Capítulo XXVIII
La más grande de las doncellas entró, procedente del vestíbulo, en el salón de Eastmead: el alto y cuadrado templo de caoba y tapices donde, durante los últimos años, la señora Beever había pasado mucho tiempo felicitándose por no haber introducido nunca nuevos dioses. Desde el principio, lo había dejado tal cual estaba, lleno de los objetos antiguos que, heredados de la madre de su marido, se había visto obligada, como mujer joven de la época, a aceptar, siendo como eran tristemente distintos a los objetos considerados hermosos por otras mujeres jóvenes de su entorno, cuya opinión sobre los salones se había enriquecido con el matrimonio. La señora Beever había descubierto, no sin ayuda, la belleza de su herencia y si la había dejado intacta no se debió a su sutil sensibilidad. Nunca en la vida había tomado una decisión sobre un objeto por motivos que tuvieran tan poco que ver con su deber. En su casa todo estaba en su sitio, sustentado por la sólida roca de la disciplina pagada a cambio. Así pues, había vivido con árida melancolía la época del palisandro y se había encontrado con la recompensa de que, como aquellos que consiguen no moverse en un vehículo fuera de control, era la única persona que no había caído fuera. Su caoba no se había desplazado ni un centímetro y sí, en cambio, el modo en que la gente hablaba de ella, y la gente que ahora hablaba ansiaba sentarse en los mismos muebles que antes, tanto ellos como ella, consideraban feísimos y pobrísimos. Era sobre todo Jean quien le había abierto los ojos, en especial acerca de las grandes puertas color vino, pulidas y con bisagras plateadas, con las que la señora de Eastmead, tras llegar a la triste conclusión de que eran «lúgubres», había zanjado durante treinta años —con una actitud que, en conjunto, le parecía prudente— la cuestión del gusto. Manning cerró una de aquellas puertas con suavidad, pero aguardó con la mano en el pomo, como si, en la quietud, pudiera oír otra puerta en el extremo opuesto de la habitación que la equilibrara exactamente. La luz del largo día no se había desvanecido por completo, pero sólo quedaba un resplandor en el cielo de poniente, visible a través del ventanal que seguía abierto sobre el jardín. Un movimiento de la otra puerta, aunque suave, rompió el sensato silencio de la espera de Manning. La señora Beever asomó la cabeza desde la habitación contigua; después, al ver a la criada, cerró la puerta con cuidado y entró. Su rostro, duro pero agotado, había formulado una pregunta apremiante.
—Sí, señora. El señor Vidal. Lo he acompañado, como la señora me ha dicho, a la biblioteca.
La señora Beever pensó unos instantes.
—Tal vez sea necesario. Lo veré aquí. —Sin embargo, impidió la retirada de la mujer—. ¿El señor Beever está en su habitación?
—No señora, ha salido.
—¿Hace un minuto?
—Más, señora. Después de traer...
La señora Beever frenó la palabra de los labios de Manning y rápidamente aportó las suyas.
—A la querida niña... sí. ¿Ha ido a casa del señor Bream?
—No, señora. En dirección contraria.
La señora Beever pensó de nuevo.
—¿Pero la señorita Armiger está en la casa?
—Oh, sí. En su habitación.
—¿Ha ido allí directamente?
Manning, a su vez, reflexionó.
—Sí, señora. Siempre va directamente.
—No siempre —corrigió la señora Beever—. Pero ¿se oye algo en su habitación?
—No, señora.
—Entonces, llame al señor Vidal.
Mientras Manning obedecía, la señora Beever se volvió hacia el ventanal y contempló el crepúsculo. En ese momento la puerta que había quedado abierta se cerró de nuevo y la señora Beever dio media vuelta para saludar a Dennis Vidal.
—¿Ha sucedido algo terrible? —preguntó éste al instante.
—Ha sucedido algo terrible. ¿Acaba de llegar de Bounds?
