X

Si Mitchy se presentó a la hora en punto fue con absoluta deliberación y esperando disfrutar —amén de la pequeña satisfacción que ello le brindaría— de diez minutos a solas con su anfitrión, con quien rara vez le sucedía verse a puerta cerrada. Experimentaba la sensación de tener un asunto especial que tratar: una sonda que arrojar o una tecla que pulsar; en resumidas cuentas su disposición anímica era diplomática y ansiosa. Pero sus esperanzas se desvanecieron nada más trasponer el umbral. Lo único que su precaución le había procurado había sido la compañía de un extraño, pues la persona en la habitación a quien lo anunció el criado no era el querido Van. Por otra parte estaba claro que este caballero tenía que ser el viejo… ¿cuál era su nombre?… el individuo que Vanderbank había insistido tantísimo en que él «debía conocer». Pero ¿es que iban a tomar juntos el té ahí solos? No: sin pérdida de tiempo el candidato a la amistad del señor Mitchett, cual si raudamente hubiera adivinado su aprensión, mencionó que enseguida se les uniría el anfitrión: éste acababa de regresar a toda prisa, temiendo ser impuntual, y se había apresurado a otra habitación para cambiarse.

—Por fortuna —dijo el hablador, que ofreció esta aclaración como si hubiese estado meditando sobre ello—, por fortuna todavía no han llegado las damas.

—Ah, ¿va a haber damas? —repuso con cordialidad el señor Mitchett.

Su compañero de visita, que era reservado y al parecer estaba nervioso, se puso a desplazarse de costado, balanceando unos lentes, sin dejar de dedicarles a varios objetos las miradas furtivas propias de un pajarillo.

—La señora de Edward Brookenham, creo —contestó.

—¡Ah! —El propio Mitchy, tan pronto como este comentario hubo salido de sus labios, sintió que incluso a un extraño podía sonarle como una señal, parecida a las que los partidarios de la señora de Edward Brookenham habían adquirido la costumbre de ofrecer constantemente, de que reconocía la intervención de la mano de esta dama en el asunto. En el semblante de su interlocutor, no obstante, había algo que extrañamente alentaba la franqueza: exhibía la cordialidad de un encuentro fortuito, no el escalofrío. Al mismo tiempo Mitchy advirtió que este amigo del querido Van nunca llegaría a comprenderlo a él… aunque esto era algo que a veces lo hacía apreciar a las personas tanto como otras lo hacía odiarlas. En realidad era cuando más las apreciaba cuando globalmente se sentía más tentado de desconcertarlas—. ¿Sólo la señora Brook? ¿Ninguna otra?

—¿La «señora Brook»? —hizo de eco su amigo; miró desconcertado un instante, como si verdaderamente no inteligiera la alusión; pero enseguida, para demostrar no ser estúpido (y de hecho lo que pareció demostrar fue ser encantador), sonrió con extravagante entendimiento—: ¿Así es como hay que llamarla?

Mitchy profirió la más amable de las carcajadas:

—Supongo que no, que en realidad yo no debería llamarla así.

—Oh, mi intención no era corregirlo —se apresuró a dejar claro su interlocutor—; lo que pretendía, por el contrario, era preguntar si también yo debía llamarla así.

Los grandes ojos saltones de Mitchy lo atalayaron atentamente:

—Pruebe a hacerlo.

—¿Ante ella?

—Ante todos.

—¿Ante su marido?

—¡Oh, ante Edward —exclamó Mitchy tomando a reírse—, desde luego!

—Y ¿a él debo llamarlo «Edward»?

—Cualquier cosa que haga estará bien —respondió Mitchy—, incluso aunque alguna vez resulte ser lo mismo que hago yo.

Como para mirarlo con una debida apreciación de esa frase, su compañero cesó de balancear los quevedos y se los colocó:

—Ustedes los del grupo tienen una forma muy campechana…

—¡Vaya si la tenemos! —Recogiendo sus palabras, Mitchy se mostró alegremente enfático. Ya había comenzado, empero, a percibir haber causado ese desconcierto que en este caso iba a ser un efecto feliz.

—El señor Vanderbank —comentó su víctima con tal vez una pizca adicional de reserva— me ha hablado mucho de usted. —Después, como para, con mayor educación, impedir que la conversación se centrara en ellos mismos, agregó—: Él conoce a muchísimas damas.

—Huy sí, pobre hombre, no puede evitarlo. Encuentra una dondequiera que posa la mirada.

El desconocido asimiló esto, pero pareció ponerlo ligeramente en duda:

—Vaya, eso es tranquilizador, teniendo en cuenta que en ocasiones me ha parecido que cada vez hay menos damas.

