XII

—¿Es la conmoción del parecido de Nanda a su abuela? —le había preguntado Vanderbank al señor Longdon al reunirse con él en su aislamiento. Con la espalda vuelta, el anciano estaba mirando por la ventana, y cuando a guisa de respuesta le mostró el rostro había lágrimas en sus ojos. De hecho su respuesta estaba precisamente en estas lágrimas, cuyo significado inteligió Vanderbank de inmediato—: O sea que es un parecido aún mayor de lo que usted había advertido en la fotografía.

—Es la cosa más extraordinaria del mundo. Sé que es absurdo haberme alterado tanto —sonrió el señor Longdon a través de sus lágrimas—, pero si usted hubiese conocido a Lady Julia lo comprendería. Es ella de nuevo, tal como la conocí por primera vez, vuelta a la vida; y no sólo en los rasgos, la estatura, la tez, los ademanes, sino también en todas las señales y marcas corporales, en todas las miradas de los ojos, sobre todo (¡oh, hasta qué punto!) en el sonido, en el encanto de la voz. —Hablaba lenta y confidencialmente, pero con una intensidad que ahora lo aliviaba: no paraba de moverse en su acceso de emoción. Se desplazaba, en su nerviosismo, suavemente, como presa de un temor sacrosanto: como si, aunque a algunos pasos de distancia, se hallara en presencia de la mismísima difunta—: Toda ella es Lady Julia. No tiene ni una traza de su madre. Es algo único: una verdadera resurrección. No le veo trazas de su padre, tampoco: no le veo trazas de nadie más. ¿No se sienten todos maravillados ante ello? —siguió—. ¿Por qué no me lo dijo usted?

—¿Para prepararlo a usted un poco? —Vanderbank casi se sintió culpable—. Entiendo; me habría gustado poder hacerlo… aunque —agregó, risueño— de ese modo, poniéndolo sobre aviso, yo habría podido perderme lo que, si me permite decirlo, me parece uno de los homenajes más conmovedores que jamás he visto rendidos a una mujer. En realidad, sin embargo, ¿cómo podía yo saberlo? Yo nunca conocí a Lady Julia, y usted había recibido por adelantado toda la información de que yo disponía: el retrato (bastante malo, al gusto actual, lo reconozco) y las tres o cuatro fotografías que, junto a él, debió usted de ver en casa de la señora Brook. Estas imágenes debieron de resultar muy semejantes, para usted, a la fotografía que aquí tengo de la nieta. Por supuesto todos nos habíamos fijado en la similitud, pero hacían falta la extraordinaria memoria y la admirable sensibilidad de usted para conjugar todos los detalles.

El señor Longdon reflexionó un momento, pasándose su pañuelo por los ojos:

—Muy cierto, tiene usted razón. Esto es algo que va mucho más allá de cualquier identidad entre imágenes. Pero ¿por qué me dijo usted —añadió con mayor brusquedad— que Nanda no era hermosa?

—Acaba de privarme usted —dijo Vanderbank riendo— de la posibilidad de expresar educadamente mi asombro ante el hecho de que a usted sí se lo parezca. Pero yo no le dije, le ruego que lo recuerde, nada que restringiera ni un ápice mi agrado ante el curioso carácter del rostro de Nanda. Decididamente siempre he encontrado en él algo que evoca la tipología de la época en que debe usted estar pensando. Es un rostro que no tiene nada de contemporáneo. Es un rostro pintado por Sir Thomas Lawrence…

—¡Es un rostro pintado por Gainsborough! —repuso con brío el señor Longdon—. La mismísima Lady Julia rediviva.

Claramente, Vanderbank se sentía tan conmovido como divertido:

—¡Digamos de una vez por todas que es un rostro pintado por Rafael!

Inmediatamente la mano de su viejo amigo se posó sobre su brazo:

—Es exactamente lo que con frecuencia yo me decía pensando en el de Lady Julia.

—La frente está una pizca demasiado elevada —dijo Vanderbank.

—Pero es justamente ese exceso lo que, junto con los exquisitos ojos y la peculiar disposición alrededor de ella del pelo rubio, constituye la gracia personal, constituye la hermosura de la evocadora.

