XIX

En Mertle muchas cosas le resultaban extrañas al interlocutor de la duquesa, pero acaso ninguna se lo había resultado tanto como la visión de esta medida tomada para la protección de Aggie: una medida tomada para que ésta no dejara de ser lo que debía ser una jovencita de su edad y de su monde, como habría dicho su tía. Además lo más extraño de esta impresión estaba en que era posible que realmente aquella diligencia tuviera su lado bueno y que realmente milord entendiera mejor que nadie toda la teoría de su aristocrática amiga sobre peligros y precauciones. La propia muchacha —de eso estuvo bastante seguro el espectador de este incidente— no entendía nada, pero los entendimientos que la rodeaban, llenando todo el aire, lo volvían un compuesto más denso de respirar que ninguno que alguna vez hubiese inhalado el señor Longdon. Para él dicha densidad había ido aumentando en el transcurso del prolongado y dulce día estival, y había algo que la volvía definitivamente opresiva en el hecho de hallarse finalmente acomodado junto a la duquesa. Mas no por ello era éste un encuentro para eludir el cual habría estado dispuesto a servirse de algún pretexto decente. Al punto a que él había llegado, con tantos refinados misterios danzando a su alrededor, había alivio más bien que preocupación en la idea de por fin enterarse de lo peor; y extrañamente le parecía natural no sólo que la duquesa estuviera al corriente de lo peor sino además que se sintiera propensa a comunicarlo en cualquier charla personal. Lo ponía un poco nervioso el hecho de que una persona que tenía tratos con Lord Petherton lo valorara tanto como para anhelar tenerlos también con él mismo: una tal persona debía poseer ora una amplia gama espiritual, ora una exorbitante idea de la gama de él. De hecho, cierto es que el propio señor Mitchett debía de tener los más singulares tratos y sin embargo actualmente él se sentía bastante a gusto en compañía del señor Mitchett. Su anfitrión, empero, era un individuo sui generis, la incoherencia de apreciar al cual él había aceptado, de una vez por todas, en aras de la necesidad que ocasionalmente sentía de dejar constancia de no ser intransigente. En el fondo quizá apreciaba sumamente a Mitchy porque Mitchy apreciaba sumamente a Nanda; aparte que alrededor del anciano aleteaba la tenue fragancia de la superstición según la cual la hospitalidad no rehusada es una de esas cosas que «obligan». Para el señor Longdon obligaba tanto en lo tocante a los modales como a las opiniones, y en la especial medida en que ahora se sentía obligado lo habría hecho preguntarse, de haber tenido verdaderamente una mala opinión, qué diablos era entonces lo que hacía él en este momento en la residencia de ese hombre. Todo lo cual no impedía que algunas de las insólitas transigencias de Mitchy —si de veras eran transigencias— no lo aliviaran precisamente, por sí mismas, de su vaga inquietud, una inquietud que jamás había sido tan grande como en el instante en que escuchó a la duquesa decirle abruptamente:

—¿Sabe usted lo que pienso sobre Nanda? Tengo un especial deseo de hacérselo saber; ésa es la razón, a decir verdad, de que yo le haya echado a usted el guante así de violentamente. Nanda, mi querido amigo, debería casarse cuanto antes.

Esto era más interesante de lo que él se había esperado, y el efecto producido por su interlocutora, que a ella misma indudablemente no se le escapó, se manifestó en el reprimido sobresalto de él:

—Hasta ahora no había habido ningún motivo para que yo imaginara que tenía usted una opinión sobre este punto; pero yo mismo ya me había formado una, y no sé por qué no habría de declarar con franqueza que coincide asombrosamente con la que acaba usted de expresar. El casamiento de Nanda sería una cosa muy buena.

—¿Una cosa muy buena pero no de mi incumbencia? —La osadía de la duquesa no careció de amigabilidad.

Fue debido a esta circunstancia por lo que tal vez su compañero meditó un instante:

—Probablemente no me convenga decir eso: le proporcionaría a usted una fácil oportunidad de replicarme debidamente. Nada impide afirmar que es una cosa de su incumbencia tanto o más que de la mía.

