XXXVII

Ya eran las cinco y media cuando se presentó Mitchy; y en el entretanto la abstracción femenina no había sufrido más interrupción que la llegada del té, que, empero, la muchacha había dejado sin tocar. No bien entró, él expresó su temor de no haber sido puntual, a lo cual ella respondió con la aseveración de que por el contrario lo había sido admirablemente y con la mención de toda la ayuda a la paciencia que ella había extraído del placer de media hora con el señor Van; alusión ésta que por parte de Mitchy naturalmente suscitó de inmediato el más vivo interés:

—¿Así que se ha arriesgado por fin? ¡Cuán inmensamente apasionante! ¿Y tu madre? —continuó; tras lo cual, como ella no dijera nada, aclaró—: Quiero decir, ¿lo vio ella, y acaso él está con ella en este momento?

—No: ella no habrá asomado la nariz… a menos que tú hayas preguntado por ella.

—No lo he hecho. Sólo pregunté por ti.

Nanda reflexionó un instante; después dijo:

—Pero, así y todo, vendrás a verla de vez en cuando, ¿no? Me refiero a que nunca la abandonarás, ¿verdad?

Ante esto, Mitchy lanzó una carcajada:

—¡Mi querida muchacha, sois una familia adorable!

Ella se lo tomó con bastante benevolencia:

—Es lo mismo que dijo el señor Van. Dijo que estoy tratando de hacer carrera de ella.

—¿Eso dijo? —El visitante, aunque sin menoscabo de su diversión, pareció impresionado—. Debiste de compenetrarte con él bastante profundamente.

Ella volvió a recapacitar:

—Vaya, creo que sí que lo logré. Se mostró enormemente simpático y considerado.

—¡Huy —convino Mitchy—, puedes confiar en que siempre será así!

—A raíz de mi nota me escribió —perseveró Nanda— una contestación sumamente hermosa.

Otra vez Mitchy quedó impresionado:

—¿Tu nota? ¿Qué nota?

—Para pedirle que viniera. La escribí a principios de semana.

—Ah… entiendo —comentó Mitchy, como si eso ya fuese harina de otro costal—. En ese caso, desde luego, él no podía menos que venir.

Sin embargo su compañera tomó a meditar:

—No lo sé.

—¡Arrea!; claro que lo sabes —dijo riendo Mitchy—. ¡Ya me gustaría a mí ver que él… o incluso que tú…! —A ojos de un permanente espectador de estos episodios habría habido una singular similitud entre las maneras y todos los movimientos que habían seguido a la entrada de este visitante y aquellos que habían acompañado la acomodación de su predecesor. Depositó el sombrero, tal como había hecho Vanderbank, en tres lugares sucesivos y pareció tener el mismo número de opiniones contradictorias sobre la seguridad de su bastón y la retención de sus guantes en su mano. Pospuso la elección definitiva de un asiento y contempló los objetos en su derredor mientras hablaba de otras materias. De hecho finalmente tales objetos llegaron a impresionarlo de idéntica forma—: ¡Qué bonita has dejado tu habitación y vaya cantidad de objetos bellos posees!

—También eso fue precisamente lo que dijo el señor Van. Pareció admirarse muchísimo.

Pero a tenor de esto Mitchy llevó a cabo una nueva incursión en la extravagancia:

—Entonces ¿me es imposible hacer otra cosa que plagiarlo? He venido, ya sabes, a ser original.

—En tu caso sería original —repuso Nanda con presteza— asemejarte a él siquiera remotamente. Pero ¿no vendrás de vez en cuando —retrocedió en la conversación— para ver sólo a mamá? Tendrás sobradas oportunidades.

Él recogió aquellas palabras con mayor gravedad:

—¿Qué entiendes por oportunidades? ¿Que te marchas? ¡Eso aumentará el atractivo! —exclamó al no ofrecer ella una respuesta.

—Habré de esperar —contestó la muchacha por último— antes de decirte con certidumbre qué voy a hacer. Está todo en el aire… y sin embargo creo que lo sabré hoy. Veré al señor Longdon.

