Capítulo XXV
Los demás habían estado tan absortos que no habían visto que Jean Martle se aproximaba y ésta, por su parte, se encontraba ya cerca de ellos cuando pareció reparar en que el caballero que sostenía a Effie en las rodillas y al que se diría que, de lejos, había tomado por Anthony Bream, era un desconocido. El impulso de Effie hacia su amiga fue tan fuerte que, tras obligar a Vidal a ponerse en pie, permitió que la niña se le escabullera de las manos y corriera a aprovechar el abrazo que, a pesar de que se había detenido momentáneamente, le ofrecía Jean. Sin embargo, Rose, al ver este movimiento, fue más rápida que Jean; cogió a la niña casi con violencia y, sosteniéndola como la había sostenido antes, se dejó caer de nuevo en el banco y la exhibió como una cautiva sumisa. Este acto de apropiación quedó confirmado por el destello de unos ojos —una chispa, pero directa— que, sin embargo, no produjo en el bello rostro de Jean ninguna réplica, sino que la hizo mirar a Dennis con una amable expresión de haberlo reconocido. Por el momento, él no tenía otra cosa que una extraña carencia de palabras para saludarla; pero eso, precisamente, produjo a Jean tal sensación de haber interrumpido una escena íntima que, para ser doblemente cortés, dijo:
—Tal vez me recuerde. Estuvimos juntos...
—Hace cuatro años. Claro que sí —interrumpió Rose, hablando por él con una gentileza que quizá pretendiera corregir rápidamente la impresión que pudiera haber causado el modo en que había sujetado a la niña—. El señor Vidal y yo estábamos hablando de usted. Ha vuelto para hacemos una corta visita, por primera vez desde entonces.
—Entonces, tendrá cosas que decirle que yo he interrumpido groseramente. Les ruego que me disculpen, me marcho enseguida —dijo Jean, dirigiéndose a Dennis—. Sólo he venido a buscar a la niña —y, hablando a Rose, añadió:
—Me temo que ya es hora de que la lleve a casa.
Rose no se movió de su asiento, como una reina regente con un pequeño soberano sobre las rodillas.
—¿Debo entregársela?
—Ya sabe que soy responsable de la niña ante Gorham —contestó Jean.
Rose besó con gravedad a su pequeña pupila, la cual, ahora que, según parecía, se le iba a ofrecer el entretenimiento de un debate que la afectaba tan directamente, estaba claramente dispuesta a participar con la calma de una dama bella e imparcial en una justa. Era lo bastante mayor para interesarse, pero lo bastante pequeña para ser ecuánime; el regazo de la que era su amiga en aquel momento abarcaba todo el mundo de una niña, y estaba allí posada con toda su belleza, como si fuera Helena en las murallas de Troya.
—En cambio, no es precisamente a Gorham a quien yo debo rendir cuentas —contestó Rose en ese momento.
Jean se lo tomó con buen humor.
—¿Al señor Bream?
—Ahora le diré a quién —dijo Rose, lanzando una mirada de complicidad a Dennis Vidal.
Éste, que recibía alternativamente sonrisas de dos mujeres jóvenes e inteligentes, todavía no se había librado de la sensación de extraño clímax producida por la conversación con la mayor de ambas y no se sentía capaz de adoptar una actitud jovial. Miró hacia otro lado con torpeza, tal como había hecho cuatro años antes, ya que la posibilidad de dejar el sombrero en un lugar extraño era uno de los privilegios de aquel coloquio.
—Me voy a Bounds —anunció a Rose y, dirigiéndose a Jean, para despedirse, añadió:
—Me alojo en la otra casa.
—¿Ah, sí? El señor Bream no me lo ha dicho. Pero no quiero echarlo. Seguro que tiene más cosas que yo que contar a la señorita Armiger. Sólo he venido a buscar a Effie —repitió Jean.
Al oír esto, mientras cepillaba el sombrero recuperado, Dennis soltó una de sus débiles risas.
—Por lo que parece, tardará un poco.
Rose, generosa, lo ayudó a marcharse.
—Tengo más que decir a la señorita Martle que a ti. Me parece que lo que te he dicho es ya suficiente.
—Gracias, gracias. Es suficiente. Me voy enseguida.
