XX

A última hora de la noche en el salón de fumar de Mertle, cuando los fumadores —hablantes y oyentes por igual— se alistaban a dispersarse, el señor Longdon le solicitó a Vanderbank que se quedara allí, y fue entonces cuando el joven, a quien durante toda la velada no le había dirigido ni una palabra, discernió por qué, un tanto anómalamente, el anciano había prolongado su vigilia. «Tengo algo especial que decirle, y he estado aguardando. Espero que no lo moleste. Es bastante importante». En el acto Vanderbank manifestó el más vivo deseo de complacerlo y, encendiendo raudamente otro cigarrillo, tomó a encaramarse en el ancho diván con que estaba amueblada buena parte de la estancia. El salón de fumar de Mertle no era indigno de la formidable elegancia general, y aun el invitado más atrabiliario se habría sentido claramente contento con aquel enorme sofá forrado de piel que, elevado uno o dos escalones por encima del suelo, apoyaba su respaldo contra dos de las cuatro paredes y dominaba, del modo más inmediato, una vista de la mesa de billar. Durante unos instantes el señor Longdon continuó deambulando con el aire de encubierto ensimismamiento que, durante la hora anterior y entre los demás presentes, no le había pasado inadvertido al ojo de su compañero: impulsó una o dos bolas, examinó la forma de un cenicero, balanceó sus lentes casi con violencia y rehusó tanto fumar como sentarse. Vanderbank, acomodado en su elevado asiento y esperando el desarrollo de los acontecimientos, ofrecía un poco el aspecto de un criminal fascinante que, en el tribunal, hubiera intercambiado su sitio con el del juez. Se diferenciaba de otros hombres notablemente apuestos en que el efecto de vestir traje de etiqueta no era, con una obstinación frecuentemente observada en tales casos, el de realzar su porte. Su tipología se veía más bien aminorada que potenciada, y además permanecía allí sentado con una básica circunspección muy a tono con la deferencia que, desde los inicios de su relación con este amigo a la antigua usanza, había aceptado como impuesta. Tenía un gran sentido de los matices del respeto y ahora se preocupaba por no repantigarse más de lo que lo habría hecho ante un superior oficial.

—Si me pregunta —tomó enseguida la palabra el señor Longdon— por qué a estas horas de la noche (tras un día que en el mejor de los casos ha sido demasiado heterogéneo) no me guardo hasta mañana lo que tenga que decirle, sólo puedo responder que apelo a usted ahora porque en mis pensamientos llevo algo tras haber dado rienda suelta a lo cual dormiré mucho mejor.

Delante del estrado había sitio para circular, por el cual hasta ahora el anciano había dado pasos y balanceado los lentes; pero tras decir las anteriores palabras hizo un alto, apoyándose en la mesa de billar, para escuchar la cautivada urbanidad de la contestación suscitada.

—¿Está segurísimo de que, tras haberle dado rienda suelta, dormirá? ¿Se trata de una mera confidencia —dijo Vanderbank— que usted va a hacerme el honor de comunicarme? ¿Se trata de algo tremebundo que requiere una respuesta, de suerte que habré de tener en cuenta, por mi parte, el descanso de que yo podría privarlo?

—No tenga en cuenta nada… yo mismo soy alguien que siempre tiene en cuenta demasiadas cosas. No se trata de un asunto en el que lo urgiré para que me dé una respuesta inmediata. Probablemente no pueda darme una respuesta sin haber meditado muchísimo. Yo he meditado muchísimo; si no, no estaría hablando ahora. Lo único que deseo es plantearle algo y dejarlo así por el momento.

A usted nunca lo veo —dijo Vanderbank— sin que me plantee algo.

—Eso suena —repuso su amigo— como si yo más bien sobrecargara… ¿cómo suele llamárselo a eso hoy día?… su menú intelectual. Si hay una aglomeración de viandas tírelas todas a la basura sin contemplaciones. Nunca le habré planteado nada semejante a esto.

