XXVI

Había quedado convenido que él iba a despedirse a la mañana siguiente mientras que Vanderbank se quedaría otro día más. Para la cena de este domingo el señor Longdon había invitado a tres o cuatro de sus vecinos a fin de que «conocieran» a los dos caballeros de la capital, de tal forma que no fue hasta que se hubieron marchado los convidados, o en otras palabras hasta casi la hora de acostarse, cuando nuestros cuatro amigos pudieron volver a sentir, como en confianza, esa familiaridad de relación mutua que constituye el tema de nuestra pintura. Ello no impidió, sin embargo, que Nanda desapareciera escaleras arriba tan pronto como hubieron dicho adiós el médico y su mujer, y a decir verdad la forma como en cuanto sonaron las once el señor Longdon cumplió su ritual de asir una determinada palmatoria constituyó una expresión no menos clara de albergar una intención pareja. En él nada resultaba más afable que el contraste entre la rigurosidad de sus propias costumbres y su generosa tolerancia hacia las costumbres ajenas. En lo tocante a aquéllas deploraba, por lo visto, casi cualquier rasgo de similitud, y nadie había osado jamás averiguar cómo se habría tomado un indicio de imitación.

—El modo de lisonjearlo —dijo de improviso Mitchy cinco minutos después— no es hacerlo pensar que te pareces a él, sino dejarlo ver lo diferente que te das cuenta de que él puede tolerar considerarte. Quiero decir naturalmente sin llegar a odiarte.

—Pero ¿qué más te da a ti —preguntó Vanderbank— el modo de lisonjearlo?

—¡Mi querido amigo, más que tú, yo no he pasado aquí todo el día sin extraer conclusiones sobre el crédito que el señor Longdon ha abierto a tu favor!…

—¿Te refieres a la suma que va a conferir?

—Está en tus manos —dijo Mitchy— hacerla ascender hasta cuanto se te antoje.

—¿Eso quiere decir que el señor Longdon… nada en la abundancia?

Mitchy estaba de pie en la estancia en que su anfitrión los había abandonado y ante esta pregunta no tuvo al principio otra reacción que un expresivo gesto con los hombros referido a todo cuanto había en el aposento:

—¡Mira, juzga, adivina, siente!

Pero fue como si Vanderbank, junto al fuego, restringiese voluntariamente su atención:

—¡Oh, ese punto me importa un ardite!

Este episodio tenía lugar en la biblioteca y era consecuencia de que ellos hubieran confesado, cuando su mutuo amigo los había mirado con el candil en la mano, que una breve vigilia tranquila y un paquete de cigarrillos remacharían mejor que cualquier otra cosa la hermosa impresión de aquel día. En aquel momento Mitchy habría podido, juzgando a partir de la mirada que les dedicó el señor Longdon y cuyo secreto fue malogrado por la inconsciente luz del candil, encontrar base para una medición de las casi extremadas concesiones que el anciano les exigía que le exigiesen. La única condición que les fue impuesta fue no olvidarse de dejar cerrada la ventana más grande y apagada la lámpara de la biblioteca. Quizá se habrían sentido realmente divertidos si se hubiesen fijado mínimamente en la abierta puerta que, aparte aquello, se proponía dar fe de la concepción que el anfitrión tenía de aquellos que no se comportaban, a altas horas de la madrugada, igual que se comportaba él. Lo cierto es que, merced a su retirada, él los había dejado allí —y de manera harto apreciable— con cierto número de compañías nocturnas. Si una de estas presencias era el aire de misterio que él mismo había infundido, el continente de nuestros jóvenes exteriorizó una debida preparación para las otras. Mitchy, al oír lo poco que a Vanderbank «le importaba ese punto», se limitó a persistir un rato más en ese incesante dar vueltas a que había consagrado gran parte de su jornada, al cual lo abocaba raudamente cualquier premonición de inmediatas revelaciones y que, de no estar matizado por una discreción infinita, habría podido crispar los nervios de aquellos en quienes la excitación adoptaba manifestaciones menos rotatorias. Permaneció callado lo suficiente como para insinuar que se sentía temeroso de que casi cualquier cosa que dijese pareciera demasiado alusiva; hasta que por fin asumió el riesgo como tantas otras veces:

—¡Qué antiguo edificio tan acogedor!

