XV
La explicación de la anfitriona sobre el motivo del señor Cashmore para no marcharse se vio justificada hasta el punto de que Vanderbank —mientras el señor Longdon se acercaba hasta la señora Brook— pareció no hallar mayor dificultad en enredarse en una distinta conversación con él. Mientras tanto la dama en cuestión había obligado a sentarse junto a ella a su anciano amigo, y su presente método de abordarlo habría interesado a un observador enterado de la desconsolada convicción que ella acababa de estar expresando privadamente. Lo cierto es que algún indicio del atisbo de ello que tuvo el nuevo interlocutor del señor Cashmore habría podido detectarse en la agitación que el deseo de Vanderbank de no interrumpir a la otra pareja no logró desterrar de su propia actitud. Empero, no es que la señora Brook le prestara la menor atención a esto mientras espetaba con celeridad:
—¿Cómo podemos agradecerle lo bastante a usted, mi querido amigo, su extraordinaria gentileza? —La alusión era vivida, y sin embargo el señor Longdon pareció tan desorientado al respecto, que inmediatamente ella hubo de explicarse—: Quiero decir hacia el querido Van, quien nos ha contado cómo le ha proporcionado usted la gran dicha (a menos que él esté horriblemente equivocado) de permitirle conocerlo a usted de veras. Él es tan gran amigo nuestro que nada tan estupendo puede sobrevenirle sin que ello nos afecte de la misma manera a nosotros. —Ella había avanzado con confianza, mas repentinamente se detuvo—: No me diga que él está equivocado; yo no sería capaz de soportarlo. —Apeló al pálido anciano con una belleza que de momento resultó absolutamente juvenil—: ¿No está usted permitiéndole conocerlo… de veras?
Fue extraña la sonrisa del señor Longdon:
—Yo no puedo impedírselo. No soy una gran mansión… para dar instrucciones sobre cómo recorrerme. La gentileza es más bien del señor Vanderbank, pues he acaparado, me temo, una gran cantidad de su tiempo.
—Vaya que sí. —La señora Brook no se sintió desalentada—. Durante este último rato él no me ha hablado de otra cosa. Podría usted decir —continuó— que he sido yo quien lo ha incitado a hablar de ello. Y lo cierto es que lo he incitado, pues el placer de él es una alegría para nosotros. Si usted no puede impedir lo que él siente, ya sabe, tampoco puede impedir lo que nosotros sentimos.
Por unos momentos el rostro del señor Longdon reflejó algo que a duras penas él mismo habría podido suponerla a ella lo bastante aguda para percibir: la lucha entre su auténtica desconfianza hacia ella —fundamentada en la inconsciente violencia que la naturaleza de ella infligía sobre todos los recuerdos que él atesoraba de su madre— y su sensación, por otra parte, de que un elevado decoro le exigía apreciarla; impulso éste reforzado por su propio interés en Vanderbank, habida cuenta de que no tenía más remedio que advertir en la pareja una alianza que en Beccles habría sido difícil de explicar.
—Quizá es que no acabo de ver la valía de lo que tu marido y tú y yo estamos en situación de hacer por él.
—¿Quiere decir porque él es tan listo de por sí?
—Pues —dijo el señor Longdon— seguramente eso es lo que hay en el fondo del orgullo que siento de que se haya hecho cargo de mí. Pienso en los jóvenes de mi tiempo y me doy cuenta de que él comprende más. Pero eso es lo mismo que hacéis todos —suspiró con algo de desvalimiento—. ¡Sois verdaderamente, verdaderamente portentosos!
Ella le salió al paso con una casi exorbitante ansiedad por salirle al paso justamente por donde él quería:
—Yo no comprendo todo, pero procuro abarcar todo cuanto puedo. En Londres ésa es una tarea difícil hoy día, y muchas veces me siento como una artista de circo, con prendas interiores ajustadas de color rosa y sin faldas de ninguna clase, montando media docena de caballos a la vez. Actualmente todos formamos parte de la troupe, supongo —sonrió—, y debemos viajar con el espectáculo. Pero cuando dice usted que somos diferentes —agregó—, piense, a fin de cuentas, en mamá.
