XXIX

Él la obedeció maquinalmente, si bien dio la casualidad de que ello le prestó el aire de haber interpretado la aproximación de la señora Brook como una indicación para que volviera a tomar asiento. Esta última se llegó hasta ellos, Vanderbank la siguió, y fue sin haberse movido nuevamente —alzando la mirada levemente boquiabierto, de hecho, desde su sitio— como el señor Longdon acogió, mientras ella se erguía ante él, un requerimiento de una índole capaz de iluminar lo que acababa de decir la duquesa.

—¿Por qué me odia usted tanto?

Vanderbank, que, al lado de la señora Brook, lo miró con atención, muy bien pudo barruntar que el anciano se había puesto algo pálido; si bien ni siquiera Vanderbank, quien tenía razones particulares para observar las más diminutas sutilezas, habría atinado a percibir en el hecho la sombría visión privada que lo habría explicado: la llamarada de temor ante cómo iba por fin a revelarse asaz extraña y disímilmente, fuese como hija o como madre, la señora Brook.

—Es mi deber advertirle, señor —sugirió el joven—, que los del grupo consideramos eso (en Buckingham Crescent indudablemente) una pregunta capciosa. No es jugar limpio: es un golpe bajo. Nosotros odiamos y amamos (en especial lo segundo), pero revelamos mutuamente el porqué es infringir esa pequeña regla tácita de enteramos por nuestra cuenta que es la amenidad de nuestras vidas y el origen de nuestros triunfos. Puede usted contestar, eso sí, si le apetece, pero no está obligado.

El señor Longdon le aplicó a él algo de ese mismo escrutinio impersonal, manifiestamente mirándolo con mayor intensidad que nunca y sin duda hallando asimismo en sus ojos una conciencia más saturada. A renglón seguido se levantó, pero, sin responderle a Vanderbank, tomó a atalayar a la señora Brook, de la cual se hizo eco con inexpresividad:

—¿Odiarte?

Al siguiente instante, mientras él seguía de pie lo mismo que Vanderbank, la señora Brook ya estaba aclarándole el significado desde la esquina almohadillada que él mismo acababa de abandonar:

—Caramba, cuando usted regresa a la capital, se viene directamente, por así decirlo, aquí.

—Huy, ¿qué es eso —preguntó la duquesa a beneficio de él— sino mantenerse bien pegado a Nanda o en todo caso llevarse bien con ella?

Empero la señora Brook no tuvo oídos para aquel alegato:

—¡Y cuando yo, acudiendo aquí también y pensando sólo en mi oportunidad de «encontrarme» con usted, hago maravillas para captar su atención, usted está totalmente entregado…!

—…¡a intentar, como es lógico —atajó de nuevo la duquesa—, llevarse bien conmigo!

Ahora la señora Brook tuvo una sonrisa para ella:

—Ah, pues entonces eso exige precauciones que a lo mejor yo incumplo si interrumpo demasiado vuestra charla.

—¿A que se muestra de lo más simpática conmigo —le preguntó la duquesa al señor Longdon— cuando lo que yo estaba haciendo era ponerla por las nubes?

La respuesta de su interlocutor no fue lo bastante rápida para anticiparse a la de la propia señora Brook:

—Mi querida Jane, eso sólo demuestra que el señor Longdon había llegado hasta algún extremo en la dirección opuesta que por simple decencia tú debías contrapesar. Probablemente la verdad se halla en el «término medio» (¿no es así como se lo denomina?) entre vosotros dos. Ahora no te lleves al señor Longdon —siguió para Vanderbank, quien había escudriñado en derredor a la búsqueda de algún mejor acomodo.

Inmediatamente Vanderbank arrimó la silla más próxima, la cual fortuitamente estaba del lado que la duquesa ocupaba en el sofá, y dijo:

—¿Quiere sentarse aquí, señor?

—Si usted se queda para protegerme.

—A decir verdad es para eso para lo que se lo he traído hasta aquí a usted —dijo la señora Brook mientras el señor Longdon ocupaba el asiento y Vanderbank partía a buscar otra silla—. Pero no sabía —comentó con su suave curiosidad desprejuiciada— que él lo llamase «señor». —Muchas veces ella hacía descubrimientos regocijadamente infantiles—. Lo ha hecho dos veces.

