Capítulo XXIV

—¿Por qué has hecho esto? —preguntó Dennis en cuanto estuvo a solas con Rose.

Esta se había dejado caer en un banco algo alejado de él, agotada tras la gran respuesta que había dado a aquella repentina oportunidad de hacer justicia. El desafío de Dennis la hizo aterrizar y, tras una breve espera, le contestó con una pregunta que delataba su sensación de haber caído desde las alturas.

—¿De verdad te importa, después de todo este tiempo, lo que haga o deje de hacer?

La réplica a sus palabras fue, a su vez, otra pregunta.

—¿Y a él qué le importa que tú puedas haberme hecho esto o aquello? Lo sucedido entre nosotros sigue siendo cosa nuestra; no tiene que ver con nadie más.

Rose le sonrió como si quisiera agradecerle que volviera a comportarse con ella con cierta dureza.

—Como ha dicho, quiere que sea amable contigo.

—¿Me estás diciendo que quiere que hagas cosas como ésa? —Su severidad iba acercándolo, paso a paso, por el césped—. ¿Tanto te preocupa lo que quiera él?

Una vez más, Rose vaciló; después, con una sonrisa complacida y paciente, dio unas palmaditas en el lugar vacío del banco.

—Ven a sentarte a mi lado y te diré cuánto me preocupa.

Él obedeció, pero sin precipitación, acercándose con una parsimonia calculada para mantener las distancias, para convertir a Rose en objeto de inspección o desconfianza. Le había dicho a la señora Beever que no había ido para ver a Rose, pero podemos tomarnos la libertad de preguntamos cómo habría denominado la señora Beever la actitud con que, antes de sentarse, se detuvo ante ella mirándola fija y silenciosamente. Rose lo recibió con una expresión que le decía que no había escrutinio lo bastante largo que pudiera temer por encontrarse en falta, un rostro que era todo él promesa de confesión, de sumisión, de sacrificio. Volvió a dar unas palmaditas en el banco y él se sentó.

—¿Cuándo has vuelto? —preguntó ella.

—¿A Inglaterra? El otro día, no recuerdo cuál. Me parece que deberías contestar a mi pregunta —dijo Dennis— antes de preguntarme tú más cosas.

—No, no —contestó, rápida pero amablemente—. Creo que tengo derecho a hacerte una pregunta antes de que admita el tuyo a formular ninguna.

Lo miró como si pretendiera darle tiempo a asentir u objetar; pero él se limitó a adoptar una postura muy rígida que le permitiera ver hasta qué punto el paso de los años lo había trabajado hasta dejarlo pulido y firme.

—¿Por qué has venido, en realidad? ¿Tiene algo que ver conmigo?

Dennis seguía con una expresión profundamente grave.

—No sabía que estuvieras aquí, no tenía motivos para saberlo —contestó finalmente.

—Entonces, ¿sólo deseabas tener el placer de renovar tu amistad con la señora Beever?

—He venido a preguntar por ti.

—¡Qué amable por tu parte! —El tono de Rose, libre de ironía, sonó tan puro como el impulso que alababa—. ¡Qué curioso que te intereses! —añadió, tras lo cual prosiguió:

—Según he entendido, has logrado lo que te proponías, has hablado con ella.

—Muy poco rato. Le he hecho un par de preguntas.

—No te preguntaré cuáles han sido —dijo Rose—. Sólo diré que, puesto que estoy aquí, tal vez te reconfortaría no tener que contentarte con información de segunda mano. Pregúntame lo que quieras, te lo contaré todo.

Su interlocutor pensó un poco.

—Entonces, podrías empezar contestando a lo que ya te he preguntado.

Rose lo interrumpió antes de que pudiera seguir adelante.

—Oh, ¿por qué le he dado importancia a que Tony oyera lo que acabo de decir? Sí, sí, ya te lo contaré. —Rose meditó, como si no tuviera otro propósito que contárselo con total lucidez; pero después resultó visible que le asaltaba la idea de que le sería de gran ayuda saber una cosa más—. Pero, primero, dime: ¿estás celoso de él?

Dennis Vidal soltó una carcajada que podría haber sido un tributo a la rara audacia de Rose y con la cual, en cierto modo, consiguió parecer más serio.

—¡Eso te toca a ti averiguarlo!

—Claro, claro. —Lo miró con ojos reflexivos e indulgentes—. Sería excesivamente maravilloso. Pero, por otra parte, ¿por qué iba a importarte?

—No me importa decírtelo con franqueza —dijo Dennis; Rose, entretanto, jugueteaba con dos dedos con el labio inferior, valorando la posibilidad de que fuera cierto lo que acababa de decir—. No me importa decirte con franqueza que le he preguntado a la señora Beever si todavía seguías enamorada de él.