—De veras lo es —se limitó a decir Van; pero su acomodación sobre la voluminosa silla que acercó a la ventana abierta constituyó en sí misma casi una opinión. Era calurosa la noche de agosto y fresco y fragante el aire que se colaba. Vanderbank fumó con el rostro vuelto hacia el oscuro jardín y las tenues estrellas; al cabo de algunos momentos de lo cual echó un vistazo a su entorno más próximo—: ¿No te parece que el ambiente aquí dentro es más bien sofocante por culpa de esa enorme lámpara? Podemos apagarla, ya que están encendidas esas velas encima de la chimenea.

—¿Así? —Ni corto ni perezoso el servicial Mitchy complugo a su compañero y con igual prontitud percibió el efecto de la disminución lumínica sobre las características de la habitación, efecto que él loó cual si la intensidad de las tinieblas resultantes hubiese sido lo que exclusivamente había anhelado dicho compañero. Una vez más él habría podido hacer que Vanderbank reparase en que un hombre sensible a tantísimas cosas distintas nunca podría sentirse realmente incómodo, aunque lo cierto es que enseguida aquel personaje demostró estar ocupado con otro pensamiento:

—Creo que es mi deber informarte que le he contado al señor Longdon que ahora estáis al corriente tanto tú como la señora Brook. Se lo conté esta tarde durante nuestro retorno de la iglesia: no se lo había contado antes. Me propuso desviamos un poco para enseñarme nuevos aspectos del lugar y eso me facilitó la ocasión. Pero no se ha enfadado —prosiguió Vanderbank—. Lo único es que me parece que quizá ello lo anime a hablarte, conque es preferible que estés enterado de que está enterado. Pero me dijo que Nanda no está al corriente en absoluto.

Mitchy asimiló esto con una atención que denotó haber ya advertido cuánto se veía favorecida la charla gracias a la menos acalorante oscuridad:

—Y ¿eso es todo lo que pasó entre vosotros dos?

—Sí, prácticamente… excepto, como es natural, que lo hice comprender, me parece, cómo había sucedido eso de que yo no hubiera mantenido una estricta reserva.

—Oh, pero la has mantenido (¿es que él no ha acabado de darse cuenta?), o tal vez incluso has hecho algo mejor, ya que tienes dos tan excelentes personas que la mantienen por ti. ¿Es que le resulta difícil de creer que apoyamos tus aspiraciones?

Durante un rato Vanderbank pareció dejar sin contestar esta pregunta; perseveró en mirar fijamente hacia el jardín mientras fumaba y balanceaba la larga pierna que había colocado sobre el brazo de su silla. Cuando al fin habló, empero, fue con cierto énfasis, quizá incluso con cierta vulgaridad:

—¡Oh, memeces!

Mitchy se cernió pero sin detenerse:

—¿Quieres decir que no puede darse cuenta?

—Quiero decir que no es cierto lo que aseguras. No me hago ilusiones respecto de vosotros. Sé perfectamente cómo os sentís afectados, aunque desde luego me fío absolutamente de vosotros.

Mitchy guardó un breve silencio.

—¿Te fías de que no contaremos nada? —preguntó.

—De que no le contaréis nada a la propia Nanda… aunque naturalmente si les dijeseis algo a otros —continuó Vanderbank—, inmediatamente se precipitarían a revelárselo a Nanda.

—Yo no le he contado nada a nadie —dijo Mitchy.

—Estoy seguro de ello. Y tampoco la señora Brook.

—Me alegra que asimismo estés seguro de eso —repuso Mitchy—, pues ello no es sino hacerle justicia a la señora Brook.

—Oh, estoy totalmente tranquilo en cuanto a ella —dijo Vanderbank.

—¿Y sin interrogarla?

—Por completo.

