I
Excepto cuando daba la casualidad de que llovía Vanderbank siempre regresaba a casa caminando, pero normalmente tomaba un cabriolé cuando la lluvia era moderada y adoptaba la predilección de todo filósofo cuando la lluvia era recia. Por consiguiente, en esta ocasión advirtió, al abrirle la puerta el criado, cierta congruencia entre el clima y aquel «cuatro ruedas» que, en la vacía calle, bajo el acristalado resplandor, aguardaba y chorreaba y oscuramente relucía[6]. El mayordomo lo describió como lo único que, en noche tan desapacible, habían podido procurarle, y Vanderbank, tras contestar que era precisamente lo que mejor le venía, se dispuso, desde el umbral, a abrir su paraguas y precipitarse hacia el carruaje. En este instante oyó su apellido pronunciado por alguien detrás suyo y, al darse la vuelta, se vio frente a un compañero de reunión entrado en años con quien había estado charlando tras la cena y sobre el cual, un poco más tarde, en el piso superior, había sondeado a la anfitriona. Ahora se presentaba claramente el problema de lograr que volviera a casa este amigable, este aparentemente blando sujeto: la posibilidad de que no se presentara ese otro carruaje en acecho del cual uno de los lacayos, con un silbido en los labios, aún seguía estirando el cuello y escuchando a través del aguacero. El señor Longdon se preguntó, ante Vanderbank, si por un acaso sus itinerarios no serían semejantes; lo cual indujo a nuestro joven amigo a expresar inmediatamente su disposición a conducirlo sano y salvo en cualquier dirección que le conviniera. Visto que el silbido del lacayo se perdía en vano, ambos montaron en el cuatro ruedas, donde, al cabo de unos instantes, Vanderbank cobró conciencia de haber propuesto su propio domicilio como final de trayecto. ¿Acaso eso no sería una más idónea culminación de la velada que separarse lisa y llanamente mientras caían chuzos de punta? Le había agradado su nuevo conocido, quien le dio la impresión de hasta cierto punto haberse colocado bajo su amparo, quien se alojaba en un hotel que a aquellas horas presumiblemente resultaría inhóspito y quien, confesando con abierta humildad una relación decididamente tímida con un club donde no estaba permitido traer visitas, aceptó, ante las insistencias, aquella invitación. Cuando llegaron, Vanderbank se sintió divertido ante el aire de sobreañadida extravagancia con que su nuevo conocido ordenó que el carruaje se quedara allí aguardándolo: resultó bien patente que hasta ese grado disfrutaba de la perspectiva de convertir todo aquello en una ocasión memorable.
—Ustedes los jóvenes, creo, hacen aguardar los carruajes durante horas, ¿verdad? ¡Por lo menos eso hacían en mis tiempos —dijo riendo el anciano— los jóvenes impetuosos! Pero es que me parece que todos eran impetuosos entonces. Seguramente cuando uno se instala en la capital termina por aprender cómo manejarse; sólo que me temo, ¿sabe?, que me hallo completamente desintonizado. En verdad me siento bastante enmohecido. ¡Son ya treinta años…!
—¿Desde que estuvo usted en Londres por última vez?
—Sí, para pasar más de unos pocos días seguidos, palabra de honor. Usted no lo entenderá: no más, seguramente, de lo que yo mismo entiendo cómo, al fin y a la postre, he aceptado esta paradójica perspectiva de regresar para siempre. Mas no me cabe duda de que acabaré solicitándole, si tiene usted la amabilidad de permitírmelo, la ayuda de una orientación o dos: sobre cómo manejarse, ¿comprende?, y no (¿cómo se lo llama a eso?) ser manejado. ¡Ahora bien, en lo tocante a estos cachivaches…!
