XVI

Las ventanas del piso bajo de la gran mansión blanca, que se erguía más ancha que alta, daban a una amplia terraza pavimentada con losas, cuyo pretil, una vieja balaustrada de piedra, era interrumpido en mitad de su curso por un tramo de pétreos escalones que descendían a un jardín maravilloso. La terraza presentaba la tonalidad de las primeras horas de la tarde y dominaba limpiamente la perspectiva sobre la cual se alzaba y que la circundaba: la perspectiva —más allá de la serie de jardines— de espléndidos árboles desperdigados y verdes claros de bosque, un horizonte preeminentemente forestal. Nanda Brookenham, un día hacia finales de julio, saliendo del edificio y encontrando el lugar por ahora no ocupado por los demás invitados, permaneció allí un rato con aire de feliz posesión. Se desplazó de un extremo a otro de la terraza, deteniéndose, contemplando su alrededor, degustando con un semblante que transparentaba el placer de una efímera independencia la combinación de cosas encantadoras: de antiguas habitaciones con antiguas decoraciones que resplandecían ensombrecidas a través de las ventanas superiores, de antiguos jardines que se juntaban en ángulo recto en las anchas esquinas de antiguos muros, de senderos silvestres que susurraban con la brisa vespertina y se extendían hacia recónditas lejanías de soledad estival. La escena tenía una expectante quietud que ella estaba demasiado fascinada para desear romper; la contempló, la escuchó, siguió con la mirada las mariposas blancas entre las flores que había a sus pies, por último sufrió un sobresalto al llegarle el chillido de un pavo real desde una alameda inadvertida. Tras unos instantes esto último hizo que ella se pusiera en movimiento con menor disgusto; descendió morosamente los escalones, deambulando sin hacer pausas, echando esporádicamente una mirada atrás hacia la gran mansión brillante pero complaciéndose repetidamente de no ver aparecer a nadie. Aunque el sol seguía bastante en lo alto, ella portaba un quitasol rosa. Atravesó los jardines uno tras otro, bordeando los altos muros que creaban una impresión tan «recoleta» y pensando en cómo, más adelante, madurarían allí las ciruelas y los melocotones. Intercambió un cordial saludo con un jornalero atareado, traspuso una verja abierta y, doblando por esta dirección y por aquélla, finalmente se halló en medio de la hacienda, a considerable distancia de la mansión. Era un punto para llegar hasta el cual había tenido que subir otra pendiente: un lugar caracterizado por un viejo banco verde instalado en aras de un mejor disfrute del panorama que, a lo lejos, donde terminaban los bosques, incluía, de la más inglesa de las maneras, la mancha de color de un antiguo pueblecito rojo y la torre de una antigua iglesia gris. Ella se había dejado caer en el banco casi con una sensación de aventura, aunque no lo bastante palpitante como para dejar de preguntarse si no habría sido una feliz idea traerse un libro; el encanto de lo cual habría estado precisamente en sentir que todo alrededor de ella era demasiado hermoso para dejarla leer.

La sensación de aventura aumentó en ella cuando enseguida reparó en una agitación de la espesura próxima, seguida de la aparición, por un sendero ascendente que pasaba junto a su banco, de un caminante a quien, si no hubiera quedado prontamente despejado el misterio de su peculiar, su excepcional identidad, tal vez la habría fastidiado una pizca tener que identificar como un conocido. Él la vio inmediatamente, se detuvo, rió, saludó con el sombrero, luego subió la cuesta con unas cuantas zancadas y, secándose la frente con el pañuelo, confesando sentirse acalorado, regocijadamente se quedó parado ante ella. La exclamación de ella al verlo aparecer («¡Anda, el señor Van!») había tenido una ambigua brusquedad que más bien había ido dirigida hacia sí misma que hacia su visitante. Ella le hizo sitio en el banco, y al cabo de un momento él ya estaba reposando y ambos brindándose explicaciones. El quid estaba en que él había decidido venir caminando desde la estación a fin de estirar las piernas, dando un largo rodeo, para el goce de la hermosa hora y del placer que ésta ministraba, por un camino que le habían enseñado durante alguna ocasión previa en que se había alojado en Mertle.

—¿O sea que ya habías estado aquí anteriormente? —Nanda, que acababa de llegar tan sólo hacía media hora, habló como si hubiese perdido la oportunidad de ser su guía en una experiencia nueva.