—Bueno, ha de ser de la incumbencia de alguien, ¿no? Se supone que es de la de su madre, o de la de su padre; pero en este país los padres se han emancipado aún más que los hijos. Suponga, en verdad, ya que ello parece no ser asunto de nadie, que usted y yo lo convertimos en asunto nuestro. No es necesario que ninguno de nosotros dos —continuó— tenga que explicarle sus motivos al otro, aunque yo estoy perfectamente dispuesta, se lo aseguro, a poner mis cartas sobre la mesa. Usted tiene sus sentimientos… todos sabemos que son admirables. Yo, por mi parte, tengo los míos… en favor de los cuales no pienso afirmar sino que son intensos. Pueden pasarse sin ser admirables, puesto que están henchidos de resolución. Por lo demás, puedo mencionar que son más hermosos que feos. Edward y yo estamos unidos por un cousinage… ¡aunque para lo que él hace por fomentarlo! Aun cuando él se desentienda de sus hijos y los mande a jugar a la calle, yo les presto la suficiente atención como para abalanzarme de vez en cuando para evitar que los atropellen. Y para Nanda quiero ni más ni menos que al hombre a quien ella misma quiere: no es como si yo quisiera para ella un enano o un jorobado o un coureur o un borracho. Vanderbank es un hombre a quien cualquier mujer, ¿no le parece?, se alegraría (a quien más de una mujer se alegra) de disfrutar: beau comme le jour, rematadamente vanidoso y rematadamente paternalista, pero inteligente y triunfador y no obstante estimado, y sin, por lo que sé, ninguno de los horribles estorbos que en este país tan a menudo empañan el atractivo de aun las personas más agradables. No tiene cinco espantosas hermanas incasadas cuyas visitas deba su esposa soportar constantemente. Aquí la forma en que las hermanas no se casan es la ruina de la alta sociedad, y personas muy fiables me han asegurado (aunque yo personalmente no esté tan enterada) que también es la mina de la conversación y de la literatura. ¿No es precisamente un poco para evitar que la propia Nanda se convierta en esa clase de estorbo (digamos para el propio Harold o bien, un día de éstos, para su hermano y hermana menores) por lo que amigos como usted y yo vemos la importancia de movilizamos antes de que sea tarde? Naturalmente se supone que ella es joven, pero en realidad tiene toda la edad que uno se figure: el mundo londinense las desgasta y las magulla terriblemente.

Ella había ido rápido y llegado lejos, pero al señor Longdon le había dado tiempo de sentirse perfectamente a flote. En todo aquello había tantísimas cosas que comentar, que él puso la mano —cuya flojedad, según no dejó de percatarse él mismo, lo puso en evidencia— sobre la que le quedaba más cerca:

—Quia, salta a la vista que la madre de Nanda (después de veinte años viviendo inmersa en el mundo londinense) sigue bastante lozana.

—¿Lozana? ¿Le parece lozana la señora Brook?

La duquesa tenía un estilo que, en su omnisapiencia, producía más humillación que ánimo; pero él se sintió tanto más decidido por ser consciente de sus propias reticencias:

—Creo que se puede tildar de lozano el parecer tener treinta años.

—Desde luego eso sería perfecto. Pero no es el caso de ella: ella parece tener tres. Sencillamente parece un bebé.

—¡Ah, duquesa, en verdad se muestra usted muy quisquillosa! —repuso él, dándose cuenta de que, así como hasta el más sufrido acaba por rebelarse, a veces la propia angustia puede transformarse en humorismo.

Ella lo encaró a su particular modo:

—Sé lo que digo. Mi sobrina es una persona a quien yo llamo lozana. Está garantizada, como dicen en las tiendas. Por otra parte —siguió—, si una mujer casada ha sufrido, eso no es más que parte de su estado civil. Elle l’a bien voulu, y cuando te has casado te has casado; la aflicción es el humo (¡o llamémoslo el hollín!) de la lumbre. De sobra sabe usted —continuó con rotundidad— que la situación de Nanda lo horroriza.

—¡Hombre, tanto como «horrorizarme»! —protestó él restrictivamente.

Aquello llegó a poner ligeramente a prueba la paciencia de su compañera:

—Ahí lo tiene: el típico carácter inglés; ustedes nunca arrostran las consecuencias de sus pareceres. Es pasmoso lo que están dispuestos a hacer con una cosa (cualquier cosa que no pueda cazarse o con la cual no pueda hacerse dinero) antes que examinar sus implicaciones. Si yo deseara salvar a la muchacha como usted lo desea, sabría exactamente de qué. Pero ¿por qué diferir por cuestión de motivos —preguntó— cuando opinamos al unísono en cuanto al hecho? No voy a hablar del mayor de los méritos de Vanderbank —agregó—: ser amigo de una persona tan encantadora. ¡Con lo cual, permítame aclarárselo sin pérdida de tiempo —exclamó riéndose—, no me refiero en absoluto a la señora Brook! La señora Brook es encantadora, si así lo quiere usted, pero créame cuando le digo, caro mio (si es que le hace falta que se lo digan), que para influir eficazmente sobre él usted vale por veinte como ella.

