XXIII
Ya hacía media hora que se habían marchado sus visitantes, pero ella seguía en el salón cuando Nanda regresó. La muchacha se la encontró, sobre el sofá, en una postura que habría podido significar una indolente distracción pero que, tras un vistazo, nuestra jovencita pareció interpretar como pura intensidad cogitativa. Se trataba de un estado del cual, en todo caso, la señora Brook fue rápidamente despabilada por la presencia de su hija: abrió los ojos y puso los pies sobre el suelo, de tal guisa que quedaron tan estrechamente encaradas como pueden llegar a estarlo dos personas cuando sólo es una de ellas quien mira a la otra. Nanda, contemplando vagamente su derredor y sin buscar asiento, lentamente se quitó los guantes mientras la triste mirada de su madre la examinaba de pies a cabeza.
—Ya pasó la hora del té —dijo entonces la señora Brook como si fuese una pérdida especialmente irreparable—. Pero me imagino —agregó— que el señor Longdon te invitaría a todo el té que te diera la gana.
—Oh cielos, sí, gracias; he tomado cantidad.
Nanda se cernía allí esbelta y encantadora, adornada de plumas y de cintas, vestida con finos tejidos frescos y colores difusos, con algo en su efecto de lo cual pareció dar feliz testimonio la dulcificada y espiritualizada melancolía de la mirada de su madre.
—Date la vuelta, querida. —La muchacha obedeció prontamente, y otra vez la señora Brook la inspeccionó entera—. De espaldas quedas mejor… sólo que la doncella no hizo lo que le dije. ¡Hay que ver cómo nos engañan! —exclamó con suave voz entrecortada.
—Sí, pero hay que ver cómo nosotras las engañamos a ellas. —Nanda había vuelto a girarse, obviamente infundiendo a su madre, gracias al admirable «porte» de sus ligeras prendas, una paz más honda—. ¿Te refieres al pliegue del medio?; yo ya saína que la doncella no te haría caso. No quiero que de espaldas sea como quedo mejor; yo no camino de espaldas.
—Ya —musitó resignadamente la señora Brook—; te vistes pensando en ti sola.
—Huy, ¿cómo puedes decir eso —preguntó la muchacha— si jamás hinco un solo alfiler sin pensar en ti?
—Bueno —moralizó la señora Brook—, siempre se debe, creo, pensar, como una especie de point de repère, en alguna que otra persona adecuada. Sólo que es mejor si se trata de una persona a quien se teme. Te las apañas muy bien, pero yo no soy bastante. Lo que realmente hace falta es una especie de saludable terror. Yo jamás hinco un solo alfiler sin pensar en tu prima Jane. ¿Qué es aquello que en alguna parte alguien cita sobre que alguien había dicho que «Nuestro antagonista es nuestro colaborador: nos impide ser descuidados»? ¡El extremo hasta el cual, con mi miserable vestuario, la duquesa me impide a mí…! —Era éste un grado que la señora Brook sólo supo expresar mediante el abarcador gemido sordo de su sumisión a la fatalidad.
—Sí, la duquesa no es una mujer, ¿verdad? La duquesa es una pauta.
Para la compañera de Nanda, empero, la frase no tuvo un efecto chistoso o irónico, y un marchamo de la especial interrelación de estas buenas amigas era que aun cuando manifestaban la una para con la otra, en tono y modales, tamaña dosis de respeto que casi habría podido imprimirle el sello de la diplomacia, en ello sin embargo había también algo de esa economía de expresión que resulta de experiencias compartidas. A un espectador la abundancia de oportunidades de observarlas juntas le habría enseñado que —por parte de la señora Brook, sin duda alguna, más particularmente— su interrelación era gobernada por dos o tres leyes notablemente consolidadas y, como habría podido decirse, refinadas, cuyo espíritu era tomar precauciones contra la vulgaridad que tantas veces asoma entre progenitor y vástago. Que ellas eran tan buenas amigas como si Nanda no hubiese sido su hija, era una verdad que ningún episodio entre ellas podía dejar de ilustrar de un modo u otro. Nanda había cosechado, a ese respecto, desde muy temprano, una flor de la sabiduría materna: «La gente habla mucho sobre la conciencia, pero a mí me parece que es menester desarrollarla sólo hasta cierto punto y luego dejarla en paz. Una puede olvidarse de su conciencia si una se porta agradablemente con la doncella segunda». La señora Brook se portaba con Nanda tan «agradablemente» como con Sarah Curd… lo cual implicaba, como fácilmente puede imaginarse, las más felices condiciones para Sarah.