—Lo más rápido que he podido. Allí he visto al doctor Ramage.
—¿Y qué le ha dicho?
—Que debía venir aquí directamente.
—¿Nada más?
—Que usted me lo contaría —contestó Dennis—. Me ha parecido muy impresionado.
—Pero ¿no le ha preguntado nada?
—Nada. Aquí estoy.
—¡Aquí está, gracias a Dios! —La señora Beever exhaló un débil gemido.
Iba a proseguir pero él, con ansiedad, se anticipó.
—¿Puedo ayudarla?
—Sí, si hay ayuda posible. Puede ayudarme no haciéndome ninguna pregunta hasta que yo le haya hecho las mías.
—Diga, diga —contestó con impaciencia.
Ante este acento perentorio, la señora Beever se echó a temblar, demostrando que se encontraba en ese estado en que cualquier sonido es un sobresalto. Apretó los labios y cerró los ojos un instante; le costaba contenerse.
—Me encuentro en una situación terrible y me atrevo a creer que si usted ha vuelto a mi casa hoy ha sido porque...
Él la cortó más secamente que antes.
—¿Por qué la consideraba una amiga? ¡Por el amor de Dios, considéreme amigo suyo!
Ella apretaba contra los labios, mientras lo miraba, el nudo pequeño y tenso a que sus nervios habían reducido un pañuelo. No tenía lágrimas, sólo un terror visible.
—Nunca he apelado a un amigo —contestó ella— como ahora apelo a usted. Effie Bream ha muerto. —Después, mientras un horror instantáneo se manifestaba en los ojos de Dennis, añadió—. La han encontrado en el agua.
—¿En el agua? —preguntó Dennis con voz entrecortada.
—Bajo el puente, al otro lado. Se ha quedado atrapada, retenida en la lenta corriente por algún obstáculo y por el pilar. No me pregunte cómo ha sucedido: cuando yo he llegado, gracias al cielo, la habían llevado a la orilla. Pero ya había fallecido. —Señalando con la cabeza la habitación que acababa de dejar, añadió—. La hemos traído aquí. —El rostro de Vidal, con una expresión terrible ante la intensidad de esta imagen repentina, le pareció durante un instante como un eco, un feroz interrogante sobre lo que acababa de decir—. Para pensar —se apresuró a explicar—. Para tener más tiempo.
Él se apartó de ella rápidamente; se dirigió, como ella había hecho, hacia el ventanal y, dándole la espalda, se quedó mirando el exterior, rígido de desaliento.
La señora Beever guardó silencio el tiempo suficiente para mostrar respeto por la consternación causada: su manera de mirarlo revelaba esta impresión. Después prosiguió.
—¿Cuánto tiempo ha estado en Bounds con Rose?
Dennis se dio media vuelta sin mirarla a los ojos ni, de entrada, comprender la pregunta.
—¿En Bounds?
—Cuando, después de haber hablado los dos, se ha ido con usted.
—No ha venido conmigo —contestó tras un momento de reflexión—. Me he ido solo, después de estar un rato con la niña.
—¿Estaba usted aquí cuando Manning se la llevó a Rose? —preguntó sorprendida la señora Beever—. Manning no me lo ha dicho.
—Me encontré a Rose en la pradera, con el señor Bream, cuando vine a devolver el bote. Él nos dejó juntos después de invitarme a Bounds y entonces llegó la niña.
Rose me dejó tenerla en brazos, y estaba con ellas cuando apareció la señorita Martle. Entonces, con cierta descortesía, me marché.
—¿Se marchó sin Rose? —preguntó la señora Beever.
—Sí, la dejé con la niña y la señorita Martle. —El notable efecto causado por esta afirmación le hizo añadir—, ¿acaso creía otra cosa?
Su compañera, antes de contestarle, se dejó caer en un asiento y lo miró.
—Se lo diré más tarde —dijo al cabo de un momento—. ¿Las dejó a las dos allí, en el jardín, con la niña? —preguntó.