Lo que resultó más perceptible en el señor Longdon es que, dejando aparte cómo le habían llegado, rara vez anteriormente había recibido, en una sola andanada, tantas cosas sobre las que meditar. De nuevo el único modo de salir airoso fue concentrarse en la que tenía más a mano:

—Cuando usted habla de influir eficazmente, ¿se refiere al problema de hacerlo declararse a Nanda?

Fue aristocrático el asentimiento de la duquesa:

—Usted puede lograr que él se le declare; usted puede lograr, quiero decir, que ello sea inevitable. Usted puede doter a la novia. —Después, como por mor de completar, con benevolencia y sin medias tintas, la imperfecta comprensión de su compañero, manifestó—: Usted puede hacer una asignación monetaria en favor de ella que la convierta en todo un parti. —Tal vez la comprensión de él fuese imperfecta, pero de todas formas bastó para hacerlo ponerse colorado hasta la raíz del cabello, y tamaño indicio fue aprovechado por la duquesa con no menor celeridad—: El pobre Edward, bien lo sabe usted, no le donará a su hija ni un penique.

Decididamente ella iba rápido, pero en un instante el señor Longdon ya se había puesto a su altura:

—¿El señor Vanderbank (si no la interpreto mal) exigiría por parte de su esposa algo de esa clase?

—Disculpe: ¿quién (en el mundo en que nos movemos todos nosotros) no exigiría lo mismo? El señor Vanderbank, según me han informado, no tiene ahorrado ningún dinero, conque si no cree en matrimonios indigentes no seré yo quien se sienta escandalizada. En cuanto a mí misma, sencillamente desprecio tales matrimonios. Él no cuenta más que con un modesto salario oficial. Aunque es bastante para uno, sería bastante poco para dos… y sería aún menos para media docena. Nuestra dichosa parejita son de ese tipo de personas que aspiran a tener una bonita típica familia inglesa.

Ahora el señor Longdon lo había asimilado todo completamente:

—A lo que en definitiva va a parar la idea que tiene usted la bondad de exponerme, es a sobornarlo para que la despose.

La duquesa siguió mostrándose condescendiente, pero le clavó la mirada:

—Dice usted eso como si se sintiera escandalizado, pero si se lo plantea al señor Van no creo que se escandalice él. Y no me persuadirá usted —continuó incisivamente— de que usted mismo no había pensado ya anteriormente en planteárselo. —Ella mantuvo la mirada en él, y enseguida el efecto de la misma, bien pronto visible en el rostro masculino, fue de una índole capaz de volverla exultante de felicidad—: ¡Hay que ver qué transparente es usted, querido amigo!; sólo hace falta decirle «¡bú!» para hacerlo confesar. Consciente o inconscientemente (más bien lo primero, me inclino a pensar), usted ya lo había seleccionado a él para ella. —Guardó silencio un instante para gozar de su triunfo; tras lo cual continuó—: Y la había seleccionado a ella para él. Estoy caracterizándolo a usted, me dirá (pues ya lo veo venir), como uno de esos horribles metomentodos bienintencionados que son lo peor que hay, pero no tiene sino que pensar un poco (si se me permite llegar así de lejos) para ver que no es precisa ninguna «caracterización» en absoluto. Usted tiene un único vínculo con los Brook, pero se trata de un vínculo dorado. ¿Cómo podemos todos, a estas alturas, no haber calibrado y admirado la belleza de sus sentimientos hacia Lady Julia? Helo ahí: lo hago estremecerse; hablar de ello es profanarlo. Pues entonces, claro que sí, no hablemos de ello, pero actuemos basándonos en ello. —Por fin él había apartado de ella la mirada, y ahora se limitó a contemplar, desde la atalaya de su elevada ubicación, únicamente la belleza del lugar y de la hora, lo cual incluyó una ojeada a Lord Petherton y la pequeña Aggie, quienes, abajo en el jardín, paseaban lentamente en familiar unión. Cada uno tenía su mano en la del otro, balanceándose suavemente mientras ambulaban; no había duda de que su charla versaba sobre flores y frutos y pájaros; eran casi como padre e hija. Y, en resumidas cuentas, desde un kilómetro de distancia se veía que ellos no flirteaban. A nuestro amigo lo asaltaba el aturdimiento en insólitas, frías ráfagas: ráfagas arbitrarias y caprichosas; una de ellas, en todo caso, durante esta pausa de su compañera, debió de rugir en sus propios oídos. Por lo tanto, ¿no sería como una continuación de ese estruendo como la oyó volver a hablar?—: Naturalmente estará usted enterado de la tesitura de la pobre muchacha.