—Bueno —reanudó la plática, volviendo sobre la duquesa tras una tasación definitiva de la pinta de la muchacha—, de veras creo que me dejas en buen lugar y que hoy Jane no tendría nada que objetar. Te pareces enormemente a mamá —dejó caer después como si fuese la primera vez que aludía a ello.
—Oh, a la prima Jane eso le da igual —repuso Nanda—. A quien no me parezco es a Aggie, por mucho que lo intente.
—Ah, no deberías intentarlo: no tienes nada que hacer en ese sentido. Uno debe ser lo que uno es.
La señora Brook se había mostrado casi sentenciosa, pero Nanda, con cortesía, hizo caso omiso:
—En todo Londres nadie le llega a la altura del zapato. Es realmente única. Cualquiera que la ve se da cuenta de que es la belleza genuina.
Sin aspereza, la señora Brook se extrañó:
—¿Qué entiendes por la belleza genuina?
Incluso Nanda, empero, hubo de meditar unos instantes:
—Pues la jovencita modelo. Eso es lo que la llama Lord Petherton —bromeó ligeramente—: «la gachí perfecta».
La reacción de su madre no fue suscitada por la broma, sino por algo distinto:
—Ya sé a qué te refieres. ¿Para qué sirve ser virtuosa?
—Oh, no me refería a eso —dijo Nanda—. Aparte, ¿acaso Aggie no es de lo más virtuosa…?
—No hablaba de ella. Me preguntaba a mí misma para qué sirve que yo lo sea.
—Vaya, tú no puedes evitar serlo más de lo que la duquesa puede evitar ser…
—¡Ah, pero ella sí podría si quisiera! —exclamó la señora Brook con un tono más brusco que nunca—. No podemos evitar ser virtuosos quizá, si se nos ha impuesto esa carga… pero en otras direcciones hay distancias que no estamos absolutamente obligados a recorrer. Y lo que pienso cuando hinco los alfileres —continuó— es que me da la impresión de que en verdad Jane inmás ha tenido que pagar. —Por unos instantes pareció rumiar esto hasta que no pudo soportarlo más; tras lo cual espetó agriamente—: ¡Córcholis, ella nunca ha tenido que pagar por nada!
A estas alturas Nanda ya había tomado asiento, ocupando su lugar, bajo el interés de la charla, en el sofá de su madre, donde, exceptuando haberse despojado de sus largos guantes suaves, que una de sus manos hacía pasar acariciantemente una y otra vez a través de la otra, permanecía sentada de modo muy análogo a como si fuese alguna complaciente aunque circunspecta joven convidada a quien alguna vez la señora Brook hubiese manifestado: «Ven a visitarme». Pero había algo quizá más expresamente conciliador en la forma en que no se había despojado de ninguna otra prenda: como si, con una peculiar serenidad y a fin de corroborar delicadamente la idea de la señora Brook del buen lugar en que la había dejado, ni se hubiera quitado su gran sombrero de plumas ni hubiese depositado su sombrilla de seda verde claro, la cual «hacía juego» con el sombrero y las cintas y ostentaba un bonito mango costoso. En su rostro quizá nuestro espectador habría hallado excesiva seriedad como para estar seguro de que hubiese asimismo candor.
—Y ¿quieres decir que tú has tenido que pagar…?
—Oh sí, desde que nací. —Al decir esto la señora Brook exhibió un poco de genio vivo, al igual que cuando agregó como para desterrar una vaga intranquilidad—: Pero tú no permitas que eso te desanime.