—¿No quiere ver primero a la señora Beever?
—Todavía no, volveré esta tarde. ¡Gracias, gracias! —repitió Dennis con una repentina alegría teatral que, probablemente, pretendía mantener las apariencias, agradecer la ayuda de Rose y, movido por un espíritu de reciprocidad, cubrir cualquier flanco que hubiera dejado descubierto. Después de saludar alzando el sombrero, bajó por la cuesta y desapareció dejando a las jóvenes frente a frente.
La situación habría podido ser violenta si Rose no se hubiera ocupado de inmediato de darle cierto impulso.
—Permítame el placer de convertirla en la primera persona en conocer un asunto que me concierne de cerca —dijo Rose. Miró a su compañera y aguardó un momento antes de añadir:
—Estoy prometida al señor Vidal.
—¿Prometida? —exclamó Jean casi con un brinco, mostrando bien alto su alivio, como si fuera una antorcha.
Rose acogió con risas aquella reacción espontánea.
—Ha llegado hace media hora para una última petición y, como ve, no ha tardado mucho. Acabo de tener el honor de aceptarlo.
El movimiento de Jean la había acercado tanto al banco que, aunque ligeramente desconcertada por el efecto que aquél había causado en su amiga, no pudo por menos que sentarse.
—Es estupendo, felicidades.
—Lo estupendo es que esté usted tan contenta —contestó Rose—. De todos modos, es la primera en enterarse.
—Es muy de agradecer —contestó Jean—. ¡Cómo he podido interrumpir una conversación tan importante!
—Afortunadamente, no la ha interrumpido. Ya habíamos zanjado la cuestión y él ya tenía la respuesta.
—Si lo hubiera sabido, habría felicitado al señor Vidal —prosiguió Jean.
—Le habría dado un susto de muerte. ¡Es tan terriblemente tímido! —rió Rose.
—Sí, ya me he dado cuenta. Pero lo mejor —añadió Jean con ingenuidad— es que no ha sido demasiado tímido para volver a buscarla.
Rose se mostraba cada vez más alegre.
—¡Oh, conmigo no es así! Conmigo es tan atrevido como pueda serlo yo, por ejemplo, con usted. —Jean no había tocado a la niña, pero Rose le alisaba las cintas como si deseara corregir alguna libertad previa—. Pensará que eso lo dice todo. No me cuesta imaginar lo que le parece mi franqueza —añadió—, pero soy muy descarada, siempre lo he sido.
Jean contemplaba abatida cómo las ligeras manos de Rose tocaban aquí y allá los adornos de Effie.
—Me parece usted una persona muy valiente, si me permite también hablar con franqueza. Y eso es lo que más admiro en este mundo, porque me parece que yo lo soy muy poco. Sin embargo, me atrevería a decirle que, si estuviera prometida, se lo habría comunicado de inmediato.
—¡Pero, por desgracia, ése no es el caso! —Rose, tras terminar el arreglo de la niña, se recostó cómodamente en el banco—. ¿Le molesta que hable de eso? —preguntó.
Jean vaciló; sólo después de que se le escaparan había sido consciente del alcance de sus palabras, y su descuido mostraba las escasas oleadas de emoción que había levantado su escena con Paul Beever. Sonrojándose, contestó:
—No sé cuánto sabe usted.
—Lo sé todo —declaró Rose—. El señor Beever me lo ha contado.
El rubor de Jean se hizo más intenso.
—Al señor Beever ya no le importa.
—¡Eso es una suerte para usted, querida! ¿Permitirá que le diga lo mucho que me importa a mí? —añadió Rose.
Jean vaciló de nuevo; sin embargo, a pesar de su incomodidad, parecía muy dulce y directa.
—No creo que sea algo que deba decirme o que esté obligada a escuchar. Es muy amable por su parte tomarse ese interés...
