XXXI

—En tal caso creo que será preferible que aguardes —dijo la señora Brook— hasta que yo compruebe si ya se ha marchado. —Y cuando al instante siguiente se presentaron los criados con el té, tuvo oportunidad de formular su indagación—: ¿El señor Cashmore está aún con la señorita Brookenham?

—No, señora —contestó el lacayo—. Hace cinco minutos que acompañé hasta la puerta al señor Cashmore.

Durante un corto rato subsiguiente Vanderbank patentizó con su proceder lo que experimentaba a causa de no sentirse libre para comentar de inmediato aquellas palabras: moviéndose por toda la habitación sin propósito definido mientras la mesa del té era preparada por los criados y sin hacer un esfuerzo para charlar, en aras de las apariencias, sobre cualquier otro asunto. La señora Brook hizo, por su parte, tan poco esfuerzo que el silencio —que los momentáneos acompañantes de ambos tuvieron todo el efecto de prolongar a base de hacerlo todo con una perceptible lentitud— se convirtió precisamente en una de esas valiosas luces para la servidumbre que ilusamente las personas imaginan no haber encendido gracias a haberse abstenido de hablar. Pero Vanderbank retomó la palabra tan pronto como quedó cerrada la puerta:

—¿Es que Cashmore sale y entra en esta casa con tal desenvoltura sin siquiera hablar contigo?

La señora Brook dejó de contemplar la encendida chimenea que, a últimos de mayo, era el único deleite de la cruda tarde fría, y dijo:

—Es natural que a servidora le guste cerrar las cortinas y chismorrear al amor de la lumbre.

—¡Oh, «chismorrear»! —dijo fatigadamente Vanderbank mientras se aproximaba a la bonita mesa sobre la cual había sido colocado el refrigerio.

Ella, cuando estaba a punto de servirle, se detuvo:

—¿No preferirías tomar el té con ella?

Él osciló unos instantes:

—¿Es que ella toma el té por su cuenta?

—¿Quieres decir que no estabas al tanto? —La señora Brook preguntó esto con asombro—. Tal ignorancia sobre lo que hago por ella pone, creo, al descubierto cómo nos has tratado últimamente.

—¿Al no haber venido durante tanto tiempo?

—Durante más semanas, durante más meses de los que puedo contar. Prácticamente desde… ¿cuándo fue aquello?… finales de enero, aquella noche de la cena en casa de Tishy.

—Sí, aquella horrible noche.

—¿Horrible dices?

—Horrible.

—Es que todo este tiempo sin ti —explicó la señora Brook— ha sido tan desdichado que temo haber perdido toda conciencia de lo transcurrido con anterioridad. —Entonces le planteó su disyuntiva para tomar el té—: ¿Quieres tomarlo en el piso superior?

Él asió la taza:

—Sí, y aquí también. —Tras lo cual él no dijo nada más hasta que, echándole primero leche para enfriarlo, hubo concluido de beber su té—: Eso no es estrictamente cierto, bien lo sabes. He estado acudiendo aquí de visita.

—Sí, pero siempre con otras personas (te las has arreglado de algún modo): las personas inadecuadas. Eso no cuenta.

—Huy, de uno y otro modo, opino que todo cuenta. Y te olvidas de que vine a cenar.

—¡Oh… una única vez!

—La única vez que me invitaste. Así que no estropees a base de reproches tardíos la belleza de tu propio proceder. Tú has sido, como de costumbre, suprema.

—Ah, pero en ello no ha habido ninguna belleza. Exclusivamente ha habido —continuó la señora Brook— simple y desolada aceptación, que es la maldición de mi dichosa inteligencia. Nos hemos hecho añicos, pero por lo menos no soy tan tonta como para no haberlo percibido a tiempo. Desde el momento en que servidora lo percibió, ¿para qué insistir en rituales despojados de sentido? Si lo percibiste, y estuviste tan dispuesto a suprimirlos, mi papel fue el de siempre: aceptar lo inevitable. Nunca volveremos a estar unidos. El golpetazo fue demasiado violento.