El señor Longdon se quedó mirando atónito:
—Es de ella de quien sois diferentes.
—Ah, pero ella tenía un cerebro deslumbrante. No somos más listos que ella.
Él apartó un momento su honrada mirada consciente y exclamó:
—¡En el momento presente tal vez basta decir que sois más listos que yo! El otro día me alegré mucho —prosiguió— de conocer a tu hija. Esperaba hallarla contigo hoy.
Aunque la señora Brook consideró aquello, fue sólo durante unos pocos segundos.
—Si mi hija hubiera sabido que iba usted a venir —dijo—, habría estado aquí sin falta. Deseaba tanto complacerlo. —Seguidamente, como su visitante no reaccionara ante estas palabras más que para preguntar si Nanda había salido, ella hubo de reconocer esto como una agravante del fracaso; mas al siguiente segundo insistió—: A usted por supuesto le dará igual, pero está entusiasmada con usted.
La verdad es que al principio pareció darle igual:
—¿Es cierto que tiene dieciocho años? —Esto resultó insólitamente abrupto.
—Déjeme pensarlo. ¿No serán más bien veinte? —respondió audazmente la señora Brook. Volvió al ataque—: Me lo contó todo sobre su entrevista con usted. Yo me mantuve al margen adrede: tenía mi intención.
—Y ¿cuál era tu intención?
—Pensé que ella le recordaría más a mamá si yo no estaba presente. Pero es una personita que sabe ver. Quizá usted no lo crea, pero ella se dio cuenta.
—Y ¿de qué se dio cuenta? —preguntó el señor Longdon, que no logró, empero, suprimir de su tono una cierta frialdad que de veras despojó de la debida dosis de curiosidad a la pregunta.
La señora Brook no dejó de experimentar el escalofrío de esto, pero siempre tenía a mano su arrojo:
—Caramba, de que ella no le agrada. —Tenía a mano el arrojo de avanzar tanto como el de retroceder—: También ella tiene su pequeño puesto en el circo: es la forma en que aquí nos ganamos el pan.
Por unos momentos el señor Longdon no dijo nada y cuando por último habló fue casi con un aparente ánimo de contradicción:
—Ella es tu madre vuelta a la vida.
Durante tres segundos, su anfitriona lo miró intensamente.
—¡Ah, pero con tan grandes desemejanzas! —exclamó—. Se sentirá desengañado —agregó ejecutando un compasivo ademán de negación.
Él miró exclusivamente hacia Vanderbank:
—Muy bien, mis desengaños son asunto mío. —Después su mirada retomó—: ¿Ella te contó que no me agradaba?
Fue notable la indulgencia de la visión que la señora Brook tuvo de la simpleza del anciano:
—¿Creyó usted haber logrado ocultárselo? No importa: ella puede encajarlo. Creo que en verdad ella opina prácticamente igual que yo: que no importa a cuántos de nosotros odie usted con tal que no varíe usted sus sentimientos hacia mamá. Dejarnos ver eso: es lo único que pedimos.
Nada habría podido contener en mayor medida el bálsamo de la tranquilización, pero aquellas suaves gotas no dieron en el blanco apetecido:
—¿«Dejaros ver»? —¡Oh, cómo pronunció él la expresión!