Nanda pareció sopesar el consejo un instante, y todo esto habría resultado notable a guisa de una nueva pincelada en el cuadro de la extraña sensación, por parte de cada una de ellas, de ausencia de cualquier ligereza en la otra. Nunca sería la escapatoria humorística la que madre e hija buscasen estando juntas: circunstancia ésta, empero, que no en todos los casos habría dejado de volver graciosas sus entrevistas al modo de ver de una tercera persona. A decir verdad, para tal persona ello siempre habría originado una impresión de tensión por debajo de la superficie.
—Yo habría podido apañármelas mucho mejor desde el principio y habría perdido menos tiempo —dijo por fin la muchacha— si no hubiese tenido la desventaja de no acordarme bien de la abuela.
—¡Oh, caramba, yo me acuerdo muy bien! —gimió la señora Brook con un acento que fue obvio que al momento siguiente le pareció tan fuera de lugar que hubo de cambiar de tercio levemente. Asió la sombrilla de Nanda como si —siendo una mucho más delicada pertenencia que cualquier otra— sencillamente la complaciese asirla—: Su indumentaria (por lo menos a tu edad) debía de ser estrafalaria. ¿Es en el sitio a que el señor Longdon te ha llevado donde has tomado el té? —continuó entonces.
—Sí, en el museo. Nos dimos un ágape en la cantina. Y más tarde me acompañó a casa de Tishy, donde nos dimos otro.
—¿Él entró contigo? —De pronto la señora Brook había relampagueado de interés.
—Huy, sí: yo lo hice entrar.
—¿Él no quería?
—Todo lo contrario: tenía muchas ganas. Pero él no hace todo lo que desea —dijo Nanda.
La señora Brook pareció maravillarse:
—¿Quieres decir que también has de desearlo tú?
—Oh no, eso no es suficiente. Lo que supongo que quiero decir —siguió Nanda— es que él no hace nada que no desee. Pero hace bastantes cosas —agregó.
—Y ¿quién estaba en ese momento en casa de Tishy?
—Oh, la pobre Tish, naturalmente, y Carrie Donner.
—¿Y nadie más?
La muchacha hizo una pausa.
—Sí, se presentó el señor Cashmore —respondió.
Su madre dejó escapar un gruñido de irritación:
—Ah, ¿otra vez?
Nanda reflexionó un instante:
—¿Qué es eso de «otra vez»? Simplemente el señor Cashmore se pasa por allí con la misma frecuencia que desde siempre, y Tishy no puede impedírselo.
—Me refería a la circunstancia de que el señor Longdon se encontrara con él. Cuando hace algún tiempo lo conoció aquí le agradó poquísimo. ¿Le ha agradado hoy un poco más? —preguntó la señora Brook con voz trémula.
—Huy, no: lo odió.
—Pero ¿es que el señor Longdon no sabía que, si entraba, iba a encontrárselo?
—Sí, a punto fijo… pero deseaba ver.
—Ver ¿el qué? —exigió la señora Brook.
—Caramba, pues la casa que visito tan asiduamente. Y sabía que yo lo deseaba.
—No entiendo muy bien por qué —observó pacíficamente la señora Brook. Y, como su hija no dijera nada para iluminarla, inquirió—: En cualquier caso, ¿aborreció ese hogar?
A guisa de respuesta, pasado un instante Nanda se limitó a plantear una pregunta:
—Vaya, ¿cómo habría podido él comprenderlo?
—¿Te refieres, como yo, al hecho de que visites esa casa tan asiduamente? Cierto: ¿cómo habría podido?
—No me refiero a eso —replicó la muchacha—, pues eso lo comprende perfectamente, porque a todos los vio… ¿cómo describirlo?… aferrarme y apegárseme de una forma extraordinaria.
Con plena gravedad la señora Brook examinó aquel cuadro; después preguntó:
—Y ¿estuvo el señor Cashmore, hoy, igual de ridículo?
—Huy, él no es ridículo, mamá: es muy desdichado. Ahora cree que probablemente Lady Fanny no se fugará, pero le parece que eso sólo puede ser, después de todo, peor para él mismo.