—¿No es eso únicamente vuestro inevitable asombro inglés —requirió la duquesa— ante la amabilidad más común y corriente en otras sociedades?… ¡de suerte que una se viene aquí para hallarla considerada, en cuestión de etiqueta, el no va más!

—Oh —observó el señor Longdon—, es un tratamiento de cortesía que a mí mismo también me gusta mucho aplicarles a los demás.

—Aquí yo siempre pregunto —siguió la duquesa para él— qué palabra suele usarse en vez de ésa. Y ¿sabe lo que me contestan?

La señora Brook recapacitó; enseguida nuevamente, antes de que pudiera hablar él, sugirió con gran encanto:

—¿Nuestras galantes maneras? —Rápidamente preguntó asimismo al señor Longdon—: ¿Es eso lo que usted echa de menos en mí?

Sin embargo él recapacitó más que la señora Brook:

—¿Vuestras «galantes maneras»?

—Caramba, esas antiguas y espléndidas ceremoniosidades en las que la duquesa es tan maestra. —Tras esto la señora Brook tuvo una de sus visiones más ansiosas—: ¿A usted mamá lo llamaba «señor»? ¿Debería hacerlo yo? ¿Realmente consigue usted que, en privado, lo haga Nanda? Ella es de tan exagerada discreción —explicó para la duquesa y para Vanderbank, quien había regresado con su silla— que se trata justamente del tipo de detalle ilustrativo que por nada del mundo me revelaría.

El señor Longdon se estiró para hablarle a Van, situado ahora, tras haber estado unos momentos de charla con Tishy a la vista de todos ellos, junto al brazo del sofá correspondiente a la señora Brook:

—Usted no me ha protegido… sino que me ha abandonado a la intemperie.

—Oh, no hay diversión sin riesgo… —recogió con brío sus palabras la señora Brook—. Tal vez incluso debería decirse que no hay riesgo sin diversión.

La mirada de Vanderbank había seguido a la señora Grendon tras su breve coloquio con ésta, finiquitado por alguna solicitación de la desanimada presencia de la anfitriona en el extremo opuesto de la estancia.

—¿Qué dirías entonces, siguiendo esa teoría —inquirió el joven—, de la extraordinaria lobreguez de nuestra anfitriona? Su ausencia de peligro, por regla de tres, debe ser descomunal.

Esta vez la duquesa fue la primera en comprender de qué se hablaba:

—Precisamente la expresión del semblante de Tishy proviene de que nosotros la hayamos comparado tan desfavorablemente con su pobre hermana Carrie, quien, aunque esta noche no haya venido aquí junto con los Cashmore (¡si bien ya es bastante pasmosa incluso sin eso!), con gran frecuencia nos ha demostrado que al fin y al cabo una âme en peine, constantemente flaqueando pero, según nos asevera Nanda, generalmente remontándose, puede ofrecer una pinta tan beatífica como una muñeca holandesa.

Mientras Tishy se desplazaba, la mirada de la señora Brook había descrito la misma trayectoria que la de Vanderbank, a quien, por lo demás, visiblemente ella no había dejado de observar mientras la pareja había estado charlando.

—Puedes opinar lo que quieras sobre Carrie, como bien sabes —repuso la señora Brook—, y lo mismo digo sobre el señor Cashmore; pero esta noche estoy rendida de admiración, como siempre lo he estado, ante el modo en que Tishy saca provecho de su propia fealdad. Yo lo denominaría, si la palabra no estuviese tan ligada a las sirvientas, la mayor «vistosidad» que he contemplado nunca.

—Hija mía —objetó la duquesa—, lo que tú calificas como sacar provecho de su propia fealdad es lo que yo calificaría como no esconder nada de su propia belleza. Sin duda, «vistosidad» es adecuadísima aplicada a Tishy, excepto que en su acepción vulgar se refiere más bien a un encanto artificial que a un estado de pura naturaleza. La vistosidad debería tener su base en el atuendo. Pero Nanda más bien arrincona a Tishy.

Quizá más meditabunda de lo habitual, la señora Brook introdujo una leve matización:

—Le deja, aun así, algo de espacio. Hablaré con ella.

—¿Con Tishy? —preguntó Vanderbank.