Había hablado con una gravedad que en aquel gran espacio, donde había una ligera resonancia, causó toda una impresión: una impresión concretada en el momentáneo silencio que se produjo entre ellos. Él mismo fue el primero en interrumpir parcialmente esta pausa echando a andar otra vez, y luego Vanderbank la interrumpió del todo como incitado por la aprensión de que acaso estuvieran poniéndose demasiado solemnes:

—Vaya, me siento enormemente intrigado y en verdad usted no habría podido escoger una oportunidad mejor. Un secreto (pues claro está que en eso vamos a convertirlo, ¿verdad?) en esta hora embrujada, en esta gran mansión antigua, es todo cuanto mi visita aquí habrá requerido para convertirse en una ocasión memorable. Conque, se lo aseguro, cuantas más cosas me plantee, mejor.

El señor Longdon asió otro cenicero, pero con pinta de hacerlo como consecuencia directa del tono de Vanderbank. Tras haberlo depositado de nuevo, se colocó los lentes; después espetó atalayando a su compañero:

—¿No tiene usted ni idea…?

—…¿de lo que lleva usted en sus pensamientos? Querido señor Longdon, ¿cómo podría tenerla?

—Bueno, me pregunto si yo que usted no tendría acaso cierta idea. ¿No hay nada que en las circunstancias presentes le parezca probable que yo desee decir?

Vanderbank lanzó una carcajada que a un oyente habría podido parecerle ligeramente intranquila, y manifestó:

—Cuando habla de «las circunstancias presentes» hace algo que (a menos que sencillamente se refiera a las excitantes condiciones de este preciso momento) naturalmente siempre abre la puerta de lo truculento para un hombre de alguna imaginación. A un tal hombre basta darle un suave codazo para que su espíritu dé un brinco. De cualquier forma, tal es el caso del mío. Mi espíritu casi nunca se tiene en pie: ahora mismo ha quedado tumbado de espaldas. —Se calló unos instantes; su sonrisa era algo forzada—. Lo que quiere plantearme, ¿es algo horrible que yo haya hecho?

—Discúlpeme si insisto. —El señor Longdon habló delicadamente, pero si se acrecentaba la intranquilidad de su amigo, precisamente por ello se reducía la suya propia—. ¿No se le ocurre absolutamente nada?

—¿Se refiere a algo que yo haya hecho?

—No, sino a algo (lo haya hecho usted o no) en lo cual yo haya podido reparar.

No habría podido darse prueba mejor que la expresión de Vanderbank, ante esto, de que el joven había llegado a dominar el arte de seguirles el humor a los demás sin dar la impresión de tratarlos con condescendencia:

—Me parece que debería usted darme alguna pista más.

El señor Longdon se quitó los lentes y dijo:

—Bien: la pista es Nanda Brookenham.

—Ah, entiendo. —Vanderbank respondió con celeridad, pero durante un rato no dijo nada más, y en la quietud tictaqueó más audiblemente el gran reloj marmóreo que le infundía al lugar el aire de un club. El señor Longdon aguardó con una benigna implacabilidad, pero con un visaje en el semblante que hablaba de lo que para él dependía —aunque en lo más hondo de su fuero interno— del resultado de esta paciencia. A este respecto, el silencio entre ellos se convirtió en un consciente rasero externo de la sinceridad del joven. Fue evidente que por fin éste mismo lo consideró así, y un observador de su hermoso y controlado rostro habría advertido una meditación sobre diversos elementos espinosos—: Colijo que me pide usted una declaración —dijo por último— que muy poca gente en cualquier coyuntura tiene derecho a esperar de un hombre. Piense en todas las personas (no pocas muy dignas) a quienes ante más de una pregunta uno no puede menos que responderles, en el mejor de los casos, que no es cosa de su incumbencia.

—Veo que sí que entiende a qué me refiero —dijo el señor Longdon.

—Entonces verá asimismo la eminente excepción que hago con usted. No hay otro hombre con quien yo hablaría sobre eso.