—Sí se fugará —replicó la señora Brook, con una de sus rocambolescas aproximaciones a la firmeza—. Es un grandísimo idiota. Ella estuvo aquí hace una hora, ¡y si alguna vez una mujer ha hecho las maletas…!
—Pero —objetó Nanda— ¿acaso ella no se pasa la vida haciendo y deshaciendo las maletas?
Empero, esta interrogante refrenó escasamente a su madre:
—No… aunque hasta ahora ha malgastado, no hay duda, un gran número de fatigas. Ahora mismo tiene preparados una docena de baúles (los vi claramente en su maravillosa mirada) aguardando solamente que pasen a recogerlos. ¡De modo que si cuentas con que no se fugará, querida…! —Con la cabeza la señora Brook ejecutó un movimiento que fue la advertencia de la sabiduría.
—¡Oh, a mí me da igual lo que haga! —repuso Nanda—. A lo que hace un momento me refería es a que el señor Longdon no podía comprender por qué, con tantas posibilidades para ello, ellos no eran capaces de ser felices decentemente.
—Y ¿deseó que se lo explicaras tú?
—Traté de hacerlo, pero mejoré muy poco las cosas. Ellos no le agradan. Ni siquiera le cae bien Tish.
—¿Eso te dijo él… de sopetón?
—Oh —dijo Nanda—, por supuesto yo fui quien se lo preguntó. ¡No lo interrogué más a fondo, pues eso es algo que nunca hago…!
—¿Nunca lo haces? —atajó la señora Brook como con el atisbo de una nueva luz.
La muchacha hizo gala de una indulgencia hacia esta curiosidad que por un momento resultó casi madura:
—Estando con él, me lo paso bomba esperando tranquilamente su próxima ocurrencia.
Evidentemente su tono y su semblante exhibieron algo novedosamente, incluso casi supremamente sugestivo para su compañera en esta coyuntura; y no obstante la consecuencia de los mismos por parte de la señora Brook fue únicamente una pregunta tan despreocupada que muy bien podía haber sido ya planteada numerosas veces. La mirada de la madre, para plantearla, podemos añadirlo sin embargo, se clavó fijamente en la de la hija, y su propio semblante casi se puso candente:
—¿Tan profundamente lo aprecias?
Fue como si al instante inmediato Nanda se sintiera en guardia. Empero habló con cierta entrega:
—¡Bueno, lo cierto es que es embriagador que a una…! —Pero titubeó tratando de encontrar las palabras exactas.
—…¿la halague tan estupendamente, quieres decir…, incluso un viejecito tiquismiquis? ¿Verdad, querida —continuó la señora Brook alentadoramente—, que el señor Longdon te halaga estupendamente?
Ante esto desde luego un espectador supositivo habría imaginado en el semblante de la muchacha el delicado alborear de una sensación de que de pronto su madre se había puesto vulgar, junto con una conciencia global de que siempre el mejor modo de enfrentarse a la vulgaridad era ser franca y abierta:
—Él hace que una disfrute sintiéndose tan apreciada… más apreciada, lo creo de veras, de lo que lo he sido jamás por ninguna otra persona.
Aunque la señora Brook vaciló, estuvo claro que ello no fue, empero, por haberse arrepentido:
—¡Seguro que no más que por el querido Mitchy! O incluso, si a eso vamos, por la propia Tishy.
Persistió la llaneza de Nanda:
—Oh, el señor Longdon es distinto de Tishy.
De nuevo su madre vaciló:
—Naturalmente querrás decir que él sabe más.
La muchacha lo consideró:
—Él no sabe más. Pero sabe otras cosas… y es más majo que Mitchy.
—¿Lo dices porque él no desea desposarte?
Nanda prosiguió como si no hubiese oído:
—Vaya, el señor Longdon es más querible.
—¡Ajá! —exclamó la señora Brook, con tal desafuero comentarístico que casi equivalió a una refutación de su buen gusto incluso por parte de ella misma.
Ello intensificó la sencillez de Nanda:
—Es una de las personas más queribles del mundo.
