Capítulo XIX
Tony se dirigió hacia la mensajera, la cual, al ver que Rose parecía irse del jardín, la llamó con insistencia.
—Señorita Armiger, por favor, ¿podría ir a buscar a Effie? Todavía no estaba lista —explicó mientras subía por la cuesta con su amigo—. Y como había prometido a Paul que hablaría con él, no me he atrevido a esperar.
—Paul no está aquí, como puedes ver —dijo Tony—. Es él quien, con muy poca galantería, te hace esperar. No importa; esperarás conmigo.
Llegaron hasta donde se encontraba Rose y Tony la miró.
—¿Irá a buscar a la niña, como pide nuestra amiga? ¿O se trata de un acto incompatible con sus misteriosos principios?
—Le ruego que me perdone —dijo Rose dirigiéndose directamente a Jean—, pero tengo que ir a la casa a escribir una carta. Ahora o nunca... debe llegar a tiempo al correo.
—Entonces, no permita que la entretengamos —contestó Tony—. Ya iré yo en cuanto Paul regrese.
—Se lo mando ahora mismo.
Tony la siguió con los ojos, y luego exclamó:
—¡Por Dios, es como si no pudiera confiar en sí misma...!
Esta observación, que interrumpió a medias, terminó con un chasquido de dedos mientras Jean Martle se sorprendía.
—¿Para qué?
—¡Para nada! —exclamó Tony tras una vacilación— ¿Está bien la niña?
—Perfectamente. Pero la gran Gorham ha decidido que debe cenar lo de siempre antes de venir y, con cintas y volantes cubiertos por un enorme babero, acaba de ponerse a tan solemne función.
—¿Y por qué no puede cenar aquí? —preguntó Tony.
—Ah, eso tendrá que preguntárselo a la gran Gorham.
—¿Y tú no se lo has preguntado?
—Mejor aún, lo he adivinado —dijo Jean—. No se fía de nuestra cocina.
—¿Teme que esté envenenada? —preguntó Tony con una carcajada.
—Teme lo que ella llama «azúcar y especias».
—¿A todo lo bueno? Desde luego, aquí hay muchas cosas buenas. Dejemos pues a la pobre niña, como si fuera la princesita que todos han hecho de ella, a su cocinero y a su catadora, en el rigor de la realeza, y pasea conmigo hasta que salga Paul. —Tony miró el reloj y el amplio jardín en el que las sombras de los árboles permanecían inmóviles y la larga tarde se había hecho más opulenta—. Esto está muy tranquilo y tenemos mucho tiempo. —Jean asintió con un murmullo tan suave como la brisa que susurraba un «mucho, mucho» tan sereno como si aquel día encantador, para complacer a Tony Bream, debiera detenerse a su camino. Dieron unos pasos y Tony se detuvo de nuevo con una pregunta—. ¿Sabes lo que quiere Paul?
Jean miró un momento la hierba que crecía a sus pies.
—Me parece que sí. —Después, alzando los ojos sin timidez, pero con una gravedad extrema, añadió—. ¿Y usted, señor Bream?
—Sí, acabo de enterarme.
—¿Se lo ha dicho la señorita Armiger?
—Sí, me lo ha dicho la señorita Armiger. Al parecer, se lo ha contado Paul en persona.
La muchacha expresó cierta sorpresa.
—¿Por qué se lo ha contado?
—Porque es una persona idónea para contarle cosas —dijo Tony tras dudar un instante.
—¿Lo es porque las vuelve a contar enseguida? —inquirió Jean con una débil sonrisa.