El cachivache en cuestión era el ascensor en el cual, remolonamente y con muchas estridencias y chirridos, el portero transportó a los dos caballeros hasta la vertiginosa cúspide, tal como fue calificada aquella elevación por el señor Longdon, donde Vanderbank tenía su nido. La impresión que a aquél le produjo el mentado artilugio lo hizo aparecer como una persona sencillota, y sin embargo cuando su compañero, una vez llegados, haciéndolo pasar, pulsó el instantáneo interruptor y, en la confortable habitación rubicunda, toda comodidad y temperamento, le dedicó una nueva mirada junto a la chimenea, no le apreció ningún rasgo abultado. El señor Longdon era liviano y pulcro, de complexión frágil y de rostro a la vez enjuto y cordial, con cejas negras exquisitamente delimitadas y un dócil cabello espeso donde lo plateado se entreveraba de oscuras sombras. No llevaba barba ni bigote y en el parpadeo de sus despiertos ojos castaños y la decidida calidez de su sonrisa semejaba portar más que suficientes elementos para compensar lo que en él pudiera ser, despistada u obtusamente, echado en falta en cualquier otro respecto: lo cual podía denominarse envergadura, sustancia, presencia… algo que vulgarmente se llama importancia. De hecho el señor Longdon no tenía presencia, pero extrañamente sí tenía efecto. Casi habría podido ser un sacerdote, si los sacerdotes, como se le ocurrió a Vanderbank, pudieran ser tales dandis. En lodo caso ya había doblado conclusivamente el Cabo de los Años: nunca más volvería a tener cincuenta y cinco; a la avisadora luz de este árido promontorio ya le había vuelto una sufcientemente sabedora espalda. No obstante, aun cuando, al modo de ver de Vanderbank, no le era dado parecer joven, se aproximaba bastante —extraña y graciosamente— a parecer nuevo; por cierto que esto, tras unos instantes, acaso proviniera principalmente de la perfección de su traje de etiqueta y la especial elegancia del gabán sin mangas que evidentemente el señor Longdon había adquirido para complementarlo y que incluso quizá se había puesto hoy por vez primera. En casa de la señora Brookenham había estado hablándole a Vanderbank sobre Beccles y Suffolk; mas no había sido en Beccles, ni en ninguna otra parte del condado de Suffolk, donde habían sido confeccionadas estas galas. Su resultado personal ya había sido, por muy inintencionadamente que lítese, presentar bajo una luz favorable esta región ante su interlocutor. A ese respecto, Vanderbank poseía la clase de imaginación que gusta de ubicar a los objetos, aun hasta el punto de olvidarse de ellos para concentrarse en sus condiciones circundantes: ya estaba imaginándose cuán acogedora y apacible localidad debía ser la que había conservado a un hombre con la inteligencia tan despejada al mismo tiempo que le había permitido mantenerse tan apuesto. De cualquier manera este producto de Beccles aceptó un cigarrillo —asimismo como una broma y una travesura— y escudriñó su derredor como si se sintiese aún más encantado de lo que se había esperado. Enseguida prorrumpió, a través de sus quevedos, en una exclamación que fue como una fugaz punzada de envidia y pesadumbre:
—¡Ustedes los jóvenes, ustedes los jóvenes!…
—Pues ¿qué nos pasa a los jóvenes? —El tono de Vanderbank estuvo en consonancia con la gentileza de la alusión—. No soy tan joven, aparte, como usted da a entender.
—¿Cuántos años tiene, si no le importa?
—Caramba, tengo treinta y cuatro.
—Y ¿cómo llamaría usted a eso? ¡Yo tengo ciento tres! —El señor Longdon sacó su reloj—. Son sólo las once y cuarto. —Después inquirió con un rápido desplazamiento del interés—: ¿Cuál dijo usted que era su cargo público?
—Trabajo en el Tribunal de Cuentas. Soy presidente delegado.
—¡Caracoles! —El señor Longdon lo miró como si fuera un edificio de cincuenta ventanas—. ¡Menuda cabeza debe usted tener!
—Ya lo creo: nuestra cabeza[7] es Sir Digby Dence.
—Y ¿qué trabajo le damos los ciudadanos a usted?
—Vaya, ustedes me doran la píldora… aunque tal vez no muy densamente. Pero se trata de un puesto decente.
—¿Algo por lo cual muchísimas personas se dejarían la piel a tiras? —Tanto semejaba el anciano haber quedado insatisfecho con una descripción tan vaga, que su compañero dejó de lado todo escrúpulo:
—Soy el hombre más envidiado que conozco… de tal modo que si fuera una pizca menos amigable sería uno de los más odiados.
El señor Longdon se rió, aunque no del todo como si estuviesen bromeando:
—Entiendo. Sus agradables modales lo hacen salir airoso del trance.
Vanderbank no se mostró, empero, serio:
—¿Es que acaso no me harían salir airoso de cualquier trance?