Ante esto su compañera, tras una rápida cavilación, le clavó la mirada:
—¿Es que el señor Longdon, querida, desea desposarte?
—Sí… con toda clase de personas absurdas.
—Pero yo quiero decir… ¿lo aceptarías a él? Incorporándose, Nanda acogió la pregunta con un raudo «¡Sí!» irónico que fue su primera manifestación de impaciencia. Y agregó:
—Es tan maravilloso gozar de aprecio sin gozar de aprobación.
Pero la señora Brook no anheló sino saber más:
—¿El señor Longdon no aprueba…?
—No, pero da lo mismo. Todo va maravillosamente bien, pese a ello.
La señora Brook pareció preguntarse, sin embargo, cómo podía ir todo maravillosamente bien:
—¿No desea que renuncies a nada? —Tuvo la pinta de discurrir velozmente a qué podía renunciar Nanda.
—Oh sí, a todo.
Fue como si por un instante le pareciera enigmática su hija; después la señora Brook esbozó una extraña sonrisa:
—¿A mí?
La muchacha fue absolutamente rauda:
—A todo. Pero en el fondo no le gustaría mucho que lo hiciese.
Su madre volvió a guardar silencio.
—¿Es que el señor Longdon desea adoptarte? —preguntó. Entonces con mayor celeridad y tristeza, aunque también un poco como desprovista de valor para seguir pidiendo información adicional, declaró—: Nosotros no soportaríamos renunciar a ti, Nanda.
—Muchísimas gracias, mamá. Pero no nos veremos sometidos a tan dura prueba —dijo Nanda— porque adónde todo va a parar parece ser a que en realidad soy yo quien está lo que tú llamarías adoptándolo a él. Me refiero a que poco a poco estoy cambiándolo… enseñándole gradualmente que, así como de ninguna manera yo habría podido ser diferente, y así como naturalmente hay un límite para las cosas a que se puede renunciar, la única salida que él tiene es dejar de preocuparse y cargar conmigo tal como soy. Eso, ¿no te das cuenta?, es lo que él nunca habría esperado hacer.
Hasta cierto punto la señora Brook aceptó la explicación, pero no se deshizo enteramente de su propia especulatividad:
—Pero… er… cargar contigo, «tal como eres», ¿adónde?
—Pues al museo de South Kensington.
—¡Ah! —dijo la señora Brook. Luego, sin embargo, con un tono más ejemplar, preguntó—: ¿Te lo pasas tan sumamente bien durante tus largos ratos con él?
Por unos instantes Nanda semejó preguntarse cómo expresarlo.
—Vaya, somos grandes amigos —dijo por fin.
—Y ¿siempre habláis sobre la abuela?
—Oh, no: en realidad, actualmente casi nunca.
—¿Ya no la tiene en tan alta consideración? —En esta pregunta hubo una insólita ilusión: una esperanza, una especie de entusiasmo, por algo que podría ser provechoso para Nanda.
La muchacha se limitó a afrontar estas cosas con solícita seriedad:
—Creo que está perdiendo toda conciencia de mis similitudes. Se ha acostumbrado demasiado a ellas, o ahora las tapan demasiadas otras cosas demasiado disímiles.
—Pues bien —dijo la señora Brook mientras asimilaba aquello—, me parece maravillosamente inteligente por tu parte quedarte sólo con lo bueno de él y desentenderte de toda la inquietud.
Nanda se quedó extrañada:
—¿La inquietud?
—Me la dejas toda a mí —insistió su madre, mas con cabal indulgencia—. De cualquier forma espero que lo bueno, para ti, será palpable.
—¿Palpable? —tomó a hacer de eco la muchacha, permaneciendo desorientada.