Rose juntó las manos con tanta fuerza que casi dio una palmada.

—Entonces, ¿te importa?

En aquel momento, Dennis miraba a lo lejos, hacia algo situado en el otro extremo del jardín.

—No te ha delatado —se limitó a contestar.

—Muy amable por su parte, pero te lo diría yo misma bien claro, tú lo sabes, si así fuera.

—No me lo dijiste bien claro hace cuatro años —contestó Dennis.

Rose dudó un minuto, pero eso no le impidió decir con un efecto de gran rapidez:

—¡Oh! ¡Hace cuatro años yo era la muchacha más tonta de Inglaterra!

Dennis, al oírla, volvió a mirarla a los ojos.

—Entonces, lo que le he preguntado a la señora Beever...

—¿No es cierto? —interrumpió Rose—. Es una situación muy intensa para una mujer ésta de ser objeto de preguntas como las tuyas y tener que contestar como te contesto. Pero es tu venganza y ya habrás visto que la atiendo con cierta decisión. —Dejó que la mirara durante un minuto; finalmente dijo sin estremecerse:

—No estoy enamorada de Anthony Bream.

Dennis movió la cabeza con tristeza.

—¿Y eso qué supone para mi venganza?

Rose se sonrojó súbitamente otra vez.

—Te permite ver que consiento en hablar contigo —contestó con orgullo.

Dennis volvió los ojos hacia la zona donde los había dirigido antes.

—¿Consientes?

—¿Y lo preguntas, después de lo que he hecho?

—Bien, entonces, ¿a él ya no le interesas...?

—¿Yo? —preguntó Rose—. Nunca le he interesado. —¿Nunca?

—Nunca.

—¿Lo prometes?

—Prometido.

—Pero tú creías... —prosiguió Dennis valientemente.

Rose, con la misma osadía, le hizo frente.

—Yo creía.

—¿Y has tenido que abandonar esa idea?

—He tenido que abandonarla.

Dennis guardó silencio; se puso de pie lentamente. —Bien, ya es algo.

—¿Para tu venganza? —preguntó Rose, con una risa amarga—. ¡Me parece que sí! ¡Es magnífico!

Dennis siguió de pie, mirándola, hasta que al final exclamó:

—¡Tanto como, al parecer, la niña!

—¿Ha venido?

Rose se levantó de un brinco y se encontró con que les habían llevado a Effie, a través de la hierba, en los brazos de la musculosa Manning, la cual, tras agacharse para dejarla en el suelo y darle un vigoroso impulso, recuperó su estatura y postura marcial.

—La señora Beever le envía la niña y le ruega que se quede con ella.

Rose había saludado ya a la pequeña visitante.

—Haga el favor de asegurar a la señora Beever que así lo haré. ¿Está con la señorita Martle?

—Así es, señorita.

Manning siempre hablaba sin emoción alguna y, en esta ocasión, pareció hablar sin piedad.

En cualquier caso, a Rose no le importó.

—Puede confiar en mí —dijo, mientras Manning saludaba y se retiraba. Permaneció de pie delante de su antiguo pretendiente con una radiante Effie sobre el brazo.

Dennis la admiró con sinceridad.

—Es espléndida, es espléndida —repitió.

—¡Es espléndida! —insistió Rose con vehemencia—. ¿Verdad que sí, mi niña? —preguntó a la criatura con una súbita pasión de ternura.

—¿Qué ha dicho de que necesitaba ver al médico? ¡Si nos enterrará a todos! —Dennis se abandonó a un serio interés, a una manera extraña y voraz de examinarla de pies a cabeza.

—¡La miras como si fueras un ogro! —rió Rose, alejándose de él con su carga y apretando los labios contra un bracito rollizo y rosado. Simuló masticarlo; lo cubrió de besos; manifestó la alegría de su renuncia a la abstinencia—. ¿Nos enterrará a todos? ¡Eso espero! ¿Y por qué no, mi niña, por qué no? Tienes una amiga de verdad, tesoro, y ella ve que tú lo sabes por el modo maravilloso en que la miras —dijo Rose, achacando a la solemne mirada de la niña una vivacidad de significado que movió a Dennis a la hilaridad. La profesión de confianza de Rose hizo que volviera de inmediato el redondo rostro sobre el hombro de su amiga hacia el caballero que paseaba tras ellas y cuya crítica pública, así como su pública alegría, parecían suscitar en ella sólo un pequeño sentimiento de superioridad. Rose se sentó de nuevo donde había estado antes y conservó a Effie en el regazo mientras le acariciaba el hermoso plumaje. Después, su acompañante, tras una contemplación un poco más distante, volvió a ocupar el mismo sitio.

