XXIV
El jardín del señor Longdon abarcaba tres acres y, pleno de rasgos encantadores, tenía como su más grande maravilla la extensión y colorido de su antiguo muro de ladrillo, cuya superficie rosácea y purpúrea era fruto de benéficas eras y cuya función protectora, para un visitante que deambulara, holgara, conversara, leyera, resultaba la de una especie de guardián del ensueño. La atmósfera del lugar, en la época de agosto, vibraba continuamente con el arrobamiento de los pájaros, el zumbido de pequeñas vidas imperceptibles y el revoloteo de mariposas blancas. Sobre el cercado césped vasto y lacio era donde Nanda estaba hablándole a Vanderbank acerca de las tres semanas que a la mañana siguiente ya habría insumido la estancia de ella allí y que habían sido —ella no lo ocultaba— las más felices que jamás había pasado dondequiera. El día agrisado había sido suave y quedo y el cielo había estado tenuemente jaspeado mientras el visitante más recientemente venido de Londres, quien había llegado a última hora de la tarde del viernes, había pasado la mañana ganduleando en una actitud cada una de cuyas relajadas líneas hacía referencia al día festivo que él, por así decirlo —al inicio observando el entorno y degustando una refacción—, se había arrellanado para contemplar cual expedicionario frente a una ciudadela. Había asientos, allí mismo, sobre los que el sol no caía a plomo: bancos almohadillados bajo una expansiva y densa proliferación de ramas de morera. Un voluminoso libro de informes descansaba sobre el regazo del joven, y Nanda había salido de la casa y acudido junto a él, media hora antes del almuerzo, con algo del estilo de Beatriz acudiendo junto a Benedicto[18]; en realidad no había sido para avisarlo de que entrara enseguida a comer, sino mencionando inmediatamente que acudía obedeciendo una intimación ajena. A ella el señor Longdon, al parecer, le había reprochado su desatención hacia el visitante, mostrándole de esta guisa, para placer de ella, cuán lejos había llegado en el sentido de considerarla, como decía él, parte de la casa.
—¿Te habías considerado a ti misma —preguntó Vanderbank— una simple dependienta a sueldo y ahora descubres que eres socia y posees una participación en el negocio?
—Algo así es lo que parece. Pero ¿acaso una socia no aporta algo? ¿Qué he aportado yo?
—Pues… a mí, sin ir más lejos. ¿No es el hecho de que estés aquí lo que me ha atraído desde la capital?
—¿Quieres decir que no habrías venido para visitarlo a él solo? ¿O sea que para ti él no posee ningún poder de atracción? No debería ser así —dijo Nanda— con lo mucho que te aprecia.
Anheloso de un río, Vanderbank llevaba puestos pantalones blancos de franela, y acogió su pregunta con una alegre carcajada, un apuesto semblante de buen humor, que complementó el efecto de su larga blancura fresca:
—¿Te importa que me quede sentado en silencio y fumando mientras permaneces junto a mí un ratito? Poco después podemos dar un paseo, si quieres. Pero frente a esta preciosa mansión antigua, en esta acogedora y apacible localidad, uno siente demasiado bienestar para hacer nada, no sea que siquiera levantar un dedo rompa el hechizo. Lo que sería perfecto es que te sentaras (haz el favor de sentarte) a regañarme un poco. Eso, mi querida Nanda, haría resaltar la paz. —Algunos minutos más tarde, mientras ella, cerca de él pero en una silla separada, manoseaba el imposible libro, como lo calificó ella, que le había cogido al joven, éste volvió sobre lo último que ella había dicho—: ¿Él te ha hablado largo y tendido sobre lo mucho que me «aprecia»?
Nanda guardó silencio un instante, hojeando el libro; luego respondió:
—No.
—Entonces, ¿cómo es que hace un instante te has mostrado tan segura de ello?