—¡Y el caso es que ni siquiera conmigo habla sobre eso! Pero pese a todo le estoy muy agradecido —añadió el señor Longdon.

—No es debido tan sólo a la seriedad de la cuestión —prosiguió su amigo—; es debido al ridículo que inevitablemente lleva consigo…

La forma en que el señor Longdon indicó el vacío de la estancia fue en sí misma una interrupción:

—¿No me he preocupado lo suficiente por ahorrarle congojas?

—Muchas gracias, muchas gracias —dijo Vanderbank.

—Además, esto no es una nadería.

—¡Por supuesto que no! —repuso el joven, mas con pinta de percibir al siguiente instante cierta incomodidad en su propia aquiescencia—. Pero no me ahorre congojas ahora.

—No pienso hacerlo. —El señor Longdon había vuelto a ponerse de espaldas contra la mesa, en cuyo reborde apoyó cada una de las manos—. No pienso hacerlo —reiteró.

Su compañero lanzó una carcajada que como mínimo marcó el cese de una tensión:

—Y sin embargo no acabo de ver qué puede usted hacerme.

—Eso es lo mismo que, desde algún tiempo atrás, he estado procurando discurrir.

—Y ¿lo ha descubierto al final?

—Vaya… en este extraordinario lugar por fin ha brillado débilmente la solución.

Vanderbank se quedó francamente asombrado:

—¿Como consecuencia de algo especial que haya sucedido?

El señor Longdon hizo una pausa; luego dijo:

—Para un viejo estúpido que repara en tantas cosas como yo, continuamente está sucediendo algo especial. Si se es un hombre de imaginación…

—¡Ah! —espetó Vanderbank—. ¡Entonces ya veo hasta qué punto lo es usted! Ello no puede menos que hacerme lamentar —siguió— no haber prestado mayor atención a lo que desde ayer ha estado haciendo.

—No he estado haciendo más que lo que entre ustedes los del grupo siempre estoy haciendo. He estado viendo, sintiendo, pensando. Eso no resulta perceptible, de sobra lo sé, para nadie que no sea yo, y es estrictamente asunto mío. Excepto naturalmente —agregó— que se me ha metido en la cabeza presentarle, sobre la base de todo ello, esta singular apelación. Ha habido cosas de las que he cobrado conciencia.

—Ah, entiendo, entiendo. —Vanderbank exhibió la más cordial reticencia. —Así que a partir de sus palabras debo creer, con toda la avidez de mi vanidad, que le parezco la persona más capacitada para comprender dichas cosas.

El señor Longdon pareció preguntarse un instante si ahora su inteligencia no habría recibido un destello casi excesivo; permaneció en la misma posición, con la espalda contra la mesa, y mientras Vanderbank, sobre el sofá, se apoyaba rígido contra la pared, advirtieron en silencio que estaban poniéndose a prueba mutuamente.

—Es usted con mucho el mejor de todos —dijo el anciano—. Tengo mis propias ideas acerca de usted. Posee grandes cualidades.

—Pues entonces somos dignos el uno del otro. ¡Cuando un griego se topa con un griego…! —Y el joven se rió mientras, un poco con gesto de acorazarse, se cruzaba de brazos—: Henos aquí.

Su compañero lo miró un momento más; luego, dándose la vuelta, lentamente echó a caminar alrededor de la mesa. En el más alejado extremo de ésta volvió a detenerse y, tras unos instantes, con gesto nervioso, puso en movimiento una bola o dos.

—Es un asunto hermoso… ¡pero terrible! —musitó por último. No tenía la mirada dirigida hacia Vanderbank, quien durante un minuto no dijo nada; así que de inmediato prosiguió—: Presenciarlo y no desear tratar de ayudar… vaya, soy incapaz de eso. —Vanderbank continuó sin hablar ni moverse, permaneció inmóvil cual si corriera el riesgo de interrumpir algo de gran importancia para sí mismo, y su amigo, desplazándose paralelamente al borde opuesto de la mesa, siguió ocasionando en la quietud, sin la ayuda del taco, el leve entrechocar del marfil—. ¿Desde hace cuánto tiempo (si no le importa que se lo pregunte) ha estado usted sabiéndolo?

