XVIII
—¿Tendría usted —le dijo la duquesa al señor Longdon al día siguiente— la increíble amabilidad de hacerse cargo de mi pobre sobrinita durante cinco minutos? —Estas palabras fueron pronunciadas en tono de encantadora súplica cuando él salía de la mansión a una hora avanzada de la tarde del domingo (la segunda tarde de su estancia, que finalizaría a la mañana siguiente) y al encontrarse con la habladora en uno de los extremos de la amplia terraza fresca. En este punto había un tramo de escalones secundario por el cual ella acababa de subir procedente de los terrenos, siendo por lo visto uno de sus propósitos dar renovado testimonio de esa ansiosa vigilancia de la pequeña Aggie de la cual había tolerado momentáneamente verse apartada. Dicha jovencita, acomodada a la placentera sombra y sobre un sofá de construcción ligera diseñado para el aire libre, ofrecía la imagen de una indolencia cuyo hechizo sería de discutible gusto romper. Se trataba de esa hermosa hora en que, a la caída de las más venturosas tardes estivales, lugares como la gran terraza de Mertle evocan en la imaginación un salón de banquetes abandonado: abandonado por la concurrencia recientemente congregada para tomar el té y ahora diseminada (de acuerdo con afinidades y combinaciones prontamente sentidas y acaso igual de prontamente criticadas) tanto por aposentos más sosegados donde la intimidad podría ahondarse como por parques y bajo árboles donde la quietud no desconocía el entrechocar de bolas y el buen humor de juegos. Había habido sillas desperdigadas por la terraza; encima del pretil seguía habiendo tazas sin recoger; de hecho los sirvientes, a la manera de una «tripulación» convocada por un silbido sobre la cubierta de un barco, acababan de aparecer para poner las cosas en un orden que no tardaría en volver a ser alterado. Más abajo se veían parejas dispersas y un perezoso grupo sobre la hierba, dentro del cual, a despecho de la ociosidad, a veces alguien se volvía lo bastante vehemente para exclamar: «¡Descalificado!». Aún era intensa la luz solar, pero ya con esa presciencia del lánguido fulgor dorado en que el polífono graznido de las cornejas sonaría a la vez benévolo y triste. Por todas partes había muchas cosas que percibir y que contemplar, mas la pequeña Aggie tenía la vista fija en un libro sobre el que su hermosa cabeza se inclinaba con una docilidad visible incluso desde lejos—. Allá junto al lago se ha quedado un amigo aguardándome —siguió la duquesa— y me dirijo a mi habitación a por una carta que le he prometido enseñarle. Enseguida bajo con ella, o sea que dentro de unos minutos estaré en condiciones de relevarlo a usted. Nunca dejo sola a mi sobrina mucho tiempo: es algo que nunca debe hacerse, ya sabe, en una residencia campestre llena de invitados, con una niña de esa edad. Por lo demás —y la interlocutora del señor Longdon se volvió aún más confidencial—, me muero de ganas de que usted la conozca. Usted, par exemple, usted es lo que me gustaría ofrecerle a mi niña. —El señor Longdon miró a la duquesa, atendiendo a sus palabras, directamente a la cara, y ¿quién puede decir si a partir de la expresión masculina ella adivinó sagazmente que él había reconocido esta precisa coyuntura como escrita en las páginas del destino y si ella lo oyó decir inaudiblemente: «¡Ah, helo aquí: ya sabía yo que acabaría aconteciendo esto!»? En todo caso ella habría sido lo bastante astuta, de haber acaecido dicho milagro, para completar gracias a su propia imaginación los pensamientos de él y no tolerar que éstos ocasionasen ninguna modificación en el tono con que siguió abordándolo—: Oh, yo cojo al toro por los cuernos: ya sé que usted no deseaba conocerme. Si sí lo hubiese deseado habría venido a visitarme: le he dirigido numerosísimas indirectas y tosecillas. Ahora, como ve, ya no pienso toser más: me abalanzo sobre usted y lo aferró. Usted no viene a visitarme: muy bien, yo voy a visitarlo a usted. Aparte, no hay ninguna indecencia que yo no esté dispuesta a cometer por mi hija.