Mitchy se extrañó:

—¿Hoy?

—Se presentará aquí a las seis y media.

—¿Y entonces lo sabrás?

—Vaya… él lo sabrá.

—¿El señor Longdon?

—Al señor Longdon me refería —dijo ella tras un instante.

Mitchy sacó su reloj:

—En ese caso ¿voy a estorbar?

—Aún queda una barbaridad de tiempo. Debes tomar el té. En todo caso tú ya sabes —continuó la muchacha— qué entiendo por las oportunidades que tendrás.

Ella ya le había preparado su té, que él asió a la par que decía:

—¡Esta tarde has encontrado un hueco para cada uno!

—Bueno, es mera casualidad que vengáis juntos… salvando naturalmente que no venís juntos. Sencillamente acepté la hora que cada uno de vosotros propuso libremente. Pero habría sido estupendo incluso si hubieseis coincidido. Quiero decir, o sea —explicó—, incluso si coincidís tú y el señor Longdon. Al señor Van, lo confieso, lo quería a solas.

Mitchy había permanecido contemplándola por encima de la taza, y exclamó:

—¡Cada vez eres más extraordinaria!

—Bien, pues si estoy mejorando tanto otórgame tu promesa.

Mientras Mitchy consumía su refrigerio, conservó su meditabunda mirada saltona; y dijo:

—Enseguida voy a querer más, por favor. Pero ¿te importa que pregunte si Van sabía…?

—…¿que el señor Longdon va a venir? Oh sí, se lo dije, y al irse me dejó un recado para él.

—¿Un recado? ¡Cuán terriblemente interesante!

Nanda reflexionó:

—Lo será terriblemente… para el señor Longdon.

—Ponme más ahora, por favor —dijo Mitchy mientras ella le asía la taza—. Y para el señor Longdon únicamente, ¿eh? ¿Eso es una forma de decir que no es cosa de mi incumbencia?

La circunstancia de que ella atendiera —y con una feliz exhibición de especial cuidado— a las inmediatas necesidades materiales de él contribuyó extrañamente, cuando ella respondió, a dar una impresión de sinceridad:

—¡Ah, señor Mitchy, las cosas de mi incumbencia que a estas alturas no se hayan convertido con la mayor naturalidad del mundo en cosas de tu incumbencia… vaya, soy incapaz de imaginarme ninguna en este momento, y no querría, bien lo sabes, ni aunque pudiera!

—En tal caso puedo prometerte que no hay ninguna cosa de mi incumbencia —declaró Mitchy— que merced al mismo criterio no haya sufrido el mismo desplazamiento. ¡Ten bien presente, por favor, que si alguna vez una muchacha ha tenido un futuro comprometido…!

—¿Qué entiendes —atajó ella— por un futuro comprometido?

—Caramba, la garantía de hallarse abrumada para todos los tiempos venideros con las aventuras de un caballero de quien jamás podrá deshacerse aduciendo el especioso alegato de que no es más que su marido o su novio o su padre o su hijo o su hermano o su tío o su primo. Ahí se yergue, no encuadrable en ninguna de esas categorías.

—Sí —murmuró Nanda con gentileza—, sencillamente es su Mitchy.

—Exactamente. Y un Mitchy, ya lo ves, es… ¿cómo se lo denomina a eso?… sencillamente indisoluble. Además es descarnadamente inquisitivo. Llega hasta el extremo de preguntarse si Van se enteró también de que me esperabas a mí.

—Oh sí…, se lo dije todo.

Mitchy sonrió:

—¿Todo?

—Se lo dije, se lo dije —contestó ella con impaciencia.

Mitchy dudó:

—¿Y entonces me dejó asimismo un recado?

—No, nada de nada. Lo que he de hacer por él ante el señor Longdon —explicó acto seguido— es a efectos prácticos presentar una especie de exculpación.

—Ah, y conmigo —recogió sus palabras Mitchy con celeridad— no puede haber la posibilidad de nada de esa especie. Entiendo. A mí no me ha hecho ninguna injuria.