—Ya había estado aquí, sí… pero no invitado por Mitchy, sino por una u otra familia (¿quién demonios eran?) que hace uno o dos años alquiló esta propiedad durante unos meses.

—¿Es que ni siquiera te acuerdas?

Vanderbank caviló y dijo riendo:

—Ya me acordaré. Pero es un encantador indicio de cómo son las relaciones en Londres, ¿verdad?, el hecho de que uno pueda ir a visitar de esta forma a la gente y quedar maravillosamente «empachado» y todo eso, y luego marcharse y borrársele la ocasión, olvidar por completo con quién ha quedado en deuda. La vida es extraña.

Por un instante Nanda pareció desear decir que dicha extrañeza era discutible, pero en cambio dijo otra cosa distinta:

—Supongo que un hombre como tú no siente en absoluto que ha quedado en deuda: es enormemente amable por su parte (es hacer mucho por cualquier anfitrión) el mero hecho de acudir de visita; conque resultaría intolerablemente gravoso que encima tuviera que acordarse del anfitrión.

—No sé a qué te refieres con eso de un hombre «como yo» —repuso Vanderbank—. Yo no soy ninguna clase especial de hombre. —Ella había estado mirándolo, pero ante esto desvió la mirada, y él continuó bienhumorada y aclaratoriamente—: Si te refieres a que voy de acá para allá sin parar, ¿cómo sabes eso sino debido a que actualmente tú misma estás en todas partes?… así que, sea yo como fuere, en definitiva, tú eres igual de mala.

—Conque reconoces que estás en todas partes. Puede que yo sea igual de mala —siguió la muchacha—, pero el quid está en que no soy ni la mitad de buena. Las muchachas son tales burritas de carga: no pueden ser otra cosa.

—Y, si me haces el favor, ¿qué son los individuos que están en las brutales norias de despachos infernalmente atareados? En todo Londres no hay un viejo caballo de carruaje al cual hagan trabajar, te lo aseguro, como a mí. Por lo demás —agregó el joven—, si salgo de casa todas las noches y me voy fuera de Londres los fines de semana como éste, ¿no entiendes, queridita, la razón básica de ello?

Volviendo a dirigir la mirada hacia él, Nanda estudió un momento aquella interrogante:

—¿Debo inferir con deleite que se trata de la dulce esperanza de encontrarte conmigo? No es que haya —continuó tras un instante— ninguna necesidad de que digas eso. ¿De qué sirve…? —Pero, impacientemente, dejó inacabada su pregunta.

Él estaba eminentemente alegre incluso aunque su compañera no lo estuviese, y aventuró:

—¿Porque somos tan buenos y viejos amigos que en realidad no necesitamos siquiera hablar? Sí, gracias al cielo, gracias al cielo. —Él había estado mirando en su derredor, contemplando la escena; había depositado en el suelo su sombrero y, completamente a sus anchas, aunque aún más deseoso de dar testimonio de ello, se había cruzado de piernas y brazos—: ¡Qué precioso lugar! Aunque no logre recordar ni por asomo quiénes fueron mis anteriores anfitriones, cuento con el consuelo de estar seguro de que sus mentes se hallan igualmente en blanco. ¿Se acuerdan siquiera de la propiedad que alquilaron? «Invitamos a algunos fulanos a… ¿dónde fue eso, la gran mansión blanca del pasado noviembre?… y hubo uno de ellos, que trabaja en como-demonios-se-llame… me entiendes… que habría podido ser un sujeto bastante majo si no hubiese presumido tanto de sus dotes». —Vanderbank guardó silencio unos instantes, pero su compañera no comentó nada, así que continuó él—: El hecho de que nosotros dos nos reunamos gracias a tales procedimientos demuestra, ¿verdad?, el inmenso cambio que se ha operado en tu existencia en los últimos tres meses. Me refiero a que, si yo estoy en todas partes como dijiste hace un momento, tú haces exactamente lo mismo.

—Sí; ya ves lo que has conseguido.

—¿Cómo que lo que he conseguido?

—Te adentras en los bosques en pos de un cambio, de soledad —dijo la muchacha—, y lo primero que haces es encontrarme acechándote en las profundidades de la floresta. Pero en realidad yo no podía (si reflexionas sobre ello) saber que ibas a venir por este camino.