—Pero, por amable que sea, no es de mi incumbencia, ¿es eso lo que quiere decir? —interrumpió Rose—. Sin duda, es una respuesta natural. Que yo esperara que usted aceptara a Paul Beever y, sobre todo, que haya expresado esta esperanza de modo algo público es una aparente indiscreción que usted puede perfectamente censurar. Pero permita que le diga que esta indiscreción es más aparente que real. Hay discreciones y discreciones, todo depende de los motivos. Tal vez usted pueda adivinar por qué a mí me tranquiliza la idea de que usted entregue finalmente su mano. Es una mano muy pequeña y bonita, pero su posible acción no está en proporción con su tamaño y ni siquiera lo está con su belleza. No pretendía mezclarme en sus asuntos; sus asuntos eran sólo un aspecto de la cuestión. Mi interés se centraba por completo en la influencia de su matrimonio en los asuntos de los demás. Permita que le diga, además —prosiguió Rose con calma inexorable mientras Jean, que escuchaba con atención, respiraba entrecortadamente y apartaba la vista, como con creciente dolor, de la máscara móvil maravillosamente blanca que aportaba la mitad del significado de aquel discurso—; además, permita que le diga que me parece que no me trata con justicia al prohibirme que aluda a lo que, al fin y al cabo, tiene mucho en común con mi situación, ante la cual usted no ha tenido escrúpulos en expresar su alegría exuberante. Aplaude que yo me quite del paso, si me permite la vulgaridad de llamar las cosas por su nombre; en cambio, yo debo sufrir en silencio verla más en medio que nunca.
Jean volvió hacia su acompañante un rostro desconcertado y alarmado; tras meterse inadvertidamente en aguas que creía poco profundas, se encontraba ahora atrapada en unas rápidas profundidades, en una fría marea alta que corría hacia el mar. «¿Dónde estoy?», parecía preguntar por el momento su silencio asustado. Su rápida inteligencia acudió en su ayuda y, con una voz que revelaba el esfuerzo por contener los latidos de su corazón, dijo:
—Sin duda, llama a las cosas por nombres extraordinarios; con todo, consigo seguirla lo bastante para permitirme recordarle que si he hablado sobre su compromiso ha sido porque usted ha sacado el tema.
Rose guardó silencio un momento sin mermar por ello la firmeza con que dominaba el terreno que pisaba ni la capacidad para mostrarse fría en proporción exacta a la inquietud de su interlocutora.
—He sacado el tema por dos motivos: uno de ellos era que su ansioso asalto sobre nosotros en ese momento concreto ha parecido presentarla como un inquisidor al que sería muy grosero no satisfacer. El otro motivo ha sido el deseo de ver si conseguía contener su entusiasmo.
—Entonces, ¿no es cierto? —preguntó Jean con una rapidez que traicionaba los límites de su circunspección.
—¡Otra vez! —exclamó Rose con una carcajada—. ¿Sabe que sus temores resultan casi indecentes? Sin embargo, no le he tendido una trampa con un cebo totalmente falso. Es cierto que el señor Vidal me ha insistido mucho, pero no lo es que le haya dado una respuesta definitiva. Pero, como pienso hacerlo cuanto antes, puede comunicárselo a quien quiera.
—¡Le aseguro que dejaré que lo diga usted! —contestó Jean—. Pero lamentaría que pareciera que la había tratado con una falta de confianza que pudiera darle motivos de queja sobre mis modales, ya que me ha puesto de ejemplo la rara perfección de los suyos. Así pues, permítame que le diga, para evitar tal eventualidad, que no tengo la menor intención de contraer nunca, jamás, matrimonio. Si esta noticia le satisface, mejor para usted. Tal vez teniendo eso en consideración —terminó Jean, con la sensación de que jamás en su vida había producido mayor efecto—, teniendo eso en consideración, tendrá la amabilidad de hacer lo que le pida.
La pobre muchacha estaba destinada a ver que el efecto producido se reducía a una sensación personal. Rose no hizo otro movimiento que apoyar las manos en los hombros de Effie mientras la damita alzaba los ojos hacia la amiga de otras ocasiones, bien abiertos e impasibles, siguiendo la conversación por curiosidad, pero no porque la comprendiera o le inquietara.