Ahora con la mirada dirigida hacia la ventana, Nanda le dio vueltas a aquello:

—Me parece que él no sería demasiado consciente incluso si te hubiera hecho una.

—Entiendo, entiendo. Y nosotros no se lo revelaríamos.

Con cierta brusquedad ella cesó de mirar hacia el exterior:

—No se lo revelaríamos. Pero se mostró considerado desde todo punto de vista —insistió—. Nadie habría podido mostrarse más paciente respecto de, sin ir más lejos, lo de haber venido tan poco a esta casa durante tanto tiempo. ¡Como si no tuviese infinidad de otras cosas que hacer! Ni tan siquiera las esgrimió en calidad de buenas razones tanto como le habría sido factible. ¡Y figúrate, con todos sus importantes deberes (todos los grandes asuntos que dependen de él), que nosotros nos dediquemos a formarle pequeñas broncas vulgares por haber sido «desatendidos»! A decir verdad se sirvió tan poco de todo lo que fácilmente habría podido alegar (habló, quiero decir, como si todas las culpas fuesen suyas) que resueltamente servidora casi tuvo que indicarle sus excusas. ¡Como si —ella sostuvo su discurso exhaustivamente— él no las tuviese de sobra!

—¿Son sólo las personas como yo —aventuró Mitchy— quienes no tienen ninguna?

—Sí… las personas como tú. Personas sin utilidad, sin ocupación y sin importancia. Como tú, ya sabes —siguió ella—, hay tantísimos. —Fue sin transición de tono como a continuación agregó—: Si eres malo, Mitchy, no te diré nada.

—Y, si soy bueno, ¿qué me dirás? Lo que a buen seguro más deseo saber es por qué necesita Van, como dijiste hace un momento, ser «exculpado» por el señor Longdon. ¿Cuál es la injuria que reconoce haberle hecho a él?

—Oh, a él lo ha «desatendido» (si eso supone algún consuelo para nosotros) en la misma medida.

—¿No lo ha visitado y ese tipo de cosas?

—Sí… y mencionó alguna otra cuestión.

Mitchy se asombró:

—¿La mencionó?

—En lo tocante a la cual —dijo Nanda— no lo ha complacido.

Tras unos momentos, Mitchy se arriesgó:

—Pero ¿cuál es esa otra cuestión?

—Oh, dice que cuando yo le hable el señor Longdon sabrá de qué se trata.

Mitchy asimiló aquello con seriedad:

—Y ¿vas a hablarle?

—¿En favor del señor Van? —¿Cómo, pareció ella preguntar, podía él dudarlo?—. Caramba, lo primerísimo de todo.

—Y, entonces, ¿el señor Longdon te explicará?

—¿Lo que el señor Van quiere decir? —Nanda reflexionó—. Vaya, espero que no.

Mitchy ahondó:

—¿«Esperas…»?

—Caramba, si se trata de algo que puede significar algún desdoro de alguien como él. Quiero decir que en ese caso no me apetecerá enterarme en lo más mínimo.

Mitchy miró como si pudiera comprender eso y sin embargo pudiera imaginarse a la vez algo así como un conflicto:

—Pero ¿y si el señor Longdon insiste…?

—…¿en explicármelo? No le permitiré insistir. ¿Lo harías ? —le planteó.

—¡Oh, yo no estoy involucrado!

—¡Sí, lo estás! —casi resonó ella.

—¡Oh…! —exclamó Mitchy riéndose. Luego de lo cual agregó—: Pues bien, en ese caso tal vez yo conseguiría imponerme a ti.

—No, no lo conseguirías —volvió a declarar igual de tajantemente—, y de todos modos no desearías hacerlo.

Finalmente él patentizó que podía aceptar esto de ella: lo patentizó con el silencio en que sus miradas se encontraron durante un instante; luego lo patentizó acaso todavía más mediante una honda exclamación:

—¡Eres fenomenal!

También para semejante aseveración ella tuvo la desapegada receptividad de siempre:

—No creo serlo en nada salvo en el deseo de ocuparme de que sigas siéndolo.

