VI

Cuando apareció el señor Brookenham, su esposa fue rauda:

—Ella vuelve ahora mismo para poder ver a Lord Petherton.

—¡Ah! —se limitó a decir él.

—Hay algo entre ellos dos.

—¡Ah! —repitió simplemente. Pero por parte de él habrían hecho falta muchas exclamaciones semejantes para que representaran algún ánimo de respuesta al modo de ver de cualquiera que no fuese su esposa.

—Ya antes había habido cosas —insistió ella—, pero yo no estaba segura. ¿No sabes que a veces servidora tiene un destello?

De Edward Brookenham, que a la hora de sentarse parecía hacer girar más goznes que la mayoría de los hombres, no podía decirse que tuviese pinta de saber aquello ni ninguna otra cosa. Poseía un indiferente semblante pálido, conformado y armonizado, incluso en cierta forma embellecido, por una dureza de líneas en la cual, insólitamente, no había ningún significado, ningún acento. Perfectamente afeitado, levemente calvo, con apagados ojos grises y una boca que daba la impresión de no moverse ágilmente, recordaba a un dibujo punteado obra de un maestro menor. Flaco y estirado, ítem más, y con un aire de tener aquí y allá en su persona uno o dos huesos más de lo debido, una o dos veces había sido, en bailes de disfraces, juzgado deslumbrante ataviado con un traje copiado de uno de los retratos ingleses de Holbein. Mas en cuanto le era imputada una característica como ésa hacía falta mucho tiempo para llegar a imputarle cualquier otra, mucho más tiempo de lo que aun su extrema sociabilidad, o el examen a que cualquiera hubiese sometido el problema, habían hecho posible hasta ahora. Si algo concreto había terminado por esperarse de él, tal vez fuese un compendio o una explicación de las cosas que siempre se había abstenido de decir, mas en él había algo que desde hacía mucho había aquietado cualquier anhelo y adormecido cualquier curiosidad. Nunca en su vida había contestado ninguna pregunta similar a la que acababa de plantearle su esposa y que ésta no le habría planteado de haberse temido una contestación. Tan soso y decente y aun distinguido parecía, cual si lo hubiesen creado adrede para embellecer un conjunto y hacer juego con alguna otra pieza, que su esposa, con su notable perspicacia, jamás lo habría interrogado seriamente sobre una cuestión general más de lo que habría hecho sonar, en procura de una tal respuesta, la campanilla del salón. Mas no por ello dejaba de considerárselo dotado de un gran sentido de las situaciones.

—¿Qué es lo que hay entre ellos dos? —demandó él.

—¿Qué es lo que hay entre cualquier mujer y el hombre cuyas simpatías procura ganarse?

—Caramba, a menudo puede no haber nada. Yo ni siquiera sabía que ella lo conociera especialmente —agregó Brookenham.

—Es precisamente lo que a ella le gustaría impedir que supiese nadie; y el hecho de que ella vaya a venir aquí para estar con él cuando ella sabe que yo sé que ella sabe, ¿te das cuenta?, que él va a presentarse aquí, es exactamente una de esas maniobras que son lo bastante sutiles para hacer desviarse del verdadero husmillo a una mujer que sólo tenga medio olfato. —Mientras hablaba, la señora Brookenham pareció dar fe, mediante el bonito modo soñador como hendió la nariz en el aire, de su propia tenencia de la totalidad de dicha cualidad—. Todavía no sé a punto fijo qué pensar, pero servidora nunca tarda mucho en caer en la cuenta de las cosas de esta clase.

—¿Supones que su proyecto es conseguir que él la despose? —preguntó Brookenham a su incoloro modo.

—¡Mi querido Edward! —se quejó por toda respuesta su esposa.

—Pero si ella puede verlo en otros lugares, ¿por qué habría de querer verlo aquí? —perseveró Edward con una voz ausente de entonación.

Entonación fue lo que ahora le sobró a la señora Brookenham:

—¿Quieres decir si ella puede verlo en la propia casa de él?

—Sin nata, por favor —dijo su marido—. ¿No tiene ella también una casa propia?

—Sí, pero saturadamente acaparada por Aggie y la señorita Merriman.

—¡Ah! —comentó Brookenham.

—Siempre ha habido algún hombre en su vida; siempre he sabido que lo había. Y actualmente ese hombre es Petherton —dijo su compañera.

—Pero ¿dónde está el atractivo?

—¿El de él? Caramba, innumerables mujeres podrían contestarte. Petherton tiene un historial envidiable.

—Pero yo quiero decir en la querida y vieja Jane.

—Pues me atrevería a decir que innumerables hombres podrían contestarte. Jane no es más vieja que cualquier otra. Y además posee grandes características.