Incluso ante esto Vanderbank no ofreció respuesta al principio: ninguna que no fuera levantarse de su asiento, descender al nivel del suelo y, quedándose allí de pie, mirar al señor Longdon desde el lado contrario de la mesa. Ahora se puso serio, pero sin llegar a la solemnidad:

—¿Cómo contestar? Uno nunca puede estar seguro. Un hombre puede imaginar, puede hacer cábalas, pero tratándose de una muchachita, una persona mucho más joven que él y mucho más inerme, un hombre siente… ¿cómo llamarlo?

—¿Cierto escrúpulo? —sugirió el señor Longdon.

—Tal vez se trate de eso; la denominación carece de importancia; en cualquier caso dicho hombre se siente turbado. No quiere ser un asno por una parte pero tampoco alguna otra especie de bruto por la otra.

El señor Longdon había escuchado con atención… con toda una hermosa pinta de estar, en su posición casi definitivamente comprometida, sinceramente dispuesto a recibir información sobre tales puntos procedente de un joven magnífico. Inquirió:

—¿Se refiere a que dicho hombre no quiere volverse presumido… así como no quiere mostrarse cruel?

Visiblemente absorto, Vanderbank esbozó una tenue sonrisa halagadora:

—¡Ah, usted entiende!

—¿Yo? Yo debería de entender menos que nadie.

Al decir esto, el señor Longdon se había apartado de la mesa, y los ojos de su compañero, quien tras un momento inteligió plenamente la alusión, lo observaron desplazarse por la habitación y acercarse a una distinta parte del diván. La consecuencia de esta transición fue que la sola reacción de Vanderbank fuese declarar seguidamente:

—No sé decirle desde hace cuánto tiempo he estado conjeturando, he estado preguntándome. Ella es tan encantadora, tan interesante; y siento como si la hubiera conocido desde siempre. He pensado en hacer una cosa y la contraria… y luego, adrede, he parado totalmente de pensar. Fue lo que me pareció preferible.

—En tal caso infiero —dijo el señor Longdon— que el interés de usted por ella…

—…¿no tiene las mismas características que el interés de ella por mi? —Vanderbank había recogido sus palabras atentamente, pero luego de hablar se dedicó a buscar una cerilla y encender un nuevo cigarrillo—. ¡Estoy seguro de que usted se hará cargo —exclamó— del gran esfuerzo que me supone hablar de semejantes cosas!

—Sí, sí. Pero ¿le supone únicamente esfuerzo? ¿No le proporciona ningún placer? Me refiero al hecho de los sentimientos de ella —aclaró el señor Longdon.

De veras Vanderbank precisó meditar un rato.

—Por mucho placer que me proporcionase —respondió—, seguramente yo nunca sería un individuo proclive a caer en sentimentalismos. Soy un soso pasmarote británico.

—¡Pero incluso un pasmarote británico…! —vaciló el señor Longdon—. En resumidas cuentas yo he caído en sentimentalismos ante usted.

—¿Acerca de Lady Julia? —preguntó derechamente el joven—. ¿Es así como lo denomina usted?

—Entonces digamos que ambos somos pasmarotes británicos. ¿No se siente enamorado en lo más mínimo?

Entre ellos se produjo, antes de que contestara Vanderbank, otro silencio, que el joven aprovechó para tomar a dar vueltas alrededor de la mesa. Mientras tanto el señor Longdon se encaramó en el elevado asiento y se acomodó como si ahora el juez estuviera donde debía estar. Al final su compañero habló:

—Adonde va usted a parar es por supuesto a que usted ha concebido un anhelo.

—Eso es…, por extraño que parezca. Pero, créame, no ha sido algo precipitado. He estado observándolos a ustedes dos.