La impenetrabilidad del señor Longdon se resquebrajó como el cristal ante el codazo de esta imponente, hermosa, avezada mujer que para él caminaba, cual una fulgurante diosa pagana, envuelta en una nube de misteriosa leyenda. Él desvió la mirada hacia su hija, quien, a suficiente distancia para no escucharlos, no se había inmutado:
—Sé que su hija es una gran amiga de Nanda.
—¿Ha sido Nanda quien le ha dicho eso a usted?
—Muchas veces, y demostrando gran interés por ella.
—En tal caso me alegra que Nanda piense así… aunque lo cierto es que sus intereses son muy variopintos. Pero vaya usted a hacer compañía a mi niña. ¡No hago que sea ella quien se acerque —explicó mientras lo arrastraba— porque quiero que usted se siente ahí junto a ella y guarde ese sitio, como si dijéramos…!
—Ajá, y ¿para quién? —requirió él al callarse ella.
El caminar femenino se había detenido al mismo tiempo que la lengua femenina, y de nuevo, repentinamente, los dos quedaron cara a cara de manera harto consciente y vivida.
—¿Puedo confiar en usted? —espetó la duquesa. Entonces reanudó su plática—: ¡Como si no estuviese haciéndolo ya! Precisamente porque confío en usted tan ciegamente es por lo que no he podido aguantar más sin echarle el guante. La persona a quien quiero que le guarde el sitio es nada menos que el propio Mitchy, y en este momento la mitad de mi desvelo es lograr que le sea guardado competentemente. Lord Petherton es enormemente solícito, pero Lord Petherton no puede ocuparse de todo. Sé que usted aprecia de veras a nuestro anfitrión…
Ante esto, el señor Longdon la interrumpió con cierta sequedad:
—¿Puedo preguntar cómo lo sabe?
¡Pero cuando uno se enfrenta a una diosa fulgurante…! Este personaje no tuvo sino que clavarle la mirada un momento:
—Pues porque, mi querido buen hombre, se halla usted aquí. ¡No se hallaría aquí si lo odiase, dado que prácticamente usted no tolera…!
Esta vez él intervino con la mirada dirigida hacia la muchacha:
—Por el contrario me parece, se lo aseguro, que tolero una gran cantidad de cosas.
—Bueno, no haga alarde de su cinismo —dijo ella riendo— hasta haberse cerciorado de con cuánto puede cargar. Lo mejor será informarlo —siguió— de que esto es lo que la propia Nanda desea.
—¿La propia Nanda? —Él no dejó de contemplar a la pequeña Aggie, quien hasta ahora no había vuelto la cabeza—. Temo no entenderla a usted.
Ella tomó a arrastrarlo mientras le decía:
—Enseguida vuelvo con usted y le explico. Debo encontrar mi carta para dejársela a Petherton; tras lo cual traeré aquí a Mitchy, a quien me disponía a buscar, y, puesto que ya he roto el hielo (¡si eso no es mucho decir con semejante oso polar!), le revelaré a usted le fond de ma pensée. Niña querida —le dijo a su sobrina—, entretén al señor Longdon. Enséñale —sugirió condescendientemente— lo que lees. —Luego tomó a dirigirse a su compañero de visita como preocupada por aquel preciso aspecto—: Caro signore, ¿tendría usted algún libro tolerable?
En un abrir y cerrar de ojos la pequeña Aggie se había levantado y ya estaba enseñando su volumen, al cual el señor Longdon, todo cortesía hacia ella, echó un somero vistazo:
—Relatos de la Historia de Inglaterra. ¡Oh!
Su exclamación, aunque imprecisa, no lo fue tanto como para impedir que la muchacha aventurase educadamente:
—¿Lo ha leído usted?
El señor Longdon, acogiendo la diminuta sonrisa pura de la muchacha, patentizó sentir que nunca había calado a ésta tan bien como en este concreto momento y asimismo que se trataba de una persona con quien seguramente él se llevaría bien.
—Me parece que sí —respondió él.
La pequeña Aggie se sintió aún más confiada, pero no hasta el punto de personalizar sus propios comentarios:
—No tiene autor. Es anónimo.