Pese a la debilidad de la sonrisa, Tony la recibió como si le causara una profunda impresión, como si a lo largo de una relación, consagrada ya por cuatro años, no se hubiera acostumbrado a impresionarse. Esa relación había empezado un día inolvidable en que abrió los ojos a ella con un esfuerzo que ya fue entonces el esfuerzo de olvidar: cuando vio a Jean, de repente, mientras estaba recostado en el sofá del gran vestíbulo de su casa. Por el modo en que algunas veces la miraba, podría haberse juzgado que no acababa de entenderla del todo, que el acto de asimilar con lentitud y placer todavía debía fundirse en un conocimiento aceptado. Lo cierto era que la continua expansión de su objeto lo había hecho continuo. Si la sensación de estar recostado en el sofá todavía volvía algunas veces, se debía al interés de Tony en no interrumpir con un gesto brusco el proceso que se desarrollaba en la figura que se alzaba ante él, en la caprichosa rotación por la cual la mujer asomaba en la niña y la niña asomaba en la mujer. No había punto donde había comenzado ni punto donde hubiera de terminar, y era un fenómeno que debía contemplarse con atención renovadamente desconcertada. La niña asustada se había convertido en una ninfa alta y esbelta sobre una nube y, sin embargo, en ningún momento había cometido nadie nada tan torpe como sorprenderla en pleno cambio. Si la hubiera sorprendido, él también habría experimentado algún cambio concreto; sin embargo, se recreaba en la idea —que hasta el momento nada había empañado— de que, en mitad de una evolución tan deliciosamente ambigua, él tenía la libertad de no cambiar, de permanecer tal como era y seguir apreciando a la muchacha por motivos banales. Hasta aquel momento, había tenido la sensación de que nunca le había gustado una persona por la que pudiera sentir simpatía con tanta comodidad: un hombre de su edad había sentido lo que él llamaba, harto vagamente, los «habituales» destellos de cariño. No se había planteado ninguna cuestión inquietante sobre la luz que este destello concreto podría encender; nunca había tenido que preguntarse adónde podría llevar el aprecio que sentía por Jean Martle. No llevaría a nada: eso había decidido, en general, de antemano. Era ésta una feliz disposición que lo mantenía todo en orden, convertía su relación en una cosa tranquila, pública, exterior, sin secreto ni misterio; podría decirse que la confinaba al atrio fresco y soleado del templo de la amistad, al tiempo que prohibía todo sueño de acceder al interior oscuro y, en comparación, viciado. Tony se había dicho con cierta agudeza que las cosas podían llegar únicamente a aquellos lugares donde había carreteras practicables. Tan presente tenía ese día como aquel otro, la breve hora de violencia —tan extraña y triste y dulce— que había suprimido de su vida todo camino, convirtiéndola en un terreno tan intransitable que, si no hubiera estado buscando un término más filosófico que satírico, casi podría haberlo comparado a un desierto. Contestó a la pregunta de su compañera sobre la responsabilidad de Rose como informante tras convencerse de que si Jean había sonreído así era tan sólo una muestra más de un instinto perfecto. Ese instinto, que siempre alejaba la conversación con ella de toda monotonía, en aquel momento dictaba a Jean que la actitud que debía adoptar estaba en un punto medio entre la inquietud y la resignación.
—Si la señorita Armiger no hubiera dicho nada, yo no me habría enterado —dijo Tony—. Y, naturalmente, a mí me interesa saberlo.
—Pero ¿por qué le interesa a ella que usted lo sepa? —preguntó Jean.
Tony empezó a andar de nuevo.
—Por varios motivos. Uno de ellos es que siente mucho cariño por Paul y, puesto que tanto cariño le tiene, quiere que alcance la mayor felicidad que imaginarse pueda. Se le ocurrió pensar que, dado que yo aprecio enormemente a una joven dama, sería natural que deseara para ella una suerte equivalente y que, si me sugería que la tenía al alcance de la mano —dijo Tony con una carcajada—, tal vez yo podría facilitarle el camino a ese muchacho hablando en su favor.
La joven paseó a su lado, mirando al frente en silencio.
—¿Y ella cómo sabe a quién aprecia usted enormemente?
La pregunta hizo que frenara el paso, pero resistió el impulso, constante y poderoso, de detenerse de nuevo y quedarse cara a cara. Siguió riendo y, al cabo de un instante, contestó:
—Bueno, supongo que se lo habré dicho.
—¿Y a cuántas personas se lo habrá dicho ella?
—Me da igual cuántas sean —dijo Tony— y no creo que a ti deba importarte. Todo el mundo, menos ella, habrá podido observar que somos buenos amigos y, precisamente debido a esta grata y vieja amistad, siento como si pudiera contarte con franqueza lo que pienso.