—Y ¿estás igualmente tranquilo, sin interrogarme, en cuanto a que yo no te he traicionado? —Tras lo cual, mientras que, como a fin de dejar que esta pregunta patentizara sola su propia absurdidad, Vanderbank no dijo nada, su amigo siguió—: Debo decirte que hoy mismo estuve cerquísima de hacerlo.

—¿Por qué debes decírmelo? No me preocupan tus «estar cerquísima», y espero que no supondrás que me dedico a vigilarte o sondearte. La señora Brook habrá estado cerquísima —continuó Vanderbank como para despejar la cuestión—; pero tampoco ella lo habrá hecho. Se habrá sentido inequívocamente tentada…

—…¿pero no habrá cedido? —atajó Mitchy—. Exacto; helo ahí. Yo me sentí inequívocamente tentado pero no cedí. Creo que tu certidumbre sobre la señora Brook —agregó— demuestra que la conoces bien. Ella es incapaz de nada deliberadamente odioso.

—Huy, de nada odioso en modo alguno —dijo Vanderbank meditabunda y suavemente.

—Sí; en términos generales uno sabe lo que ella no hará. —Tras lo cual Mitchy deambuló y reflexionó durante un rato—. Pero pese a la afirmación que te ha hecho el señor Longdon (o quizá precisamente a causa de que tú la has aceptado), creo que es mi deber informarte que estoy persuadido de que Nanda sí está al corriente de la oferta que él te ha hecho. Quiero decir que Nanda la ha adivinado.

—¡No me digas! —exclamó Vanderbank.

—De hecho hay aún más cosas —prosiguió su compañero— que me parece que me gustaría informarte.

—¡No me digas! —se limitó a repetir Vanderbank en un principio. Pero pasado un instante dijo—: Mi querido amigo, cuán agradecido me siento.

—De lo que hablo es de algo que de todas formas yo te habría revelado, y habría buscado otra ocasión si no se nos hubiese presentado ésta. —Mitchy habló como si las últimas palabras de su amigo hubiesen carecido de relevancia, y prosiguió mientras Vanderbank se incorporaba y, desplazándose sin ningún propósito definido, se llegaba hasta la chimenea colocándose de espaldas a ella—. Mi única vacilación habría estado motivada porque así voy a ocasionar que ahondemos en ciertas cosas de un modo que, cara a cara (dado el carácter privado de dichas cosas), yo diría que no hace feliz a la mayoría de los hombres. Pero si a ti no te molesta…

—Claro que no me molesta. De hecho, tal como ya te he declarado, te profeso un gran agradecimiento. —Con los hombros apoyados en la elevada repisa de la chimenea, Vanderbank pronunció estas palabras sin mirarlo directamente; fumó y volvió a fumar, luego contempló la encendida punta de su cigarrillo—. ¿Jurarías que Nanda está al corriente? —inquirió.

—Bueno, tal es mi impresión.

—Huy, cualquier impresión tuya (de esa especie) seguramente está en lo cierto. Si piensas que debo prestarle atención a ello, quedo auténticamente agradecido. ¿Era eso… er… lo que deseabas revelarme? —requirió Vanderbank con un leve titubeo.

Mitchy, contemplando al otro más de lo que el otro contemplaba a Mitchy, ejecutó con la cabeza un benevolente ademán resuelto:

—No.

Con la mirada concentrada en sus propias bocanadas de humo, Vanderbank pareció maravillarse:

—¿Lo que deseabas revelarme es… otra cosa?

—Otra cosa.

—¡No me digas! —exclamó Vanderbank por tercera vez.

La exclamación había sido imprecisa, pero el movimiento que la siguió fue preciso: echando a andar, el joven volvió a encontrarse junto a la silla de la cual se levantara y volvió a tomar posesión de ella a guisa de señal de ponerse a disposición de su amigo. Dicho amigo, empero, no sólo hizo una tregua sino que además disparó finalmente hacia un problema que podía suponerse que ya habían abandonado:

—Se me antoja extraño que el señor Longdon se figure (con lo prodigiosamente agudo que es) que Nanda no la ha adivinado. Jamás me había imaginado que él podría convivir aquí con ella en semejante intimidad (viéndola todos los días y prácticamente todo el día) y llamarse a semejante engaño.