Él tardó un buen rato en reaccionar.

—¿Está usted enterada? —preguntó manteniendo desviada la mirada.

—Si su pregunta es irónica —dijo ella riéndose—, habría podido ahorrarse perfectamente la ironía. Me avergonzaría de mí misma si, dado mi parentesco y mi interés, no me hubiese ocupado de cerciorarme. Nanda está verdaderamente enferma (tan enferma como un gatito) de pasión. —Fue con una intensidad de silencio como el señor Longdon pareció aceptar esto; durante un rato quedó mudo hasta el punto de que ni siquiera aquella comparación extravagante logró arrancarle una natural exclamación. Una vez más la duquesa, en consecuencia, vio aquí una oportunidad—: A usted sin duda ya se le ha ocurrido que, toda vez que sus propios sentimientos hacia la viva son el maravilloso fruto de sus propios sentimientos hacia la muerta, habría un sacrificio en memoria de Lady Julia más exquisito que ningún otro.

Ante esto finalmente el señor Longdon se volvió hacia ella y dijo:

—¿La tentativa (siguiendo las directrices apuntadas por usted) en pro de la felicidad de Nanda?

Verdaderamente ella ardió de esperanzas:

—¡Y, merced al mismo criterio, un soberano caso de justicia poética! Sin duda el más precioso, en mi opinión, que jamás se habrá visto.

Así, durante algún rato más, permanecieron sentados cara a cara.

—Por mi parte no veo que haya ninguna dificultad —dijo él al fin—. Sucede que sé, lo confieso, que la propia Nanda desea anhelantemente la ejecución del proyecto de usted.

La sonrisa de la duquesa no delató ninguna sorpresa ante aquel efecto de su propia elocuencia:

—Usted no es hábil escurriendo el bulto. El anhelante deseo de Nanda se opondrá inevitablemente a toda posibilidad de casarse con cualquiera que no sea Vanderbank. Si ella misma desea que yo triunfe a la hora de cazar al señor Mitchett, ¿qué indicio más incontestable de su atolladero íntimo puede pedirse? Pero ya cuenta usted con sobrados indicios, lo noto —se amonesto a sí misma—; podemos obviarlos todos. Desde el principio me he dado perfecta cuenta de que la única dificultad provendrá de la madre de Nanda… pero asimismo de que esa dificultad será ardua.

Tal vez el gesto con que el señor Longdon se quitó los lentes denotara un cierto miedo de ahondar demasiado en lo que veía la duquesa.

—No se me ha escapado que la señora Brookenham apoya al señor Mitchett —comentó él.

Pero aquello no iba a valerle para escabullirse. Ella observó:

—Entonces no ha permanecido usted ciego, colijo, ante los motivos que ella tiene para hacer tal cosa. —Acaso él no hubiese permanecido ciego, mas su visión, ante esto, no demostró gran agudeza, y ello determinó a su interlocutora a enfilar el atajo más corto—: Ella apoya al señor Mitchett porque quiere al «querido Van» para ella sola.

Él no fue inconsciente de haberse quedado mirándola fijamente:

—¿En qué sentido lo quiere para ella sola?