—Entiendo: usted no nos deja ver. ¡Es justamente lo que Nanda percibió que usted pensaba! Pero no puede usted impedir que nosotros lo veamos… de hecho no puede impedir, pienso, que ello influya sobre su propio comportamiento. Usted sería mucho más cruel con nosotros si no fuera por las aún calientes cenizas de su antigua pasión. —Fue una gran lástima que en este momento Vanderbank estuviera demasiado apartado para identificar, para su propia diversión, en el tono hondamente sapiente de la alusión de la señora Brook, gran parte del origen de la expresión del rostro de su anciano amigo. Hasta qué punto la propia habladora realizó esta identificación, es cosa que jamás se sabrá, así como tampoco si cuando ella prosiguió le pareció estar mejorando su propio caso o simplemente arruinando cualquier esperanza—: La ventaja que tenemos es que para usted nunca podremos ser como cualquier otra gente corriente.
—Y ¿cuál es la ventaja que tengo yo?
—Huy, usted no tiene nada excepto, me temo, algunas cosas muy pequeñas: tan pequeñas que difícilmente valen la pena de que se moleste en descubrirlas. Nuestro gran contento ante el hecho de que usted haya vuelto con nosotros (aunque sólo sea para echarnos un vistazo y luego abandonamos, en no importa qué consternación, para siempre); nuestra resuelta alegría precisamente ante el hecho de que sea usted tan diferente; el placer que hallamos en hablar sobre usted, y que seguiremos hallando aunque (o quizá tanto más por ello) a usted lo hayamos conocido sólo para no volver a verlo… independientemente de lo que todas estas cosas representen para nosotros mismos, no nos toca a ninguno de nosotros intentar establecer cuánto o cuán poco lo complacerán a usted. Y, aun así —siguió divagando la señora Brook—, por mucho que podamos decepcionarlo, es inevitable que en nosotros viva alguna pequeña chispa del pasado… pues el pasado es lo único imposible de destruir; el pasado está ahí, ¿no le parece?, para hablar por sí mismo y, si hace falta, sólo sobre sí mismo. —Ella calló un instante, pero parecía haber aniquilado cualquier capacidad de reacción en él, de tal forma que mientras aguardaba tuvo tiempo para una nueva inspiración. Acaso podría mencionarse ésta sinceramente como la mejor que en conjunto tuvo—: ¿Logrará usted creerlo una vez que se dé cuenta de que sé?
Ella sostuvo la nota tan prolongadamente que al final él contribuyó con un sonido:
—De que sabes ¿el qué?
—Caramba, pues que, comparada con mamá, soy una pobre criatura rastrera. Me refiero —se apresuró a prevenir cualquier protesta puramente cortés que pudiera estorbar su argumentación— a que naturalmente me duele hasta el alma la certidumbre de mi lamentable disimilitud. No es que yo no la vea, ¿se da cuenta? Está ahí, evidente por sí misma: la he aceptado impotentemente, pero definitiva y absolutamente. ¿A usted no lo reconfortará eso? —suplicó con tamaña ingeniosidad—. Al menos no puedo torturarlo con ningún parecido a ella, por pequeño que fuese. Comprendo perfectamente lo horrible que para usted sería que, con la opinión que se ha formado de mí, yo tuviera los preciosos ojos de ella o su aristocrática nariz o la forma de su frente o el color de su pelo. Por extraño que resulte en una hija, no me parezco ni de lejos, y ¿no le parece que el quedar, así, tan apartada de la cuestión puede redimirme un poco ante usted? Claro está —continuó— que para usted el verdadero suplicio es la pobre Nanda… pues en Nanda la disimilitud es tan tremenda como el parecido. ¡Y encima —dijo la señora Brook maravillosamente— ella no lo sabe!
Del rostro del señor Longdon, mientras ella hablaba, se había apoderado un extraño rubor pálido y, cualquiera fuese la opinión, como ella había dicho, que él se hubiese formado de ella, en todo caso era patente que ella no lo había desinteresado. Por lo menos ella había cautivado su atención, para bien o para mal; los brillantes ojos de él se hicieron más brillantes y se abrieron en una mirada atónita que por último pareció caracterizarlo como sumergido en las aguas de un puro pasmo. Al final, empero, él volvió a subir a la superficie, y pareció haber dado, en el fondo de aquel mar, con la perla de la peculiar prudencia que necesitaba:
—Me atrevería a decir que seguramente hay algo acertado en lo que tan extraordinariamente sugieres.