—Da por hecho que me rindo —dijo Rose—, imagino, porque ha dedicado mucho tiempo a dar la impresión, que nadie, por fortuna para usted, ha refutado, de que la niña sólo está a salvo en sus manos. Pero ha llegado el momento de que yo sí la refute, porque la seguridad de la niña se convierte en algo muy distinto a partir del momento en que usted entrevé el campo abierto; y perdone que siga sosteniendo que así es como lo ve. La «noticia», como usted la llama, de que nunca se casará tiene tanto o tan poco peso como su palabra. Dejo a su conciencia determinar a cuánto equivale ese peso prodigioso. Dice demasiado; al mismo tiempo, más de lo que le he preguntado y más de lo que puedo complacerla obligándome a tomármelo en serio. De ese modo no hace justicia a lo que a usted siempre habrán de mostrarle las cartas: la posible desaparición del gran obstáculo. A mí no me interesa este asunto, yo me casaré, tal como acabo de tener el honor de informarle, sin tener que pensar en impedimentos o desapariciones. Ésa es la diferencia entre nosotras y a mí me parece que lo cambia todo. Antes tenía delicadeza: ahora no me queda más que un temor.
Jean se había puesto de pie antes de que estas observaciones hubieran ido demasiado lejos, pero, aunque retrocedió unos pasos, su consternación se convirtió en una fuerza que la condenó a hacerse eco de ellas.
—Dios no quiera que la entienda —dijo con voz entrecortada—. Sólo sé que dice y sugiere cosas horribles y que se esfuerza todo lo que puede en pelearse conmigo, de lo que sacará alguna ventaja que, afortunadamente para mí, ni siquiera puedo imaginar.
Ambas mujeres estaban pálidas como la muerte, y Rose se puso en pie empujada por la pasión de la respuesta. El tono de ésta no dejaba a Jean otra opción que la de marcharse, cosa que hizo de inmediato. Sin embargo, después de diez pasos se dio media vuelta y contempló a la compañera de ambas, que estaba de pie junto a Rose, de la mano de ésta, y a la que, como por cierta consideración con la inocencia infantil y por cierto instinto de juego limpio, Jean no había intentado poner de su parte mirándola a los ojos. Se atrevió ahora a hacerlo y el modo en que el rostro de la niña buscó el suyo la empujó a una ciega súplica. Jean flaqueó, se quebró.
—Le ruego que me deje a la niña.
El rostro de Rose Armiger no ocultó su satisfacción ante este desmoronamiento.
—Se la dejaré con una condición —contestó.
—¿Qué condición?
—Que me niegue aquí mismo que sólo tiene un único sentimiento en el alma. Oh, no simule estar confusa y desorientada —prosiguió Rose con sorna—. No simule ignorar que no sabe a qué me refiero. ¡Renuncie a este sentimiento! ¡Repúdielo y no volveré a tocar a la niña!
Jean la miró con sombría estupefacción.
—Ya sé a qué sentimiento se refiere —dijo finalmente— y soy incapaz de aceptar esta condición. Niego, renuncio y repudio en tan escasa medida como espero, sueño o creo que pueda nunca volver a pronunciar estas palabras... —Al llegar a este punto exclamó, en su desconcertada tristeza, pero con tan escasa vulgaridad de orgullo que más pareció compasión por una perversidad tan profunda— ¡por eso la quiero!
—¿Por qué lo adora... y la niña es de él?
Jean vaciló, pero se había lanzado ya.
—Porque lo adoro... y la niña es de él.
—Yo la quiero por otra razón —declaró Rose—. Yo adoraba a su pobre madre... y es de ella. Ese es mi motivo, ése es mi amor, ésa es mi fe. —Cogió de nuevo a Effie; la sostuvo con sus fuertes brazos y le dio un beso que era una larga consagración—. Y como hija de tu querida madre muerta, mi nena querida, si es la hora, te llevaré a la cama.
Se apresuró a bajar la pendiente con su carga y tomó un recodo que la ocultó. Jean se quedó mirándola hasta que desapareció y entonces aguardó el minuto de rigor a que apareciera en mitad del puente. La vio pararse otra vez allí y la vio de nuevo, como en un gesto de triunfo y posesión, con abierta insolencia, apretar su rostro contra el de la niña. Después se hundieron las dos por el otro extremo y desaparecieron y Jean, tras dar unos pasos titubeantes por el césped, se detuvo, como si el regusto del encuentro la hubiera mareado, y se acercó al asiento más cercano. Éste se encontraba junto a la malograda mesa de té de la señora Beever y, tras desplomarse en la silla, echó los brazos sobre este soporte y, agotada, dejó caer sobre ellos la cabeza.