Vanderbank permaneció allí sentado sin cambiar de postura, mas con un constante meneíllo del pie que mantenía apoyado en tierra, como si todo —sin excluir lo que ella acababa de plantearle— fuera demasiado placentero para reflexionar sobre ello:

—¿Puedo fumarme un cigarrillo?

Nanda guardó silencio un instante; su amigo había sacado su pitillera de plata, que era de gran capacidad, y mientras él extraía un cigarrillo ella extendió la mano diciendo:

—¿Puedo yo? —Ella examinó la pitillera con admiración.

Vanderbank vaciló:

—¿Fumas cuando estás con el señor Longdon[14]?

—Sin parar. Pero ¿qué tiene eso que ver?

—Todo, todo. —Él habló con un tenue dejo de impaciencia—. Quiero que obres conmigo exactamente como obras con él.

—¡Huy, eso se dice muy pronto! —replicó la muchacha en un tono peculiar—. ¿Qué es eso de que «obre»?

—Bueno, pues que seas. ¿Qué puedo decir? —Vanderbank caviló plácidamente mientras su pie se mantenía en movimiento—. Que sientas.

Ella prosiguió examinando la pitillera sin, no obstante, servirse del contenido; comentó:

—Creo que, en lo que respecta al señor Longdon y yo, no sabes ni la mitad de lo que imaginas.

Vanderbank se rió y fumó:

—Doy por sentado que él me lo cuenta todo.

—¡Ah, pero apenas des por sentado que yo haga lo mismo! —Durante unos instantes ella frotó su mejilla contra la plata bruñida, volviendo, al momento siguiente, a examinar la pitillera—: Me gustaría tener una de esta clase.

Su compañero bajó la mirada hacia el objeto:

—Caramba, cuenta con capacidad para veinte.

—Pues quiero una con capacidad para veinte.

Vanderbank se limitó a exhalar su humo.

—Tengo tantas ganas de hacerte un regalo —dijo por último— que, en mi alegría por haber dado con uno adecuado, voy a regalarte, como te descuides, o bien eso o bien una pipa.

—¿Te refieres a esta mismísima pitillera?

—La he poseído durante años… pero te regalaré incluso ésta si te gusta.

Ella la retuvo; continuó manoseándola e inquirió:

—Y ¿quién te la regaló a ti?

Ante esto él se volvió hacia ella sonriendo:

—¿Crees que también se me ha olvidado eso?

—Desde luego debe de habérsete olvidado, si estás tan dispuesto a deshacerte de ella.

—Pero ¿cómo sabes que fue un regalo?

—Objetos así siempre lo son: la gente nunca los compra para sí misma.

Ahora ella había soltado el objeto, depositándolo sobre el banco, y Vanderbank se apoderó de él:

—Su origen se pierde en la noche de los tiempos: carece de toda historia excepto haber sido usada por mí. Pero te aseguro que de veras quiero hacerte algún regalo. Nunca te he regalado nada.

Ella permaneció callada un rato.

—¡Menuda exhibición estás haciendo —suspiró por último con seriedad— de tu inconstancia y superficialidad! ¡Y pensar en todas las reliquias tuyas que he atesorado y que en su momento supuse que significaban algo!

—¿Las «reliquias»? ¿Es que guardas un mechón de mi cabello? —Entonces, al comprender a qué se refería ella, espetó—: Oh, ¿quieres decir las cositas navideñas? ¿De veras las has conservado?

—Apartadas en un cajón exclusivo para ellas… envueltas en papel rosa.

—Ya veo adónde quieres ir a parar —dijo Vanderbank—. Tú me has hecho regalos a mí, y estás tratando de culparme de haber perdido la dulce conciencia de ello. Pero no lo lograrás. En lo que a mi corazón se refiere, soy un relicario andante. ¿Papel rosa? Yo uso papel dorado… y de la más fina y rara calidad: el papel dorado del alma. —Con la uña del dedo él le dio una sacudida a su cigarrillo, y contempló la avivada lumbre; tras lo cual prosiguió muy campechanamente, pero con una delicadeza que por sí sola atenuó el mero humorismo de esta declaración—: No hables, queridita, como si realmente no supieras que soy el mejor amigo que tienes en el mundo. —En cuanto él hubo hablado sacó su reloj, de modo que aunque sus palabras habían ocasionado algo parecido a un silencio este gesto ofreció una excusa para romperlo. Nanda le preguntó la hora y, al contestar él: «Las cinco y cuarto», ella comentó que en ese instante estaría siendo servido el té en la terraza y que todo el mundo habría salido a degustarlo—. ¿Vamos entonces a reunimos con ellos? —demandó su compañero.

