II
El señor Longdon se acercó hasta ese sitio; la pequeña Nanda estaba introducida en una acristalada madera blanca. La alzó y la sostuvo; durante unos momentos no dijo nada, mas enseguida, por encima de sus lentes, posó sobre su anfitrión una mirada aún más intensa que su escrutinio de la pálida imagen.
—¿Ahora van por ahí regalando sus retratos? —inquirió.
—¿Las muchachas, las candorosas angelitas? Desde luego, a sus amigos queridos. ¿Acaso no lo hacían en tiempos de usted?
El señor Longdon tomó a estudiar el retrato; tras una exhalación de algo entre la suficiencia y la pesadumbre, respondió:
—Nunca lo hicieron conmigo.
—¡Pues ahora puede recibir todos los retratos que quiera! —dijo riendo Vanderbank.
Con la cabeza su amigo ejecutó un lento, extraño ademán negativo:
—¡No los quiero «ahora»!
—¡Aún puede usted hacer con ellas, mi querido señor —insistió Vanderbank en el mismo tono—, todas y cada una de las cosas que yo hago!
—Estoy seguro de que no hace usted nada que no deba. —El señor Longdon todavía sostenía la fotografía y siguió mirándola—: La madre de Nanda me habló sobre ella: me prometió que la próxima vez yo podría verla.
—Debe usted verla; es una gran amiga mía.
El señor Longdon continuaba absorto:
—¿Nanda es inteligente?
Vanderbank le dio vueltas a aquello y replicó:
—Vaya, ya me contará usted si se lo parece.
—¡Oh, con una muchacha de diecisiete años…! —protestó el señor Longdon como temeroso de tener que pronunciarse—. ¿Esta, también, tiene diecisiete?
Una vez más Vanderbank reflexionó, y contestó:
—Dieciocho. —De nuevo hizo una tregua, luego espetó—: Bueno, digamos casi diecinueve. Asisto a todos sus cumpleaños —dijo riéndose.
Su compañero se aferró a esa idea:
—¡Palabra de honor que lo mismo me gustaría hacer a mí! ¿Cuándo es el próximo?
—Aún le queda a usted tiempo de sobra: el 15 de junio.
—Lamento mucho tener que aguardar. —Depositando el objeto que había estado examinando, el señor Longdon se dio otro paseo por la habitación, y su porte constituyó tal apelación a su anfitrión para que excusara su continua agitación que, desde el extremo de un sofá, este último lo contempló con aprobación—. Hace un instante le dije que conocí a todas las madres, pero habría hecho más honor a la verdad decir a todas las abuelas. —Se detuvo frente al sofá, después hizo un gesto hacia la imagen de Nanda—: Conocí a la de ella. Dio una cifra más baja.
Vanderbank permaneció más bien sin comprender:
—¿La vieja dama? ¿Qué cifra?
Por un instante, el semblante del señor Longdon denotó que tanteaba el camino:
—Me refería a la señora Brookenham. Me contó que su hija sólo tenía dieciséis años.
Ante el tono de esta afirmación, se desbordó el regocijo de su compañero:
—¡Suele hacerlo! Lleva haciéndolo, creo, desde hace uno o dos años.
El señor Longdon se dejó caer en el sofá como bajo el peso de algo repentino y novedoso; luego, desde donde se había sentado, con un pequeño movimiento brusco arrojó al fuego la colilla de su cigarrillo. Vanderbank le ofreció uno nuevo, y mientras él lo aceptaba y lo encendía dijo:
—No sé qué extraño influjo ejerce usted sobre mí: ¡en casa nunca fumo tantísimo! —Pero se puso a fumar a chupadas cortas y, estando sentado tan próximo a Vanderbank, puso su propia mano sobre el hombro de éste como para ayudarse a expresar algo demasiado delicado para sacarlo a la luz y sin embargo demasiado importante para guardárselo—. Ahora bien, ésa es la clase de cosa a que me refería… como una de mis impresiones. —Vanderbank siguió desorientado, y él continuó—: Aludo (si no le importa que lo diga) a lo que usted ha dicho hace un momento.
Vanderbank cobró conciencia de un profundo deseo de sonsacarle lo que quiera que fuese que acechara dentro de él: así de perceptible resultaba, extrañamente, que lo que quiera que hubiese de bueno dentro de él era asimismo enteramente personal. Mas nuestro joven amigo hubo de meditar unos instantes:
—Entiendo, entiendo. Nada es más probable que yo haya dicho alguna bellaquería; pero ¿cuál de mis precisas atrocidades?