—Huy, eso no conduciría a nada positivo. Con Nanda. Así y todo —continuó ella—, resulta rematadamente superficial por tu parte no darte cuenta de que su melancolía (sobre la cual además yo ya te había llamado la atención hace un rato) es un mero accidente facial y no se corresponde ni, como suele decirse, «rima» con nada que haya dentro de ella y que pueda volverla un poco interesante. Por lo que me gusta su melancolía es precisamente porque resulta tan grotesca en sí misma. Su decaimiento es ni más ni menos que sus rasgos. Su lobreguez, como dices tú, es simplemente su nariz rota.

—¿La señora Grendon tiene rota la nariz? —demandó el señor Longdon con una entonación que por algún motivo despertó en los otros el espíritu de la hilaridad.

—¿Nunca lo ha mencionado Nanda? —inquirió la señora Brook con este jolgorio.

—Eso es la discreción de que hablabas hace un momento —dijo la duquesa—. Sólo que yo más bien habría esperado que resultara cómico el efecto de la causa a que aludes.

—La nariz rota de la señora Grendon, señor —explicó Vanderbank para el señor Longdon—, es tan sólo la gentil manera que estas damas tienen de referirse al corazón roto de la señora Grendon. Usted debe de saberlo todo sobre eso.

—Oh sí… todo. —El señor Longdon habló con gran llaneza, esta vez con el resultado, por parte de sus acompañantes, de un silencio de varios minutos, que al final él mismo hubo de romper—: El señor Grendon no la ama. —Al parecer la adición de estas palabras representó una diferencia… cual si constituyesen un renovado vínculo con la irresistible comedia de las cosas. Que el señor Longdon fuera inesperadamente hilarante no fue, empero, óbice para que manifestara sus ideas con plenitud—: Para dos hermanas es muy lamentable ser ambas, en sus respectivos matrimonios, tan desgraciadas.

—Oh, pero Tishy, lo afirmo —replicó la señora Brook—, no es nada desgraciada. Si yo estuviese convencida de que realmente lo es, nunca dejaría que Nanda acudiese a verla.

—Ésa es la más extravagante doctrina, cielo —intervino la duquesa—. Cuando estás convencida de que «realmente» una mujer es pobre, ¿nunca le das un mendrugo?

—¿Llama usted un mendrugo a Nanda, duquesa? —preguntó divertido Vanderbank.

—De cualquier manera Nanda es todo lo que, por lo visto, en la actualidad, la pobre Tishy tiene para seguir viviendo.

—En tal caso se muestra usted crítica —dijo el joven— con nuestra cena de esta noche.

—Huy —manifestó la señora Brook—, Jane jamás se muestra crítica: tan sólo irreprimiblemente ingeniosa. Por otra parte, es únicamente Tishy quien propala que su marido no le tiene afecto. Él, pobre hombre, no dice nada semejante.

—Sí, pero, pensándolo bien, ¿tienes alguna idea —le planteó Vanderbank sin tardanza— de dónde demonios, todo este tiempo, está su marido?

—Dios no permita —comentó la duquesa— que indaguemos demasiado indiscretamente.

—Así se habla; bien dicho —apostilló el señor Longdon.

Una vez más él accionó el resorte de la hilaridad, si bien no hasta el punto de menoscabar la subsiguiente aseveración de la duquesa:

—Es Nanda, ya lo sabes, quien habla, y en voz bien alta, de los desafectos de Harry Grendon.

—Eso le es fácil —declaró la señora Brook— habida cuenta de que ella misma no es uno de ellos.

—No hay duda de que Nanda no es uno de los desafectos de nadie —observó con gravedad el señor Longdon.

La señora Brook se estiró para mirarlo atentamente:

—¡Usted es un cielo! Pero, aun así, tengo que echarle una bronca a propósito de algo.

El señor Longdon devolvió aquella mirada, pero en cierta forma se la devolvió a Van:

—Me siento asustado hasta el punto de no poder pensar en nada.

—¿Soy yo quien lo asusta? —dijo Vanderbank.

El señor Longdon titubeó inmediatamente.

—Sí —respondió.