—Yo no sólo estoy segura cuando me hablan de algo largo y tendido. Yo no sé únicamente —insistió— lo que las personas me cuentan.
—Oh, claro: ¡eres demasiado hija de tu madre para limitarte a eso! —Vanderbank se recostó y fumó y, pese a que todo su continente parecía decir que cuando uno se siente tan plácidamente predispuesto a cotillear sirve casi cualquier tema, mantenía el mismo nervioso meneíllo del pie que durante aquella media hora en Mertle que esta crónica ya ha recogido—. Eres demasiado miembro de nuestro círculo —prosiguió—. Nosotros los del grupo tenemos un discernimiento portentoso —declaró riendo—. Por supuesto que yo habría venido para visitarlo a él solo. Mas pensándolo bien —agregó como si cualquier trivialidad encajara en la presente coyuntura— tal vez él, de no ser por ti, ya sabes, nunca me habría invitado.
Nanda sólo aceptó aquel parecer a fin de replicar:
—Eso es una tergiversación lamentable. Él es tan humilde que habría temido que te aburrieras estando solo con él.
—Eso es precisamente lo que quiero decir.
—Pues si eso quieres decir —repuso Nanda—, la explicación es un poco presuntuosa.
—Oh, tan sólo la he ofrecido —dijo Vanderbank— para hacer alusión a su humildad. —Más allá del césped la mansión se alzaba ante él, antigua, cuadrada, de tejado rojizo, bien segura de su derecho al lugar que ocupaba sobre la tierra. Éste comprendía una considerable extensión (por lo menos en el pequeño mundo de Beccles) y el aire de posesión rezumaba de ella por doquier, bajo la forma de antiguas ventanas y puertas, la tonalidad de antiguas superficies rojizas, el estilo de antiguos paramentos blancos, la edad de antiguas enredaderas trepadoras, la prolongada consagración por el tiempo. Evocador de aposentos artesonados, de valiosa caoba, de retratos de mujeres pretéritas, de porcelana colorida brillando débilmente en el interior de vitrinas y delicada plata reflejada en la superficie de mesas desnudas, el edificio era uno de esos símbolos históricos cuya producción insume un par de siglos—. ¡Fíjate —exclamó el joven sin venir a cuento—, al señor Longdon le da por abandonar algo tan entrañable como todo esto para irse a la capital a vivir con nosotros!
Durante unos instantes, también la muchacha se abismó en contemplación.
—Ah, tú no tienes ni idea de lo absolutamente maravilloso que es todo esto —contestó—; el encanto brota conforme se vive aquí. Crece y crece cada vez más. Por doquier hay objetos antiguos sumamente fascinantes. Él me permite explorar a fondo, me permite revolver y registrar; y todos los días hago algún nuevo descubrimiento.
Mientras fumaba, Vanderbank se maravilló:
—¿Quieres decir que te permite coger los objetos…?
—Huy, sí… y llevármelos a mi habitación, para examinarlos o dibujarlos. Hay antiguos patrones de costura que son preciosos para cualquier labor. Sólo cuando convives con estas cosas, ¿sabes?, es cuando logras hacerte una idea. Todo en este lugar es tan buena compañía.
—Tu madre debería venir —sugirió Vanderbank a renglón seguido—. Le gustan tanto las buenas compañías. —Luego, como Nanda no respondiera nada, siguió—: ¿Estuvo aquí tu abuela alguna vez?
—Jamás —dijo la muchacha raudamente—. Jamás —repitió en un tono bastante distinto. Tras lo cual agregó—: Yo soy la única.
—Oh, y yo. «Tú y yo», como suele decirse —enmendó su compañero.
—Sí, y el señor Mitchy, que va a presentarse aquí (te ruego que no lo olvides) esta tarde.
Vanderbank hizo una de sus pausas contemplativas; luego comentó:
—Gracias por recordármelo. Pondré mi alma al descubierto lo más posible antes de que él venga: intentaré producir una impresión tan honda que quedaré a resguardo. Pero ¿por qué lo ha invitado el señor Longdon?