La duquesa adoptó, a fin de hacerle una nueva pregunta al señor Longdon, no poco de la seriedad de la muchacha:
—¿Es un libro adecuado?
—No estoy seguro. —Él le dirigió la respuesta a Aggie—: Ha habido algunos episodios horripilantes en la Historia de Inglaterra.
—Caray, horripilantes… ¿los ha habido? —dijo entrecortada y dulcemente Aggie, cuyas palabras poseían el más hermoso y suave acento extranjero.
—Pues entonces, querida, el señor Longdon te recomendará alguna bonita obra histórica (porque nos encanta la Historia, ¿verdad?) que excluya los horrores. Lo que nos gusta es conocer —le explicó la duquesa a la autoridad invocada— las cosas alegres, felices, adecuadas. Existen muchísimas, al fin y al cabo, y éste es el lugar para rememorarlas. A tantót.
Cuando ella hubo entrado en la mansión a través de la más próxima de las puerta-ventanas que permanecían abiertas, el señor Longdon se ubicó junto a su joven custodiada, a quien trató, durante los siguientes diez minutos, con una exquisita cortesía. Una persona que lo conociera bien habría hallado en toda esta escena, si la hubiese presenciado, ocasión de percatarse nuevamente de que a su discreto modo el señor Longdon era experto en dos diferentes índoles de urbanidad: la índole que aumenta las distancias y la índole que las disminuye. Además, un tal analista habría percibido, en lo tocante a la tía y la sobrina, de cuál de dichas índoles había sido recibiente cada una, e incluso habría podido llegar lo bastante hondo como para percibir en el anciano inequívocos síntomas de la impresión que le había causado su presente compañera, alguna irradiación de su certidumbre de que ésta, desde el punto de vista siguiendo el cual había sido educada, constituía un notable, un insólito triunfo. Puesto que el objetivo había sido producir una especial joven ingenuidad redondeada y coloreada, el fruto había sido cultivado hasta alcanzar la perfección de un melocotón resguardado por un muro tutelar, y esta calidad del objeto resultante de un proceso muy bien había podido hacerlo sentirse ante algo completamente nuevo. La pequeña Aggie difería de cualquier otra persona joven que él hubiera conocido nunca en que había sido deliberadamente preparada para el consumo y en que por ende la docilidad de su alma había colaborado ampliamente en tal proceso de preparación. A su lado, Nanda era una bárbara septentrional, y la razón consistía parcialmente en que los elementos de la naturaleza de esta última señorita ya estaban, públicamente, casi indecorosamente, en activo. Éstos ya se hallaban prácticamente ahí para bien o para mal: la experiencia aún estaba por venir y lo que resultaría de ellos seguía siendo un misterio; pero la suma se realizaría con los números que ya figuraban en la pizarra. En la pizarra de la pequeña Aggie los números aún no estaban escritos; lo cual explicaba suficientemente la diferencia entre las dos superficies. A él ambas muchachas le parecían corderitos a quienes aguardaban los grandes mataderos de la vida; pero mientras que uno, con un lazo rosa en el cuello, no tenía conciencia sino de ser alimentado a mano con el dulce bizcochito de una instrucción irreprochable, el otro lidiaba con intuiciones y presagios, con la sospecha de su destino y el lejano husmillo de la sangre, el cual llegaba hasta los campos floridos.
—Oh, en cuanto a Nanda, es mi cuarta o quinta mejor amiga.
—¡Es un puesto muy bajo! —exclamó riendo el señor Longdon—. ¿No te parece que es más bien un asiento trasero, como suele decirse, dentro del vehículo de la amistad?
—¿Un asiento trasero? —preguntó ella con increíble candor.
—Si no entiendes —dijo su compañero— me está bien empleado, ya que si tu tía me ha dejado contigo no ha sido para que te enseñe la jerga moderna.
—¿La «jerga»? —tomó a desconcertarse inmaculadamente.
—¿Tampoco has oído nunca esa palabrita? Yo consideraría eso un gran dato a favor de nuestra época si no fuera porque mucho me temo que ha sido únicamente la denominación lo que no ha llegado hasta ti.
Fue resueltamente dorada la luz de la ignorancia en la sonrisa de la muchacha:
—¿La denominación? —hizo de eco nuevamente.