—¡Muy bien, pues ocúpate de mí, ocúpate de mí! Me da en la nariz que actualmente no estoy en absoluto en condiciones, ¿sabes?, de ocuparme de mí mismo. De hecho te hago la advertencia —siguió Mitchy— de que a partir de ahora voy a acudir a ti por todos los motivos. Pero eres realmente portentosa —concluyó ya que en un principio ella no dijo nada ante esto—. Ni siquiera te aterrorizo.

—En efecto… por suerte para ti.

—¡Ah, pero te aviso claramente que pienso emplearme a fondo para lograrlo!

Nanda estudió todo aquello con una tan cercana aproximación al jolgorio como era habitual en ella:

—Bien, pues si alguna vez lo logras será para ti un día triste.

—Te erizas con tu propio armamento —perseveró él—, pero el ingenio de toda una vida será consagrado a pillarte en algún punto en que estés desprevenida.

—Y ¿cuál punto, si me haces el favor, será ése?

—¡Ah, no soy tan tonto como para empezar por darte pistas! —Tras esto, Mitchy volvió la espalda con un suspiro ambiguo pero inequívocamente espontáneo; contempló diversas fotografías, tomó un libro o dos tal como había hecho Vanderbank y durante un par de minutos reinó el silencio entre ellos—. Lo que se extiende ante mí —reanudó la plática tras un intervalo durante el cual fue obvio que, pese a sus movimientos, no había mirado hacia nada—, lo que se extiende ante mí es la feliz perspectiva de mi sensación de que en ti he encontrado a una amiga con quien, tan absoluta y francamente, siempre puedo ir al fondo de las cosas. Este lujo, según puedes ver en este preciso instante, de nuestra libertad para mirar de frente los hechos es un lujo que, te lo prometo, pienso permitirme sin cortapisas. —Se detuvo ante ella de nuevo, y de nuevo ella guardó silencio—. Es maravilloso, ¿verdad?, que por fin no quede una sola cosa respecto de la cual no podamos despachamos a gusto. Es decir, que no podamos designar inteligiblemente y abordar desprejuiciadamente. Hemos excavado un largo túnel horadando las timideces artificiales y los secretismos supersticiosos, y a mí por lo menos no me hará falta sino recordar que exhibiendo una abierta confianza y poniendo todos los puntos sobre las íes lo que haré será seguir el ejemplo que tú misma has dado tan admirablemente. ¿Vas directa al meollo? Bien. ¡Es cuanto pido!

Él se había dejado caer en un asiento mientras hablaba y, puesto que ella continuaba en el suyo, quedaron frente a frente; pero seguidamente ella se incorporó y, al instante inmediato, mientras él permanecía en su sitio, se vio enfrascada en poner en orden los objetos que ambos visitantes habían estado desorganizando.

—¡Si no fueses delicioso serías horrendo!

—¡Ahí lo tienes! Fácilmente podría, en otras palabras, aterrorizarte si quisiera.

Ella hizo caso omiso de este comentario, limitándose, luego de unos pocos toques más por aquí y por allá, a formular una observación de su propia cosecha:

—Pese a todo, el señor Van va a ser encantador con mamá. Eso hemos decidido.

—Ah, ¿conque Van puede sacar tiempo…?

Ella vaciló:

—Para una cosa como ésa… sí. Para, quiero decir, convencerla suficientemente de que no la ha abandonado. ¿De modo que no admites cuantísimo más tiempo puedes sacar ?

—¡Ah, vaya por Dios, ahí lo tenemos de nuevo! —exclamó Mitchy con presteza.

Sin embargo él había ido, al parecer, más lejos de lo que ella podía seguirlo:

—Lo tenemos ¿dónde?

—Pues, como digo, en el meollo y en el fondo de las cosas.

—¡Ah! —Ella recayó en una indiferencia que no era sino parte de su paciencia global ante toda la ironía de él.

—Carece de sentido discutir la cuestión de abandonar o no a tu madre. Sencillamente uno no la abandona. Uno no puede. Ella es algo que está ahí.

—Es exactamente lo que dice él. Ella es algo que está ahí.