—Oh, yo ya sabía que había estado observándola a ella —dijo Vanderbank.

—Hasta tal punto que he tomado una decisión. Deseo tantísimo que ella se case… —Pero, tras la pequeña entonación entrecortada de ansiedad con que espetó esto último, el anciano se interrumpió bruscamente.

—¿Y bien? —lo acució Vanderbank.

—Pues que lo deseo tantísimo, que ella, el día en que se case, percibirá los intereses de una considerable suma de dinero (muy decentemente invertida desde hace ya tiempo) que he resuelto conferirle.

La instantánea admiración de Vanderbank inundó toda la estancia:

—¡Eso es extraordinario por parte de usted…, es magnífico!

—Huy, tiene usted a su alcance un modo fáctico de demostrarme su gratitud ante ello.

Pero, debido al entusiasmo, Vanderbank apenas lo oyó:

—Me es imposible expresarle lo admirable que me parece usted. —Entonces requirió con vehemencia—: ¿Nanda está informada?

Tras cierta vacilación, el señor Longdon habló con relativa sequedad:

—Mi idea es que de momento sólo usted lo esté.

También Vanderbank vaciló:

—¿Ningún otro hombre?

Su compañero se puso aún más serio:

—Apenas necesito decir que confío en que usted guardará secreto.

—Absolutamente y a ultranza, en tal caso. Pero eso no obstará para que yo mantenga mi opinión sobre el hecho. Durante muchísimo tiempo nada me había dado tan gran alegría. —Resplandeciente y abierto, por unos instantes le había sostenido la mirada al señor Longdon.

—Caramba, entonces resulta que aprecia a Nanda de veras.

—Enormemente. Nunca, creo, tantísimo como ahora. Eso suena bastante grosero, ¿verdad? —dijo riendo—. Pero lo cierto es que lo que usted acaba de anunciar es de esas cosas que llenan de júbilo.

Durante un instante su amigo casi se puso rojo de contento:

—La suma que voy a conferir será, puedo mencionarlo, sustanciosa, y desde luego estaría listo para dejar un claro testimonio (una garantía muy nítida) de mis intenciones.

—¡Tanto mejor! Sólo que —cambió inopinadamente de tercio Vanderbank— para recibirla, ¿ella debe casarse?

—Iría contra mis intereses dejarlo suponer que ella no deba hacerlo, y si le he hablado a usted se debe exclusivamente a mi intenso deseo de que ella se case.

—¿Y asimismo a la razón adicional —cooperó osadamente Vanderbank— de que da usted por sentado que sólo falta que yo me ofrezca voluntario?

Si su amigo semejó considerarlo, resultó ser a fin de buscar la expresión más plena. De hecho nada habría podido ser más denso que la serena manera como enseguida dijo:

—Mi querido muchacho, yo voto por usted.

A Vanderbank paladinamente aquello le llegó al corazón:

—¡Cuán extraordinariamente halagador es usted conmigo! —El silencio del señor Longdon pareció responder que estaba dispuesto a permitir interpretarlo así, conque a renglón seguido el joven continuó—: A lo que entonces todo va a parar (tal como usted lo plantea) es a que se trata de una forma de que yo incremente apreciablemente mis ingresos.

Durante un rato el señor Longdon permaneció sentado con la mirada clavada en la superficie verde de la mesa de billar, vivida bajo la expansiva luz de la lámpara colgante.

—Creo que debería revelarle a usted la cifra que tengo pensada —dijo.

Cualquier otra persona presente se habría sentido abrumada de dudas tanto a la hora de determinar el grado de fastidio concentrado en la gentil sonrisa de Vanderbank como a la de decir si transcurrió un prolongado intervalo antes de que éste se hiciera oír:

—Pues yo creo, ¿sabe?, que no debería usted hacer nada semejante. Olvídese de ello, por favor. Lo importante son los intereses… lo importante son las aspiraciones que usted manifiesta. ¡Representan tal visión de mí, tal actitud hacia mí…! —Callóse, bajando los brazos y apartándose ante aquella nítida imagen.