Durante unos segundos Vanderbank no dijo nada; luego por fin exclamó:

—¡Tú debes saber cuán violento!

A despecho de todo, esta vez la compostura del precioso semblante femenino sobrevivió:

—¿Yo?

—El golpetazo —respondió él— fue ciertamente tan total, en mi opinión, como tu deliberación. Cada uno de los «añicos» da fe de tu victoria. Cinco minutos fueron suficientes.

Ella semejó preguntarse adonde quería él ir a parar.

—Pero a ciencia cierta no fueron minutos míos —declaró—. ¿Quién te ha dicho que yo urdí el casamiento de Mitchy?

—El casamiento de Mitchy no tiene nada que ver con ello.

—Entiendo. —Al menos, ella conservaba para beneficio de todos el antiguo interés—. Piensas que a eso sí habríamos podido sobrevivir. —Pareció brillar tenuemente una novedosa reflexión sobre aquel acontecimiento—: Me siento obligada a decir que el matrimonio de Mitchy promete peripecias.

—Triunfaste aquella velada en casa de la señora Grendon. —Él habló como si no la hubiera oído—. Fue una maravillosa actuación. Nos hiciste caer (derribando cada una de las grandes columnas en el momento oportuno) igual que Sansón hizo caer el templo. En aquel momento quedé más o menos maltrecho y sepultado, y en mi agitación y aturdimiento no comprendí plenamente qué era lo que había sobrevenido. Pero ahora sí.

—¿Estás segurísimo? —preguntó con seriedad la señora Brook.

—Bueno, yo soy bobo comparado contigo, pero ya ves que me he tomado mi tiempo. Lo he desentrañado todo. He pasado noches en vela reflexionándolo, tanto más cuanto que he tenido que hacerlo completamente a solas… estando los Mitchy en Italia y Grecia. He echado de menos la ayuda de él.

—Pues a partir de ahora la tendrás —dijo amablemente la señora Brook—. Viajan de regreso.

—Y ¿cuándo arriban?

—Cualquier día de éstos, tengo entendido.

—¿Te ha escrito Mitchy?

—No —dijo la señora Brook—; ése es el quid. Precisamente así nos hemos hecho añicos. Pero claro está que tú sí habrás recibido alguna noticia.

—Ni una palabra.

—Ah, entonces la catástrofe es absoluta.

Vanderbank meditó un instante y repuso:

—No del todo, ¿no crees?…; me refiero a que no lo será por completo a menos que Mitchy no le haya escrito a Nanda.

—Y ¿le ha escrito? —Ella había recobrado el entusiasmo.

—Oh, estoy haciendo suposiciones. ¿ no tienes idea?

—¿Cómo he de tenerla?

También a esto él le dio vueltas:

—Pues como consecuencia de que emprendieses tan brusca y portentosamente, en casa de Tishy, la acción que, unos días después tal como supe posteriormente, sería coronada con un grado de éxito todavía vigente. ¿Por qué, en resumidas cuentas (si iba a ser para saber tan poco sobre ella y no hacerte más íntima suya), forzaste la restitución de Nanda?

Había una razón nítida, según se desprendió del semblante femenino, con tal que ella consiguiese recordar cuál era:

—¿Que por qué forcé…? —Entonces, como recibiendo una iluminación, exclamó—: ¡Tiene gracia que me preguntes… a estas alturas!

—Ah, ¿has notado que no te he preguntado hasta ahora? No obstante —agregó Van con prontitud—, sé bastante bien cuánto notas las cosas. ¿Nanda no te ha contado si ha recibido noticias o no?

—Definitivamente no. Pero no supondrás, espero, que fue para fisgonear en sus asuntos para lo que la hice volver.

Ante esto, por primera vez Vanderbank se encendió con una carcajada:

—¿«Hacerla volver»? ¡Cuánto me gustan tus expresiones!