Nuevamente apoltronado cuán largo era, Vanderbank le dio vueltas a aquello:

—Y sin embargo estoy plenamente convencido de que no eres tú quien se ha llamado a engaño.

Mitchy exhibió una inédita serenidad asertiva:

—Pues claro que no soy yo.

—Tal vez entonces —se le ocurrió a Vanderbank— es que en realidad no se lo cree ni él mismo.

—¿Y sólo lo afirma para ahorrarte inquietudes?

—Para que servidor pueda (de una manera perfectamente sincera consigo mismo) conservar la cabeza, como si dijéramos, y tomar su decisión atendiendo únicamente a su propio criterio.

—¿Es que todavía tienes que tomar tu decisión?

Van se demoró cierto rato en contestar.

—Todavía tengo que tomar mi decisión. —Ante esto Mitchy tomó, en la confidencial penumbra, a convertirse en un elemento lentamente resolutivo y vagamente agitado, de tal forma que su amigo continuó—: ¿Tu propósito es contribuir muy generosa y admirablemente a que la tome de una vez mediante el procedimiento de hacerme saber…?

—…¿que definitivamente renuncio —completó sus palabras Mitchy— a cualquier pretensión y a cualquier esperanza? Vaya, estoy dispuesto a demostrártelo. He empeñado mi palabra de que voy a solicitar en otra parte.

Vanderbank modificó su postura para encararlo más directamente:

—¿Vas a solicitar a la duquesa la mano de su sobrina?

—Está prácticamente decidido.

—Pero ¿desde cuándo?

Mitchy apenas titubeó:

—Desde esta tarde.

—Ah, en ese caso no está decidido con la propia duquesa.

—Con Nanda… de quien tan encantadoramente, como no lo habrás olvidado, ha sido el plan desde un principio.

Vanderbank demostró que el no haberlo olvidado en absoluto no era óbice para sentirse momentáneamente desconcertado:

—Pero, mi querido amigo, ¿qué está en condiciones de «decidir». Nanda?

—Mi sino —dijo Mitchy, deteniéndose notoriamente ante su compañero.

Ahora Vanderbank permaneció sentado unos instantes con la vista alzada, percibiendo la indefinición del raro semblante de su amigo.

—¡Los dos estáis fuera del alcance de mis entendederas! —exclamó por último—. No veo lo que sales ganando tú en concreto.

—Yo tampoco lo veía hasta que ella me ayudó a discernirlo. Entonces uno aprende a contemplar, en semejante coyuntura, por su cuenta. Y puesto que es ganancia todo lo que no es pérdida, no había nada que yo pudiera salir perdiendo. Ello —completó la explicación Mitchy— me aparta.

—Te aparta ¿de qué?

Esto, tal como Mitchy lo puso abiertamente de manifiesto, era más difícil de formular, pero al cabo logró expresarlo:

—Pues de parecer sugerirte que mi existencia, en un prolongado estado de soltería, pueda llegar a significar para ella una alternativa real.

—Pero una alternativa ¿a qué?

—¡Caray, pues a ser tu esposa, mecachis! —Tras estas palabras Mitchy volvió a ponerse a deambular, y su compañero, en presencia de aquellos renovados giros penumbrosos, se quedó sentado un minuto sin decir ni pío. Lo cierto es que antes de que Van pudiera resolverse a hablar, el otro ya había vuelto a ponérsele enfrente—: Disculpa mi vehemencia, pero naturalmente tú entiendes muy bien.

—No estoy fingiendo en modo alguno —dijo Vanderbank—, si bien un hombre debe entender. De lo que sí me hago cargo es de que me demuestras (con el hecho de que en todo caso hayas quedado así alejado de ella) que de cualquier manera no tendré, si dudo en «aceptar el pacto», ningún pretexto para decirme a mí mismo que puedo privarla…

—Sí, precisamente —asintió ahora educadamente Mitchy—:…de algo, bajo la forma de un hombre con mi cantidad de dinero, que ella pueda terminar lamentando haber perdido. Mi cantidad de dinero, ¿es que no te das cuenta? —agregó con extremada llaneza—, no significa nada para ella.