—Debe de tratarse del terror sagrado —le sugirió la señora Brook a Van— del cual habla Mitchy tan a menudo. Con usted yo no estoy intentando —prosiguió para el señor Longdon— infundirle nada de eso, sino únicamente conseguir esa breve media hora a solas que me parece que por nada del mundo me concedería usted. Nada podría inducirlo a quedarse a solas conmigo.

—Caray, ¿qué diantres —preguntó Vanderbank— es lo que sospechas que el señor Longdon supone que quieres hacer?

—Oh, no es eso —dijo la señora Brook tristemente.

—No es ¿qué? —inquirió la duquesa riéndose.

—Que el señor Longdon tema que de uno u otro modo yo quiera… ¿cómo suele decirse?… camelarlo. —Ella habló como si desease que sí hubiera sido eso—. Tiene ideas más pesimistas.

—Pues bien, dinos de una vez cuáles son.

El señor Longdon había permanecido sin decir nada más, y sin embargo la señora Brook prefirió desarrollar el asunto como en confianza entre ellos dos. Ella era, como decían los otros, portentosa.

—Usted no puede evitar considerarme —le habló directamente al anciano— bastante tortuosa. —El silencio que de esta guisa ella produjo transitoriamente, fue tan intenso como para insuflar una brusquedad que casi resultó grosera al pequeño «¡Ah!» con que seguidamente fue roto y cuyo emisor ninguno de sus tres acompañantes habría podido designar posteriormente. Ninguno habría querido encargarse de imputar una incorrección de la cual indudablemente cada uno no habría sido sino muy capaz—. Es sólo en calidad de madre —agregó— como solicito mi oportunidad.

Pero ante esto la duquesa ya estaba otra vez en la brecha:

—Pues entonces, por amor del cielo, aprovecha tu oportunidad, querida, para ocuparte de Harold, quien se erige en un ejemplo para la propia Nanda mediante el modo en que, ahí tras el piano, está pasándoselo bien con Lady Fanny.

Aunque esto sólo hubiese sido una maniobra de distracción que, por mor de la paz, a la duquesa se le hubiese antojado ejecutar, difícilmente habría podido resultar más efectivo. La señora Brook, cuya ubicación había sido precisamente lo que había sustraído de su vista el otro lado del piano, se estiró discreta pero raudamente:

—¿Harold está con Lady Fanny?

—Lo preguntas, hija mía —dijo la duquesa—, como si fuese algo demasiado grandioso para creerlo. Es esa nota de ansiedad —siguió para información del señor Longdon—, es esa nota de cuasiesperanza: una de esas que ces messieurs, que de hecho todos nosotros, admiramos y hallamos tan incomparables. Para Harold su madre ansia los mayores privilegios.

—Pues bien —declaró Vanderbank, que había echado una ojeada—, claramente Harold está conquistándolos. Eso le recuerda a uno lo que se cuenta sobre su popularidad.

—Su popularidad es verídica —porfió la señora Brook—. Cómo la logra, es algo que no sé.

—Ah, ¿no lo sabes? —exclamó a los cuatro vientos la duquesa.

—Harold es asombroso —siguió la señora Brook—. Yo observo… contengo la respiración. Pero asimismo me siento obligada a decir que me maravillo no poco. De un modo u otro los entusiasma a todos.

—Lady Fanny está tan satisfecha como Polichinela —dijo la duquesa.

—Esas grandes mujeres calmosas… gustan de criaturas más ligeras.

—Las grandes ballenas calmosas —dijo riendo la duquesa— se tragan a los peces pequeños.

—Oh, querida —repuso la señora Brook—, Harold puede ser paladeado, si tú quieres…

—¿Si yo quiero? —se mofó entre paréntesis la duquesa—. ¡Muchas gracias, cielo!

—…pero no puede, creo, ser comido. Todo ello trabaja —expuso la señora Brook— en pro de la más noble causa. Si Lady Fanny está satisfecha se quedará quietecita.

—¡Válgame Dios —espetó la duquesa—, nunca he oído afirmación más inmoral! Se lo planteo a usted, Longdon. ¿Quiere ella decir —le preguntó a este amigo— que si Lady Fanny comete un asesinato no cometerá ninguna otra cosa?

—Huy, no será un asesinato —dijo la señora Brook—. Lo que quiero decir es que si Harold, de uno y otro modo, la mantiene entretenida, Lady Fanny no se irá.