—Ah, el sentido ha de ponerlo usted; yo sólo puedo presentarle el hecho… y es el hecho lo que nos preocupa. Voyons —espetó casi irritadamente—; no trate de crear oscuridades innecesarias mostrándose innecesariamente ingenuo. Por lo demás, no estoy dedicándome a viciar su ingenuidad. Dele usted cualquier sentido que milagrosamente sea capaz de satisfacer su indulgente imaginación inglesa: yo no insisto ni remotamente en que tenga que ser un sentido siniestro. Ella lo quiere a él para sí sola… eso es todo cuanto digo. «Pourquoi faire?», pregunta usted… o más bien, por ser demasiado tímido, no lo pregunta, pero le gustaría preguntarlo si se atreviera o si no temiera ofenderme. Yo no puedo ofenderme, pero, a decir verdad, pese a ello no puedo contestarle. La situación es, pienso, de una índole que no comprendo. Yo comprendo o bien una cosa o bien la contraria: comprendo que se tome posesión de un hombre o que se lo deje en paz. Pero realmente la señora Brook me supera. En todo caso usted debe juzgar por sí mismo. Claro está que Vanderbank podría darle explicaciones si quisiera… pero no estaría bien que quisiera. Conque lo único que nos incumbe es que a la hora de los hechos ella está en contra nuestra. Yo sólo puedo manejar a Mitchy a través de Petherton, pero la señora Brook puede manejarlo directamente. Por otro lado ésa es la manera en que usted, mi querido amigo, puede manejar a Vanderbank.

Como resultado de esta vivida alocución, una cosa se perfiló nítidamente por encima del resto al modo de ver de la pugnaz conciencia del señor Longdon, pero la consternación de éste necesitó un rato para conseguir verbalizarla:

—Puedo asegurarle categóricamente que el señor Vanderbank no abriga ningún sentimiento hacia la señora Brookenham…

—…¿que él no pueda mantener oculto por el simple procedimiento de cerrar la boca y no soltar prenda? Nunca he pretendido que no sea así, y a usted no le tengo reservado nada tan alarmante (rassurez-vous bien!) como pedirle que lo invite a sofocar una pasión hacia la madre a fin de desarrollar otra hacia la hija. No se espante de todo este asunto por culpa de un temor prematuro. Nunca he supuesto que sea él quien quiera retenerla a ella. Él no está enamorado de ella… ¡esté tranquilo! Pero ella es muy divertida…, muy pero que muy divertida. Le hago perfecta justicia. Tal como aquí son las mujeres, ella es excepcional. Si fuera francesa sería una femme d’esprit. Ha inventado una nuance muy peculiar y lo ha hecho todo ella sólita, pues Edward figura en su salón sólo como uno de esos sorprendentes extintores de incendios que hay en los pasillos de ciertos hoteles. Él no es más que un cubo colgado de un gancho. A los hombres, a los hombres jóvenes e inteligentes, les parece una casa (y bien sabe Dios que están en lo cierto) donde hay suficiente espacio intelectual para moverse, libertad de conversación. Y es que en su mayoría las tertulias inglesas son como una cuadrilla bailada dentro de una garita de centinela. Usted me dirá que llegamos más lejos en Italia, y yo no lo negaré, pero en Italia tenemos el sentido común de no tolerar la presencia de muchachitas en la habitación. Los hombres jóvenes rondan a la señora Brook y los hombres inteligentes le ofrecen continuos comentarios descacharrantes que le resultan de lo más sustanciosos. Ella está ante un aprieto inaudito: debe elegir entre sacrificar a su hija y sacrificar lo que ante mí llamó una vez sus aficiones intelectuales. El señor Vanderbank, ya lo ha visto usted mismo, es de entre dichas aficiones una de las más practicadas, una de las más asiduas. Hace tres meses (ello ya no podía ser demorado por más tiempo). Nanda comenzó a «sentarse»: a estar presente, junto a la mesa del té, con una apariencia modosa e ingenuamente abstraída.

—Disculpe, pero yo no creo que Nanda presente esa apariencia, duquesa —espetó decidido el señor Longdon. Cuánto había conseguido ella llevarlo lejos a despecho de sí mismo, quedó patente mediante los mismísimos términos de su disentimiento—: No creo que a nadie le parezca «ingenua».

Riéndose, su compañera se encogió de hombros:

—¡Compruébelo por sí mismo y tal vez cambie usted de parecer! —Pero, no obstante, la objeción masculina la hizo recapacitar levemente—: Yo no digo que Nanda sea una hipócrita, pues por su parte desde luego sería menos honesto soltar risitas tontas y hacer guiños. Además la señora Brook tiene la teoría, creo, de que, por lo menos entre las cinco y las siete, ha moderado el tono. ¿Acaso no pretende que nunca puede olvidarse del fastidioso cambio introducido por la presencia de una dieciochoañera dulce y virginal?

