
—Sí, dentro de un par de horas.
—¿Y traerá consigo a esa señorita Comosellame?
Como la señora Beever no contestaba, Rose Armiger añadió:
—Sí, traiga a la señorita Comosellame.
La señora Beever, sin asentir, llegó hasta la puerta, que Tony le había abierto. Allí se detuvo tiempo suficiente para que le llegara el resto de la frase de su interlocutora.
—Me encanta la ropa que lleva.
—¡Me encanta el pelo que tiene! —exclamó Tony, riendo.
La señora Beever los miró, primero a uno, luego a otro.
—¿No les parece que ya tienen suficiente con esta situación?
Y se marchó con la firme decisión de regresar sin compañía.