Desasido por el enamorado de Lady Julia, a su vez el joven asió a éste a fin de alentar la confianza:

—Es un rostro que debería tener aquellos largos tirabuzones de 1830[13]. Debería tener el resto del atavío personal: el abrigo de pieles, la forma del gorro, el vestido de muselina con adornos en forma de ramitas y las sandalias de cordones cruzados. Habría debido venir montada en un tílburi verde claro y debería ser una lectora de la Radcliffe. ¡Y todo para completar el Rafael!

El señor Longdon, que, aliviado por la exposición de sus sentimientos, había comenzado a sobreponerse, miró intensamente a su compañero unos momentos:

—¡Cuánto la ha observado usted!

Vanderbank encaró aquello sin turbación:

—¿Es que hay alguien a quien yo no haya observado? ¿Le agrada Nanda? —preguntó entonces de un modo extraño y abrupto.

El anciano volvió a alejarse:

—¿Cómo puedo decirlo… ante tamañas disparidades?

—Los modales deben de ser diferentes —insinuó Vanderbank—. Y las cosas que Nanda dice.

Otra vez volvió a colocarse frente a él su visitante:

—No sé cómo tomármelo. Son cosas que no armonizan con el resto de ella. Lady Julia —dijo el señor Longdon— era más bien tímida.

Con eso también podía concordar su anfitrión:

—Debía de serlo. Y Nanda (oh, desde luego) no da esa impresión.

—Da la impresión contraria. ¡Y Lady Julia era alegre! —añadió, con una seriedad que hizo sonreír a Vanderbank.

—También me hago cargo. Nanda no hace chistes. Y sin embargo —prosiguió Vanderbank con su modélica sinceridad— no deberíamos hablar de ella, ¿no cree?, como si fuese descarada y sombría.

El señor Longdon lo atalayó:

—¿Cree usted que es una muchacha triste?

Habían mantenido muy bajo el nivel de voz y habrían podido, con las cabezas muy juntas, estar conferenciando cual los participantes a quienes «les toca» en algún juego mientras la pareja permanecía en la habitación vecina.

—Sí. Una muchacha triste. —Pero Vanderbank suspendió la charla—: Ahora mismo la hago venir. —Así fue como había retomado a por ella.

Al reunirse con el señor Longdon, Nanda fue derecha al grano:

—Él dice que es algo precioso lo que usted siente al verme… si eso es lo que él quiere decir. —De nuevo el anciano no habló nada al principio: se limitó a sonreírle, pero ahora de un modo menos raro, y luego pareció mirar en derredor buscando algún sitio donde ella pudiera sentarse próxima a él. También en esta habitación había un sofá, sobre el cual, percatándose, raudamente ella se dejó caer, de tal manera que enseguida se encontraron cercanos, sentados un poco oblicuamente y cara a cara. Posiblemente ella había dejado ver que suponía que él desearía cogerle la mano, pero él se abstuvo de tocarla, limitándose a dejarla percibir toda la gentileza de los ancianos ojos y la larga visión retrospectiva de los mismos. Evidentemente estas cosas las percibió ella bien pronto; prosiguió antes de que él hubiera hablado—: Sé lo bien que conocía usted a mi abuela. Mamá me lo ha contado, y me alegra mucho. Me dijo que le dijese que quiere que usted me lo cuente. —Ante esto, habríase dicho que, sobre el semblante del anciano, descendió una leve sombra; mas ¿había alguien presente para observar si la muchacha se daba cuenta? De cualquier modo ello no impidió que ella completara su declaración—: Ésa es la razón de que, hoy, mamá desease que yo viniera sola. Mamá deseaba que usted me tuviera, como dijo ella misma, toda para usted.

No, decididamente, ella no era tímida; esa muda reflexión flotó en el aire unos instantes.

—Sin duda, es la mejor forma. Se lo agradezco muchísimo. Fui a visitarla, tras tener el honor de cenar en vuestra casa… fui a visitarla, creo, tres veces —prosiguió él, con un repentino cambio de tema—; pero las tres veces tuve el infortunio de no hallarla en casa.

Ella seguía mirándolo con su cruda rotundidad adolescente, y dijo:

—Yo no sabía eso. Mamá afirma permanecer en su propia casa más que casi cualquier otra persona. Lo hace a propósito: sabe lo que para la gente significa —insistió Nanda, con su absoluta seriedad— la decepción de no hallarla.