—Ah —dijo Nanda alegremente—, ¿por qué te ha invitado a ti?
—Caramba, por la razón que mencionaste hace un momento: porque su interés en mí es tan irreprimible.
—Pero ¿acaso su interés en Mitchy no es…?
—…¿de la misma índole global? —atajó Vanderbank—. De eso nada. —Pareció buscar una fórmula para expresar aquella diferenciación, y de repente se le ocurrió—: No estuvo enamorado de la madre de Mitchy.
—En efecto. —Nanda le dio vueltas a aquello—: La madre de Mitchy, al parecer, fue inaguantable. El señor Cashmore la conoció.
Eran profusas las bocanadas de humo de Vanderbank y frecuentes sus pausas.
—¿Inaguantable con el señor Cashmore? Me alegro de oírlo: el señor Cashmore debió de merecérselo. Pero de todas formas me inclino a pensar bien de ella. Muchas veces el propio Mitchy es inaguantable —siguió divagando el joven—. E igualmente pienso bien de él.
—También yo —dijo Nanda—, y por eso lo he invitado.
—¿Tú lo has invitado, mi querida señorita? ¿Eres quien ejerce la administración de la hospitalidad aquí?
—Oh, sí.
En verdad la mirada que él le lanzó semejó preguntar si ella hablaba en broma o en serio.
—¿Conque fuiste tú quien hizo que también fuese invitado yo?
Ella tomó a pasar algunas hojas del libro y, cerrándolo casi con un estampido, lo depositó al lado de él sobre el banco, acción durante la cual él, como si se hubiese sumido en cavilaciones, no le prestó ninguna ayuda.
—Lo que quiero decir es que yo se lo propuse al señor Longdon, yo le sugerí que lo invitara. Tengo una razón para querer verlo; deseo hablar con él. Y ¿sabes —prosiguió la muchacha— qué dijo el señor Longdon?
—Algo espléndido, como es natural.
—Preguntó si a lo mejor no te desagradaría que él estuviera aquí contigo.
Echando hacia atrás la cabeza, Vanderbank se rió, fumó, meneó el pie más que nunca:
—Cuán considerado. ¡El querido y viejo Mitch! ¡Qué poco miedo le tienes!
Nanda se extrañó:
—¿A Mitch?
—Sí: al extraordinario poderío que de veras posee. No hay más que hablar: lo posee. Pero claro está que no quiero decir que yo no sea consciente. —Y como si fuese consecuencia de su nerviosa cordialidad él cambió de posición—. Me doy perfecta cuenta de que no tienes miedo. Me doy perfecta cuenta de lo que te propones. Ni en sueños se me ocurriría imputarte (en lo que respecta a él) la más mínima propensión a coquetear; de hecho, no más —continuó Vanderbank plácidamente— que la más mínima tendencia general en ese sentido. No, mi querida Nanda —insistió amablemente en su alegato—, en tu favor sí diré que, aunque muchacha, gracias al cielo, e incluso tan rematadamente muchacha, en términos generales verdaderamente no eres más coqueta de lo que dicta un respetable ideal social.
—Mil millones de gracias —repuso su compañera modestamente.
En el tono de esto hubo algo que lo hizo lanzar una carcajada, y este concreto sonido armonizó con todo lo demás: con el día de agosto y el encantador paraje y la figura apoltronada del joven y la implícita hospitalidad discreta de la propia Nanda.
—Naturalmente te da la impresión de que con involuntaria sublimidad me muestro paternalista contigo. Bueno, todo va bien, pues en estas condiciones ¿qué es lo más natural sino lo más exuberante? ¿Acaso Mitchy no se volverá fabuloso al sentirlas y gozarlas? Te aseguro que estoy encantado de que venga. —Entonces, pasado un momento, él preguntó en un tono diferente—: ¿Piensas quedarte aquí una larga temporada?