—Oh, seguramente es estupenda —repuso Brookenham como si hubiese decaído su interés por el caso. Cabe sospechar que uno se aproximaba un poco a conocer su personalidad infiriendo que en un círculo de amistades tan populoso el hastío nunca rondaba muy lejos de él.

—Quiero decir que por ejemplo tiene una grandiosa idea del deber. ¡Jane opina que no tenemos solución!

—¿Solución?

—En lo que respecta a nuestras hijas, a nuestra vida familiar. Está endiabladamente irritada contra Tishy.

—¿Tishy? —Por un momento Brookenham pareció desorientado.

—Tishy Grendon… y contra su loca afición por Nanda.

—¿Siente una loca afición por Nanda?

—Estoy segura de que ya te conté que Nanda iba a pasar con ella la Semana Santa.

—Me parece que sí —se acordó Brookenham—, pero no mencionaste nada sobre una afición loca. Y ¿dónde está Harold? —continuó.

—Está en Brander. Es decir, estará allá a la hora de cenar. Acaba de marcharse.

—Y ¿cómo se las arregla para ir allí?

—Caramba, cogiendo el ferrocarril sudoeste. Enviarán un cochero a recogerlo en la estación.

Durante unos instantes Brookenham pareció contemplar esta declaración a la árida luz de la experiencia:

—Sólo enviarán un cochero si hay que recoger a otros invitados más.

—Pues claro que habrá otros invitados más: incontables. Cuantos más haya, mejor para Harold.

El padre de dicho joven guardó silencio un momento. Y observó:

—Posiblemente… si no se ponen muy altaneros.

—Oh —dijo la madre—, se pongan como se pongan, Harold sabe darles ciento y raya.

—También sabe comportarse como un borrico empedernido. A lo que me refería es a cómo ha conseguido que estén dispuestos a dejarlo entrar allá —explicó Brookenham.

—Canastos, igual que lo conseguiría cualquiera: habiendo sido invitado. Ella le escribió, semanas atrás.

Ante este hecho Brookenham se sintió discerniblemente impresionado, aun cuando no habría sido posible decir si su satisfacción excedía a su sorpresa:

—¿A Harold? Qué gentileza. —Dedicó otro instante a meditar, tras el cual prosiguió—: Si no envían un cochero, lo espera un paseo de ocho kilómetros en calesa… y el conductor no estará dispuesto a hacerlo gratis.

Enviarán un cochero… teniendo en cuenta la carta que ella le escribió.

—¿Eso ponía?

La melancólica mirada de la señora Brookenham semejó repasar, a distancia, aquella hoja:

—No me acuerdo… pero la carta era muy afectuosa.

De nuevo Brookenham reflexionó:

—A menudo eso no impide que a un hombre se lo admita por diez chelines.

En esta previsión hubo más lobreguez de lo que había anhelado causar su esposa.

—Y bien, mi querido Edward, ¿qué quieres que haga yo? En todos los asuntos de la vida, a mi entender, a un joven siempre se lo admite por diez chelines.

—Ah, pero no tendría por qué ser así; ahí es adónde quiero ir a parar. A su edad yo no necesitaba diez chelines.

La madre de Harold retomó su libro, y dijo:

—¡Tal vez tú no cosechabas tanto éxito! Quiero decir en lugares así.

—Es que yo no pedía prestado dinero para cosecharlo… como tengo la punzante sensación de que sí hace nuestro joven tunante.

La señora Brookenham vaciló:

—¿A quién quieres decir que pide prestado dinero? ¿A judíos?

Él la miró como si la desorientación de su esposa pudiera ser tomada en serio:

—No. Los judíos, sospecho, no son tan «afectuosos» con él, tal como tú dices, como las viejas damas. Es a Mitchy a quien le saca dinero.

—¡Ah! —dijo la señora Brookenham—. ¿Estás segurísimo? —demandó a renglón seguido.

Él se había incorporado y depositado su vacía taza sobre la mesa del té, paseando luego un poco por la habitación y mirando por la ventana, igual que su esposa media hora antes, hacia la monótona lluvia y la ahora más anochecida fealdad. En esta postura retomó, con una completa inconsciencia de estar fomentando la irritación, a un problema que podía suponerse que ya habían abandonado:

—¡Harold va a disfrutar de un recorrido encantador a cambio de su dinero! —Sin embargo su compañera no dijo nada, y enseguida él retomó su plática—: No, no estoy absolutamente seguro… de que haya sido a Mitchy a quien le ha sacado dinero. Si lo estuviese haría algo.

—¿Qué harías? —Ella preguntó esto como si le fuera imposible imaginárselo.

—Hablaría con él.

—¿Con Harold?

—No: eso podría ser contraproducente. —Con las manos en los bolsillos Brookenham paseó un poco de un lado para otro; luego, con total ocultamiento del proceso de transición, espetó—: ¿Adónde nos vamos a cenar esta noche?