—Oh, aún la hallaré —dijo el señor Longdon—. Y entonces espero hallarte también a ti.

Ella semejó ponderar formalmente aquella posibilidad y finalmente encontrarla atractiva:

—Seguro que me hallará a partir de ahora, pues a partir de ahora bajaré de mi habitación.

Su compañero pestañeó:

—¿Al salón, quieres decir… en todas las ocasiones?

Eso era exactamente lo que ella quena decir:

—En todas. Conoceré a todas las personas que acuden. Para mí será algo grande. Quiero escuchar todas las conversaciones. El señor Mitchett dice que debo hacerlo: que eso ayuda a formar las mentes jóvenes. Yo esperaba, por esa razón —continuó con el desparpajo que volvía casi violenta su franqueza—, yo esperaba que hoy vendrían aquí más personas.

—¡Yo me alegro de que no lo hayan hecho! —espetó de un modo parejamente claro el anciano—. Amablemente el señor Vanderbank arregló así el asunto para mí. Lo conocí durante una cena, en casa de tu madre, hace tres semanas, y aquella noche me llevó aquí, donde, dado que teníamos visiones tan contrapuestas de ti, nos tomamos la libertad de discutirte de pies a cabeza. Ello tuvo el efecto, como es natural, de hacerme desear volver sobre el tema de tu persona… sólo que esto parecía dificultoso sin contar con alguna información suplementaria. Y eso fue lo que él tuvo la bondad de ofrecerme; dijo —y el señor Longdon recuperó su buen humor para repetir las palabras—: «¡Diablos, haré venir aquí a todo el grupo por usted!».

—Entiendo; él sabía que los del grupo vendríamos. —Entonces rectificó—: Pero en realidad no hemos venido, ¿verdad?

—Oh, está bien así, está bien así. Para mí es brillante la ocasión y grande la concurrencia. He disfrutado de una charla tal con esos jóvenes…

—Entiendo. —De nuevo ella fue rauda, pero a él habría podido parecerle una persona más literal que cualquier otra persona joven con quien alguna vez se hubiese cruzado—: Usted no está acostumbrado a una charla así. Yo tampoco. Es realmente espléndida, ¿verdad? Se los considera endiabladamente inteligentes al señor Van y al señor Mitchy. ¿Le agradan? —acució.

El señor Longdon, quien, comparado con ella, habría podido parecerle diabólicamente sutil a un espectador, se tomó un instante para reflexionar.

—Hasta hoy no había conocido al señor Mitchett —dijo.

—Vaya, él siempre cree no agradarme —explicó Nanda—. Pero sí me agrada. ¡Qué remedio! —añadió.

Su compañero hizo otra pausa; por último dijo:

—A él le agradas .

¡Oh, el señor Longdon no habría tenido por qué titubear!

—Ya lo sé. Él mismo se lo ha contado a mamá. Se lo ha contado a cantidad de gente.

—Incluso te lo ha contado a ti —sonrió el señor Longdon.

—Sí… pero no es lo mismo. No creo que el señor Mitchy tenga nada de espeluznante —prosiguió. De todos modos, ella tenía una más apremiante preocupación—: ¿A usted le agrada el señor Van?

Esta vez su interlocutor hizo una tregua de veras larga; finalmente respondió:

—No sabría decir. Me deslumbra.

—Pero ¿a usted no le gusta eso? —Entonces, antes de que él pudiera responder nada, inquirió—: ¿Teme que el señor Van sea una persona engañosa?

Ante esto él se rió francamente:

—¡No te andas con rodeos! —Ella se sonrojó por haberle hecho tanta gracia, pero enseguida él continuó—: Creo que uno experimenta una natural desconfianza cuando se siente arrebatado en volandas. Me temo que siempre me ha gustado demasiado saber adónde voy.

—Y, con él, ¿no lo sabe? —Ella hablaba con su vivo interés inquieto. —Comprendo. Pero creo que a mí sí me gusta ser deslumbrada.

—Ah, es que tú tienes tiempo por delante: siempre puedes corregir tu rumbo; dispones de un margen para accidentes, para padecer decepciones y superarlas; puedes tomar juntas las cosas buenas y las malas. Pero a mí sólo me resta una última oportunidad.