—¿Adonde no se irá? —inquirió el señor Longdon.

De inmediato Vanderbank lo informó:

—A alguna pequeña localidad italiana. ¿Le suena?

—Ah, sí. Igual que… ¿quién era? Se me ha olvidado.

—¿Ana Karenina? ¿Le suena Ana?

—Nanda —dijo la duquesa— le ha hablado al señor Longdon sobre Ana. Pero yo pensaba —continuó para la señora Brook— que, a estas alturas, Lady Fanny debía haberse fugado ya.

—¿Es que Petherton —repuso la señora Brook— no te tiene au courant?

La duquesa caviló benignamente:

—Me parece recordar que él me había dicho explícitamente que sí se había fugado. Y que luego había regresado.

—¿Porque esto se parece mucho a un nuevo comienzo? No. Nosotros sabemos. ¿Das por sentado, encima —preguntó la señora Brook—, que el señor Cashmore la habría readmitido?

La duquesa atalayó unos momentos a dicho caballero y su presente acompañante:

—¿Qué quieres que te diga? Tal vez ni se dio cuenta.

—Ah, está usted desintonizada, duquesa —dijo Vanderbank—. Antaño marchábamos todos acompasados como un solo hombre, pero ahora estamos haciéndonos añicos. Todo ello, descontada la presencia de usted, por culpa del casamiento de Mitchy.

—¡Oh —convino la señora Brook—, cuán absolutamente estoy de acuerdo con eso! Ya lo preveía yo. El hechizo se ha roto; el arpa ha perdido una cuerda. Nosotros ya no somos lo mismo. Él ya no es lo mismo.

—Con franqueza, querida —replicó la duquesa—, tampoco me parece que personalmente tú sigas siendo lo mismo.

—Huy, en cuanto a eso (que es lo que menos importa), quizá tendremos ocasión de comprobarlo. —Tras lo cual la señora Brook volvió a dirigirse al señor Longdon—: Todavía no le he explicado a qué me refería hace un rato. Le exigimos a Nanda.

El señor Longdon se quedó mirando pasmado:

—¿De vuelta en casa?

—En su querido rinconcito. Debe usted restituírnosla.

—¿Para siempre, quieres decir?

—Ah, en cierto modo eso dependerá de usted. Pero a efectos prácticos usted la ha acaparado estos cinco meses, y, sin el menor deseo de ser irrazonables, no obstante albergamos nuestros naturales sentimientos.

Este intercambio, al que de alguna manera las circunstancias confirieron un fuerte efecto de sorpresa y rareza, fue atendido por los otros en un rápido silencio que fue como la sensación de una ráfaga de aire frío, aunque con la disparidad, en lo referido a los espectadores, de que Vanderbank clavó intensamente la mirada en la señora Brook mientras que la duquesa escrutó no menos fijamente al señor Longdon, a quien claramente le dio a entender que si hacía un rato él mismo se había preguntado cómo la señora Brook podría influir, ahora podía darse por más que contestado. Lo cierto es que el señor Longdon se entregó, tras las últimas palabras de esta dama, a una pausa que muy bien pudo implicar algo de la plenitud de una nueva luz. Se contentó con decir con gran serenidad:

—Creía que ello os gustaba.

Ante esto su más cercana contertulia espetó:

—¿Que usted se haga cargo de la muchacha? ¡Les gusta! —La duquesa, mientras hablaba, se percató de la aproximación de Edward Brookenham, quien al cabo de unos instantes ya había entrado procedente de la otra habitación; y la energía del carácter femenino se manifestó súbitamente en la rauda señal que la duquesa le hizo a aquél—. Edward se lo confirmará a usted. —Edward ya estaba ante el semicírculo formado por ellos—. ¿Exigís, querido —lo interpeló—, que Nanda vuelva de su estancia con el señor Longdon?

Cabía confiar plenamente en que a su flemático modo Edward tendría conciencia de que el oráculo debe estar a la altura de la sacerdotisa:

—¿Que si «exigimos» a Nanda, Jane? A lo que no estamos dispuestos es a quedárnosla. —Como si supiera muy bien lo que hacía, Brookenham miró a su esposa sólo después de haber hablado.