Ella se aferró a aquello como presa de un dulce dolor:
—¿En sencillamente desentenderse de mí?…
Pero ante esto él declaró:
—Jamás me desentenderé de ti.
Ello renovó el temor de ella:
—¿Y no únicamente por ser quien soy?
Él se levantó de su sitio junto a ella, pero apartando de ella la mirada y con su sonrojo intensificado.
—Jamás me desentenderé de ti —repitió.
—¡Ah, es usted un ángel! —Con mayor presteza ella se incorporó de un salto, y a estas alturas los otros ya se habían puesto en pie—. ¡Lo he logrado, lo he logrado! —exclamó gozosamente para Vanderbank—; el señor Longdon me aprecia, o al menos puede soportarme… le he mostrado el camino; y ya ni siquiera me importa que diga que no se lo he mostrado. —Seguidamente se volvió otra vez hacia su anciano amigo—: Podemos solucionar lo de Nanda: no tendrá usted siquiera que verla. Últimamente ha «bajado», pero podemos volver a subirla. En todo caso sabemos cómo deshacemos de ella: c’est la moindre des choses.
—¡Palabra de honor, protesto —exclamó el señor Cashmore— contra cualquier medida de esa clase! Os desafío a «deshaceros» de esa señorita sin deshaceros también de mí. Soy uno de los grandes admiradores de Nanda —le anunció alegremente al señor Longdon.
Vanderbank no dijo nada, y el señor Longdon semejó dar a entender que habría preferido hacer ídem: la mirada del anciano habría podido ser una apelación a aquél para que interviniera de una u otra manera, para que demostrara una debida familiaridad —nacida con la práctica e inexistente en él mismo— con el arte de la conversación desarrollado hasta tal punto que lo hace a uno capaz de entusiasmar duraderamente a una dama. El silencio de Vanderbank habría podido, de no ir acompañado por su divertido aire deferente, parecer casi inhumano. Al final el pobre señor Longdon hubo de resignarse a hacerlo lo mejor que supo:
—¿Traerás a tu hija a visitarme? —le preguntó a la señora Brookenham.
—Uhmm, uhmm, buena idea; ¿la traerás a visitarme a mi? —volvió a intervenir el señor Cashmore.
La señora Brook se había limitado a atalayar al señor Longdon con pinta de experimentar sentimientos que desafiaban toda expresión. Éstos sólo se concretaban en la exclamación: «¡Es usted un ángel, un ángel!».
—Yo no necesito pedirte que me la traigas, ¿verdad? —le dijo seguidamente Vanderbank a su anfitriona—. Espero que no te moleste que me jacte ante propios y ajenos del gran honor que hace poco ella me hizo presentándose completamente sola.
—¿Completamente sola? ¡Caray, señora Brook! —siguió manifestándose el señor Cashmore.
Fue sólo ahora cuando ella le prestó atención a este último; cosa que por cierto hizo simplemente respondiendo a Vanderbank:
—Ella no fue por ti, me temo…, aunque por supuesto podría hacerlo; fue porque le habías prometido su presencia al señor Longdon. Pero mi deber es no concederle mayor importancia al hecho de que ella vaya a visitarte (y esperar que ella tampoco se la conceda) que al de que vaya a llevarle una libra de té, como a veces hace, a su antigua nodriza o a leerles a las ancianas del asilo. ¡Ojalá nunca tengas menos de que jactarte!
—¡Me gustaría que viniera a llevarme una libra de té a mí! —retomó la palabra el señor Cashmore—. ¿Acaso para ella yo no tengo bastante de ancianita como para que venga a leerme en casa?