—¿De lo que podría decirme Paul?
—En cuanto se lo permitas.
Tony iba a seguir hablando, pero ella lo interrumpió.
—¿Y cuánto tiempo hace que lo piensa usted?
Ante esa pregunta se sintió un poco violento.
—¿Cuánto tiempo?
—Cuando se lo ha dicho la señorita Armiger, se ha enterado de que había algo en el aire.
La indagación proporcionó a Tony una pausa que le permitió recibirla con una carcajada y contraatacar con otra pregunta.
—¡Haces que me sienta horriblemente tenso! ¿Te molesta que te pregunte cuánto tiempo hace que sabes que lo que estaba en el aire se dispone a posarse?
—Pues desde que Paul ha hablado conmigo.
—¿Ahora mismo? ¿Antes de ir a Bounds? —preguntó Tony— ¿Te has dado cuenta enseguida de que es eso lo que quiere?
—¿Qué otra cosa puede querer? No quiere tantas cosas como para que haya muchas alternativas —añadió Jean.
—¡No sé qué entenderás por «tantas»! —dijo Tony, de nuevo desconcertado—. Y no produce mayor reacción en la...
—¿Qué la que muestro ahora? —preguntó la muchacha—. ¿Le parezco terriblemente impasible?
—No, porque sé que, en general, lo que muestras no es más que una pequeña parte de lo que sientes. Eres un pequeño gran misterio. Sin embargo —prosiguió Tony suavemente—, me sorprende tu tranquilidad, es casi sublime en una joven cuyo destino está a punto de sellarse. A menos que, naturalmente, lo consideres sellado desde hace tiempo.
Habían seguido paseando en la dirección emprendida hasta que llegaron a un punto donde se hizo necesario parar para dar media vuelta. Sin tener en cuenta las últimas palabras de Tony, Jean se detuvo allí y a él le pareció que el hecho de que él reconociera que parecía tan tranquila como ella deseaba le daba una expresión oscuramente feliz.
—No ha contestado a mi pregunta —se limitó a decir Jean—. No me ha dicho cuánto tiempo hace que piensa que debe decirme eso que desea decirme.
—¿Por qué es importante que conteste?
—Porque ha parecido dar a entender que ha albergado esa idea un plazo de tiempo muy breve. En el caso de un consejo, si aconsejar es lo que desea...
—Claro que es lo que deseo —la interrumpió Tony—, por extraño que te parezca que, en un asunto como el que tratamos, alguien desee con impaciencia asumir esa responsabilidad. La cuestión del tiempo no tiene importancia: lo que importa es la sinceridad. Tenía la sensación, lo confieso, de que la perspectiva que imaginé en otro momento que habías aceptado, en cierto modo... ¿cómo lo diría...? se había desvanecido. Pero también esperaba —y Tony invitó a su acompañante a reanudar el paseo— que reapareciera con todo su encanto.
Jean caminó a su lado y habló con una amabilidad incolora que no sugería el menor deseo de desafiarlo ni de replicar con otra pregunta, sino un interés reflexivo por cualquier cosa relacionada con el asunto que consideraban y que él tuviera la amabilidad de decirle, así como un vivo deseo de ser clara. Tal vez insinuaba en sus modales, de modo apenas perceptible, la seguridad de que le contaría toda la verdad.
—Entiendo. Usted esperaba que reapareciera con todo su encanto.
—Así que, al enterarme de que, efectivamente, ha vuelto a plantearse —exclamó Tony, riendo—, me siento tan agradablemente agitado que desbordo alegría, ¿no lo ves? Quisiera expresarte sin demora la excelente opinión que tengo de Paul. No puede hacer daño a nadie y, en cambio, podría hacer algún bien mencionar que siempre me ha parecido que sólo debíamos darle un poco de tiempo. Es decir, un poco de tiempo —añadió— para que se distinga.
Jean guardó un breve silencio, como si meditara sobre esas palabras.
—¿Que se distinga en qué sentido? —preguntó con toda calma.