Nanda tardó cierto rato en decir:
—Todo el tiempo que el señor Longdon esté dispuesto a mantenerme, supongo… si es que eso no suena demasiado feo.
—¡Huy, ya lo creo que te mantendrá! Sólo que ¿no querrá él mismo —ahondó Vanderbank— trasladarse a la capital en el transcurso del otoño?
—Vaya, en ese caso estaría perfectamente dispuesta a quedarme aquí sin él.
—¿Y a dejarlo en Londres sin ti? Ah, no es eso lo que queremos los del grupo: él no sería lo mismo sin ti. ¡Y nada sería lo mismo para él! —declaró Vanderbank.
Otra vez Nanda reflexionó:
—Sí, eso es lo que al señor Longdon lo vuelve gracioso, supongo: su curioso encaprichamiento. Yo lo pongo en movimiento… ¿cómo denomináis eso?… yo lo hago resaltar… haciendo que él dé vueltas y más vueltas a mi alrededor lo mismo que el acróbata a caballo en el circo da vueltas alrededor del payaso. Él me ha hablado largo y tendido sobre tu madre —añadió digresivamente.
—Y siempre de un modo elogioso, por supuesto, o de lo contrario no se te ocurriría mencionarlo.
—En efecto —dijo Nanda.
—Entiendo, entiendo; cuán amable por su parte. —Vanderbank mantenía inclinada hacia atrás su elevada cabeza como por mor de la contemplación (con un claro, igualitario, generoso interés) de lo que ambos veían ante sí, fuese con los ojos o con la imaginación—. ¿De quién crees que recibí carta ayer? Una divertidísima misiva de Harold. Me comunicaba todas las noticias de vuestra familia.
—Y ¿cuáles son las noticias de mi familia? —inquirió tras un instante la muchacha.
—Pues la primera gran noticia es que Harold mismo…
—…¿quería —atajó Nanda— pedirte prestadas cinco libras? Lo digo —añadió— porque si te ha escrito…
—…¿es imposible que haya sido por el simple gusto de una relación epistolar? —Vanderbank vaciló, pero siguió sin mirarla—. ¿Qué es lo que sabes tú, si me haces el favor, sobre las peticiones de préstamos del pobre Harold?
—Oh, sé sobre eso lo mismo que sobre otras cosas. ¿Acaso yo no lo sé todo?
—¿Es cierto eso? Me veo en el deber de preguntártelo —repuso el joven bastante alegremente.
—¿Por qué no iba a saberlo todo? ¿Cómo no iba a saberlo todo? Tú sabes lo que yo sé. —Después, como para explicarse y atenuar un poco el imprevisto énfasis con que había hablado, dijo—: Recuerdo que una vez me dijiste que debía asimilar las cosas por todos mis poros.
Su compañero se quedó mirando pasmado, pero la subsiguiente risa volvió a hacerlo cambiar de postura:
—¿Que «debías»…?
—Que de hecho lo hago… y tenías toda la razón.
—Y ¿cuándo formulé esa extraordinaria acusación?
—Ah —dijo Nanda—, conque admites que es una acusación. Fue hace mucho tiempo… cuando era una niña. ¡Lo cual lo hizo aún peor! —se le escapó.
De cualquier modo esto no logró sino hacerlo más divertido para Vanderbank ahora:
—¡Oh, no peor, sino mejor!
Ella reflexionó un instante:
—¿Porque en ese caso yo habría podido no entenderlo? Pero lo que siempre has querido decir es precisamente que sí entiendo.
—¿«Siempre», mi querida Nanda? ¡Por alguna razón me siento —dijo muy gentilmente— como si me abrumaras!
—«Te sientes» como si te abrumara… pero lo cierto es justamente que no te abrumo. ¡El día en que te abrume, señor Van…! —Ella abandonó este punto, no obstante; había demasiado que decir sobre ello y había algo distinto que decir, mucho más sencillo—: Actualmente las muchachas entienden. Hay que afrontar el hecho, como dice Tishy.