Ante esto la señora Brook exhibió, aunque no irritación, sí una llamarada de severidad:
—Has de recordar que tenemos un buen montón de cosas en que pensar. Hay cosas que debemos dar por supuestas unos en otros: todos debemos ayudar, a nuestro modo, a empujar la carroza. Eso es lo que entiendo por la inquietud, y si tú no experimentas ninguna, tanto mejor para ti. Pues yo la experimento a todas horas del día. Por estas fechas tu padre y yo siempre tenemos una increíble cantidad de cosas en que pensar, como sabes perfectamente: hemos de hacer malabarismos para arreglárnoslas de un modo u otro para irnos de vacaciones, hemos de escatimar y economizar, para cubrir todas nuestras necesidades, con dinero, dinero, dinero, que todo el rato se nos escurre entre los dedos como si fuese agua. Este verano los niños no parecen hallar acomodo en ninguna actividad, en ningún sitio; y Harold está más odioso que nunca: no sabe hacer nada solo y exige que los demás se lo hagan todo. Él habla de su novia norteamericana, forrada de millones, que está chaladita por él, pero yo no he visto ni rastro de ella; la única, en este momento, de quien la gente parece haber oído hablar es la que está prometida con Booby Manger. Literalmente los Manger lo acaparan todo —continuó ahora la señora Brook gemebundamente—: ese judío tan mastodónticamente rico (¿cómo se llama?… el barón Schack o Schmack) que acaba de alquilar Cumberland House y que tartamudea lamentablemente (¿qué le pasaba?… carece del paladar) va a pagarle cuatrocientas al año, por servirle de portavoz en las conversaciones, al tarambana del pequeño Algie; es un empleo que Harold me había asegurado que, de toda la avalancha de jóvenes solicitantes (¡docenas!), él era quien tenía más posibilidades de conseguirlo. El mal humor permanente de tu padre es terrible, y soy yo quien tiene que soportar sus peores accesos; este año no vamos a cobrar literalmente nada por la Casucha, y sin embargo vamos a tener que gastamos en ella Dios sabe cuánto; y todo el mundo nos ha invitado, durante los próximos tres meses, a Escocia y a todas partes, para una fecha inoportuna y nadie para una oportuna; así es que te aseguro que no sé en qué refugiarme… lo cual no impide que, encima, todo el mundo me venga con sus propios problemas egoístas. —Era como si la señora Brook hubiera visto el cáliz de sus ocultos pesares súbitamente zarandeado por un empujón cuya perversidad, si bien no completamente percibida en un principio, había resultado ser, en cuanto ella se había dejado arrastrar mínimamente por sus emociones, suficiente para hacerlo derramarse; pero ella se hizo, acto seguido, contemplando la calma de su hija, una reflexión sobre la inutilidad de tamaño acaloramiento y velozmente se recobró como a fin de recalcar la lección con mayor dignidad—: Soy capaz de soportar mi carga y lo haré hasta las últimas consecuencias; pero todos hemos de recordar que nos haremos añicos si no nos las apañamos para conservar una mínima idea de lo que es la responsabilidad. Desde luego yo no puedo organizarme sin saber cuándo vas a visitarlo.
—¿Al señor Longdon? Oh, cuando yo quiera —respondió Nanda con gran respeto e inocencia.
—Y ¿cuándo tendrás la bondad de querer?
—Bueno, él se va allí el sábado, conque si lo deseo puedo ir unos días después.
—Y ¿qué día puedes ir si lo deseo yo? —La señora Brook habló como con una pequeña brusquedad (suficientemente suavizada a tiempo) ocasionada por la visión de una libertad por parte de su hija que súbitamente se le perfiló mucho más grandiosa que cualquier libertad que ella misma disfrutara. Ello siguió siendo parte de la inestabilidad del recipiente de sus aflicciones; pero al fin y a la postre ella nunca permanecía demasiado tiempo sujeta públicamente a ese influjo que a menudo designaba abarcadoramente, ante los demás no menos que ante sí misma, como «la grosería»—. Lo que quiero decir es que podrías ir el mismo día, ¿no?
—¿Con él? ¿En el tren? Creo que sí, si ése es tu deseo.
—Pero ¿será ése su deseo? Quiero decir, ¿el señor Longdon sentiría aversión hacia ello?
—Creo que ni por asomo, pero fácilmente puedo preguntárselo.
La cabeza de la señora Brook se ladeó hacia la chimenea y sus ojos hacia la ventana:
—¿Fácilmente?
Durante unos momentos Nanda pareció desconcertada por la insistencia de su madre.