Él no había hecho, empero, ningún otro movimiento, y cuando, tras vacilar, ella dijo: «Con mucho gusto», asimismo ello fue sin un cambio de postura.

—Me gusta esto —agregó ella inconsecuentemente.

—También a mí, a más no poder. La terraza —continuó Vanderbank— no está comprendida dentro de «esto». Pero ¿qué invitados han acudido?…

—Huy, todo quisque. Todos los miembros de tu círculo.

—¿Mi círculo? ¿Aún tengo un círculo… pese al absoluto vagamundismo de que me acusas?

—Pues entonces el círculo de Mitchy… quienesquiera que lo compongan.

—¿Y ningún miembro del tuyo?

—Oh sí —dijo Nanda—, mi círculo al completo. Por lo menos, a estas horas ya debe de haber llegado. Mi círculo está integrado por el señor Longdon —aclaró—. Actualmente es el único miembro.

—Entonces ¿dónde diablos encajo yo?

—Huy, tú eres un comparsa. Siempre hay comparsas.

—¿Un círculo completo y encima uno suplementario? —preguntó riendo Vanderbank—. Y entonces ¿qué hay de Tishy?

Encantadora y seria, la muchacha meditó un instante; y dijo:

—Está en París con su madre… de camino hacia Aix-les-Bains[15]. —Luego continuó atropelladamente—: ¿Sabes que eso que has afirmado hace un momento es mucho decir? Me refiero a lo de que eres el mejor amigo que tengo.

—Claro que lo sé, y precisamente por eso lo he afirmado. Ya ves que no me muestro remilgado ni misterioso ni tímido al respecto; lo expongo lisa y llanamente y te desafío a que me contradigas. ¿Quién, si yo no soy tu mejor amigo, es un amigo mejor?

—Pues —contestó Nanda— desde que conozco al señor Longdon me parece que tengo casi el tipo de amigo que eclipsa a todos los demás.

—¿O sea que en el plazo de tres meses él ha adquirido para ti un valor que yo no he alcanzado en todos estos años?

—Sí —respondió—: el valor consistente en que él no me inspira temor.

Sin alzarse del banco, Vanderbank cambió de postura, orientándose más hacia ella apoyando un brazo sobre el respaldo y preguntando:

—Y ¿sí te inspiro temor yo?

—Un temor horrible, monstruoso.

—Entonces, ¿es que nuestras largas relaciones felices…?

—Son precisamente lo que hace que mi terror —espetó ella— sea especialmente abyecto. No importan las relaciones felices. Siempre pienso en ti con miedo.

Él mantuvo el codo sobre el respaldo del asiento, sosteniéndose la cabeza con la mano; y dijo:

—¡Cuán rematadamente curioso… si ello fuese verídico!

Ella había permanecido con la mirada perdida en la dulce lejanía inglesa, pero al oír aquello hizo un gesto:

—¡Quia, señor Van, yo soy «verídica»!

Como quiera que en ningún momento ulterior el propio señor Van habría sabido expresar, ante ningún interesado amigo, el preciso efecto que le causó el tono de aquellas palabras, su cronista se aprovecha de la circunstancia para no pretender estar en posesión de una inteligencia mayor; su cronista se limita, por el contrario, a constatar escuetamente que aquellas palabras causaron en la mejilla del señor Van un sonrojo más bien perceptible.

—Miedo ¿de qué? —inquirió él.

—No sé. El miedo es el miedo.

—Sí, sí…, entiendo. —Él extrajo otro cigarrillo y ocupó un momento en encenderlo; luego dijo—: Pues también la gentileza es la gentileza; eso es todo lo que servidor puede decir.

Él pudo dar unas cuantas chupadas antes de que ella se volviera hacia él preguntando:

—¿Te he herido al decir eso?

Una cierta prolongación del sonrojo masculino apareció en la sonrisa masculina:

—Me parece que me gustaría que me hirieses. Lo que hice un momento atrás fue lograr lo que me proponía —siguió con cierta precipitación—. Te sonsaqué ladinamente sobre la cuestión del señor Longdon. Ése era mi objetivo: ni más ni menos que hacerte desembuchar.