—¡Ah, pero es que deseo decir algo que no sea lo que dice «él»! —exclamó riendo Mitchy—. Sea como fuere, él no ha podido hablarte de ninguna atadura comparable a la que en mi caso es ahora casi la más perceptible. Yo tengo una esposa, bien lo sabes.

—¡Oh, Mitchy! —musitó la muchacha de un modo quejoso aunque impreciso.

—Y mi esposa (¿no lo sabías?) —prosiguió Mitchy— está empezando a volverse rematadamente íntima de tu madre. Por supuesto no te pilla de nuevas que tu madre es toda una experta en esposas. Ahora que nuestro matrimonio es un hecho consumado se toma el mayor interés por él (o promete hacerlo, con tal que su atención quede eficientemente atrapada) y más especialmente por lo que creo que es generalmente denominado nuestra peculiar situación… pues por lo visto, ¿sabes?, estamos dentro de una situación peculiar de la más conspicua de las maneras. Por consiguiente Aggie ya está encarrilada, y es probable que llegue a estarlo aún más, en lo que es universalmente reconocido como el sistema habitual de tu madre. Tu madre la atraerá, la examinará, finalmente la «comprenderá». De hecho, la «ayudará» al igual que ya ha «ayudado» a tantísimas otras antes y seguirá «ayudando» a tantísimas otras después. Con Aggie convertida de esta guisa en satélite y frecuentadora (hasta un grado que jamás ha alcanzado) —continuó—, ¿qué constituirá todo el asunto a efectos prácticos sino una multiplicación de nuestros puntos de contacto? Puedes recordarme la afirmación de la señora Brook en el sentido de que aunque es cierto que en su época presidía una especie de círculo, ahora el círculo, como resultado de los acontecimientos, ha quedado reducido a un conjunto de átomos fortuitos; pero pese a todo, mi querida Nanda, para tu preclara inteligencia esas palabras no resultarán ser más que un eco piadoso de su pasajera humildad o (poniéndonos en lo peor) su pasajera desesperación. Las generaciones surgirán y pasarán, y el personnel, como dicen los periódicos, de la tertulia cambiará y será reemplazado, pero la institución en sí, fundada como está sobre una profunda necesidad humana, tiene aún un largo camino que recorrer y una ingente labor que realizar. Nosotros no seguiremos, pero tu madre sí, y habida cuenta de que felizmente Aggie es muy joven, consiguientemente tu madre está abastecida, para las temporadas venideras, a una escala lo bastante considerable como para que en este preciso momento nos sintamos tranquilos. Por otra parte, ya que tú eres casi tan buena con los maridos como la señora Brook lo es con las esposas, ¿por qué no íbamos a estar nosotros, como pareja, nosotros los Mitchy, perfectamente atendidos, y por qué no iba yo a poder pintarte mi futuro como satisfechamente garantizado? La única sombra apreciable que discierno proviene, para mí, del problema de lo que hoy pueda acaecer entre tú y el señor Longdon. ¿Debo inferir —preguntó Mitchy— que dentro de un breve rato el señor Longdon va a presentarse aquí para escuchar una respuesta a alguna proposición que te ha hecho?

Nanda lo miró unos momentos con una especie de solemnidad de ternura, y su voz, cuando finalmente habló, fue trémula debido a un sentimiento que a las claras se había desarrollado en ella mientras atendía a la ristra de antojos, agrios y dulces, que él acababa de hacer desfilar.

—Eres desenfrenado —dijo únicamente—, eres desenfrenado.

Él lanzó una formidable mirada saltona:

—¿O sea que ya empiezo a aterrorizarte? —Con la cabeza realizó un ademán negativo bastante desolado—: Todavía no lo he intentado en absoluto. Hay algo —añadió pasado un instante— que deseo ardientemente pedirte.

—¡Pues entonces…! —Aunque no se mostró entusiasmada, al menos se mostró caritativa.

—Huy, pero es que se me hace que aun cuando tú demuestras todo el valor necesario para ir al meollo y al fondo conmigo, yo no estoy plenamente seguro (nunca lo he estado) de poseer el arrojo de hacer otro tanto contigo. Es cuestión —aclaró Mitchy— de lo mucho que (sobre un problema particular) sepas.