—¿Nanda visita el asilo con frecuencia? —le inquirió el señor Longdon a la señora Brook.
Durante unos instantes esta dama lo tuvo en suspense, el cual tal vez otro par de ojos habría descubierto que era compartido en cierta medida por Vanderbank.
—Todos los viernes a las tres.
Con un repentino giro, Vanderbank se desplazó lentamente hasta una de las ventanas, y ni corto ni perezoso el señor Cashmore tuvo una afortunada remembranza:
—Caramba, pero si hoy es viernes: Nanda ha debido de ir allí. Pero ¿se queda hasta tan tarde?
—Después ella planeaba ir a visitar a la pequeña Aggie: estoy intentando de esa forma, pese a las dificultades —explicó la señora Brook—, volver a unirlas. —Con una novedosa ocurrencia se dirigió al señor Longdon—: Debe usted conocer a la pequeña Aggie, la sobrina de la duquesa; no recuerdo si ya le ha sido presentada la duquesa, pero debe usted conocerla a ella también: hay muchísimas cosas en que, estoy segura, convendrá con usted. La pequeña Aggie es única —continuó—; lo entusiasmará; ella habría debido ser la nieta de mamá.
—Queridísima amiga, ¿cómo puedes pretender, o compararla siquiera por un momento…? —espetó el señor Cashmore—. La pequeña Aggie no me dice nada en absoluto.
—La pequeña Aggie no le dice nada a nadie —repuso serenamente la señora Brook—; tal es justamente su tipología y su encanto… justamente, sobre todo, su educación. —Luego apeló a Vanderbank—: ¿Acaso el señor Longdon no quedará impresionado ante la pequeña Aggie y no le parecerá interesante charlar acerca de todo ese asunto con la duquesa?
Vanderbank volvió junto a ellos riéndose, pero el señor Longdon usurpó su intervención:
—¿A qué asunto te refieres?
—Huy —dijo la señora Brook—, a la cuestión global, ya sabe, de que las muchachas hagan o no una vida social intensa. La cuestión de que… vaya, ¿cómo suelen llamarlo?… se expongan. Se trata de la cuestión, por lo que parece: la cuestión del futuro; es rematadamente interesante, y en cualquier caso la duquesa es muy aficionada a ella. Desde luego Nanda está expuesta —prosiguió—, y tremendamente.
—Y ¿a qué diantres está expuesta? —requirió alegremente el señor Cashmore.
—¡Está expuesta a ti, se diría, mi querido amigo! —Vanderbank habló con cierta perceptible incomodidad no tanto ante el hecho mencionado por él mismo cuanto ante el giro que había tomado la conversación.
Habría podido ser con casi compadecida reprobación de esta nota falsa como lo miró la señora Brookenham. La contestación de ésta a la pregunta del señor Cashmore, no obstante, le fue dirigida al señor Longdon:
—Está expuesta (lo cual es mucho peor) a mí. Pero Aggie no está expuesta a nada: nunca lo ha estado y nunca lo estará; y nosotros observamos expectantes para ver si la duquesa logra salir airosa.
—¿Por qué no —preguntó el señor Cashmore—, si no hay nada a lo que Aggie pueda estar expuesta salvo a la propia duquesa?
Él había apelado a todos sus acompañantes imparcialmente, pero el señor Longdon, cuya atención estaba ahora enteramente consagrada a su anfitriona, pareció no apercibirse:
—Si todos observáis expectantes, ¿tu idea es que yo deba observar con vosotros?
Esta pregunta, en sus labios, fue una ráfaga de aire frío, la conciencia de lo cual movió patentemente a la señora Brook a formular su invitación sobre una base más segura:
—Naturalmente no me refiero al riesgo de que le suceda algo a la querida chiquilla… a quien está claro que nada puede sucederle excepto que su tía la case expeditivamente en el más breve plazo posible y en las mejores condiciones posibles. No, el interés está, mucho más, en el rumbo que siga la propia duquesa.