—Y tú deseas que quede convencido de que (por si acaso alguna vez me ha asaltado algún escrúpulo) ella ha tenido su oportunidad y la ha desdeñado.

—Por completo —sonrió Mitchy.

—Porque —pensativamente, con ayuda de su cigarrillo, Vanderbank ató los cabos sueltos— posiblemente ello me haga avenirme.

—¡Posiblemente! —exclamó riendo Mitchy. Permaneció inmóvil un momento más, casi como para ver desarrollarse ante sus ojos dicha posibilidad, e incluso se sobresaltó ante la siguiente emisión de voz de su amigo. Lo que de hecho espetó Vanderbank, empero, sólo consiguió hacerlo ponerse en movimiento:

—¿Tantísimo aprecias a la pequeña Aggie?

—Vaya —dijo Mitchy—, Nanda la aprecia. Y yo aprecio a Nanda.

—Eres absolutamente asombroso —reflexionó Vanderbank. Enseguida esta reflexión tuvo el efecto de hacerlo ponerse en pie; a decir verdad la meditación hizo presa de él después de que se hubiera erguido—: En tal caso no puedo impedir que se me pase por las mientes que con esa conducta tan insólita es más que probable que también me aprecies a mí.

—¿Qué quieres que le haga, mi querido Van? —preguntó Mitchy, sincero—. Es el tipo de cosa a que ya debes estar bastante acostumbrado. Pues en el momento presente (¡fíjate!), ¿no estamos concentrados en ti todos a una?

Fue como si Vanderbank hubiera conseguido parecer extrañado:

—¿«Todos»?

—Nanda, la señora Brook, el señor Longdon…

—Y tú. Entiendo.

—Nombres ilustres. Y todos los demás —prosiguió Mitchy— que no incluyo.

—Ah, tú eres el mejor de todos.

—¿Yo?

—Eres el mejor de todos —se limitó a reiterar Vanderbank—. De cualquier manera todo ello es sumamente extraordinario —manifestó—. Pero a ti globalmente te comprendo mejor que al señor Longdon.

—Oh, ¿acaso él y yo no somos iguales en gran medida: simples amantes de la vida? Es decir, de esa esencia más delicada de ella que cautiva a las conciencias…

—¿Las conciencias…? —se sumó a su vacilación su compañero.

—Vaya, cultivadas y exquisitas.

En labios de Mitchy estas palabras suscitaron una imagen que por un momento semejó fascinar a su amigo.

—En verdad uno se queda sin saber qué decir o hacer —dijo este último.

—Oh, debes considerarlo todo serenamente. Perteneces a una clase especial: eres uno de esos que, como dijimos hace poco (¿te acuerdas?), generan el terror sagrado. Las personas conformadas de esa manera deben arrostrar las consecuencias; al igual que deben arrostrarlas —siguió Mitchy— las personas conformadas como yo. ¡Ánimo pues!

Brindando este aliento, Mitchy se había desplazado hasta la silla vacía junto a la ventana, donde seguidamente se sentó; y muy bien pudo ser en emulación de sus previos giros y vueltas como ahora fue el propio Vanderbank quien comenzó a deambular. La meditación que este último sacó a la luz, no obstante, denotó cierta resistencia al consejo de Mitchy:

—En cualquier caso me alegro de que no voy a privarla de una fortuna.

—No vas a privarla de la mía, claro está —repuso Mitchy desde la silla—; pero ¿no depende de tu comportamiento, por lo menos en buena medida, su disfrute de la del señor Longdon?

Vanderbank se detuvo abruptamente:

—La idea del señor Longdon, ¿es conferirlo todo?

Mitchy lo atalayó con su mirada saltona:

—¿No habíamos quedado en que ese punto te importaba «un ardite»? Yo no he pasado aquí todo este tiempo —continuó ya que de momento su compañero no respondió nada— sin hacerme una idea de su patrimonio. Es indiscutible que nada en la abundancia.