—A ninguna parte, gracias a Dios. Hoy bendecimos nuestra propia mesa.

—Ah… ¿con esos individuos que me has dicho y con Jane?

—Ésos no vienen a cenar. Los que vienen a cenar son los Bagger y Mary Pinthorpe y… palabra de honor, no me acuerdo.

—Ya te acordarás cuando la interfecta se presente —sugirió Brookenham, que otra vez se había situado junto a la ventana.

—No es una interfecta: son dos o tres interfectos, me parece —replicó su esposa con su indiferente ansiedad—. Pero lo que no sé es qué hay de cenar —discurrió—; tal vez haya lo mismo que el día siguiente al Domingo de Resurrección. Sí, creo que es una cena idéntica —agregó tomando a posar los ojos sobre su libro.

—Bien, pues es un descanso cenar en casa. —Y Brookenham volvió el rostro—. ¿Te importaría averiguarlo? —preguntó con un efecto un tanto abrupto.

—¿Quieres decir quién viene a cenar?

—No, eso da igual. Me refiero a si Mitchy le ha dejado dinero.

—Sólo puedo averiguarlo preguntándoselo a Mitchy.

—Oh, preguntárselo es algo que igualmente podría hacer yo. —Parecía decepcionado ante la falta de recursos de su esposa.

—Y ¿no deseas hacerlo?

Él miró fríamente, desde junto al fuego, por encima de la hermosura de la inclinada cabeza castaña de su esposa:

—Sería tremendamente embarazoso que Mitchy respondiera que sí.

—Y ¿piensas que la pobre de mí puede hacerlo responder que no? —Ella planteó esta pregunta como si en realidad ello fuera también su misma idea, pero eran un matrimonio que podía, incluso a solas y a diferencia de los augures fuera del templo[10], considerar cosas así sin soltar la carcajada—. Si respondiese que sí —aventuró la señora Brookenham—, ¿me darías el dinero?

—¿El dinero?

—Para devolvérselo a Mitchy.

Ahora había alzado la mirada hacia su marido, pero él, dándose la vuelta, se abstuvo de encararla:

—Responderá que no.

—Pues bien, si todos responden que no —comentó ella de inmediato—, es un asunto bastante sencillo. ¡Sin duda yo no deseo que se ensañen con nosotros! Pero ésa es la ventaja —prosiguió, casi parloteando— de tener tantos amigos tan encantadores: no se ensañan[11].

De nuevo éste fue un comentario de un alcance que por lo visto la mente de Brookenham no fue capaz de abarcar en su totalidad; de suerte que, haciendo una imperceptible pausa en el paseo que acababa de reiniciar, él se limitó a preguntar:

—¿A quién te refieres con eso de «todos»?

—Caramba, si Harold le ha pedido dinero a Mitchy, seguramente se lo habrá pedido también a Van.

—¡Ah! —repuso Brookenham, como con un todavía mayor decaimiento del interés.

—Ellos no deberían prestarse a ello —declaró ella—; deberían informamos, y si no lo hacen les está bien empleado. —No obstante, ni siquiera esta observación logró suscitar una reacción en su marido, conque ella, tal como ya había contraído el hábito de hacerlo, filosóficamente se respondió a sí misma—: Pero yo supongo que si se prestan a ello no es a fin de iniciar un negocio de especulación.

Lo que Edward suponía resultó menos cristalino que nunca:

—Oh, Van no dispone de dinero para ir por ahí malgastándolo.

—Bueno, tan sólo me refiero a un soberano de vez en cuando.

—Pues bien —espetó Brookenham tras darse otra vez la vuelta—, creo que Van, ¿sabes?, es asunto tuyo.

—¡Todo ello parece ser asunto mío! —exclamó ella con un pequeño gemido demasiado patético para no tener un efecto cómico—. Y naturalmente lo será aún más como a Harold le dé por empezar a recurrir al señor Longdon.

—Debemos atajar eso a tiempo.

—¿Quieres decir previniendo al señor Longdon y solicitándole que nos informe de inmediato? Eso no será muy agradable —suspiró la señora Brookenham.

—Pues entonces espera y verás.

Ella sólo esperó un segundo: habríase dicho que ya veía.

—Quiero que el señor Longdon se porte bien con Harold —dijo—, y no puedo dejar de pensar que lo hará.

—Sí, pero me figuro que su idea de portarse bien con Harold será impedirle contraer deudas. Seguro que no es necesario preocuparse por el señor Longdon —añadió Brookenham—. Sabe cuidar de sí mismo.

—Parece habérselas arreglado de maravilla durante todos estos años —meditó su esposa—. Tal como lo vi en mi infancia lo veo ahora, y ahora veo que incluso entonces debí ver lo incurablemente enamorado que estaba de mamá. Es realmente encantador cuando habla de mamá —siguió la señora Brookenham.

