Capítulo I

La señora Beever de Eastmead, y de «Beever and Bream», era observadora atenta, mas no cruel, tal como siempre decía, de lo que sucedía en la otra casa. Allí sucedían muchas más cosas, como es natural, que en la vasta soledad, recta y limpia, en que ella vivía desde la muerte del señor Beever, el cual se había anticipado tres años a su amigo y socio, el difunto Paul Bream de Bounds, y había dejado en herencia a su único hijo, el pequeño ahijado de su leal socio, una parte considerable del negocio en el que su espléndida viuda —consciente y feliz de ser espléndida— tenía ahora voz propia. Paul Beever, en la flor de los dieciocho años, acababa de abrirse paso del colegio de Winchester a Oxford: su madre tenía previsto que participara en cuantas actividades fuera posible antes de que le llegara el momento de trabajar en el banco. El banco, el orgullo de Wilverley, el alto y claro arco del que las dos casas eran los sólidos pilares, merecía una educación cara. Según se decía tanto en la ciudad como en todo el condado, el banco «tenía cientos de años» y era tan incalculablemente «bueno» como pudiera serlo cualquier objeto de tanta aritmética infalible. El hecho de que en aquellos momentos disfrutara de los servicios de la señora Beever en persona resultaba suficiente para ella y altamente satisfactorio para Paul, tan poco inclinado a la vida sedentaria que su madre preveía que algún día le costaría tanto meterlo entre números como de pequeño le era fácil ponerle bombachos. Por otra parte, ocupaba la mitad del terreno el joven Anthony Bream, actual amo de Bounds, hijo y sucesor del colega de su marido.

Sin duda, era mujer de múltiples intenciones; otra de ellas era que, al salir de Oxford, el muchacho viajara y se informara: la señora Beever pertenecía a la época que consideraba que un recorrido por el extranjero no debía ser un chapuzón apresurado, sino una inmersión cuidadosa. Otro de sus propósitos se caracterizaba principalmente por la idea de que, a su regreso definitivo, se casara con la mejor muchacha que ella conociera: en este caso, también se trataría de una inmersión cuidadosa que salpicaría a su madre. Este proyecto se sometería también a la inveterada costumbre doméstica de la señora Beever en relación con todos los objetos desparejos y dispersos: había que quitarlos de en medio. Habría resultado difícil decir si se trataba de un gusto por la paz o por la guerra, pero tenía por costumbre limpiar el terreno en previsión de complicaciones que, hasta la fecha, nunca habían tenido lugar. Su vida era como una sala preparada para un baile: los muebles estaban arrumbados contra la pared. En cuanto a la joven dama en cuestión, estaba totalmente decidida; la mejor muchacha que conocía era Jean Martle, a la que acababa de hacer venir de Brighton para que interpretara ese personaje. El público de la actuación debía ser Paul, cuyo regreso para las vacaciones de verano era inminente y al que disuadiría de entrada de que aplicara la imaginación a buscar alternativas. En general, resultaba un consuelo para la señora Beever que la imaginación de Paul fuera escasa.

Jean Martle —condenada a Brighton por un padre, primo segundo de la señora Beever, al que los médicos, los hombres importantes de Londres, retenían allí, en opinión de esta dama, porque era demasiado valioso para perderlo de vista y demasiado aburrido para verlo con frecuencia—, algún día, probablemente, tendría dinero y algún día, posiblemente, tendría juicio: que eso fuera lo que esperaba de su candidata indica que las expectativas de la señora Beever eran hasta cierto punto áridas. Dependían en menor grado de la «actuación» de la muchacha, la cual se aguardaba que fuera brillante, y de su cabello, del cual se esperaba que oscureciera con el transcurso de los años. Lo cierto era que Wilverley nunca sabría si la joven interpretaba bien su papel, pero el lugar tenía un anticuado prejuicio contra los tonos intensos en la cobertura natural de la cabeza. Uno de los motivos para invitar a Jean era que Paul fuera acostumbrándose al excéntrico color de su prima, cuyo tono exagerado la señora Beever advirtió de nuevo, con cierta alarma, un luminoso domingo de julio. La joven pariente había llegado dos días antes y en aquel momento —durante el elástico intervalo entre la iglesia y el almuerzo— la había enviado a Bounds con un recado y algunas advertencias preliminares. Jean sabía que encontraría allí una casa sumida en cierta confusión, una niña recién nacida, la primogénita, una madre joven todavía en cama y una extraña visita, algo mayor que ella, encamada en la señorita Armiger, compañera de colegio de la señora Bream, que había aparecido un mes antes que la niña y se había quedado, tal como decía la señora Beever con cierto énfasis, «para todo».

El cuadro de la situación había llenado, tras el primer par de horas, gran parte del tiempo de las dos damas, pero no había incluido ninguna descripción específica del cabeza de familia; sin embargo, hasta cierto punto esta omisión quedó reparada con la rápida visita al banco el sábado por la mañana. Tenían que hacer algunos recados en la ciudad y la señora Beever quiso hablar con el señor Bream, caballero brillante y jovial que, tras sucumbir al instante a la invasión y despedir a un empleado de confianza, las había recibido en una hermosa salita privada.