—Y no quiere cometer errores. Entiendo.

—Vaya, soy muy vulnerable.

—Ah, también yo —dijo Nanda—. Le aseguro que pese a lo que me dice no quiero cometer errores tampoco. Ya he visto muchísimos… aunque usted ni lo sospeche —siguió—; sé muy bien lo que pueden ser. ¿Le agrado yo? —espetó. Pero incluso en este respecto le ahorró turbaciones al señor Longdon; a ella una mirada pareció bastarle—: ¿Cómo podría usted, naturalmente, decirlo todavía… si no puede decirlo respecto del señor Van? Quiero decir, teniendo en cuenta que a él sí que ya lo ha tratado mucho. Cuando hace un momento él me preguntó si usted me agradaba, le respondí que era demasiado pronto. Pero ya no; ya ve usted que el asunto va rápido. Usted sí me agrada. —Ella no le dio tiempo para reaccionar ante este homenaje, sino que, como si hubiese sido algo lógico y normal, enseguida lo puso a prueba con otra pregunta—: ¿Sabría usted decir si le agrada mamá?

Ahora él pudo encarar aquello con bastante facilidad:

—Hay inmensas razones para que me agrade.

—Sí: las sé, como ya he dicho; mamá me lo ha contado. —Pero lo que ella hubo de decirle volvió a sumirlo en estupefacción—: ¿Es que son las razones lo que determina sus afectos? ¡No creo que mamá le agrade! —exclamó—. Ella no lo cree —completó.

Finalmente el rostro del anciano, entre desconcertado y confortado, mostró en aún mayor medida algo de gran exquisitez en el efecto que ella le causaba:

—¡Vaya misterios en que os adentráis los del grupo!

—Desde luego que sí: es lo que todo el mundo dice de nosotros. Hablamos de todo y de todos: siempre estamos hablando los unos de los otros. Creo que debemos de ser bastante célebres a causa de ello, y es una especie de vicio (¿verdad?) que resulta contagioso. Pero ¿no le parece que se trata de una charla de una especie sumamente interesante? Mamá dice que carecemos de cualquier prejuicio. Usted tiene, probablemente, muchísimos… y muy hermosos; así que quizá yo no debería contarle todo esto. Pero usted terminaría enterándose por su cuenta.

—Sí; soy algo lento de entendederas, pero generalmente termino enterándome de las cosas. Y ciertamente tengo, gracias al cielo —dijo el señor Longdon—, bastantes prejuicios.

—Entonces espero que me cuente algunos —repuso Nanda en un tono obviamente denotador de lo mucho que él le resultaba grato.

—Ah, debes hacer lo mismo que yo: debes enterarte por tu cuenta. Es realmente prodigioso tu parecido a tu abuela —añadió a renglón seguido.

—De eso quiero que me hable: de sus recuerdos sobre ella y sus maravillosos sentimientos hacia ella. Mamá me ha contado algunas cosas, pero que yo las escuche directamente de usted es precisamente lo que asimismo ella desea. Mi abuela debió de ser endiabladamente cautivadora —siguió divagando la muchacha— y, sea como fuere, no me veo a mí misma como la misma clase de persona.

—Oh, yo no digo que seas en absoluto la misma clase de persona: lo único a que aludo —replicó el señor Longdon— es el milagro de la herencia física. Nada podría parecerse menos a ella que tus modales y tu conversación.

Nanda lo miró con toda su franqueza:

—No son igual de buenos, pensará usted.

Él hizo una pausa momentánea, pero fue tan franco como ella:

—Entre ella y tú media un abismo… y no sólo temporal. Personalmente, ¿sabes?, respiras un aire distinto.

Ella reflexionó; asimiló todo aquello.

—Ya —dijo—. Y usted respira el mismo: el mismo viejo aire, quiero decir, que mi abuela.

—El mismo viejo aire —sonrió el señor Longdon—, tanto como ello es posible. Algún día te hablaré más sobre lo que tanto te interesa. Me siento incapaz de ponerme a hacerlo ahora.

—¿Porque lo he hecho sentirse tan indispuesto? —preguntó Nanda sin tapujos.

—Es una de las razones.