Ella continuó encarándolo con la mayor amabilidad del mundo:

—¿A estas alturas todavía no se ha visto sobradamente que lo sé todo?

La réplica femenina, así formulada, tardó un minuto o dos en hacer efecto, pero cuando principió a hacerlo esparció francamente una luz. El semblante de Mitchy se tomó de un color que habría podido ser producto de que ella le hubiese acercado algún fanal de caprichosos vidrios.

—¡Lo sabes, lo sabes! —exclamó él.

—Por supuesto que lo sé.

—¡Lo sabes, lo sabes! —repitió Mitchy.

—Todo —continuó ella imperturbablemente— salvo de qué estás hablando.

Él guardó silencio unos instantes, fija la mirada en ella.

—¿Puedo besarte la mano?

—No —respondió ella—; eso es lo que yo llamo desenfrenado.

Él se había erguido al tiempo que hacía su pregunta y tras la respuesta permaneció un momento clavado en el sitio:

—Observa: te he aterrorizado. Resulta ser así de fácil. Pero lo único que buscaba era demostrártelo y cerciorarme personalmente. Ahora que ya tengo la certeza interior nunca se me ocurrirá volver a hacerlo con ningún otro designio. —Él se dio la vuelta a fin de iniciar una vez más sus absortos deambulares—. ¿Esta vez el señor Longdon te ha pedido una grandiosa adhesión pública, y para lo que acude hoy es para recibir tu respuesta definitiva? ¿Una terminante e irrevocable fuga con él es la política que él aconseja, y vendrá dispuesto a emprenderla sobre la marcha con una silla de posta y dos pistolones?

En verdad aquella imagen semejó aparecérsele a Nanda con cierta vividez, y durante algunos momentos ella la contempló sin un asomo de sonrisa:

—No vamos a necesitar pistolas de ninguna clase, independientemente de cuál sea la decisión respecto de la silla de posta; y cualquier fuga que emprendamos juntos no precisará el amparo del secretismo o de la noche. Como te he dicho ya, mamá…

—…¿no se tenderá en medio del camino para impedir vuestra temeraria empresa? Recuerdo —dijo Mitchy— que ya me hablaste de su magnífica resignación. Pero ¿y papá? —inquirió excéntricamente.

Nanda reflexionó sobre aquel punto durante un lapso más prolongado:

—Bueno, el señor Longdon tiene (dentro de su heredad) muy buenos terrenos de caza.

—¿Así es que de vez en cuando Edward podrá pasearse por ellos con su vieja escopeta? También eso está bien… mientras no sea, ya que le quedarás de camino, a fin de dispararte a ti. Lo tienes todo bien pensado y organizado, en otras palabras, y sólo te resta, si finalmente el proyecto te seduce, levantar el campo. Levantas el campo, dejas muchísimo espacio libre. ¡Es interesante —exclamó Mitchy— llegar así al meollo contigo! Miro a mi alrededor y veo a todos apaciguados y a todos contentos excepto uno o dos. ¿A qué vienen, pues, dudas y demoras?

—No sabes, querido señor Mitchy —respondió Nanda tras tomarse su tiempo—, ni la mitad de lo que imaginas.

—Pero ¿acaso mi pregunta no es abiertamente una confesión de ignorancia y una renuncia a imaginar? Desde este momento me declaro ante ti —manifestó Mitchy— hombre que no sabe nada de nada y que literalmente recibe de tus manos todo conocimiento y toda vida. Que lo demuestre, mi querida Nanda, mi infatigable actitud exploratoria. Según das a entender, ¿cualquier vacilación que todavía puedas sentir proviene de tu conciencia de que en Londres tienes deberes a los cuales no puedes sustraerte a la ligera? Oh —dijo pensativo—, por lo menos sí sé que los tienes.

Ella lo escudriñó con su eterna dulzura mientras él describía imprecisos giros por la habitación.

—Eres desenfrenado, eres desenfrenado —reiteró—. Pero carece de importancia. Jamás me desentenderé de ti.