—En el jardín con la niña.
—¿Entonces, no se la llevó?
Durante unos instantes a Dennis le falló la memoria o el valor, pero, fuera lo que fuere, lo superó.
—De ningún modo. Rose se la quedó, en brazos.
La señora Beever, ante esta imagen, bajó los ojos; después los alzó de nuevo y prosiguió.
—¿Fue usted a Bounds?
—No, me di media vuelta. Me dirigía hacia allí pero, si ya tenía mucho en qué pensar después de que usted me hubiera dicho que Rose estaba aquí —prosiguió Dennis—, nuestro encuentro personal no redujo la cantidad. —Y añadió, vacilante:
—La he visto con él.
—¿Y bien? —preguntó la señora Beever cuando Dennis calló.
—Yo le había preguntado a usted si Rose estaba enamorada de él.
—Y yo le dije que lo averiguara por sí mismo.
—Pues ya lo he averiguado —dijo Dennis.
—¿Y bien? —repitió la señora Beever.
Incluso en aquella tremenda tensión, era un alivio evidente para su dolor contárselo.
—Nunca he visto nada semejante, y no hay muchas cosas que yo no haya visto.
—¡Eso es exactamente lo que dice el doctor!
Dennis la miró fijamente.
—¿Y el doctor opina que el señor Bream se interesa por ella? —preguntó al cabo de un momento con cierta torpeza.
—Ni un ardite.
—Ni un ardite. Eso es lo que yo diría. He visto por mí mismo que él se ha comportado muy bien. —La señora Beever, al oírle decir esto, se agitó en el asiento y soltó un gemido apagado que impulsó a Dennis a interrumpirse y luego a preguntar, sorprendido—. ¿No le parece?
—Se lo diré más tarde —contestó ella—. Ante esta tragedia, yo no lo juzgo.
—Yo tampoco. Pero lo que iba a decir era que, de todos modos, su actitud con las mujeres, el modo en que la ha tratado, su maldita apostura y su gran felicidad...
—¿Su gran felicidad? ¡Dios se apiade de él! —exclamó la señora Beever, poniéndose de pie de golpe, arrastrada por la emoción. Se detuvo delante de él con las manos suplicantes—. ¿Dónde estaba usted, entonces?
—¿Después de salir del jardín? Estaba inquieto, insatisfecho; no fui a la casa. Encendí un cigarrillo, crucé la puerta cercana al pabelloncito que está cerrado y me quedé junto al río.
—¿Junto al río? —La señora Beever estaba perpleja—. Entonces, ¿por qué no ha visto...?
—¿Lo que le ha sucedido a la niña? Porque, si ha sucedido cerca del puente, yo ya lo tenía a la espalda.
—Pero lo veía...
—Durante cinco minutos, tal vez diez. He paseado por ahí, dando vueltas a las cosas. He contemplado la corriente y, finalmente, en el recodo, me he sentado en los escalones que hay pasado ese nuevo y bonito embarcadero para botes.
—Es horrible —declaró la señora Beever—, pero lo cierto es que desde el embarcadero se ve el puente.
Dennis vaciló.
—Sí, está lejos, pero algo se distingue.
—¿Y no ha visto nada?
—¿Nada? —Dennis repitió la pregunta como un eco interrogador y éste lo llevó inquieto hasta el ventanal, a través del cual miró durante un rato. El rosa del cielo se había desvanecido y el crepúsculo había entrado en la habitación. Finalmente, se dio media vuelta—. Algo he visto. Pero no le diré qué ha sido hasta que me permita formularle un par de preguntas.
La señora Beever no dijo nada: estaban frente a frente en la penumbra. Exhaló lentamente un latido de angustia.
—Me parece que será usted de gran ayuda.
—¿Y cómo me ayudaré a mí mismo? —preguntó él con amargura. Pero prosiguió antes de que ella pudiera contestar a la pregunta—. Regresó al puente y, a medida que me acercaba, la señorita Martle bajó hacia él viniendo de su jardín.