—¿Me gustará? —se había atrevido a preguntar Jean, con la sensación de estar ampliando el círculo de amistades.

—Oh, claro que sí, ¡si llegas a fijarte en él! —había contestado la señora Beever, obedeciendo a un raro impulso personal encaminado a señalar su insignificancia.

Más tarde, en el banco, la joven se fijó lo bastante para sentir cierto temor: ésa era siempre su primera reacción cuando era ella la observada. Si la señora Beever lo menospreciaba se debía en parte a todo aquello que generalmente se daba por hecho en Eastmead. A la reina madre, como Anthony Bream acostumbraba a llamarla en broma, no le habría resultado fácil esbozar un retrato apresurado del soberano aliado al que tendía a contemplar como un vasallo algo inquieto. Aunque él era una docena de años mayor que el joven y feliz príncipe en cuyo nombre la señora Beever ejercía la regencia, lo conocía desde que era niño y ni sus defectos ni sus virtudes constituían ninguna novedad para ella.

La casa de Anthony Bream era nueva: la había renovado, cuando se casó, con gran gasto y cierta violencia. Su esposa y su hija eran nuevas; también era notoriamente nueva la joven que había fijado su morada en la casa y que parecía tener intención de permanecer allí hasta perder esa condición. Pero el mismo Tony —así lo había llamado siempre— era intensamente familiar. Aunque no dudaba de que fuera un súbdito sometido a su dominio, la señora Beever no tenía deseos de esclarecer su punto de vista distribuyendo sus impresiones. Las guardaba tan pulcramente encasilladas como la correspondencia o las cuentas: pulcritud sólo amenazada por el polvo del tiempo. Una de esas impresiones podría haberse traducido libremente en la insinuación de que su joven socio era una posible fuente de peligro para los individuos del sexo de la señora Beever. Naturalmente, no para ella; porque de un modo u otro, la señora Beever no pertenecía a su sexo. Si hubiera sido una mujer —nunca pensaba en sí misma en términos tan generales—, sin duda, a pesar de su edad, habría sido consciente del peligro. En aquellos momentos no veía otro que no fuera el de que Paul contrajera un matrimonio equivocado, contra lo cual se había adelantado tomando medidas. Habría sido una desgracia advertir un error en una seguridad tan buena en todos los aspectos. ¿No se debería acaso a la vaga sensación de que Jean Martle estaba expuesta a cierto peligro el hecho de que no se hubiera extendido con datos sobre Anthony Bream al hablar con la joven dama? Me apresuro a añadir que, si tal cosa era cierta, lo era a pesar de que Jean no hubiera mencionado que en el banco le había parecido un individuo formidable.

Asimismo, permítaseme declarar que el recelo general, como nuestra triste carencia de signos para tonos y grados me condena a designarlo, que la señora Beever experimentaba hacia él no se basaba en nada parecido a una prueba. Si alguna vez hubiera llegado a manifestarlo, se habría sentido sin base alguna. Sin duda, no la había tampoco para que Tony, antes de ir a la iglesia, le hubiera enviado una nota invitándolos a almorzar. «Mi querida Julia se encuentra esta mañana en plena forma. Acabamos de bajarla a su salita del piso de abajo, donde han colocado una linda cama y donde la vista de sus cosas la alegra y la entretiene, para no hablar de la amplia vista sobre el jardín y el rincón de la terraza. En definitiva, parece que el temporal amaina y estamos empezando a comer siguiendo un horario “normal”. Tal vez almorcemos tarde, pero le ruego que traiga a su encantadora amiga. ¡Cómo alegró ayer mi roñoso cubículo! Por cierto, contaremos con la presencia de otro conocido, no mío, sino de Rose Armiger: se trata del joven, supongo que ya lo sabe, con el que está prometida para casarse. Acaba de llegar de la China y se quedará hasta mañana. Como los domingos nuestros trenes son tan latosos, le hemos telegrafiado para que tome la otra línea y enviaré un coche para recogerlo en Plumbury.» La señora Beever no necesitaba reflexionar sobre estas líneas para sentirse cómodamente consciente de que resumían el carácter de su vecino: aquella «maldita sociabilidad», tal como había oído exclamar al pobre muchacho en una de sus salidas, que lo había empujado a garabatear aquella nota y que hacía siempre hablar demasiado a un hombre que, en opinión de ella, más que de él, debía mantener una posición. Su carácter se manifestaba en aquel prematuro estallido de alegría por la lenta recuperación de su esposa; en la impaciencia infantil por improvisar una fiesta; en la ingenuidad con que se exponía a los estragos, a la posible avalancha, de las pertenencias de la señorita Armiger. Se manifestaba también en la generosidad de enviar a recoger, a seis millas de distancia, a un joven procedente de la China y, en grado sumo, en la alusión al probable retraso del almuerzo. En aquellos días había muchas cosas nuevas en la otra casa, pero nada lo era tanto como el horario de las comidas. La señora Beever había cenado siempre allí al dar las seis. Ya se verá que, tal como he empezado declarando, tenía puesto un dedo sobre el pulso de Bounds.