Otra vez su visitante, a través del pince-nez, pareció coronarlo con una comisa como las de Whitehall, y dijo:
—Creo que es mi deber decirle que estoy estudiándolo a usted. Informarlo de ello no es sino jugar limpio —siguió, con una seriedad no desconcertada por la indulgencia del semblante de Vanderbank—. ¡Pero eso no debe serle motivo de preocupación! —agregó para restablecer la confianza, habiéndose parado entretanto ante una fotografía colgada de la pared—. ¡Ésta es la madre de usted! —exclamó con algo del regocijo de un niño que hace un descubrimiento o descifra un acertijo—. Todavía no logro relacionar los rasgos de usted con los de ella… con los de mi recuerdo de ella, recuerdo que, como ya le dije, es imborrable; pero seguro que lo lograré pronto.
Vanderbank era cada vez más consciente de que la clase de regocijo que él le suscitaba jamás podría ser óbice para el afecto:
—Por favor, tómese todo el tiempo que necesite.
El señor Longdon tomó a mirar su reloj:
—¿Realmente cree usted que debo hacerlo quedarse aguardándome?
—¿El carruaje? —A Vanderbank le había caído tan bien, hallaba en él tal promesa de cosas gratas, que se sintió casi tentado de decir: «Querido y delicioso señor, no tome en cuesta esa cuestión: ¡estoy dispuesto a pagarle yo mismo al cochero toda una noche de espera!». En todo caso su asentimiento fue pleno—: Desde luego que sí. Es la única forma de olvidarse de ese problema.
—¡Ah, ustedes los jóvenes, ustedes los jóvenes! —volvió a quejarse su invitado. Ahora estaba ante la fotografía (Vanderbank tenía muchas, demasiadas fotografías) de algún otro pariente, y limpió con un pañuelo los lentes de montura de oro a través de los cuales había estado lanzando admiraciones y recogiendo indicios de sorpresas—. ¡No diga bobadas! —continuó cuando de nuevo su amigo trató de interponer una protesta—; yo pertenezco a un periodo histórico diferente del suyo. Esta noche ha habido cosas que me han hecho sentirme como si me hubieran desenterrado… literalmente exhumado de un prolongado letargo. ¡Le aseguro que las ha habido! —insistió seriamente en su punto de vista.
Durante unos instantes Vanderbank se preguntó qué cosas concretamente podrían ser aquéllas: se halló deseando asimilar todo cuanto su visitante representaba, tomar posesión de ello e ingresar, por así decirlo, en su bando. Tanteó, con intencionalidad desvergonzadamente sarcástica, una posibilidad inmediata:
—¿La extraordinaria vitalidad de Brookenham?
De nuevo con las pinzas colocadas, el señor Longdon lo atalayó con una seriedad que no logró impedir que el otro descubriera en los ojos que había tras ellas una tenue reverberación de su ironía.
—¡Oh, Brookenham! Debe usted contármelo todo sobre Brookenham.
—Ya veo que no es a eso a lo que usted se refiere.
El señor Longdon se abstuvo de negarlo:
—Me pregunto si comprendería usted a qué me refiero. —Vanderbank se erizó de ganas de ser puesto a prueba, pero fue contenido antes de poder manifestarlo—. Y ¿cuál es su departamento, el de Brookenham?
—Oh, Ríos y Lagos: un asunto estupendo. Ingresó el año pasado.
El señor Longdon —aunque no demasiado crasamente— se maravilló:
—¿Cómo consiguió ingresar?
Vanderbank respondió riéndose:
—Digamos que ella lo ingresó.
Su amigo permaneció serio:
—Y en la actualidad ¿aproximadamente cuánto…?
—Oh, mil doscientas… y un buen montón de subsidios y descuentos y embarcaciones y esa clase de cosas. ¡Para realizar su trabajo! —exclamó, todavía con una cierta ligereza, Vanderbank.
—Y ¿cuál es ese trabajo?
El joven vaciló:
—Pregúnteselo a él. Se lo dirá encantado.
—Sin embargo no parecía persona que tenga mucho que decir —tornó a ponderar con exactitud el señor Longdon.
—Oh, no es así cuando se aborda ese asunto. Póngalo a prueba.