—Pues bien, haber insinuado que ella rebaja la edad de su hija…
—…¿para hacer otro tanto con la suya propia? —Vanderbank lo afrontó abiertamente—: ¿Ha sido una bellaquería hacer eso? Entiendo, entiendo. Sí, sí: puede decirse que la he puesto al descubierto, y a usted le parece chocante (y es encantador que deba parecérselo) porque usted pertenece, desde todo punto de vista, a una tradición mejor y, sabiendo que la señora Brookenham es amiga mía, no puede concebir que uno le haga a una amiga una jugarreta tan vulgar y odiosa. Además probablemente usted imagina que es el tipo de cosa que debemos de estar haciéndonos constantemente unos a otros: le da la impresión de que, a diestra y siniestra, probablemente, nunca nos cansamos de hacemos jugarretas. Bien, pues seguramente es así. Sí, «si nos paramos a reflexionarlo», como dicen en Norteamérica, eso es lo que hacemos. Pero ¿qué quiere que le diga? A efectos prácticos todos lo sabemos y lo toleramos, y no nos preocupa mayormente. A fin de cuentas, ¿qué es la vida londinense? ¡Un donde-las-dan-las-toman!
—Caramba, y ¿qué hay de la amistad? —preguntó el señor Longdon seria y conmovedoramente, mientras seguía asiendo el brazo de Vanderbank como bajo el conjuro de las vividas explicaciones con que había sido obsequiado.
El joven no hizo sino acoger su mirada con aún mayor cordialidad:
—¿La amistad?
—La amistad. —El señor Longdon mantuvo el pleno valor de la palabra.
—Pues —aventuró su compañero— me atrevería a decir que de ningún modo la amistad es en Londres lo mismo que en Beccles. Eso es lo que quiero literalmente decir —agregó corroboradoramente Vanderbank—; en verdad nunca he creído en la existencia de la amistad en las grandes sociedades: en las grandes ciudades y las grandes muchedumbres. Es una planta que requiere tiempo y espacio y aire; y la sociedad londinense es una enorme «aglomeración», como la denominamos elegantemente: una turba asfixiante, opresiva, sudorosa, parlanchina.
—¡Ah, no diga eso de ustedes! —protestó el señor Longdon retirando su mano y con un visible escrúpulo ante el generalizador comentario suscitado.
—¡Sí, sí, digámoslo, por el amor de Dios: dejemos que alguien lo diga, para que sirva de algún provecho, cualquiera que sea éste! Es imposible decir demasiado; es imposible decir bastante. Nadie puede decir nada que yo no esté dispuesto a ratificar.
—Eso demuestra que es cierto que a usted le da igual —repuso penetrantemente el anciano.
—¡Ah, somos irredimibles, si es a eso a lo que se refiere! —dijo riendo Vanderbank.
—¡Le da igual, le da igual! —reiteró su visitante—; y (si puedo ser sincero con usted) no me extrañaría que fuera toda una lástima.
—¿Una lástima que me dé igual?
—No debería ser así, no debería ser así. —El señor Longdon hizo una pausa—. ¿Puedo decir todo lo que pienso?
—¡Le aseguro que eso voy a hacer yo! Es usted enormemente interesante.
—Y usted también, si a eso vamos. Es precisamente lo que se me ha metido en la cabeza. ¡Me parece discernir en usted algo…! —Abruptamente dejó inacabado este comentario, empero, para tomar otra dirección—: Recuerdo al resto de la familia de usted, pero ¿por qué yo nunca lo había visto a usted?
—Yo debía de estar en la escuela, o en la universidad. Tal vez conoció usted a mis hermanos mayores y menores.
—Había un chico que acudía a Malvern con la madre de usted. La frecuenté allí durante tres meses en… ¿qué año fue ése?
—Sí, ya sé —repuso Vanderbank mientras su invitado procuraba fijar la fecha—. Se trataba de mi hermano Miles. Era endiabladamente inteligente, pero andaba mal de salud el pobrecillo, y lo perdimos a sus diecisiete años. Mi madre alquilaba residencias en lugares como ése y lo llevaba allá: se suponía que eso lo beneficiaba.
El señor Longdon había atendido evocándolo nítidamente:
—Él solía charlar conmigo: recuerdo que me planteaba preguntas que yo no sabía contestar y me hacía sentirme totalmente abochornado. Pero yo le prestaba libros… en parte, palabra de honor, para hacerlo creer que, ya que yo los tenía, sí sabía alguna que otra cosilla. Él leía de todo y tenía mucho que decir acerca de todo. Yo solía decirle a su madre que él tenía un gran futuro.
Vanderbank meneó la cabeza triste y compadecidamente:
—Ciertamente lo tenía. Y recordará usted a Nancy, que era bastante guapa y normalmente iba con ellos —continuó.