—Oh, la duquesa navega en un barco —convino plenamente el señor Cashmore— que precisará ser gobernado con mano firme.
No sería propio del biógrafo del señor Longdon pasar por alto el hecho de que si bien éste no se sintió anormalmente desconcertado, de todos modos sí se sintió visiblemente interesado:
—¿En qué barco navega?
Le había dirigido esta curiosidad, con educación, al señor Cashmore, pero todos quedaron arrobados ante la maravillosa manera en que la señora Brook consiguió sonreír muy sombría, muy tenebrosamente y a la vez hacer que ello los subyugara a todos:
—Creo que deberías explicárselo tú, Van.
—¡Dios no lo permita! —Y Vanderbank volvió a alejarse.
—Yo se lo explicaré con mucho gusto… si es que me otorgas la venia —dijo el señor Cashmore, para quien manifiestamente cualquier escrúpulo se refería no al tema de la explicación, sino a la presencia de una dama.
—No te otorgo la venia, y te ruego que cierres el pico —contestó la señora Brookenham—. ¡Tratas asuntos así con tal minuciosidad!… En resumidas cuentas —le espetó al señor Longdon—, el señor Cashmore sería capaz de contarle a usted mucho más de lo que está usted interesado en saber. Es cierto que la duquesa navega en un barco… pero es una experta marinera. Basta, como diría ella. ¿Conoce usted a Mitchy? —preguntó inopinadamente la señora Brook.
—Oh, ya lo creo que conoce a Mitchy. —Vanderbank había vuelto a acercarse.
—En ese caso haz que él se lo explique. —Ella le presentó esta petición al joven a modo de encantador viraje para todos ellos—. Mitchy puede ser exquisito cuando se lo propone.
—¡Oh, cielos… cuando Mitchy «se propone» algo! —exclamó Vanderbank riendo—. Creo preferible, a ese fin, que Mitchy converse con el señor Longdon abandonándose a sus ingénitos impulsos espontáneos.
—Yo aprecio al señor Mitchett —dijo el anciano, procurando mirar a su anfitriona directamente a los ojos y hablando un poco como para desafiarla a imputarle, incluso desde el punto de vista de Beccles, una equivocación.
La señora Brookenham aceptó aquello con brillante emoción pletórica:
—¡Mi querido amigo, vous me rendez la vie! ¡Si puede tolerar a Mitchy, entonces puede tolerar a cualquiera de nosotros!
—¡Ya lo creo, palabra de honor! —comentó el señor Cashmore con vehemencia—. ¿A qué diantres te refieres —demandó de la señora Brook— diciendo que yo soy más «minucioso» que él?
Ella volvió su belleza un momento hacia este visitante:
—Yo no digo que tú seas más minucioso: digo que él es más brillante. Además, como ya te aclaré antes, tú no eres uno de nosotros. —Dicho lo cual, para poner punto final a la polémica, continuó informando al señor Longdon sin hacer una pausa—: El quid de la retrógrada educación de Aggie es la maravillosa sinceridad con que la duquesa sostiene que la hija propia puede ser perfecta y permanentemente resguardada sin por ello (pues a esto va a parar) privarse una misma…
—Y bien, ¿de qué? —requirió corajudamente el señor Longdon mientras su anfitriona parecía titubear meditativamente.
Ella apeló mudamente a Vanderbank, en quien este gesto suscitó una carcajada:
—¡Te desafío —exclamó él— a especificarlo!
—¡Pero no me desafías a mí! —exclamó el señor Cashmore como quiera que la señora Brook se abstuviera de recoger el desafío—. Si conoce usted a Mitchy —prosiguió para el señor Longdon—, debe de conocer también a Petherton.
El anciano permaneció desorientado y nada imperceptiblemente gélido:
—¿Petherton?
—El hermano de mi esposa… al cual, Dios sabe por qué, Mitchy mantiene.