Ella entendía tan poco que él renunció:
—Y ¿quiénes son tus otros mejores amigos que van antes que la pobre Nanda?
—Pues están mi tía, y la señorita Merriman, y Gelsomina, y el doctor Beltram.
—Y ¿quién es, si me haces el favor, la señorita Merriman?
—Es mi institutriz, ¿no lo sabía usted?…, pero una institutriz maravillosamente bondadosa.
—Eso, supongo, se debe a que tiene una educanda maravillosamente bondadosa. Y ¿quién es Gelsomina? —inquirió el señor Longdon.
—Es mi antigua nodriza…, mi antigua niñera.
—Entiendo. Bueno, siempre hay que ser considerados con las antiguas niñeras. Pero ¿quién es el doctor Beltram?
—Huy, el amigo más íntimo. Se lo contamos todo.
Para el señor Longdon hubo en esto, junto con un leve misterio, un efecto chocante. Preguntó:
—¿Vuestros pequeños problemas?
—¡Oh, no siempre son tan pequeños! Y él los resuelve todos.
—¿Siempre? ¿En el acto?
—Tarde o temprano —dijo la pequeña Aggie con serenidad—. Y ¿por qué no?
—En efecto: ¿por qué no? —dijo él riendo—. Debe de ser coser y cantar. —No cabía duda: ella era, como había dicho Nanda, un ángel, y teniendo en cuenta esto, era asombroso que fuese propietaria de una de las más expresivas caritas que él había visto incluso dentro de la expresiva raza de ella. Conformada para expresarlo todo, apenas expresaba todavía siquiera algo de conocimiento. Tenía todos los instrumentos necesarios, pero no había ninguna melodía que éstos supiesen tocar. Por lo demás era un descanso, después de tantas cosas como él había vivido últimamente, estar con una persona para quien todo asunto era tan simple—. Pero, con todo y eso, suena al tipo de doctor a quien, en cuantísimo uno oye hablar de él, desea mandar a buscar.
Ante esto la muchacha tuvo una vislumbre de la confusión:
—Oh, no estoy hablando de un doctor en medicina. Es un clérigo… y mi tía dice que un santo. Creo que ustedes no tienen muchos en Inglaterra —continuó explicando la pequeña Aggie.
—¿Muchos santos? Me temo que no. Tu tía es afortunada si conoce uno. Al doctor Beltram, en Inglaterra, lo llamaríamos reverendo.
—Oh, pero si es que es inglés. Y conoce todo lo que nosotras hacemos… y todo lo que nosotras pensamos.
—¿«Nosotras»? ¿Tu tía, tu institutriz y tu nodriza? ¡Cuán variada gama de conocimientos!
—Oh, la señorita Merriman y Gelsomina sólo le cuentan lo que quieren.
—¿Y tú y la duquesa le contáis lo que no queréis?
—Oh, muchas veces… pero siempre lo queremos a él, le contemos lo que le contemos. Y sabemos que él siempre nos quiere a nosotras en la misma medida.
—En ese caso naturalmente me doy cuenta —dijo el señor Longdon, ahora con gran seriedad— de lo buen amigo que debe de ser. ¿Así que Nanda —siguió al cabo de un momento— está después de todas estas personas?
Su compañera hubo de reflexionar, pero de improviso recibió auxilio:
—Aquella persona, creo, también está antes. —Lord Petherton, al parecer procedente del jardín, había ido acercándose sin ser advertido por el señor Longdon y de pronto ya estaba casi al alcance de la voz—. Lo veo con gran frecuencia —completó ella—; con más frecuencia que a Nanda. Ah, pero luego está Nanda. Y luego —concluyó la pequeña Aggie— el señor Mitchy.