Esto volvió a poner en movimiento a Vanderbank:

—Bueno, ella ni lo recibirá todo en un caso ni se quedará sin nada en el otro. Tan sólo recibirá una especie de donativo. Pero lo recibirá en cualquier caso.

—¡Ah, si estás seguro!… —se limitó a comentar Mitchy.

—¡No estoy seguro, maldita sea! —Luego (pues su voz se había mostrado irritada). Van habló con mayor serenidad—: Lo único es que aquí veo a Nanda (aunque naturalmente por deseo de él) toquetear todos los objetos como si fueran suyos y tributarle una visita aparentemente sin fin. ¿Qué es eso por parte de él sino una promesa?

Pues bien, Mitchy podía demostrar impertérrito que sabía muy bien qué era eso:

—Es una promesa, en no menor medida, a ti. El señor Longdon te lo pone todo ante los ojos. Te aprecia a ti ni una pizca menos que a ella.

—¡Peste y condenación! —suspiró Vanderbank con impaciencia.

—Ello es tan «desusado» como te plazca, pero es así —aseveró el inexorable Mitchy.

—Entonces, ¿el señor Longdon piensa que me avendré por esto?

—¿Por «esto»?

—Por la heredad, por todo lo que, como dices tú, me pone ante los ojos.

Mitchy guardó un breve silencio que habría podido significar una mudanza de color.

—¿Es que no es bastante? —inquirió. Pero acto seguido cambió de tercio—: ¡Naturalmente él desea (igual que yo) convidarte con gran tacto!

—Oh, qué bien —dijo Vanderbank de inmediato—. Vuestro «tacto» (el tuyo y el suyo) es maravilloso, y el de Nanda el más espléndido de todos.

La transitoria reanudación de la silenciosidad de Mitchy fue referida, según él mismo se las industrió para darlo a entender sin ambigüedad, a la última cláusula de la declaración de su amigo.

—Si no estás seguro —retomó la plática al poco—, ¿por qué no preguntas abiertamente al señor Longdon?

Otra vez Vanderbank, valga la expresión, se «ensimismó» un rato.

—Porque no creo que ello proceda —respondió.

—¿Qué entiendes por «proceder»?

—Pues que ello sea precisamente… ¿cómo suele decirse?… «limpio». O siquiera muy delicado o decente. Aceptar de él, bajo la forma de una garantía tan hermosamente ofrecida, tantísimo y encima pedir más: creo que no puedo hacer eso. Además, ya cuento con mi pequeña convicción. En cuanto a la pregunta en sí, el señor Longdon puede contestar debidamente que no es cosa de mi incumbencia.

—Entiendo —manifestó Mitchy—. Aparte, una indagación semejante podría hacerlo creer que te sientes más dubitativo de lo que acaso te sientas en realidad.

—Huy, en cuanto a eso —dijo Vanderbank—, me parece que a efectos prácticos él ya sabe cuánto.

—¿Y cuán poco? —Sin embargo el otro acogió esto con no mayor interés que si se hubiese tratado de un chiste malo, conque también Mitchy se dedicó a fumar unos instantes en silencio—. ¿Es el hecho de que hayas venido de visita aquí, quieres decir, sólo durante estos tres o cuatro días, lo que habrá fijado la medida de ello?

Esta vez la pregunta era de esas a las que probablemente el hablador exige respuesta, mas la sola respuesta inmediata de Vanderbank fue deambular y deambular.

—Deseo tan ardientemente mostrarme considerado con ella —dijo por fin.

—¡Eso espero! —Luego, sin venir a cuento, Mitchy retrocedió en la conversación—: ¿Quieres que pregunte yo?

Pero Vanderbank, pensando en otras cosas, había perdido el hilo:

—Que preguntes ¿el qué?

—¡Caramba, si ella recibirá algo…!

—…¿si no me muestro suficientemente considerado? —Van ya había recobrado la clave—. Cielos, no; preferiría que no hablases si no te hablan primero.

—Bueno, puede ser que él hable… ya que está al corriente de que estamos al corriente.