—¡No tengo, me temo, ni idea de lo que pretende! —El señor Longdon habló con una sequedad a la cual no hizo sino añadir significación la especial manera que su amiga tuvo de pasarla por alto.

—Los tertulianos se han vuelto —reanudó ella la plática— modosos o fingidores o triviales, pero de lo que no cabe duda es de que se han vuelto, con el bozal que les ha caído encima, tan aburridos como el que más.

Él no dio ningún indicio de recoger estas palabras; en vez de eso dijo abruptamente:

—Pero ¿y si la idea del señor Mitchett no es que Nanda deba casarse con el señor Vanderbank?

Su compañera de visita apenas vaciló:

—Sí será su idea en cuanto quede liberado… y también será la de Lord Petherton por él. Por quedar liberado entiendo haber perdido irremisiblemente a Nanda. A la señora Brook entonces le será imposible seguir persuadiéndolo, como hace actualmente, de que manteniéndose a la espera tiene posibilidades. Sus posibilidades habrán cesado de existir, y desea con toda el alma, pobrecillo, casarse. Ahora ya ha visto usted detenidamente a mi sobrina —continuó—. Es otro motivo por el que sostengo que puede usted ayudarme.

—Sí… la he visto.

—Pues bien, ahí la tiene. —Fue como si durante la pausa que siguió a esto permaneciesen sentados mirando a la pequeña y ahora ausente Aggie con una admiración casi pareja—. El buen Dios me la ha confiado —dijo por último la duquesa.

—Entonces se me antoja que es ella misma, con su notable hechizo, quien realmente puede ayudarla a usted.

—Ella me ayudará doblemente si usted me demuestra creer en ella. —Y la duquesa, pareciendo considerar que con esto ya se había explicado con claridad y había vuelto dúctil a su interlocutor, se levantó con confiada majestad—. Lo dejo en manos de usted.

El señor Longdon también se levantó, pero con mayor reflexividad:

—¿Espera de mí que hable con el señor Mitchett?

—¡No se las prometa tan felices de que él no vaya a hablar con usted!

El señor Longdon consideró aquello:

—¿En mi calidad, quiere usted decir, de parte interesada?

Alegremente ella batió palmas con sus enguantadas manos:

—¡Es delicioso oír que prácticamente usted reconoce serlo! El señor Mitchett estará dispuesto a aceptar de usted cualquier cosa… sobre todo una perfecta sinceridad. No todos los días se conoce a una persona de la tipología de usted, y él es todo un experto en tipologías. Lo dejo en manos de usted, lo dejo en manos de usted.

Ella habló como si se tratara de algo que hubiese depositado físicamente en las manos de él y de lo cual deseara alejarse lo antes posible. Él se cogió de manos por detrás, enderezándose ligeramente, en parte enardecido pero en parte ofuscado:

—¡Ustedes los del grupo son todos personas portentosas!

Ella ejecutó un movimiento de cabeza que evidenció limitado entusiasmo:

—Usted es el mejor de nosotros, caro mio… usted y Aggie; pues Aggie es tan buena como usted. También Mitchy es bueno, no obstante; Mitchy es una bellísima persona. Ya ve que no se trata tan sólo del dinero que tiene. Es un caballero. Igual que usted. No hay muchos. Pero hay que actuar sin dilación —añadió con mayor brusquedad.

—¿Qué quiere decir con eso?

—¿Qué quiero decir sino lo que digo? Si Nanda no consigue un marido a toda prisa…

—¿Y bien? —acució el señor Longdon, como quiera que ella pareciese haber quedado detenida bajo el peso de su idea.

—Caramba, pues que entonces no lo conseguirá más tarde…, no lo conseguirá nunca. Me refiero a un marido de la clase que ella está dispuesta a aceptar. Nanda habrá estado en contacto demasiado tiempo para el gusto de ellos.

Ella se había trasladado, mirando a lo lejos y a su alrededor —con la pequeña Aggie siempre en sus pensamientos—, hasta el Hamo de escalones, donde otra vez hizo un alto; y de veras había logrado que él siguiera sus pasos interesado en requerirle: —En contacto ¿con qué? —Ella bajó unos pocos escalones mientras él se quedaba inmóvil con el semblante lleno de percepciones tensas y desorganizadas.

—¡Caramba, pues con la mal’aria que ellos mismos han creado para ella!