Él se detuvo abruptamente:

—Ah, eso es lo que deseaba oírte decir con ese preciso número de nítidas palabras áureas… aunque desde luego no voy a fingir haber pensado que fuese estrictamente necesario. No es estrictamente necesario un alfiler con una gran turquesa en mi corbata; lo cual secundariamente implica, dicho sea de paso, que si se te ocurre admirarlo eres muy libre de hacerlo. Palabras tales (ahí quiero ir a parar) son como piedras preciosas: el orgullo, ya ves, del corazón propio. Son pura vanidad, pero al fin y al cabo ayudan. Naturalmente tienes que ocuparte de la pobre Tishy —siguió adelante.

—¿Querrás dejarlo totalmente a mi arbitrio? —dijo Nanda como si no lo hubiese oído.

—Y además tienes a la pobre Carrie —prosiguió él—, aunque a ella por supuesto te la repartes con tu madre.

—¿Querrás dejarlo totalmente a mi arbitrio? —repitió la muchacha.

—Por no hablar del pobre Cashmore —continuó él—, de quien te ocupas entero, ¿no es así?, tú sola.

—¿Querrás dejarlo totalmente a mi arbitrio? —repitió una vez más.

Esta vez él hizo una pausa, cavilando súbita y expresivamente.

—De ahora en adelante, ¿vas a hacer algo a todos esos respectos… quiero decir, en compañía de nuestro amigo? —inquirió.

Ella pareció sentir cierto escrúpulo a la hora de decirlo, pero al final lo reveló:

—Sí: ahora ya no le importa.

Una vez más Mitchy lanzó una carcajada:

—¡En cuanto familia, sois…! —Pero ya se había interrumpido a sí mismo—: ¿Quieres decir que a pesar de los pesares el señor Longdon se sentirá interesado de una u otra forma…?

—…¿en mis intereses? Claro que sí… puesto que ya ha ido tan lejos. Has exteriorizado sorpresa ante mi deseo de aguardar y meditar; pero ¿cómo puedo no aguardar y no meditar cuando tantísimas cosas dependen de la cuestión (ahora tan ineludible) de cuánto más lejos querrá ir?

—Entiendo —dijo Mitchy, hondamente impresionado—. Y ¿de qué depende eso?

Ella hubo de reflexionar:

—De cuánto más lejos, por mi parte, deba ir yo.

La comprensión de Mitchy fue ya absoluta:

—¿O sea que acude para que le especifiques la distancia exacta?

—Sí… en gran medida.

Mitchy escudriñó en derredor en busca de su sombrero:

—Así es que naturalmente me doy cuenta de que prácticamente se ha acabado mi tiempo puesto que lo que querréis será estar juntos a solas.

Nanda le dirigió una mirada al reloj.

—Oh, te queda un margen aún —dijo.

—Pero ¿no deseas un rato libre para meditaciones…?

—…¿ahora que te he visto? —Muy patentemente Nanda ya se había puesto meditabunda.

—Es decir, si tienes alguna decisión importante que tomar.

—Es que —contestó ella— verte me ha ayudado.

—Huy, pero a la vez te ha intranquilizado. Por lo tanto… —Y él cogió su paraguas[22].

La mirada femenina se posó en el curioso mango.

—Si te aferras a tu idea de que estoy aterrorizada te llevarás un gran chasco. Nunca te verás en la oportunidad de confortarme.

—¿Con eso quieres decir que de entrada yo poseo tal entereza…?

—Sí: que hasta que yo te vea asustado a ti…

—¿Y bien?

—Pues que no admitiré que haya algo que haya salido de un modo para el cual yo no estuviese prevenida.

Mitchy miró con interés hacia su sombrero.

—Entonces, ¿qué es eso que debo «dejar a tu arbitrio»? —Tras lo cual, como ella le volviera la espalda con una interjección reprimida y no dijera, mientras él la observaba, nada más, él siguió—: No cabe duda de que para ti es natural charlar, pero lo cierto es que te pongo nerviosa. Adiós, adiós.