—En todo caso puedo intentarlo sin mayor problema —declaró.
—¿Incluso recordando que mamá jamás se habría mostrado tan atosigante?
El rostro de Nanda pareció aceptar incluso ese condicionamiento.
—Bueno —contestó la muchacha serenamente en definitiva—, en verdad yo creo que somos lo bastante buenos amigos para cualquier cosa.
Aquello habría podido ser, dado el interés que rápidamente ocasionó, exactamente lo que su madre había estado afanándose por hacerla decir:
—¿Cómo describirías eso entonces, me gustaría a mí saber, sino como tu adopción por parte de él?
—Oh, no creo que importe mucho cómo se describa.
—¿Con tal que implique, quieres decir —preguntó la señora Brook—, todos los privilegios?
—Bueno, sí —dijo Nanda, que ahora había comenzado a sonreír tenuemente—, llámalos privilegios.
La señora Brook hizo una pausa; luego dijo:
—Servidora estaría muy dispuesta a llamarlos así si supiera de un modo un poco más concreto en qué van a consistir exactamente.
—Ah, el gran privilegio, desde mi punto de vista, es hacer algo por él.
Ante esto, la otra vaciló nuevamente:
—Pero ¿acaso eso, querida, no confiere unas características más bien chocantes a la exuberancia de tu entrega a él? La caridad bien entendida, cielo, empieza por una misma, y si es cuestión de meramente dar, tienes bastantes destinatarios para tu prodigalidad sin necesidad de marcharte tan lejos.
La muchacha, tal como lo patentizó su mirada de pasmo, quedó paralizada un momento por la sorpresa, la cual enseguida halló expresión verbal:
—¡Caramba, yo creía que deseabas que fuera simpática con él!
—Pues bien, espero que no me consideres excesivamente vulgar —dijo la señora Brook— si te digo que lo que deseo todavía más es que hagas algún cálculo sobre lo que te reportará ello. No quiero —agregó— proseguir dándote la tabarra a propósito de Mitchy…
—¡No, por favor! —suplicó Nanda.
Su madre se calló bruscamente, como si en aquel tono hubiese habido algo que vetaba la cuestión tanto más drásticamente por haber sido espontáneo. No obstante, la pobre señora Brook fue incapaz de dejar así las cosas:
—Pues entonces, ¿qué recibirás a cambio?
—¿A cambio de Mitchy? Oh —dijo Nanda—, nunca me casaré.
Ante esto la señora Brook se apartó de ella, dirigiéndose hasta la ventana con avivado hastío. Por su parte, Nanda, como si la charla hubiese concluido, se llegó hasta el sofá para coger su sombrilla antes de irse de la habitación, deseo más bien fortalecido que debilitado por la aparición de su hermano Harold, quien entró en el momento en que sus dos parientas estaban de espaldas a la puerta y obsequió a su hermana, cuando ésta lo encaró, con un saludo que hizo darse la vuelta a su madre:
—¡Vaya, Nan, estás preciosa! ¿A que está preciosa, mamá?
—¡No! —respondió la señora Brook sin, empero, prestarle mayor atención a él. En este instante su desesperación interior estaba concentrada toda en su hija—: Pues entonces tu padre y yo ya consideraremos si él debe cargar con las consecuencias.
Nanda ya tenía la mano en la puerta mientras que Harold se había dejado caer en el sofá.
—¿«Él»? —se limitó a musitar la muchacha.
—Me refiero al señor Longdon.
—Y ¿a qué te refieres con eso de las consecuencias?
—Pues a que por lo pronto hagas el favor de irte con él.
—¿El sábado entonces? Gracias, mamá —contestó Nanda. Al instante ya había salido, con lo cual la señora Brook dispuso de mayor atención que prestarle a su hijo. Esto se exteriorizó inequívocamente, pasado un momento, cuando se aproximó al sofá y alzó la mirada de la mesita contigua:
—¿Dónde diablos está el billete de cinco libras que había aquí?
Con aire ausente Harold miró alrededor:
—¿Qué billete de cinco libras?