—Pues bien —dijo Nanda, volviendo a apartar la mirada—, el señor Longdon ha entrado en mi vida.

—No habría podido entrar en ninguna otra parte donde me proporcionara mayor satisfacción verlo.

—Pero no le gustó, hace poco, cuando la empleé ante él, esa expresión —replicó la muchacha—. La calificó de «amanerada jerga moderna» y una vez más se extendió sobre la extraordinaria diferencia entre mi forma de hablar y la de mi abuela.

—Es lógico —asintió el joven compasivamente—. Pero a mí me gusta bastante tu forma de hablar. ¿Es que a estas alturas, en lo que a ti respecta —continuó—, el señor Longdon aún no ha franqueado el abismo? Conmigo ya lo ha hecho.

—Huy, contigo nunca hubo abismo. Tú le agradaste desde el principio.

Vanderbank se sintió asombrado:

—¿Quieres decir que lo manejé así de bien?

—No sé cuán bien lo manejarías, pero llegar a apreciarme ha sido para él un penoso proceso gradual. Creo que ahora sí que me aprecia —declaró Nanda—. Por fin me acepta como disímil: está procurando tratarme sobre esa base. Ha acabado por comprender que cuando me habla de mi abuela ni siquiera logro imaginármela.

Vanderbank exhaló una bocanada:

Yo lo logro.

—Eso mismo dice Mitchy. Pero es probable que ambos os la imaginéis erróneamente.

—No sé —dijo Vanderbank—; le he consagrado a ese asunto una notable cantidad de tiempo. Pero somos de una generación muy distinta. No podemos ser griegos ni aunque queramos.

Ni siquiera esto suscitó en Nanda una carcajada, aunque sí una viva atención:

—¿Llamas griega a mi abuela?

Su compañero se puso en pie lentamente, respondiendo:

—Sí… para concluir elegantemente con ella. —Tomó a consultar su reloj—: ¿Nos vamos? Deseo comprobar si ya han llegado mi criado y mis cosas.

Ella continuó sentada; había un punto sobre el cual quería volver:

—El miedo que te tengo no es superficial. Quiero decir que no es inmediato: no es miedo de ti tal como eres en este momento —aclaró—. Es de un tú futuro y lamentablemente posible.

—Bueno —dijo el joven, sonriéndole—, no olvides que si termina existiendo semejante monstruo, también existirá una tú futura, proporcionalmente evolucionada, capaz de hacerle frente.

Por estar a la sombra, Nanda había cerrado su quitasol, y su mirada se concentró en el agujerito que con la punta había excavado en el suelo:

—¿Quieres decir que ambos habremos progresado?

—Es maravilloso pensar que probablemente habremos progresado juntos.

—Oh, si progresar es cambiar —repuso ella—, no hay ni que pensar en ello: yo nunca cambiaré, siempre seré la misma. La misma amanerada, juerguista, moderna burrita de carga —completó con entera seriedad—. El señor Longdon me ha hecho caer en la cuenta de ello.

Vanderbank se rió estrepitosamente, y en especial ante la seriedad de la muchacha:

—¡Hay que ver qué cosas se te ocurren!

—Es la pura verdad —insistió ella—; tal como soy, así permaneceré. Carezco de lo que suele denominarse tendencia evolutiva. —Haciendo marcas en la tierra con la sombrilla, ella parecía escribir en clave sus propias palabras—. Ya soy todo lo buena que puedo llegar a ser… y todo lo mala. Si el señor Longdon no puede volverme diferente, es que nadie puede.

Vanderbank no pudo menos que hablar con tono de sentirse muy divertido:

—¿Y el señor Longdon ya ha abandonado toda esperanza?

—Sí, aunque no me ha abandonado a mí…, por lo menos no del todo. Pero sí la esperanza que en un principio había abrigado.

—Abandona muy rápido: ¡en tres meses!

—Oh, estos tres meses —repuso ella— han sido un largo período: el más pleno, el más trascendental de mi vida, en virtud de lo que ha ocurrido durante ellos. —Siguió hurgando en el suelo; después añadió—: Y todo gracias a ti.

—¿A mí? —Vanderbank lo encontraba inconcebible.

—Caramba, por lo que hemos comentado hace un rato: cómo ahora participo en todo y pateo las escalinatas de las mansiones de todo quisque. ¿A que es una atestada hora de vida gloriosa? —preguntó—. Lo que la precedió fue toda una edad, no cabe duda; pero una edad sin nombre.