—En todo ello no hay nada que deba anonadarlo. Sería extraño que usted mismo no tuviera, respecto de su valía y su futuro, un sentimiento tan vivo como cualquiera que tenga yo. Ahí está el mío en cualquier caso. No puedo remediarlo. Acéptelo. Y del otro sentimiento (de cómo me conmueve ella) no hablaré.

—¡Ya lo transparenta usted sobradamente!

El señor Longdon prosiguió contemplando el círculo luminoso sobre la mesa, abismado unos instantes en el cual dejó pasar la réplica de su amigo:

—Ante usted no voy a extenderme sobre Nanda.

—Mejor —dijo Vanderbank. Mas, durante la pausa que siguió, cada uno, de una manera o de otra, muy bien pudo dedicarse a pensar en la muchacha para sus adentros.

La pausa fue interrumpida por la circunstancia de que al poco el señor Longdon reanudara su plática:

—Claro está que superficialmente todo esto da la impresión de que me ofrezco a pagarlo a usted por dar cierto paso. Tiene usted la alternativa de mostrarse grandioso y orgulloso… de envolverse en su propia majestad y preguntar si es que lo supongo sobomable. No he hablado sin haber previsto esa posibilidad.

—Ya —dijo Vanderbank comprensivamente—; pero no es como si usted estuviera proponiéndome, ¿verdad?, algo espantoso. Si uno aprecia a una muchacha, se alegra infinitamente de que tenga algún dinerillo. Cuantas más cosas buenas tenga, mejor. Puedo asegurarle —agregó con la brillantez de su cordial comprensión y casi como para mostrarle a su compañero el camino para despreocuparse más velozmente—, puedo asegurarle que si me decido a aceptar su propuesta haré oídos sordos a cualquier interpretación maliciosa de mis móviles. Sencillamente intentaré mostrarme tan magnífico como usted mismo. —Fumó, se puso a dar pasos; luego abordó otro aspecto—: Seguramente usted sabe que el querido y viejo Mitchy, bajo cuyo bendito techo estamos tramando esta traición nocturna, se casaría con ella en un santiamén y sin necesidad de un solo penique.

—Creo que lo sé todo, creo que he pensado en todo. El señor Mitchett —añadió el señor Longdon— es imposible.

Por un momento Vanderbank pareció sorprendido:

—¿Debido enteramente a la postura de ella?

—Por completo.

Otra vez Vanderbank titubeó:

—¿La ha interrogado?

—La he interrogado.

Una vez más Vanderbank vaciló:

—Y ¿así es como está enterado?

—¿De las posibilidades de usted? Así es como estoy enterado.

Paladeando su cigarrillo con concentración, el joven tomó a dar algunos pasos en derredor.

—Y la idea de usted, ¿es concederme un plazo máximo? —inquirió.

El señor Longdon hubo de darle vueltas a su idea unos momentos:

—¿Qué plazo necesita usted?

Con la cabeza Vanderbank ejecutó un gesto negativo que fue a la vez reprobatorio e indulgente:

—Debo asimilar todo esto un poco. Sólo he podido meditar sobre su ofrecimiento estos fugaces minutos, y es demasiado pronto para comprometerme a afirmar nada. Excepto —añadió galantemente— mi gratitud.

Ante esto, el señor Longdon, que estaba sentado en el diván, se incorporó, tal como Vanderbank ya hiciera previamente, impulsado por un resorte emocional; sólo que, a diferencia de Vanderbank, se quedó inmóvil allí de pie, con las manos en los bolsillos y el semblante, un poco más pálido, orientado hacia lontananza. En él se advirtió decepción incluso antes de que hablara:

—¿No experimenta usted un sentimiento lo bastante poderoso…?

Su amigo lo encaró con admirable franqueza:

—¿No le parece que, si lo experimentase, hace mucho que yo ya habría dado el paso decisivo?