El señor Longdon semejó tan inseguro que él explicó que se refería a su otra hermana; ante lo cual su compañero dijo:
—¿Ah, ella? Sí, era encantadora; evidentemente también ella tenía todo un futuro.
—Pues actualmente está inmersa en él. Está casada.
—Y ¿quién es su marido?
—Un sujeto apellidado Toovey. Un hombre que trabaja en la City.
—¡Ah! —dijo algo perplejo el señor Longdon. Después inquirió como para subsanar su perplejidad—: Pero ¿por qué la llama usted Nancy? ¿Su nombre no era Blanche?
—Exacto: Blanche Bertha Vanderbank.
El señor Longdon pareció mitad desconcertado, mitad afligido:
—¿Y ahora es Nancy Toovey?
Advirtiendo su consternación, Vanderbank prorrumpió en carcajadas:
—Así es como la llaman todos.
—Pero ¿por qué?
—Nadie lo sabe. Ya ve que estaba usted en lo cierto respecto de lo de su futuro.
El señor Longdon emitió otro de sus suaves suspiros ahogados; había vuelto a encararse con la primera de las fotografías, que contempló durante un rato más prolongado.
—Pues no eran ésas las ideas de ella —comentó.
—¿Las de mi madre? Ciertamente no. ¡Ah, las ideas de mi madre! —Vanderbank guardó silencio, después añadió con gravedad—: Falleció a tiempo.
El señor Longdon hizo un ademán de darse la vuelta y pareció en un tris de responder algo a esto; pero en vez de ello tornó a entregarse a un examen del expresivo óvalo en el marco de felpa rojiza. Alzó a la pequeña Aggie, quien pareció interesarlo, y comentó abruptamente:
—Nanda no es tan bonita.
—No, ni por asomo. Habría que ver si puede decirse que Nanda sea bonita en modo alguno.
El señor Longdon siguió inspeccionando a la muchacha más favorecida; lo cual lo movió a espetar tras un instante:
—Debería serlo, ¿sabe usted? La abuela de Nanda lo era.
—Huy, y la madre de Nanda lo es —intervino Vanderbank—. ¿No considera usted preciosa a la señora Brookenham?
El señor Longdon lo hizo aguardar unos instantes, y por fin dijo:
—No tan preciosa como Lady Julia. Lady Julia tenía… —Titubeó; después, como si hubiese demasiado que decir, zanjó la cuestión—: Lady Julia lo tenía todo.
Del sonido de estas palabras Vanderbank sacó una impresión que lo indujo cada vez más a la diplomacia:
—Pero ¿no es eso precisamente lo que también tiene la señora Brookenham?
Esta vez el anciano fue raudo:
—Sí, es muy brillante, pero eso es algo bien distinto. —Depositó a la pequeña Aggie y comenzó a desplazarse como sin un propósito definido; pero enseguida Vanderbank advirtió que su propósito era echarle un nuevo vistazo a la otra muchacha. Como por casualidad y distraídamente, volvió a inclinarse hacia el retrato de Nanda—: Lady Julia era exquisita, y esta jovencita es exactamente igual que ella.
Vanderbank, cada vez más consciente de que algo lo trabajaba por dentro, se sentía cada vez más interesado.
—Si Nanda es tan igual que ella, ¿ella era tan exquisita? —aventuró.
—Oh sí; todo el mundo convenía en ello. —El señor Longdon mantuvo la mirada sobre aquel rostro, un poco intentando, según llegó a pensar Vanderbank, ocultar el suyo propio—. Fue una de las mayores bellezas de su época.
—En tal caso, ¿Nanda es tan igual que ella? —insistió Vanderbank, divertido ante la diafanidad de su amigo.
—Asombrosamente. Su madre me lo ha contado todo sobre ella.
—¿Le ha contado que es tan bella como su abuela?
El señor Longdon le dio vueltas a aquello:
—No: que tiene exactamente la misma expresión que Lady Julia. No cabe duda de que la tiene: puedo verlo aquí. —Se mostraba deliciosamente taxativo—. Se parece muchísimo más a la muerta que a la viva.
En estas palabras Vanderbank percibió demasiadas honduras como para no explorarlas hasta el final. Una fue, sin ir más lejos, que su amigo no había sucumbido más que parcialmente al atractivo de la señora Brookenham, si es que de hecho, merced a una refinada originalidad, no se había sustraído enteramente al mismo. Esto por sí solo, para un observador profundamente versado en esta dama, resultaba gracioso e intrigante. Otro síntoma fue que se notó a sí mismo, a despecho de semejante ruptura en la cadena, nítidamente predispuesto en favor de Nanda.
—Entonces, si Nanda es una reproducción tan vivida de Lady Julia —insinuó el joven—, ¿por qué le parece a usted mucho menos bonita que la extranjera amiga de Nanda, amiga que pensándolo bien tampoco es ningún portento?