—No es probable, pues no comprende por qué te informé.

—No me informaste a mí, de sobra lo sabes —dijo Mitchy—. Informaste a la señora Brook.

—Bueno, ella te informó a ti, y que ella se fuera de la lengua es lo que constituye lo espinoso. El señor Longdon no puede disculparla de ninguna manera.

—¡Pobre señora Brook! —meditó Mitchy.

—¡Pobre señora Brook! —hizo de eco su compañero.

—Pero me parecía que habías dicho —ahondó aquél— que el señor Longdon no se ha enfadado.

—¿De que estés al corriente? En efecto, creo que no se ha enfadado. Pero no le hace gracia un posible alud de cotorreos y chismorreos.

—¡Ah! —dijo Mitchy con mansedumbre.

—En definitiva, ¿puedo fiarme absolutamente de ti cuando dices —reanudó la plática Vanderbank al poco— que Nanda se figura nuestros tejemanejes?

—Oh, ella no me lo confesó. Pero, a pesar de los pesares, tal es mi creencia.

—Pues bien —espetó Vanderbank finalmente—, yo mismo también lo creo así. Aunque sólo sea porque ella lo sabe todo —completó sin mirar a Mitchy—. Lo sabe todo, todo.

—Todo, todo. —Mitchy se irguió.

—Eso me dijo ayer ella misma —insistió Van.

—Y me lo ha dicho hoy a mí.

La vacilación de Vanderbank habría podido ser indicio de que se había sentido impresionado ante aquello:

—Vaya, no creo que fuese una información que ninguno de nosotros dos precisase. Pero claro está que ella no puede evitarlo —agregó—. Todo, literalmente todo, en Londres, en los ambientes en que vive, pulula en el aire que respira; de modo que, cuanto más permanezca en ellos, más sabrá.

—Más sabrá, no hay duda —corroboró Mitchy—. Pero no permanece en ellos, ya ves, mientras está aquí.

—En efecto. Sólo que parece haberse venido desde Londres con grandes acúmulos. Y no estará aquí eternamente —se apresuró a añadir Vanderbank.

—Ciertamente no si te casas con ella.

—Pero ¿no es ésa al mismo tiempo —preguntó Vanderbank— precisamente la dificultad?

Mitchy pareció desorientado:

—¿La dificultad?

—Caramba, en calidad de mujer casada volverá a empaparse del aire londinense.

—Sin duda. —¡Oh, vaya si Mitchy podía ser sincero!—. Pero la diferencia estribará en que en una mujer casada ello no tendrá importancia. Sólo tiene importancia en las muchachas incasadas —insistió plausiblemente—, y eso sólo en aquellas por quienes nadie siente compasión.

—El problema es —dijo Vanderbank, mas casi como si se limitara a enunciar una verdad general— que se trata justamente de un elemento que a veces puede operar como freno para la compasión. ¿No es más bien en las muchachas que nunca se casarán en quienes ello no tiene importancia? Para las demás constituye una extraña formación.

—¡Oh! ¡A mí no me importa! —declaró Mitchy.

Manifiestamente Vanderbank objetó:

—Ah, pero tu elección final…

—…¿ha sido de una clase bien diferente? —Durante esta media hora, en la ambigua oscuridad, hasta el momento Mitchy no había ofrecido una pinta tan llamativa—. La señorita que he nombrado no es mi elección.

—Pues bien, eso no es más que una mayor señal de que para ti las cosas son mucho más fáciles.

—¡Oh, «fáciles»! —se quejó Mitchy.

—No debemos, en cualquier caso, seguir levantados —dijo Vanderbank, que había consultado su reloj—. Las doce y veinticinco; buenas noches. ¿Apago las velas?

—Sí, te lo ruego. La ventana la cerraré yo —y Mitchy se dirigió hacia ella—. Ahora mismo sigo tu ejemplo; buenas noches.

Un instante después las velas estaban apagadas y el otro se había marchado, pero Mitchy, solo en la oscuridad, cara a cara con el indistinto jardín silencioso, aún permaneció allí.