—¿Sin aguardar, quiere decir, al dinero de nadie? —Durante unos instantes el señor Longdon acarició una posibilidad—: Claro está que ella había parecido (hasta ahora) demasiado pequeña.

Nuevamente Vanderbank se puso a buscar cerillas y ocupó un lapso en encender otro pitillo; luego dijo:

—Hasta ahora… sí. Pero no es sólo —prosiguió— porque ella es tan joven por lo que (para nosotros dos, y asimismo para el querido y viejo Mitchy) ella resulta tan absorbente. —Ahora el señor Longdon había descendido hasta el nivel del suelo, y los ojos de Vanderbank lo siguieron hasta que volvió a detenerse—. Discierno que, pese a lo que dijo al inicio de esta conversación, usted siente cierto apremio.

—¿En la cuestión del tiempo? Oh sí, quiero que el casamiento se efectúe ya. Es la razón —aclaró el anciano lisa y llanamente— de que me apriete las tuercas a mí mismo. —Hablaba con un retintín de impaciencia—. A Nanda quiero sacarla fuera.

—¿«Fuera»?

—Fuera de la casa de su madre.

Vanderbank se rió, aunque, a renglón seguido, ya se había puesto colorado:

—¡Caramba, en la casa de su madre es precisamente donde suelo verla!

—Exactamente; y ojalá no lo fuese y así todo iría más rápido.

Vanderbank, con todo y su gentileza, asumió un semblante aún más divertido:

—Pero si no lo fuese, como dice usted, me parece que usted no se vería asaltado por ese peculiar sentimiento de urgencia.

Ajustándose los lentes, el señor Longdon lo atalayó con una mirada tan triste como aguda; a continuación se quitó de un tirón los quevedos:

—Ah, observo que me entiende usted.

—¡Huy —dijo Vanderbank—, es que soy un amasijo de corrupción!

—Muy bien puede serlo, pero no va a escabullirse —repuso con brío el señor Longdon— utilizando ningún pretexto semejante. Si usted es lo bastante bueno para mí, es lo bastante bueno, como lo sabe perfectamente, desde todos los puntos de vista, para cualquiera.

—Muchas gracias. —Pero Vanderbank, con todo y su alegre agradecimiento, tomó a meditar—: Deberíamos, de todas formas, recordar, ¿verdad?, que habremos de enfrentamos a la oposición de la señora Brook.

Su compañero no vaciló sino por un instante:

—Ah, ésa es otra cosa que yo ya sabía. Pero asimismo es precisamente la razón. La razón de que yo quiera sacar fuera a Nanda.

—Entiendo, entiendo.

La respuesta había sido rauda, y sin embargo súbitamente el señor Longdon pareció dar a entender que la sospechaba superficial:

—A menos que sea de la señora Brook de quien está usted enamorado. —Entonces, viendo que su amigo recibía esta insinuación con un simple ademán negativo, repudiación ésta que incluso habría podido sorprender por su mismísima ausencia de sorpresa, enmendó—: O a menos que la señora Brook esté enamorada de usted.

Ante esto Vanderbank exhibió todo el decente jolgorio imaginable:

—¡Ah, por supuesto ése puede ser perfectamente el caso!

—Pero ¿lo es? He ahí el problema.

Él conservó su ligereza:

—Si ella me hubiese declarado su pasión, ¿no sería más bien hacerle a ella una jugarreta…?

—…¿el hecho de hacérmelo saber? —El señor Longdon reflexionó—. Puedo decir que lo ignoro: es un tipo de cosa para la cual carezco de un rasero o un precedente. En mi tiempo la mujer no declaraba su pasión. Yo me refería a cuál es el significado de eso de que la señora Brookenham lo quiere a usted (como he oído decir) para ella sola.

Vanderbank, conservando la sonrisa, fumó unos instantes; y dijo:

—¿Eso ha oído decir?

—Sí, pero debe perdonarme que no le revele a quién se lo he oído decir.