—¿Conque, a pesar de los pesares —preguntó ilusionada—, te recuerdo ligeramente los bon temps? Oh —suspiró—, actualmente ya no tengo buenas ocurrencias. Pero por supuesto Jane y yo nos vemos… aunque tampoco con tanta asiduidad como antaño. Mediante Jane es como he tenido noticias sobre lo que ella llama sus «jovencitos». Es tan chocante pintar a Mitchy como un jovencito. Él está tan viejo como la eternidad, y su esposa, que ayer mismo tenía unos seis años, en la actualidad tiene unos cuarenta a efectos prácticos. Y también he visto a Petherton —agregó la señora Brook— tras su regreso.

—Su regreso ¿de dónde?

—Caramba, ha estado con la pareja en Corfú, Malta, Chipre y no sé cuántos sitios más: navegando en yate, gastando el dinero de Mitchy, «trasteando», como lo llamó él, y no sé cuántas cosas más. Ha estado con ellos durante semanas.

—¿Hasta que Jane, quieres decir, lo ha hecho volver?

—Creo que ha debido ser eso.

—Bueno, eso es mejor —dijo Van— que si Mitchy hubiera tenido que hacerlo irse.

—¡Oh, Mitchy! —articuló polisémicamente la señora Brook.

Su visitante hizo gala de plena anuencia:

—¿Verdad que es un hombre pasmoso?

—Único.

Él guardó un breve silencio.

—Pero ¿a qué juega ella? —inquirió.

Para la señora Brook, al parecer, fue ésta una pregunta de tal variedad de aplicación que hubo de explorar empíricamente:

—¿Jane?

—Cielos, no. Creo que ya lo sabemos todo sobre «Jane», ¿verdad?

—Vaya —meditó la señora Brook—, no estoy por completo segura de saberlo todo yo. ¡Precisamente estos últimos días he recibido una novedosa impresión!

—Y bien, ¿de qué esta vez? —preguntó divertido Vanderbank al quedarse ella sosteniendo la nota.

—Huy, de aún más negras profundidades. Pero es que la pobre Jane… claro está que al fin y al cabo es humana. Está fuera de sí por una cosa y por otra… pero si quiere ser coherente no puede manifestarlo. Había insistido tantísimo en haber logrado con la ayuda de Petherton instruir a Aggie para ser una femme chamante

—…¿que ya es demasiado tarde para denunciar que ahora la ayuda de Petherton es superflua? En tal caso, ¿quieres decir que él es tan bestia que después de todo lo que Mitchy ha hecho por él…? —Ante aquella creciente imagen, Vanderbank se interrumpió por simple repugnancia.

—Yo lo creo muy capaz de considerar con una magnífica insolencia de egoísmo que lo que más ha hecho Mitchy habrá sido volver accesible a Aggie de una forma que (por decoro y delicadeza naturalmente, cosas de las que Petherton se ufana con prolijidad) desde luego ella no podía ser cuando soltera. Su casamiento lo ha simplificado todo.

Vanderbank asimiló todo aquello:

—¡Eso de «accesible» es muy bueno! Entonces (y es a lo que me refería hace unos instantes), ¿ya Aggie se ha vuelto así?

A fuer de sincera, no obstante, todavía la señora Brook sólo estaba en condiciones de hacer cábalas:

—Es exactamente lo que me muero por comprobar.

Ante esto su compañero sonrió:

—¡«Incluso en nuestras cenizas pervive la llama indómita»! Pero, en tales circunstancias, ¿qué hay del propio pobre Mitchy? Difícilmente su casamiento ha podido simplificarlo a él hasta tal grado.

Esto fue algo, a pesar de todo, que la señora Brook tuvo que sopesar:

—No lo sé. Renuncio. ¡El asunto fue la mar de extraño!

También su amigo guardó silencio, y fue como si, durante un breve rato, permanecieran mirándose mutuamente a cuenta de ello y a cuenta de lo que entre ellos no había sido dicho.

—¡Fue «desusado»! —se limitó él a dejar caer finalmente.

Apenas habría sido propio de la señora Brook, así y todo —según pareció ella sentir pasado un instante—, rodear de un exceso de silencio el asunto:

—Él hizo lo que hace un hombre (especialmente en ese respecto) cuando un hombre no hace lo que desea.

—¿Quieres decir que hizo lo que deseaba otra persona?