Él observó más acusadamente a su anfitrión, cual si vagamente recelara una trampa; después, no menos vagamente, suspiró:
—Bueno, precisamente para eso he venido: para ponerlos a prueba a todos ustedes. Pero ¿él y su familia viven de eso? —prosiguió.
Otra vez Vanderbank titubeó:
—No se sabe muy bien de qué viven. Pero cuentan con medios de subsistencia… pues fue precisamente esto, según recuerdo, lo que demostró que si Brookenham se hizo con el cargo no fue porque anduviera en busca de empleo. El cargo le fue concedido, quiero decir, no por sus meras necesidades domésticas, sino por su notable eficiencia. Brookenham posee una heredad (un feo lugarcejo en Gloucestershire) que a veces alquilan. Su hermano mayor tiene la mejor, pero el caso es que la suya les proporciona ciertas rentas.
Por un instante, el señor Longdon se sumió en sus pensamientos:
—Sí, ya recuerdo: uno oyó hablar de estas cosas en su época. Y ella debía de poseer algo.
—Sí, desde luego, ella poseía algo… y siempre poseerá su enorme inteligencia. Sabe hacer las cosas la mar de bien. Las mujeres se las arreglan de maravilla.
—De maravilla —hizo de eco el señor Longdon inteligentemente—. Pero una casa en la calle Buckingham Crescent, habida cuenta del modo como parecen haber soñado con establecerse en tantas otras partes…
—Oh, las cosas les van bien —dejó caer Vanderbank tranquilizadoramente.
—Es reconfortante asegurarse de eso respecto de personas con quienes uno ha estado cenando. ¿Son cuatro los hijos? —continuó su amigo.
—El hijo mayor, a quien ya ha visto usted y que, a su modo, es un fenómeno; la hija mayor, a quien debe usted ver; y dos chiquillos, varón y hembra, a quienes no debe usted ver.
A estas alturas, en el creciente interés de la conversación, probablemente ya no había nada lo bastante formidable como para intimidar al señor Longdon:
—¿Quiere decir que los chiquillos son unos… descarriados?
—No: únicamente son, como todos los jovencitos actuales, en mi opinión, misterios, terribles pequeños misterios desconcertantes. —Vanderbank había vuelto a sentirse muy divertido: en el semblante de su amigo brillaba tenuemente que, por momentos alcanzando un grado de veras alarmante, sus explicaciones adensaban las tinieblas. Entonces con mayor interés volvió a las andadas—: Ya identifico la cosa que usted mencionó hace un momento, la cosa que le parece chocante. —Expuso su identificación casi con hilaridad—: La charla. —Ante esto, el señor Longdon se limitó a mirarlo, mudamente, con mayor intensidad, pero él insistió seguro de sí mismo—: Sí, la charla… pues es que charlamos, no cabe duda. —Su invitado siguió sin decir esta boca es mía, limitándose a atalayarlo, ante su insinuación, con una especie de suspensa elocuencia. Lo que fuera que el anciano se sintiera tentado de decir, no obstante, lo despachó en un sucinto murmullo; ya se había vuelto otra vez hacia la serie de retratos y, mientras contemplaba otro, Vanderbank tomó a hablar—: Me resultó muy interesante oírlo decir, cuando las damas nos dejaron a solas, cuántos viejos hilos estaba usted dispuesto a retomar.
El señor Longdon guardó silencio.
—Soy un niño viejo que recuerda a todas las madres —contestó por último.
—Sí, me contó usted lo bien que recuerda a la de la señora Brookenham.
—¡Ah, ah! —Y cambió a un nuevo asunto—: Esta debe ser Mary, la hermana de usted.
—Sí; es un retrato muy malo, pero como está muerta…
—¿Muerta? ¡Cielos, cielos!
—Oh, desde hace mucho tiempo —lo despreocupó Vanderbank—. Es delicioso por parte de usted —insistió— haber conocido también a tantos miembros de mi familia.
El señor Longdon lo encaró abandonando su contemplación con un visible esfuerzo:
—Le estoy muy agradecido por tomárselo así: ello habría podido (nunca se sabe) no hacerle ninguna gracia. Como ya le dije allí, lo primero que hice fue interrogar a Fernanda sobre los asistentes; y cuando ella mencionó el nombre de usted, inmediatamente dije: «¿A él le agradaría tener una conversación conmigo?».
—Y ¿qué respondió Fernanda?