—Bueno, en todos los sentidos —contestó Tony generosamente—. Tiene muchas cosas dentro: demasiadas para que puedan salir a la vez. Naturalmente, tú lo conoces bien; lo conoces desde hace media vida; pero yo lo veo bajo una luz intensa y especial que lo pone a prueba, y tú apenas lo has visto bajo esa luz. Tiene capacidad, tiene ideas; es honrado y firme. Tiene cabeza y tiene corazón. En definitiva, es un hombre de oro.
—Es un hombre de oro —repitió Jean, aceptando explícitamente sus palabras y, sin embargo, parecía mucho más importante que lo pensara Tony que no que lo pensara ella—. Resultaría extraño —prosiguió— hablar con usted de un tema tan personal si no fuera porque tengo la sensación de que la actitud de Paul lleva mucho tiempo dándose públicamente por supuesta. El pobre también ha tenido esta sensación, me parece; y para bien o para mal, en nuestra situación ha habido muy poco misterio y quizá no mucha modestia.
—¿Y por qué iba a haber falsa modestia cuando ni siquiera la auténtica tiene nada que ver con este asunto? Paul y tú sois personas estupendas: él es el heredero y tú la mejor candidata entre todas las princesas del Almanaque del Gotha. No podéis quedaros y esconderos detrás de la cortina de la ventana: tenéis que salir al balcón para que os vea el pueblo. Vuestros asuntos más privados son asuntos de estado. A la menor insinuación, como la que acabo de mencionar, incluso un viejo tontorrón como yo advierte, percibe los poderosos motivos de la actitud de Paul. Sin embargo, no era de eso de lo que quería hablar. Pensaba que tal vez me permitiría aludir a la tuya. —Tony vaciló; se sentía vagamente desconcertado por la especial quietud que expresaban la atención, la expectación de Jean, si bien ésta no dejaba de avanzar a su lado. Se le ocurrió que estaba casi demasiado preparada para el propósito de su súplica, y eso lo hizo especular—. ¿Puedo encender otro cigarrillo? —preguntó. Ella asintió con una leve oscilación de su tenue sonrisa y, mientras lo encendía, Tony era cada vez más consciente de que estaba aguardando. Buscó la profunda dulzura de sus ojos y reflexionó de nuevo que, si era siempre hermosa, su belleza brotaba en distintos momentos de distintas fuentes. ¿Cuál era la fuente de la impresión que le causaba en aquel momento, sino una especie de refinamiento de la paciencia gracias al que parecía contener el aliento?—. En realidad —dijo mientras tiraba la cerilla—, ya lo he insinuado antes: se trata de la gran esperanza que todos tenemos de que encuentres el modo de responder a tu amigo como merece.
—¿Todos ustedes la tienen? —preguntó Jean con voz suave.
Tony titubeó de nuevo.
—Estoy seguro de no equivocarme si hablo de todo Wilverley en general. Se interesan mucho por Paul y no necesito recordarte a estas alturas lo mucho que se interesan por ti. Pero insisto en que lo que quería manifestar muy especialmente era mi confianza en tu decisión. Ahora que estoy perfectamente informado, la posibilidad de que te quedes aquí como vecina y amiga permanente me tiene en ascuas —Tony lucía una sonrisa fija—. ¡Y deseo asegurarme plenamente de cuál va a ser tu actitud!
Jean escuchó esto como había escuchado lo anterior y después se limitó a decir:
—En ese caso, me parece que debo decirle que no voy a contestar a Paul del modo que parece sugerir lo que usted tan amablemente me dice.
Tony había pronunciado muchos discursos, tanto en público como en privado, y se había visto sometido a réplicas diversas, tanto incisivas como toscas. Pero ninguna interrupción de la corriente le había hecho lanzar hacia atrás la cabeza como aquel breve y plácido anuncio.
—No le contestarás...
—No me casaré con él.
—¿A pesar de todas las razones...? —exclamó Tony sin aliento.
—Naturalmente, he pensado en todas las razones muchas veces. Pero también hay razones en contra. Nunca me casaré con él —repitió.