—¡Me recuerda algo! —señaló.

—¿Aquella extraordinaria escena? ¿El mensaje de la pobre Julia? ¿Crees que lo he olvidado?

Dennis calló durante un instante; después dijo con voz tranquila.

—Puedes recordar más cosas.

—¡Te aseguro que muchas! —contestó Rose.

—Y la joven que estaba presente, ¿no era la señorita Martle...?

—¿De la que hablaba ahora con esta mujer? Sí, es la misma. ¿Qué le pasa? —preguntó Rose mientras apoyaba la mejilla contra la de la niña.

—¿Ella también lo recuerda?

—¿Cómo tú y yo? No tengo la menor idea.

Una vez más, Dennis hizo una pausa; llenaba los silencios con miradas amistosas a su pequeña compañera.

—¿Está otra vez aquí, como tú?

—¿Y como tú? —Rose sonrió—. No, como nosotros no. Está siempre aquí.

—¿Y debes alejar de ella a cierta personita?

—Sí, de ella —contestó Rose, con generosa concisión.

Dennis vaciló.

—¿Confiarías la criatura a otra criatura?

—¿A ti? ¿Para que la cogieras en brazos? —Rose pareció divertida—. ¡Sin la menor inquietud!

La niña, ante esta situación, profundamente pensativa e imperturbablemente «buena», se prestó serenamente al traspaso y al rápido y largo beso que, en cuanto la tuvo, Dennis le imprimió en el brazo.

—¡Quiero quedarme contigo! —declaró expresiva; ante lo cual él renovó, con mayor entusiasmo, las libertades que ella le permitía, asegurándole que aquello zanjaba la cuestión y que él sería su paladín. Rose contempló la encantadora escena que se desarrollaba entre ambos.

—Lo que acabo de decirle al señor Bream no lo decía para el señor Bream —manifestó Rose repentinamente.

Dennis tenía a la niña abrazada; la rodeaba suavemente con los brazos y, como Rose momentos antes, con la cabeza tiernamente inclinada, apoyaba la mejilla contra la suya. No dejaba de mirar a su acompañante.

—¿Lo has dicho por mí? En cualquier caso, a él le ha gustado más que a mí —contestó al cabo de un momento.

—¡Claro que le ha gustado! Pero da lo mismo lo que le guste —añadió Rose—. En cuanto a ti, no sé si lo que quería era que te gustara.

—Entonces, ¿qué querías?

—Que me vieras completamente humillada... tanto más en la cruel presencia de otra persona.

Dennis había alzado la cabeza y se había recostado en el rincón, separándose de ella todo lo que permitía el banco. Su rostro, que la miraba por encima de los rizos de Effie, era un combate de perplejidades.

—¿Y por qué demonios iba eso a complacerme?

—¿Y por qué no? —preguntó Rose—. ¿Qué es tu venganza sino un placer?

Rose, en su extrema inquietud, se había levantado de nuevo; resplandecía en la perversidad de su sacrificio. Si Dennis no había ido a Wilverley para verla, su aire maravillado parecía indicar lo contrario. Movió otra vez la cabeza con gesto de paciencia y cansancio.

—¡Oh, maldito placer!

—¿Te da igual? —exclamó Rose—. Entonces, si no te da igual, ¿tal vez me compadeces?

Lo miró radiante, como si vislumbrara una nueva esperanza.

Dennis escuchó atentamente y, al cabo de un momento, repitió ambiguamente sus palabras.

—¿Te compadezco?

—Pensaba que lo harías, Dennis, si me entendías.

La miró fijamente; vaciló. Al final, contestó con voz tranquila, como si transigiera.

—Bien, Rose, no lo entiendo.

—Entonces, debo pasar por todo, debo apurar el cáliz. Sí, debo decírtelo.

Sin embargo, calló tanto rato, bella, sincera y trágica, enfrentándose a su necesidad mientras reunía fuerzas, que, tras esperar un poco, él dijo:

—¿Decirme qué cosa?

—Que estoy a tus pies. Que soy tuya, para que hagas lo que quieras, me tomes o me dejes. Quizá aprecies un poco tu triunfo cuando veas la oportunidad que te doy —dijo Rose—. Ahora te toca a ti rechazarme, ¡puedes tratarme como yo te traté a ti!

Un silencio profundo, inmóvil, sobrevino tras estas palabras, y los enfrentó como si, en lugar de tender un puente, hubiera aumentado la distancia que los separaba. Antes de que Dennis encontrara una respuesta, la tensión estalló en una exclamación clara y alegre. La niña alzó los brazos y la voz para exclamar:

—¡Tía Jean! ¡Tía Jean!