—Ah, me alegra que él esté incluido —repuso el señor Longdon— aunque sea en un puesto de la lista un tanto bajo. —Ahora Lord Petherton estaba parado ante ellos, no habiendo en la terraza nadie más con quien hablar, y, con el extraño aspecto de un exceso de fuerza física que casi obstruía el paso, parecía ofrecerles mediante los destellos de sus enormes dientes el beneficio de una especie de brutal cordialidad. En favor de él siempre había que recordar que apenas podía mostrar acatamiento a las exigencias minúsculas de la buena etiqueta sin sorprender a cualquiera; conque cuando cumplía con una que otra minucia, ello no era por fuerza en todos los casos indicio de oscuros propósitos. Cuando el elefante de un espectáculo toca el violín, lo hace preeminentemente esperando ser recompensado con manzanas; lo cual era la razón, sin duda alguna, de que la mitad del tiempo este personaje tuviera pinta de asegurar que, con lo hondamente domesticada que actualmente estaba su naturaleza, no era precisa manzana ninguna. El señor Longdon lo contempló con una vaga aprensión y como si se sintiera incapaz de establecer lo que él mismo habría denominado la culpabilidad social de un tal personaje. Este espécimen de su clase, ¿hacía añicos la tradición o se había limitado a retomarla donde la había encontrado: en un lugar muy distinto de aquel en que el señor Longdon, cuando mucho tiempo atrás cesara de «relacionarse», la había dejado? No hay duda de que nuestro amigo experimentó aversión hacia la posibilidad de una duda interior: si no era el hombre quien deshonraba el título nobiliario, entonces ¿era el título nobiliario quien degradaba al hombre? De alguna forma saltaba a la vista que el honor de Lord Petherton no estaba en una posición enaltecida. Se necesitarían más pruebas para emitir un veredicto definitivo; y sin embargo era precisamente de más pruebas de lo que uno sentía miedo. Lord Petherton se mostró bonachón con la pequeña Aggie, bonachón con el acompañante de ésta, bonachón con todo el mundo, después de que el señor Longdon hubiera explicado que ella estaba teniendo la amabilidad de revelarle la lisia de sus buenos amigos—. Sólo que estoy un poco consternado —dijo el anciano— de ver al señor Mitchett en el último lugar.
—Ah, pero se trata de una lista muy cortita, ¿no es así? Si incluye únicamente a mí y a Mitchy, él no puede estar en un puesto muy bajo. No la dejamos tener muchísimos amigos: miramos por nuestro propio interés. —Se dirigió a la muchacha como con un simpático entendimiento jocoso—: ¿Se plantea la cuestión, Aggie, de si debemos dejarte tener al señor Longdon? Más bien parece que eso nos «favorecería» a nosotros…, o sea a Mitchy y a mí. Hombre, duquesa —prosiguió al reaparecer esta dama—, ¿vamos a dejarla tener al señor Longdon, y estamos totalmente seguros de lo que estamos buscándonos? Montamos guardia celosamente, ¿sabe usted? —reorientó el chiste hacia la persona a quien había aludido—. Cribamos y aquilatamos, seleccionamos con lupa a los candidatos, y estaría bueno oír a alguien decir que siquiera en este caso he bajado la guardia. ¡Oh, aquí cerramos filas!
La duquesa, portando en la mano el objeto de su búsqueda, ya había regresado:
—Pues entonces el señor Longdon cerrará filas con nosotros: de ahora en adelante considéralo tan de fiar como tú mismo. Aquí está la carta que quería que leyeras; cógela y por favor márchate a dar un paseo, llevándote contigo vigilantemente a mi hija, y luego tráenosla de vuelta. Si no volvéis, sabré que os habéis encontrado con Mitchy y me quedaré tranquila. Vete, corazón —continuó para la muchacha—, pero déjame tu libro para volver a examinarlo. ¡No sé si realmente te conviene! —Los despachó juntos, pero manifestó una severa protesta cuando su amigo extendió la mano para asir el volumen—: No, Petherton: no en cuestión de libros; en el asunto de las lecturas de mi niña no puedo decir que me fíe de ti. Pero para todo lo demás… ¡desde luego! —declaró para el señor Longdon con una mirada de concienzuda bravura mientras se retiraba su otro compañero—. Yo soy partidaria —prosiguió con el mismo talante— de otorgar una cierta dosis de confianza inteligente. Los hombres verdaderamente majos se vuelven más responsables gracias a la sensación de que una ha depositado en ellos su confianza. ¡Pero yo nunca —agregó con desparpajo— fiaría en él para todos los asuntos!