—¡Ah! —contestó su marido.

Este tierno pasado la absorbió unos instantes:

—Ahora veo que yo debía de saber una barbaridad de cosas cuando era niña.

—¡Ah! —reiteró su compañero.

—Quiero que el señor Longdon se tome interés por nosotros. Especialmente por nuestros hijos. Tenemos que agradarle —continuó desarrollando su idea—. Será una especie de «justicia poética». Él mismo se da cuenta de las razones y no debemos malograrlo. —Por un momento les dio vueltas a todas las posibilidades, pero lo que éstas produjeron fue otro suave gemido—: El quid está en que no veo cómo puede agradarle Harold.

—En ese caso no le prestará dinero —dijo Brookenham.

Esta contingencia también la consideró ella:

—Me haces sentirme como si deseara que se lo prestase, lo cual es sumamente ignominioso. Y creo que en realidad tampoco le agrado yo —continuó.

—¡Ah! —exclamó una vez más su marido.

—Quiero decir que no le agrado en realidad. Él no tiene más remedio que intentar apreciarme. Pero dará lo mismo —comentó a continuación.

—¿Quieres decir que dará lo mismo que lo intente? —inquirió Brookenham.

—No: dará lo mismo que no lo logre. Se portará de la misma forma. —Lo vio todo con serenidad y penetración—: Por el recuerdo de mamá.

Su marido, asimismo, con su perfecta ecuanimidad, lo encaró de frente:

—¿Y también (por el recuerdo de tu madre) me apreciará a mi?

La señora Brookenham lo sopesó, y dijo:

—No, Edward. —Lo atalayó exhibiendo su más hermoso semblante—. No, a ti tampoco te apreciará en realidad. Pero dará lo mismo. —Esta vez lo hizo detenerse.

—¿Dará lo mismo si no le agradamos ni Harold ni tú ni yo? —Claramente, Brookenham sólo se sentía capaz de asimilar la premisa.

—Se mostrará lleno de consideración. ¡Será mérito de mamá! —exclamó la señora Brookenham—. Mamá, Edward —espetó con un destello de solemnidad—, mamá era maravillosa. Ha habido veces que he sentido que ella sigue aún con nosotros, pero el señor Longdon vuelve vivida esa sensación. Esté ella conmigo o no, en todo caso sí está con él, conque cuando él está conmigo, ya sabes…

—…¿viene a ser lo mismo? —preguntó inteligentemente su marido—. Entiendo. Y ¿cuándo fue la última vez que él estuvo contigo?

—No ha vuelto a estar conmigo desde la noche en que cenó aquí… pero eso fue sólo hace una semana. Pronto volverá: lo sé gracias a Van.

—Y ¿qué sabe Van?

—Huy, toda clase de cosas. Le ha tomado un cariño enorme.

—¿El anciano… a Van?

—Van al señor Longdon. Y también viceversa. El señor Longdon ha sido sumamente considerado con él.

Brookenham seguía moviéndose de acá para allá:

—Pues si Van le agrada y nosotros no, ¿de qué nos sirve eso?

—Lo comprenderías muy pronto si percibieras la devoción de Van.

—¡Oh, querida, vaya cosas esperas que perciba! —se quejó con ironía Edward Brookenham.

—Bah, da igual. Pero él es tan devoto de mí como el señor Longdon lo es de mamá.

Esta declaración produjo por parte de Brookenham una inhabitual visión de la comedia de las cosas:

—¡Toda begonia tiene su jardinero! —Pero quizá (lo cual resultó bastante notable) hubo todavía más imaginación en sus inmediatas palabras—: Y ¿qué tal anda de patrimonio?

—¿El señor Longdon? Oh, muy bien. Mamá no habría salido perdiendo. Y no es que a ella eso le importase. Nanda debe agradarle —concluyó la señora Brookenham.

Su compañero semejó estudiar la idea y luego asimilarla:

—Primero el señor Longdon tendrá que verla.

—¡Oh, ya lo creo que la verá! —aseveró la señora Brookenham—. De todos modos ya iba siendo hora de que Nanda asistiera a las tertulias.

—Ya era hora, bien lo sabes, en mi opinión, desde hace un año.

—Sí, sé bien tu opinión. Pero no era hora.

Ella había hablado con determinación, pero él pareció huraño a darle la razón:

—Tú misma reconocías que ya estaba preparada.

Ella ya estaba preparada, sí. Pero yo no. Ahora sí lo estoy —proclamó la señora Brookenham, con un tenue énfasis en el adverbio, mientras giraba la cabeza para atender a la apertura de la puerta y la aparición del mayordomo, cuyo anuncio («Lord Petherton y el señor Mitchett») inmediatamente habría podido parecerle a un observador el motivo de que en ella se hubiera verificado un cambio.