—Caray —dijo Vanderbank riéndose—, nosotros no necesitamos que Tishy nos haga notar eso. ¿Qué estamos haciendo todos la mayor parte del tiempo sino tratar de afrontarlo?
—¿Haciendo? ¿No estáis haciendo más bien algo muy distinto? Tratáis de eludirlo. Tratáis de hacer creer (quizá no tanto para convenceros a vosotros mismos cuanto a nosotras) que no es un hecho real.
—¡Pero a buen seguro vosotras no querréis que nosotros hagamos cosas mucho peores!
Con enérgica gravedad ella realizó un ademán negativo:
—A nosotras en realidad no nos importa lo que hagáis vosotros.
Ahora el regocijo masculino cayó sobre ella más abiertamente:
—Tu «nosotras» es una verdadera delicia. Es encantador oírte hablar en nombre de toda la adorable corporación. Sólo que hablas, ¿sabes?, como si fueseis precisamente esa casta descastada que te quejas de que nosotros (mediante nuestros prejuicios) insinuamos que sois.
Ella consideró aquella objeción mirándolo a la cara:
—Pues entonces sí nos importa. ¡Sólo que…!
—Sólo que es un problema muy complejo.
—Oh sí, no cabe duda: es un problema muy complejo. —Ella semejó desear convenir con él respecto de cualquier cosa razonable—. Hasta el señor Longdon lo reconoce.
Vanderbank se maravilló:
—¿Quieres decir que discutes con él sobre…?
—…¿la cuestión de la formación de las muchachas? Caramba, apenas discutimos sobre otra cosa.
—Ah, así no es de extrañar que no te aburras. Pero ¿quieres decir —preguntó Vanderbank— que él admite la inevitable transformación…?
—No puede cerrar los ojos ante la realidad. Ve que actualmente nosotras somos algo muy distinto.
—Ya. —Su amigo apreció aquello en toda su medida—. Y sin embargo lo que pasaba antiguamente… ¿qué sabes tú sobre eso?
—¿Yo personalmente? Bueno, he presenciado algunas transformaciones incluso en mi corta existencia. Y ¿acaso los libros antiguos no están colmados de nosotras? Por último, el propio señor Longdon me ha contado cosas.
Vanderbank fumó y volvió a fumar.
—¿Has profundizado mucho en ello en compañía de él? —inquirió.
—Tanto como puedan hacerlo juntos un hombre y una mujer.
Mientras él asimilaba esto apartando la mirada, habría podido resonarle en los oídos el eco de todas las veces que en Buckingham Crescent había sido comentado que Nanda era «asombrosa». Lo era indiscutiblemente.
—Oh, pero claro está que en ciertos aspectos él es pudoroso —apuntó él.
—Rematadamente… y admirablemente. Y además está Aggie —prosiguió la muchacha—. Quiero decir como vera imagen de lo antiguo.
—Sí, no hay duda… presuponiendo que sea la vera imagen de lo antiguo. Pero ¿qué diantre es Aggie en realidad?
—Pues —dijo Nanda con el más vivo interés— Aggie es un milagro. Si una pudiera ser ella exactamente, absolutamente, sin la más mínima disimilitud, probablemente lo mejor que una podría hacer sería plegarse a ello. De lo contrario (en cualquier caso excepto ése), prefiero conservar mi propia personalidad consolidándola como el hierro descaradamente.
Ante esto, entre ellos se produjo un silencio de unos minutos, tras el cual probablemente ninguno de los dos habría sabido decir si sus miradas se habían encontrado durante su transcurso. De todos modos tal no fue el caso mientras Vanderbank exclamaba finalmente:
—¡Tu hierro, mi querida señorita, es oro puro!