—Vaya, lo que él mismo no deseaba. Y si es infeliz —siguió ella— sabrá a quién quejarse.

—Oh —dijo Vanderbank—, aun cuando sea infeliz no será persona proclive a lo que podrías llamar «desahogarse» ante ella. Buscará compensaciones en otra parte y le dará igual cualquier ridículo…

—¿A quién te refieres al decir «ella»? —preguntó la señora Brook cual si intuyese que algo en su propio rostro lo había hecho callarse—. Yo no hablaba —especificó— de su esposa.

—¡Ah! —dijo Vanderbank.

—Aggie es irrelevante —insistió ella.

—¡Ah! —repitió—. ¿Te referías a la duquesa? —sugirió enseguida.

—¡No digas estupideces! —replicó ella—. Quizá él no sea infeliz (¡no lo quiera Dios!) —siguió adelante—. Pero si lo es la emprenderá con Nanda.

Van semejó dudar acerca de aquello:

—¿«La emprenderá» con ella?

—Vaya, querrá saber, tal como hace poco un norteamericano me preguntó refiriéndose a no sé quién, qué es lo que ella «va a hacer» al respecto.

Vanderbank, que había permanecido de pie, quedó paralizado ante esto durante un lapso más prolongado que ante cualquier otra cosa hasta ese instante:

—Pero ¿qué puede ella «hacer»?…

—De nuevo es exactamente lo que siento curiosidad por comprobar. —Seguidamente la señora Brook habló dirigiéndole una mirada al reloj—: Pero si no subes a verla…

—…¿mi intención de hablar con ella a solas puede acabar frustrada por la posibilidad de que ella baje al enterarse de que estoy aquí? —Él había sacado su propio reloj—. Ahora subo. Pero, a guisa de luz sobre tal peligro, ¿acaso , teniendo en cuenta las circunstancias, bajarías?

Para la señora Brook, empero, aquella luz sólo semejó tenebrosidad:

—Oh, tú no me amas a mí.

Entonces Vanderbank, con el reloj todavía en la mano, contempló fijamente, a modo de alternativa, la encendida chimenea.

—Todavía no me has respondido, ya sabes —comentó—, si actualmente el señor Cashmore se presenta aquí todos los días.

—Mi querido amigo, ¿cómo puedo saberlo? Precisamente tienes la ocasión de averiguarlo tú mismo.

—¿Sonsacándoselo a ella, quieres decir?

La señora Brook vaciló, y dijo:

—A menos que prefieras al lacayo. ¿Nuevamente necesito recordarte que, con su propia sala de estar y uno de los criados, amén de su doncella, totalmente a su disposición, la independencia de mi hija es perfecta?

Vanderbank, que había parecido estar cronometrándose, se guardó el reloj.

—En ese caso me siento obligado a decir que, en vista de un distanciamiento tan marcado, cada vez entiendo menos tu inolvidable explosión.

—Ah, ¿insistes en volver sobre ello? —preguntó ella fatigadamente—. Y, con tantas cosas como tienes en que pensar, ¿te resulta tan inolvidable?

—¡Huy, pero es que hubo una llama tan fiera en tu mirada…!

—Pues —dijo la señora Brook— ya ves que actualmente está extinguida por completo. —Ella había hablado con más tristeza que acrimonia, pero al siguiente instante su impaciencia tuvo un brote—: Hice volver a Nanda porque quise.

—Desde luego; pero lo que no discierno, ¿sabes?, es qué has ganado con ello desde entonces.

—¿Quieres decir que tan sólo he logrado que ella me odie aún más?

La propia impaciencia de Van, en el movimiento con que le volvió la espalda a su anfitriona, tuvo una eclosión aún más perentoria:

—Sabes que soy incapaz de querer decir nada semejante.

Ella guardó silencio unos instantes mientras tenía frente a sí la espalda masculina. Y replicó:

—A veces pienso en efecto que eres incapaz de nada directo y claro.