Vanderbank la contempló un rato en silencio, luego habló asaz digresivamente:

—¡Es sorprendente cómo en ciertos momentos me recuerdas a tu madre!

Ante esto ella se puso en pie:

—¡Ah, helo ahí! Ése es el sambenito que nunca me sacudiré de encima. Es lo mismo, imagino, que siente el señor Longdon.

Habiéndose puesto ambos en pie ahora, como prestos a reunirse con los demás, de todos modos —e incluso una pizca desmañadamente— se quedaron inmóviles. Por cierto que a un espectador habría podido parecerle que algún momento culminante había desembocado, por parte del joven, en cierto estado de irresolución respecto de si decir alguna cosa especial. ¿Cuáles fueron las palabras que repetidamente pugnaron por acudir a los labios masculinos y que, no obstante, repetidamente no fueron articuladas por los mismos? A nuestro observador se le habría antojado que probablemente no fueron éstas que aun ahora acabaron siendo pronunciadas:

—¿El señor Longdon no te habla tal vez demasiado sobre ti misma?

Nanda lo obsequió con una tenue sonrisa, y lo cierto es que en aquel instante él habría podido proferir una exclamación asombrado ante cierta similitud, una similitud de expresión que era independiente de cualquier cuestión de comportamiento. En opinión de él dicha similitud no se habría visto aminorada, ítem más, por el modo victorioso en que ella suprimió todo indicio de considerar un poco humillante aquella pregunta. El poder evocador que él había mencionado previamente no pudo, empero, al responderle ella, sino ser barrido por una súbita conciencia que él tuvo de su propia indelicadeza.

—Probablemente no se trata tanto de eso cuanto de mi propia forma de seguirle la corriente. —Ella hablaba con una dulzura que a duras penas habría podido ser tan plena sin un cierto esfuerzo—. Entre su paciencia y mi egocentrismo cualquier cosa es posible. No se debe a que el señor Longdon me hable, sino a que me escucha. —En todo caso ella abandonó aquel punto como por deferencia hacia su presente acompañante—: ¿No fuiste tú quien le dijo a mamá que yo debía asistir a las tertulias del salón? A ello me refería con eso de lo que tengo que agradecerte. Es gracias a ti por lo que perpetuamente asisto… gracias a ti y quizá un poco gracias a Mitchy.

—Oh, ha debido ser gracias a Mitchy más bien que gracias a mí. —Vanderbank habló con el estilo de seguirle el humor a su compañera acerca de una futesa—. Ese delicioso sujeto que es Mitchy tenía ideas sobre el particular, creo, más acuciantes.

Abandonaron juntos el lugar y al cabo de unos cuantos pasos se apercibieron del acercamiento de uno de los otros invitados: una figura a tan sólo unos metros de distancia, que venía siguiendo la misma senda que tomara Nanda.

—¡Anda, el señor Longdon! —Ahora habló ilusionada.

Al instante Vanderbank le hizo señas con el sombrero mientras exclamaba:

—¡El querido y viejo amigo!

—Entre todos, en cualquier caso —dijo ella con mayor alborozo—, me habéis hecho descender.

Vanderbank no dio ninguna respuesta hasta que se reunieron con su mutuo amigo, momento en que, a guisa de saludo, se limitó a hacerse eco de las palabras de la muchacha:

—Entre todos, se sentirá usted interesado de saberlo, la hemos hecho descender.

El señor Longdon miró de uno a otra, e inquirió:

—¿Qué habéis estado haciendo juntos?

Nanda se adelantó a contestar:

—Simplemente hablando… sentados en un banco.

—¡Bien, yo quiero hablar sentado en un banco! —El anciano exhibió brío.

—Conmigo, como es natural. —Vanderbank acogió ilusionado aquello.

La muchacha no dijo nada, mas el señor Longdon la miró a los ojos y manifestó:

—No: con Nanda. Usted debe sumarse a la concurrencia.

—¡Huy —exclamó riendo su compañero—, ustedes dos son la concurrencia!

—Bueno, pues primero váyase a tomar el té.

Ante esto, desistiendo con una carcajada, Vanderbank le dio al señor Longdon, antes de retirarse, el apretón de manos salutatorio que antes había omitido, gesto tanto más cálido merced al tono de broma con que exclamó al mismo tiempo:

Intrigant!