El señor Longdon se quedó mirando pasmado:
—¿Usted la llama Fernanda?
Decididamente Vanderbank se sintió muchísimo más culpable de lo que se había esperado:
—¿Le parece un detalle excesivo teniendo en cuenta la cosa que hemos mencionado hace un momento?
Su amigo titubeó; después dijo con una sonrisa algo rara:
—Discúlpeme: yo no he mencionado…
—En efecto, no lo ha hecho; y su delicadeza es magnífica. A decir verdad —continuó Vanderbank— yo no llamo a la señora Brookenham por su nombre de pila.
La clara mirada del señor Longdon fue incisiva:
—¿Salvo cuando habla sobre ella con otras personas? —De veras parecía interesado por averiguarlo.
Vanderbank no se mostró sino sumamente dispuesto a satisfacerlo:
—A usted seguramente le pareceremos un grupo de gente bastante vulgar. Ésa no es, ya me hago cargo, la forma como en Beccles se alude a las damas.
—¡Ah, si se burla usted de mí! —Y el anciano se dio la vuelta.
—No me amenace —dijo Vanderbank— o haré que se marche el carruaje. Por supuesto comprendo a qué se refiere. Resultará enormemente interesante conocer lo que a los vírgenes oídos de usted les parece lo bajo que hemos caído (¡pues es que hemos caído!). Coja otro cigarrillo. Por depravado que pueda yo parecerle, a veces eso es algo que ofende a mis propios oídos. Pero no estoy tan seguro por lo que respecta a los oídos de la señora Brookenham, a quien conozco desde hace mucho tiempo.
Otra vez el señor Longdon recogió sus palabras:
—¿Qué es lo que entienden por mucho tiempo ustedes los del grupo?
Vanderbank reflexionó:
—¡Ah, ahí lo tiene: con qué tono habla de «nosotros los del grupo»! Bien hecho; fustíguenos sin piedad. Seguro que de un modo u otro nos lo hemos ganado a pulso. Pues bien, la conozco desde hace diez años. Pero rematadamente bien.
—¿Qué entienden por rematadamente bien?
—¿Nosotros los del grupo? —Habiéndose aproximado, en su continuo escudriñar inquieto, el interrogador de Vanderbank, este joven le había posado sobre el hombro una mano sumamente considerada—. ¿No hace usted tal vez demasiadas preguntas? Pero no —añadió presta y alegremente—, naturalmente que no hace usted demasiadas preguntas; si no me ando con tiento produciré, en usted, exactamente el efecto que no ansío. Me atrevería a decir que no sé cuán bien conozco a la señora Brookenham. Esa clase de cosas, ¿no debería ser mantenida, en cierto modo, en una estricta reserva? Lo que hace un instante quise decir es que yo jamás (al menos eso espero) la habría llamado así excepto ante un viejo amigo.
Enseguida el señor Longdon pareció satisfecho y tranquilizado:
—Probablemente usted me oyó dirigirme así a ella.
—Eso es cierto, pero usted está en su derecho, y ello no me valdría de excusa a mí. Sólo que todos los domingos acudo a visitarla.
El señor Longdon consideró; luego, un tanto para sorpresa de Vanderbank, en todo caso para su aún mayor regocijo, preguntó con franqueza:
—¿Sólo a Fernanda? ¿A ninguna otra dama?
—Oh sí, a varias otras damas.
El señor Longdon dio la impresión de oír aquello con agrado:
—Tiene usted razón. En Beccles no le sacamos suficiente provecho al domingo.
—¡Huy, en Londres se lo sacamos de sobra! —dijo Vanderbank—. Y me parece que más bien redundará en mi beneficio mencionar que la señora Brookenham me llama a mí…
Ahora su visitante lo abrumó con una atención que operó como freno:
—…¿por su nombre de pila? —Antes de que Vanderbank pudiese atenuar esto en alguna medida, el señor Longdon preguntó—: ¿Cuál es su nombre de pila?
De improviso Vanderbank se sintió casi culpable: como si su respuesta no pudiera sino imputarle extravagancia a la dama.
—Mi nombre de pila —lo dijo ruborizándose— es Gustavus.
Su amigo dio conscientemente un paso arriesgado:
—¿Y ella lo llama Gussy?