Se sintió divertido por la discreción de su amigo:

—Es algo inconcebible. Pero da igual. Los del grupo decimos de todo… acerca de todos. Para entendemos, el significado de eso es… vaya, un matiz moderno.

—En tal caso lidie usted mismo —dijo el señor Longdon— con sus matices modernos. —Ahora habló como si el caso requiriera únicamente dicha lidia.

Pero ante esto su joven amigo se puso más serio:

—¿Usted no podría hacer nada?… para lograr, quiero decir, que la señora Brook se aviniese.

El señor Longdon se apasionó bruscamente:

—¿Pedirle, en nombre de usted, la mano de su hija? Mañana mismo… si usted me autoriza. Autoríceme y actuaré sin dilación.

A Vanderbank volvieron a subírsele los colores; su rubor fue absoluto:

—¡Hay que ver cómo lo desea usted!

El señor Longdon, tras lanzarle una mirada, se volvió de espaldas:

—¡Hay que ver cómo no lo desea usted!

El joven persistió en su sonrojo:

—No: debe usted hacerme justicia. No se ha equivocado conmigo: yo percibo en su propuesta todo cuanto, me parece, puede desear que perciba. Sólo que usted la ve demasiado sencilla… y sin embargo no puedo darle explicaciones en este momento. Si fuese tan sencilla yo le diría al instante: «Hábleles en mi nombre». Con mucho gusto dejaría el asunto en sus manos. Pero yo necesito tiempo, permítame recordárselo, y usted aún no me ha respondido qué plazo me concede.

Esta apelación había vuelto a ponerlos cara a cara, y la primera reacción del señor Longdon ante la misma fue consultar su reloj:

—Es la una en punto.

—¡Oh, yo necesito —Vanderbank había recobrado su buen humor— algo más que esta noche!

El señor Longdon se dirigió hacia una mesita sobre la que aún se veían dos palmatorias:

—Naturalmente debe tomarse todo el tiempo que necesite. No lo agobiaré, no lo apremiaré. Me voy a la cama.

Adelantándosele, Vanderbank le encendió su palmatoria; tras lo cual, pasándosela y sonriendo, preguntó:

—¿Habremos contribuido al descanso de usted?

El señor Longdon contempló la otra palmatoria:

—¿Usted no se va a la cama?

—A mi descanso sí que no habremos contribuido. Voy a quedarme levantado un rato más.

—Bien. —El señor Longdon se sintió complacido—. Espero que no olvidará, como prometimos, dejar apagadas las luces.

—Si usted me considera fiel en lo mucho, bien puede considerarme fiel en lo poco. Buenas noches. —Vanderbank le ofreció la mano.

—Buenas noches. —Pero el señor Longdon lo retuvo un momento—: ¿No le apetece saber mi cifra?

—No por ahora… no por ahora. Por favor. —Realmente Vanderbank parecía temerla, pero tras de que el señor Longdon lo desasiera con una leve exclamación decepcionada, se dirigieron juntos hacia la puerta del salón, al llegar a la cual volvieron a detenerse.

—Ella va a venir a visitarme al pueblo (a solas) en septiembre.

Vanderbank titubeó:

—Así, pues, ¿puedo ir de visita yo?

Su amigo, sobre esta base, hubo de reflexionar:

—¿Para entonces ya habrá tomado usted su decisión?

—Temo no poder prometerlo… si usted piensa considerar mi visita como una respuesta definitiva.

El señor Longdon siguió meditando; luego, alzando la vista, declaró:

—No veo muy bien por qué no quiere usted permitirme revelarle…

—…¿los pormenores de sus intenciones? Pues yo lo veo muy bien. Ya ha dicho más que bastante. Si mi visita me comprometería definitivamente —siguió Vanderbank—, entonces me temo que no me es posible ir.

El señor Longdon, que ya había salido al pasillo, profirió una seca risita triste:

—¡Venga entonces (como dicen las mujeres) «sin compromiso»!

Tras lo cual, cerrando la puerta bastante suavemente, Vanderbank quedó solo en la gran sala de billar iluminada y desierta.