Sin embargo ella lo detuvo con un novedoso gesto cuando él alcanzaba la puerta.

—Lo único que está haciendo Aggie es intentar averiguar…

—Sí, ¿el qué? —preguntó él, aguardando.

—Caramba, la clase de persona que es ella misma. ¿Cómo habría podido ella saberlo anteriormente? Le había sido ocultado cuidadosa y rebuscadamente… le había sido mantenido en tal oscuridad que ella no podía discernir nada. Ahora mismo ella no es como yo.

Él escuchaba pasmado:

—¿Como tú?

—Caramba, yo tengo la ventaja de que nunca hubo una edad en que no supiese una cosa u otra y de que fui cada vez más consciente, conforme fui creciendo, de un centenar de resquicios por los cuales se filtraba la luz.

Mitchy se quedó mirando fijamente.

—¡Eres maravillosa, querida! —protestó.

Ah, pero ella siguió adelante:

Yo tenía un plan respecto de Aggie.

—Oh, ¿acaso no sé muy bien que lo tenías? Y ¿acaso no recuerdo hasta qué punto estabas segura de la clase de persona…?

—…¿que ni siquiera ella misma —atajó Nanda— sospechaba ser? Actualmente sigo igual de segura. Ello es exactamente como yo pensaba, sólo que hay muchísima más cantidad de ello. Más cantidad ha salido a la luz… y más saldrá aún. Ya sabes: cuando no ha habido nada antes, tiene que salir todo como un torrente. De modo que, si incluso yo estoy perpleja, no hay duda de que ella lo está.

—¡Y no hay duda de que yo lo estoy! —El interés de Mitchy, aunque incluso ahora no dejase de estar matizado de ironía, se había incrementado a ojos vista—. Entonces —continuó—, ¿reconoces que estás perpleja?

Nanda titubeó ligeramente:

—Meramente ante la cuantiosidad de ello. Creo que es algo espléndido. La única persona cuya consternación no acabo de entender —agregó— es la prima Jane.

—¡Oh, a la prima Jane la consternación le está bien empleada!

—Si la prima Jane defendía tanto —perseveró Nanda— que el matrimonio debía hacerlo todo…

—…¿no tendría que sentir tanto canguelo al enterarse de lo que el matrimonio está haciendo? ¡Desde luego, ella tendría que ser la última en sentirlo! —dejó sentado Mitchy—. Juro que me lo paso en grande con su pavor.

—Pero es algo penoso, bien lo sabes —dijo Nanda.

—¡Oh, patético!

—¡Bueno, claro está —pareció meditar la muchacha asertivamente— que al fin y al cabo ella no había podido soñar que…! —Pero se contuvo bruscamente—. Lo importante es servir de ayuda.

—Y ¿en qué sentido? —preguntó Mitchy con la extraordinaria pinta de inaugurar un certamen de sugerencias constructivas.

—Para que Aggie se descubra a sí misma. ¿Crees —siguió de inmediato— que realmente Lord Petherton lo hace?

Mitchy recapacitó sinceramente:

—¿Que si sirve de ayuda? Oh, hace lo que puede, supongo. Sí —añadió a renglón seguido—, Petherton es estupendo.

—Eres tú mismo, naturalmente —continuó su compañera—, quien más puede ayudar.

—Ciertamente, y yo también estoy haciendo lo que puedo. Así es que con tan buenos ayudantes —finalmente él semejaba haberlo aceptado todo de ella—, ¿qué es, pregunto nuevamente, eso que, según solicitas, debo dejar a tu entero arbitrio?

Nanda necesitó, mientras él seguía aguardando, algún rato para pronunciar la respuesta.

—El cumplir mi promesa —contestó.

—¿Tu promesa?

—Jamás desentenderme de ti.

—¡Ah —exclamó Mitchy—, eso está mejor!

—¡Entonces adiós! —dijo ella.

—Adiós. —Pero él se acercó a ella unos pasos—: ¿No puedo besarte la mano?

—Jamás.

—¿Jamás?

—Jamás.

—¡Ah! —espetó él excéntricamente mientras se iba de la habitación a toda prisa.