El movimiento de Vanderbank no había sido hacia la puerta, pero casi se llegó hasta ésta tras dedicarle a su anfitriona, al oír aquello, una intensa mirada. Entonces se detuvo en seco, empero, para atalayar unos instantes incluso más fijamente el sombrero que tenía en su propia mano; la consecuencia de lo cual a su vez fue que pasado un momento volviera a situarse ante el asiento de ella:

—¿No consideras que por mi parte ha sido directo y claro precisamente no haber venido durante tanto tiempo?

Otra vez ella tardó un poco en replicar.

—¿Es eso una alusión a lo que (con la pérdida de tu agraciada presencia) no he salido «ganando»? De todas formas —ella no le concedió tiempo para contestar—, seguro que te das cuenta de que eres ni más ni menos que igual de directo y claro que yo y de que ninguno de nosotros dos es una criatura de meros impulsos irreflexivos. A decir verdad hubo una época, ¿no es cierto?, en que cada uno de nosotros dos disfrutaba bastante con los oscuros abismos del otro. Si quisiera adularte —prosiguió— podría decir que, teniendo que dar vueltas y revueltas con tamaño compañero de oblicuidades, me arriesgaría a perderme en el laberinto. Pero ¿para qué imputar o recriminar? Por amor de Dios, no seamos vulgares; todavía, por mala que sea la coyuntura, no hemos llegado a eso. Yo puedo serlo, no cabe duda; algún día debo serlo: lo veo perfilarse ante mí en el infausto porvenir como un sino inevitable. Pero releguémoslo para cuando me haya vuelto vieja y horrible; ni una sola hora antes. Incluso ahora deseo vivir un poco. Así es que deberías dispensarme benévolamente… igual que yo hago contigo.

—¡Oh, ya sé muy bien —dijo Vanderbank elegantemente— que hay cosas que te abstienes de plantearme! ¡Demuestras tal tacto!

—Helo ahí. Y decididamente prefiero —continuó la señora Brook— que a eso lo denominemos delicadeza en vez de falsedad. Si consigues entender esto, tanto más que llevaremos adelantado.

—Lo que siempre entiendo mejor que nada —repuso— es la verdad general de que eres prodigiosa.

Acaso fue en cierto modo a guisa de alivio de la tensión como ella no dijo nada en contra de aquello:

—Así, por ejemplo, cuando sería tan fácil…

—…recoger estas últimas palabras mías, ¿verdad?, y analizar lo que implican, sin embargo te abstienes generosamente.

—¿Literalmente me recalcas mi oportunidad? ¡Eres quien es generoso! —dijo la señora Brook riéndose algo extrañamente.

—¿Ni siquiera te apetece preguntar —prosiguió él con un leve sonrojo— lo que sería más obvio y natural que desearas preguntar?

Interpelada sobre la cuestión de los deseos subyacentes, la señora Brook adoptó el decente recurso de parecer tratar de concederle a aquello el beneficio de todas las posibles dudas:

—¿Que si quiero, insinúas, averiguar antes de que subas lo que quieres ? ¿Te sentirás muy decepcionado —inquirió— si digo que, dado que probablemente me enteraré, como solían decimos cuando niños, de «cada cosa a su debido tiempo», puedo esperar hasta que el esclarecimiento surja por sí mismo?

Vanderbank se demoró allí:

—¡Eres astuta!

—Tú sólo tienes que serlo más.

—Eso es muy fácil de decir. En todo caso me temo que no te lo pareceré —continuó tras un pequeño silencio— si yo te pregunto a ti para qué diantres (ya que Harold está logrando mantener tan quietecita a Lady Fanny). Cashmore sigue requiriendo los consejos de Nanda.

—¡Ah, averigualo! —dijo la señora Brook.

—¿No está a buen recaudo la señora Donner?

—Averigúalo —reiteró.

Vanderbank se había llegado hasta la puerta y tenía una mano en el picaporte, pero aún faltaba algo más:

—A duras penas supondrás, imagino, que Nanda ha acabado apreciándolo «por lo que él es».

—¡Averigúalo! —Y la señora Brook, que ahora se había puesto de pie, le volvió la espalda.

Él la atalayó un momento más, después se reprimió y la dejó.