—Entonces es a mí, me da la impresión, a quien Harold debería pedir prestado.
—Con eso, ¿quieres decir que el mío no lo es? —inquirió Vanderbank.
—Vaya, en realidad tú no tienes ningún «descaro» natural… no como algunos. Te sientes, en tu interior, tan incómodo, si se dice alguna barbaridad y todo el mundo suelta una risotada o hace muecas, como el señor Longdon, y si una vez Lord Petherton no me hubiese revelado que a un hombre le sienta casi tan mal como a una mujer ser considerado timorato, yo diría que ahora mismo en Londres muchas veces debes de pasar muy malos ratos.
Precisamente el presente rato habría podido ser uno de ésos, habríamos inferido sin duda alguna, si hubiésemos visto plenamente reflejado en el rostro de Vanderbank el grado hasta el cual lo había turbado o al menos asombrado aquella pronta réplica. Pero era capaz de reírse en toda ocasión:
—¡Me hace gracia tu «ahora mismo en Londres»!
—Es el tono y la corriente y el efecto de las demás personas que te rodean lo que te arrastra consigo —continuó ella como si no lo hubiese oído—. Si tales cosas son contagiosas, como dicen todos, acaso tú lo demuestras tanto como el que más. Pero nunca eres tú quien empieza —siguió delineando aquello para él bastante comprensivamente—, o por lo menos no fuiste tú quien dio el primer paso en los inicios. Ahora mismo cualquiera se daría cuenta de eso… gracias al aterrador efecto que observo que te produzco hablando de este modo. Helo ahí: sale a la superficie antes de que sea posible darse cuenta, ¿verdad?, y yo no puedo remediarlo más de lo que puedes tú, ¿a que no? —Así semejó planteárselo ella, con algo en su claridad que habría resultado infinitamente conmovedor: una rara, seria, serena conciencia del desdichado destino de ambos y de lo que en éste había de especialmente fatídico para ella misma. Lo cierto es que tras un momento él se puso en pie de un salto como si se hubiese sentido infinitamente conmovido; se dio la vuelta, andando cerca de ella unos cuantos pasos de aquí para allá, volvió a contemplar el lugar en su derredor, aunque esta vez sin pinta de verlo realmente, y luego regresó junto a ella como desde una distancia bastante mayor. Un observador mínimamente iniciado habría estado, en esta coyuntura, enteramente pendiente de los labios de él, y a decir verdad Vanderbank presentó toda la apariencia —aunque ésta duró tan sólo el tiempo que tardamos en describirla— de un hombre en suspenso acerca de sí mismo. El más iniciado de los observadores habría sido el pobre señor Longdon, quien enseguida habría estado destinado, empero, a resultar asimismo el más decepcionado y cuyo estar en vilo se habría cifrado en un reprimido «¡Oh, ojalá él lo haga ahora mismo!». Pues bien, Vanderbank no lo hizo «ahora mismo», y tal vez el largo, extraño, improcedente suspiro que exhaló habría bastado como testimonio de haberse zafado de un riesgo que había durado justo lo necesario para calibrarlo. Entretanto, ¿se había dado alguna calibración del mismo por parte de Nanda? Al menos no hubo nada que denotara ni la presencia ni la desaparición de ansiedad en el modo en que, merced a una rauda transición, ella permitió que su última interpelación a él se defendiera por sí sola sin mayor turbación—: No has desmentido que Harold pide prestado.
Al hallarse en presencia de este terreno venturosamente más firme, Vanderbank hizo sonar una nota como de regocijo:
—Mi querida mujercita, yo nunca en mi vida le he prestado cinco libras al tontaina de tu hermano. De hecho, menuda forma tienes de aludir a eso. No sé muy bien por quién me tomas, pero el número de personas a quienes les he prestado cinco libras…
—…¿es tan minúsculo —recogió ella sus palabras— como para no decir demasiado en tu favor? —Ella lo cautivó un instante como con la penetrante comprensión que en esto había habido de la intención de él, y luego, aunque no con brusquedad, espetó—: ¿Por qué tratas de hacerte pasar por antipático y tacaño? ¿Por qué falseas…?