El destinatario de esta apelación, con una de las fotografías en la mano, dirigió un vistazo, mientras reflexionaba, a la otra. Entonces dijo con una sutileza que de momento estuvo a la altura de la de Vanderbank:
—Usted mismo acaba de decirme que la personita extranjera…
—…¿es con mucho la más preciosa de las dos? En efecto. Pero usted ha convenido sin tardanza. Es la primera vez —prosiguió Vanderbank, a fin de dejarlo en la estacada con mayor delicadeza— que oigo que la señora Brookenham reconoce la pinta de la muchacha.
—¿La de su propia hija? ¿«Reconocerla»?
—Me refiero a afirmar que es siquiera tan buena como realmente lo es. A mí mismo, debo decírselo, su pinta me agrada inmensamente. Creo que la nieta de Lady Julia tiene en su rostro, pese a todo…
—¿Qué entiende usted por todo? —espetó el señor Longdon con tal aproximación al enojo que el regocijo de su anfitrión rebosó.
—Ya lo verá… cuando lo vea. Nanda no tiene rasgos. No, ni uno solo —ahondó Vanderbank inexorablemente—; a no ser que digamos que tiene dos o tres de sobra. Lo que iba a decir es que Nanda exhibe en su expresión todo lo que de encantador hay en su carácter. Pero la belleza, en Londres —y, notando que había conquistado la atención de su visitante, se dio el gusto de desarrollar libremente su idea—, la belleza sensacional, cegadora, chillona y despampanante, tan obvia como un cartel en una valla, un anuncio de jabón o whisky, algo que llame la atención de la muchedumbre y atraviese las candilejas, alcanza tal cotización en el mercado que la ausencia de ella inspira, en una mujer con una hija casadera, infinitos terrores y constituye para la desventurada pareja (por referirnos tan sólo a madre e hija) una especie de bancarrota mundana. Londres no adora lo latente o lo prometedor, no tiene tiempo ni gusto ni sensibilidad para nada que sea menos palmario que la bandera roja en la parte delantera de una apisonadora. Quiere el dinero a tocateja y letras de tres metros de altitud. Por consiguiente, ya lo ve, para la pobre Nanda todo esto es un feo asunto: un asunto que, en cierto modo, acapara el primer término de la pequeña vida interior de su madre. ¿Qué pinta tendrá, qué se opinará de ella y qué estará en condiciones de lograr? Ella está atravesando una edad en que toda esta cuestión (hablo de su apariencia, de su posible cuota de rasgos cautivadores) está todavía, valga la expresión, en tinieblas. Pero de ello depende todo.
A estas alturas, el señor Longdon había vuelto a situarse cerca de él:
—Disculpe que me repita (es que incurre usted en cada elipsis…), pero, de nuevo, ¿qué entiende usted por todo?
—Caramba, su casamiento, naturalmente. Y sobre todo que su casamiento sea rápido.
El señor Longdon permaneció frente al sofá:
—¿Qué entiende usted por rápido?
—Vaya, por aquí sin duda nos levantamos más tarde que en Beccles; pero eso nos da, ya ve usted, días más cortos. Entiendo antes de un par de temporadas. Lo bastante pronto —amplió Vanderbank— para atajar la desazón… —Otra vez se interrumpió, con buen humor, ante la expresión de su amigo.
—¿Qué entiende usted por la desazón?
—Pues la contrariedad de que ella esté presente.
—De que ella esté presente ¿dónde?
—¡Vaya que es usted exhaustivo! —dijo riéndose Vanderbank. Pero se mostró perfectamente dispuesto—: Fuera del cuarto de los niños, que es donde está actualmente. En el salón de tertulias de su madre. Junto al fuego del hogar de su madre.
El señor Longdon se quedó extrañado:
—Pues ¿dónde debería estar si no?
—Junto al de su propio marido, ¿no se da cuenta?
El señor Longdon miró como si se diera perfecta cuenta, mas no por ello estuvo dispuesto, en lo relativo a su indagación primordial, a ser desviado:
—Oh, desde luego —respondió con una leve rigidez—, pero no como si la hubieran introducido arrojándola por la chimenea. Cada cosa a su debido tiempo.
Vanderbank volvió las tomas contra él:
—¿Qué entiende usted por su debido tiempo?
—Caramba, el suficiente para que ella se haga amar.
Vanderbank se quedó pasmado:
—¿Por los hombres que acuden de visita a esa casa?
El señor Longdon atenuó ligeramente esa manera de expresarlo:
—Sí, y dentro del círculo social de su propia familia. ¿Dónde está la «desazón»… de que ella sea aceptada como miembro del mismo?