—¿Mantiene? —volvió a hacer de eco el señor Longdon.
Otra vez la señora Brook apeló a Vanderbank:
—Creo que no deberíamos atosigarlo. A usted tal vez yo no le recuerde a mamá —continuó para su anciano compañero—, pero espero no molestarlo si digo cuánto me la recuerda usted a mí. Al fin y al cabo, las explicaciones hacen perder la gracia a las cosas, y si usted puede hallamos interesantes y a veces viene a vemos, lo contemplará todo en su salsa. Usted verá, usted sentirá por sí mismo.
El señor Longdon permaneció ante ella pero elevó hacia Vanderbank, cuando ella hubo finalizado, la mirada que había fijado en la alfombra mientras ella hablaba:
—Entonces, ¿debo marcharme ya? —Las explicaciones, había dicho ella, hacían perder la gracia a las cosas, pero en este instante él fue como un extranjero en una corte oriental, cómicamente desvalido sin su intérprete.
—Si la señora Brook desea no «atosigarlo» a usted —respondió gentilmente Vanderbank—, lo cierto es que tal vez la forma más segura de lograrlo sea sacarlo de aquí. Pero ¿no teníamos la esperanza de que se presentase Nanda?
—¿Nos resultaría provechoso quedamos a aguardarla? —Siguió siendo a su joven amigo a quien el señor Longdon consultó.
—¡Ah, en cuanto ella sale de parranda…! —suspiró la señora Brookenham—. A menos que la voilà —dijo cuando se oyó una mano en el picaporte. Se trató únicamente, empero, de un lacayo que entró con una bandejita que, al acercarse a su señora, ofreció a la vista el sobre marrón de un telegrama. De inmediato ella solicitó que la dispensasen a fin de abrir esta misiva, tras la rápida lectura de la cual volvió a alzar la vista hacia todos ellos—: Es ella: la hija moderna. «Tishy me invita cenar y ópera; llevo atavío adecuado; retomo indeterminado; por si acaso, llevo llaves casa». ¡No volverá a casa hasta mañana por la mañana! —dijo la señora Brook.
—¡Pero recuerda el consuelo de que lleva las llaves de casa! —exclamó riendo Vanderbank—. Podría ir usted también a la ópera —le dijo al señor Longdon.
—¡Que me aspen si yo no voy! —dijo el señor Cashmore.
A causa del mensaje de Nanda el señor Longdon parecía haber recibido una oscura conmoción; en todo caso acogió con visible intensidad la sugerencia de su joven amigo:
—¿Me acompañará usted?
Vanderbank vaciló, recordando algunos compromisos; lo cual le dio a la señora Brook tiempo de intervenir:
—¿No sabe usted vivir sin él? —le preguntó al más maduro de sus amigos.
Vanderbank la miró un instante.
—Creo que puedo pasarme por allí a última hora —le contestó entonces al señor Longdon.
—Creo que yo puedo pasarme por allí a primera hora —declaró el señor Cashmore—. La señora Grendon debe de tener un palco; de hecho yo sé cuál, y ellos no —continuó jocosamente para su anfitriona.
Mientras tanto la señora Brook le había dado la mano al señor Longdon:
—Bien, de cualquier manera, pronto la chiquilla irá a visitarlo a usted. Y sola, desde luego —insistió ella—. Ahórrese las corteses expresiones de protesta: sé muy bien lo que hago.
—Ojalá realmente lo sepas —prorrumpió el insatisfecho señor Cashmore—. ¡Si eso es lo que se consigue por haber conocido a tu madre…!
—Ello no te habría servido de nada a ti —replicó la señora Brook—. Y ¿no debería usted decirle que eso es todo lo que puede conseguirse? —se lamentó compasivamente para su otro visitante.
Este último se volvió hacia Vanderbank con extraño semblante desencajado, y Vanderbank dijo:
—¡Vámonos!