—Creo que adivino otra también —observó ella tras un instante—. Usted no está seguro de hasta qué punto seré capaz de entender. Pero entenderé —siguió— más, tal vez, de lo que se figura. De hecho —dijo solemnemente—, prometo entender. Tengo algo de imaginación. ¿La tenía mi abuela? —preguntó. No es que fueran extraordinariamente veloces sus pensamientos, pero ya se había adelantado a él—: Ya he sentido curiosidad sobre ello otras veces, porque le planteé la misma pregunta a mamá.

—Y ¿qué contestó tu madre?

—«¿Imaginación mi querida mamaíta? ¡Ni pizca!».

El anciano exhibió un leve sonrojo:

—O sea que, para compensarlo, tu madre tiene una buena cantidad.

La muchacha lo atalayó, ante esto, con una atención más incisiva.

—A usted no le gusta que mamá haya dicho eso —insinuó.

Se hizo más vivo el rubor del anciano, aunque una sonrisa levemente forzada hizo lo que pudo por atemperarlo:

—Elija mía, en lo que se refiere a la difunta amiga de quien estoy hablándote, se me da una higa de cualquier opinión que no sea la mía propia.

—¿Incluso de la de la hija?

—Incluso de la de la hija. —El señor Longdon no había alzado la voz, pero resonó tan recio como una campana.

Admirada ante ello, casi por primera vez Nanda ensayó una sonrisa:

—¡Usted se comporta como si mi abuela fuera casi propiedad exclusiva de usted!

—Oh, casi.

—¡Canastos, eso es fabuloso!

—Me alegra que te complazca —repuso él deferentemente.

Aquella misma deferencia la paralizó. Finalmente ella volvió a hablar con vehemencia:

—Dispense que le hable así, pero estoy segura de que sabe a qué me refiero. No debe pensar que mamá no desea también escuchar lo que usted diga.

—¿Sobre Lady Julia? —Educadamente, pero con gran taxatividad, hizo un ademán negativo con la cabeza—: Tu madre jamás escuchará lo que yo diga.

Nanda pareció sorprenderse un instante, y otra vez ello la tornó por completo grave:

—¿Todo será para mi?

—Todo lo que me parezca oportuno sacar a la luz, hija mía.

—Ah, ya se lo extraeré yo todo —replicó ella sin vacilar. Aquella mezcolanza, en la personalidad de la muchacha, de despreocupada vulgaridad y de la vividez evocativa de algo —lo que quiera que ello fuese— diametralmente opuesto, la pequeña inquietud de este no enteramente desagradable contraste, continuó ocupando la conciencia masculina más perceptiblemente que cualquier otra cosa. En los ágiles ojos castaños del anciano se traslucía inequívocamente que de manera alternada ella lo cautivaba y lo descorazonaba, pero también que lo que la mirada de dichos ojos principiaba a discernir cada vez más era que por debajo de la tiesura de ella había una emoción temblorosa. El atisbo que él tenía de esto había ido creciendo; el atisbo que él tenía de esto se impuso triunfalmente cuando de súbito, tras aquella última declaración, ella espetó con un tono radicalmente igual pero con un efecto radicalmente distinto—: ¡Me alegro de parecerme a cualquiera cuyo recuerdo lo haga sentirse tan dichoso! Usted es una buena persona —prosiguió—; ya puedo ver hasta qué punto voy a opinar así. —Ella lo miró fijamente con lágrimas en los ojos, ante la vista de las cuales rebrotaron las de él, de tal forma que por un momento ambos permanecieron así, sentados cerca el uno del otro.

—¡Mi querida muchacha! —musitó él con sencillez finalmente. Pero ahora sí puso su mano sobre la de ella, e inmediatamente ella se la asió.

—Ya se acostumbrará usted a mí —dijo Nanda haciendo gala de la misma gentileza que había tratado de expresar con la reacción de su propia mano—; y con usted voy a ser tan delicada que… ¡bueno, ya verá! —Ella se interrumpió con un nudo en la garganta, y al siguiente instante se dio la vuelta: había alguien en el umbral. Aún no completamente serenado, Vanderbank había vuelto para dedicarles una sonrisa. Desasiéndose del señor Longdon, ella se incorporó inmediatamente para recibirlo—: Tenías razón, señor Van. ¡Es algo precioso, precioso, precioso!