—No, ni siquiera Gussy. Pero a duras penas me parece lícito contárselo —prosiguió— si ella misma no le ha ofrecido ningún atisbo. Cualquier inferencia de que ella se ha abstenido a sabiendas podría abismarlo a usted en aún más negras profundidades.
Vanderbank habló con marcada jocosidad, pero tras un momento su compañero le mostró un semblante absorto —y un tanto apesadumbradamente— en la visión de esa posibilidad descartada por el tono bromista.
—¡Oh, no soy tan sumamente perverso! —exclamó con modestia el señor Longdon.
—Bueno, ella no siempre me llama como me llama —dijo riendo Vanderbank— y no es nada, además, comparado con el modo como son llamadas otras personas. Fíjese, hay un individuo que… —Se contuvo, empero, y, pensándolo mejor, escogió otro ejemplo—: La duquesa (¿no le han presentado a la duquesa?) nunca me llama otra cosa que «Vanderbank» excepto cuando me llama «caro mío». No habría costado mucho hacerla dirigirse a usted con un «¡Longdon, sinvergonzón!». Casi puedo oírla.
Concretando el efecto de aquel bosquejo, el señor Longdon extrajo su conclusión con un indulgente «¡Ah, caramba, una duquesa extranjera!». Sabía hacer distingos.
—Exacto: odiosamente, cruelmente extranjera —convino Vanderbank—; de hecho yo nunca había visto a una mujer servirse tan hábilmente, para resarcirse por la deshonra de esa característica, de los privilegios e inmunidades inherentes. Ha florecido en el invernadero de su viudedad: es una napolitana empollada por una incubadora.
—¿Napolitana? —Cortésmente, el señor Longdon pareció desear haberlo sabido antes.
—Lo era su marido; pero tengo entendido que los duques en Nápoles son de tanto ringorrango como los príncipes en Petersburgo. Ya murió, de todas formas, el pobre hombre, y ella ha regresado para vivir aquí.
—Melancólicamente, supongo… después de haber vivido en Nápoles[8] —aventuró el señor Longdon.
—¡Huy, haría falta más que incluso un pasado napolitano…! Sea como fuere —agregó el joven, refrenándose—, ella no vive concentrada en lo que dejó atrás, sino en lo que tiene delante: vive concentrada en su preciosa pequeña Aggie.
—¿Su pequeña Aggie? —El señor Longdon exhibió un cauteloso interés.
—Ahora no estoy tomándome ninguna libertad —sonrió Vanderbank—. Hablo tan sólo de la joven Agnesina, una niña, sobrina de la duquesa o más bien, creo, de su marido, a la cual ella ha adoptado (para que ocupe el lugar de una hija tempranamente muerta) y traído a Inglaterra para casarla.
—Oh, con algún hombre importante, claro está.
Vanderbank reflexionó:
—No lo sé. —Emitió un vago pero expresivo suspiro—: Es realmente preciosa la pequeña Aggie.
El señor Longdon se mostró ostentosamente subrepticio:
—Entonces tal vez usted sea el hombre…
—¿Parezco importante? —espetó Vanderbank.
Separándose un poco de él, una vez más su visitante contempló la habitación:
—¡Cielos, sí!
—Pues entonces, para enseñarle hasta qué punto está usted en lo cierto, ahí tiene a la damisela. —Señaló un objeto sobre una de las mesas: una pequeña fotografía contorneada por una ancha orla fabricada de algo que parecía como piel carmesí.
El señor Longdon alzó el retrato; ahora se puso serio:
—Es muy hermosa… pero no es una niña.
—En Nápoles se desarrollan muy rápido. Sólo tiene diecisiete o dieciocho años, calculo; pero yo nunca discierno cuán adultas (o por lo menos cuán infantiles) son las muchachas, así que no estoy seguro. Una tía, en todo caso, por supuesto no tiene nada que encubrir. Ella es extremadamente bonita, con una extraordinaria cabellera roja y una tez a tono: cosas muy infrecuentes, tengo entendido, en esa raza y esas latitudes. Me regaló el retrato ella misma… con marco y todo. El marco es bastante napolitano y la pequeña Aggie es encantadora. —Entonces Vanderbank completó—: Pero no tan encantadora como la pequeña Nanda.
—¿La pequeña Nanda? ¿La tiene usted a ella? —El anciano se mostró muy ilusionado.
—Está ahí junto a la lámpara: también un obsequio del original.