—…¿mi natural generosidad? No falseo nada, pero soy, creo, inmensamente cuidadoso con el dinero. —Ella había permanecido en su asiento y él estaba ante ella sobre la hierba con las manos en los bolsillos y una actitud quizá una pizca desmañada—. ¡Hay que ver cómo habláis de dinero vosotros los jóvenes!
—Harold habla de dinero… pero creo que yo no. Yo no salgo nada cara; pregunta a mamá, o incluso pregunta a papá. Me las apaño con una nimiedad… para ropa y cosillas; y fácilmente podría apañármelas con todavía menos. Harold es un consumidor nato, como dice Mitchy; también dice que Harold es una de esas personas que nunca pasarán estrecheces.
—Huy, de eso se encargará el propio Mitchy.
—Pues entonces, con todo el mundo ayudándonos por todos lados, ¿no somos una bonita familia? No digo todo esto para poner a nadie al descubierto, pero es que cuando mencionas que has recibido carta de Harold se me pasan inmediatamente por la cabeza toda clase de cosas. Todos nosotros parecemos estar más o menos viviendo de otras personas, todos enormemente «en deuda». Claro que con facilidad puedes decir que yo soy la peor. Los niños y sus sirvientes, en Bognor, se hallan en habitaciones prestadas (mamá consiguió que se las facilitasen), respecto de lo cual, sin la menor duda, soy perfectamente consciente de que yo debería estar allí compartiéndolas, cuidando de mi hermanito y de mi hermanita, en vez de estar aquí sentada a expensas del señor Longdon divulgándolo todo y criticando. ¡Papá y mamá, en Escocia, están haciendo una gira por mansiones ajenas…! Bueno —se refrenó—, en todo caso yo no estoy haciendo eso. Digamos que sólo le has prestado cinco chelines a Harold —retomó la cuestión.
Vanderbank permaneció de pie, sonriendo:
—Vale, digamos que lo he hecho. Jamás le presto un solo penique más a nadie.
—Eso no puede sino reforzar mi convencimiento —explicó Nanda— de que Harold manda cartas al señor Longdon.
—Pero si el señor Longdon no dice nada sobre ello… —objetó Vanderbank.
—Oh, eso no demuestra nada. —Ella se puso en pie mientras hablaba—. También Harold explota a la abuela. —Al principio él se limitó a lanzar una carcajada ante esto, pero ella continuó—: Pensarás que estoy caracterizándome como inauditamente perspicaz… quiero decir, en el sentido de saberlo todo sin necesidad de que me cuenten nada. Ésa es, como dices tú, la gran cualidad de mamá, luego debe ser hereditaria. Por lo demás, me da la impresión de que a servidora más bien le cuentan demasiadas cosas. Sólo que lo cierto es que el señor Longdon no ha dicho nada.
Ella había mirado en derredor con aire de responsabilidad, como para no dejar en desorden el rinconcito del jardín que habían estado ocupando, recogiendo un periódico y modificando la colocación de un cojín.
—Lo que pienso es que con el señor Longdon te conduces de un modo notable —comentó Vanderbank—, considerando por un lado todo lo que tú pareces saber y por el otro todo aquello sobre lo cual él guarda silencio. Entonces ¿qué es lo que sí dice? —preguntó el joven tras una leve pausa y quizá incluso con una leve irritación.
Nanda volvió a contemplar el entorno; doblaba, bastante cuidadosamente, su periódico. Al punto su mirada recayó sobre su mutuo amigo, quien, habiendo salido de la mansión por una de las puerta-ventanas que daban al césped, se había detenido a contemplarlos desde allí.
—En este preciso instante dice que ya está listo el almuerzo.