La señora Beever lo agarró por el brazo.
—¿Sin la niña? —Él guardó silencio durante tanto rato que repitió la pregunta—. ¿Sin la niña?
—Sin la niña —dijo finalmente.
Ella lo miró, trasluciendo que no creía haber mirado nunca a un hombre de aquella manera.
—¿Lo jura por su honor?
—Lo juro por mi honor.
La señora Beever cerró los ojos como los había cerrado al principio de la conversación y el mismo espasmo de derrota recorrió su rostro.
—Es usted de gran ayuda —declaró.
—Bien —contestó Dennis con franqueza—, y si también lo es que le diga que desde ese momento ha estado conmigo...
Sin aliento, la señora Beever lo interrumpió.
—¿Con usted? ¿Hasta cuándo?
—Hasta ahora mismo, cuando hemos vuelto a separarnos en el pabellón; yo me he dirigido a Bounds, como había prometido al señor Bream, y la señorita Martle...
Una vez más, ella le arrancó las palabras de la boca.
—¿Ha venido aquí directamente? ¡Loado sea el Señor!
Dennis parecía desconcertado.
—¿Ha venido...?
—Sí, afortunadamente... para ver este horror. Está con Effie.
La señora Beever se volvió hacia él para oírlo otra vez.
—¿Así pues, ha estado con usted?
—Durante un cuarto de hora, tal vez más. —Al oír esto, la señora Beever se dejó caer de nuevo en el sofá y cedió ante las lágrimas que antes no habían surgido. Sollozó suavemente, controlándolas, y Dennis la contempló con piedad dura y demacrada; tras lo cual, añadió:
—En cuanto la he visto, he hablado con ella y he sentido que la necesitaba.
—¿Que la necesitaba?
La mayor claridad a través de la cual la señora Beever conseguía vislumbrar algo todavía tenía zonas oscuras.
Dennis vaciló.
—Por lo que ella podría contarme. Le dije a usted, cuando nos habla de Rose después de mi llegada, que no había venido a verla a ella. Pero mientras estaba con ellos —dijo señalando el jardín con la cabeza—, ha sucedido algo singular.
La señora Beever se puso en pie de nuevo.
—Ya sé lo que ha sucedido.
Él pareció sorprendido.
—¿Lo sabe?
—Rose se lo ha dicho a Jean.
Dennis la miró fijamente.
—Me parece que no.
—¿Jean no ha hablado de eso con usted?
—Ni una palabra.
—Jean se lo ha contado a Paul —le comunicó la señora Beever. Después, con ánimo de aclarar las cosas, añadió:
—Es algo extraordinario: me refiero a su compromiso.
Dennis enmudeció; por fin, en la creciente oscuridad, su voz sonó más extraña que su silencio.
—¿Mi compromiso?
—¿No le ha pedido otra vez a Rose que se case con usted?
De nuevo, durante un rato, permaneció mudo.
—¿Eso es lo que ha dicho ella? —preguntó.
—A todo el mundo.
Él esperó una vez más.
—Me gustaría verla.
—Aquí está.
Mientras él hablaba, la puerta que daba al vestíbulo se había abierto: allí estaba Rose Armiger. Se dirigió directamente hacia él, como si no hubiera visto a la señora Beever.
—Sabía que estarías aquí, tengo que hablar contigo.
La señora Beever caminó rápidamente hacia el lugar por donde había entrado Rose y desde allí sus cincuenta años de orden brotaron bruscamente para preguntarle a Dennis:
—¿Quiere que encienda la luz?
Fue Rose quien contestó.
—Nada de luces, gracias. —Sin embargo, detuvo a la dueña de la casa—. ¿Puedo ver a la niña?
La señora Beever le lanzó una mirada a través de la penumbra.
—¡No!
Y se retiró sin hacer ruido.