—¿Menos que antaño? Ya veo a qué se refiere —dijo Mitchy—. Pero si tal es su impresión, resulta sumamente interesante. —Resplandeció y sonrió y meditó—. No sé si creerlo.

—Bueno, ya comprobaremos si es cierta o no. —Su amigo parecía desear no mostrarse dogmático.

—¿Lo comprobaremos? —Mitchy volvió a considerar aquello en toda su alta sugestividad—. Usted lo comprobará… pero ¿cómo podría comprobarlo yo? —Entonces calló sonrojándose—. ¡Menuda estupidez estoy soltando… como si poder discernirlo fuese mera cuestión de edad!

Esta vez su compañero fue quien se entregó a la jocundidad:

—Yo mismo pienso que sí es cuestión de edad; si no, ¿de qué es cuestión?

—Caramba, es cuestión de la realidad presente, y de poseer buen gusto, y sobre todo de algo qui ne court pas les rues: haber llegado a tener cierta experiencia de lo que es una dama. —Súbitamente la aguda reflexión del joven pareció florecer hacia una visión de oportunidades que dejó de lado cualquier otro asunto—: Excuse que insista en su edad… pero ¿ha conocido usted muchísimas damas? —La pregunta presentaba tanto interés que, sin más, pasó a desarrollarla—: ¡Ah, lo maravilloso que es charlar con alguien capacitado para evaluar la concepción que uno se ha forjado de las mujeres realmente elegantes! ¡Ojalá yo lograra —continuó— que me hiciera usted el enorme favor de evaluar la mía!

Ante esto, su compañero de visita hizo, durante una pausa, un más visible esfuerzo por calarlo; e inquirió:

—¿Está seguro de haberse forjado una?

El señor Mitchett reflexionó brillantemente:

—No. Debe de ser precisamente por eso por lo que apelo a usted. Luego no puede ser para pedirle una corroboración, ¿verdad? —insistió—. Por consiguiente ha de ser para pedirle una de esas hermosas primeras visiones introductorias.

Otra vez su interlocutor empezó, meneando los lentes, a moverse por la habitación, como nítidamente apasionado por el tema. Pero fue como si su mismísimo apasionamiento lo volviera una pizca tímido:

—¿Es que actualmente ya no quedan mujeres cautivadoras?

—Oh sí, debe de haberlas a carradas. De hecho yo conozco a montones.

Esto tuvo el efecto de hacer detenerse al desconocido:

—¡Conque «montones», ¿eh?! Estamos aviados.

—En efecto —dijo Mitchy—, ¡como para encontrar a una «dama» entre millones de imitaciones! ¿Se ha asentado usted en Londres, meditando, según parece, sobre este estado de cosas (pues Vanderbank mencionó, creo, que usted se ha asentado), en persecución de una dama genuina?

—Huy —dijo riendo el tema del dato mencionado por Vanderbank—, me temo que, para mí, toda «persecución» se ha acabado.

—Caramba, pero si está usted en la edad —repuso Mitchy— de la más exquisita forma de seguimiento: la observación.

—Y sin embargo es una forma, creo advertir, para cultivar la cual no ha esperado usted a llegar a tener mi edad. —Esto fue seguido de un resuelto ademán negativo con la cabeza—: Yo no soy un observador. Soy un aborrecedor.

—Eso significa únicamente —aclaró Mitchy— que usted se dedica a observar sólo a aquellos a quienes aprecia… lo cual resulta más hermoso que prudente. Pero entre mis temores por una parte y mis anhelos por la otra —agregó con ligereza—, yo apenas sé en qué categoría ingresar. Debo estudiar el terreno. Mientras tanto, ¿el querido Van le ha hablado mucho de mí?

En vez de contestar de inmediato, el posible confidente del querido Van volvió a ponerse el pince-nez y preguntó:

—¿Así es como ustedes lo llaman a él?

—Creo que generalmente sí… por brevedad.

—¿Y también —el hablador se mostró indeciso— por estima?

Mitchy soltó una carcajada:

—¡Por veneración! Nuestras irrespetuosidades, creo, son todas afectuosas y, a alguien a quien no apreciásemos, por nada del mundo le concederíamos el honor de llamarlo, o llamarla, ¿sabe?…

Rápidamente su interrogador había asumido un aire de sí saber:

—…¿con un apodo cariñoso y chusco?

Se acrecentó la jovialidad de Mitchy:

—Esa discriminación es nuestro único modo de mostramos severos. Debe usted incorporarse a filas.

—Entonces ¿qué nombre van a ponerme a mí?

—¿Cuál podríamos ponerle? —Tras lo cual nuestro amigo reveló, ratificador—: Yo soy «Mitchy».

Su interlocutor exhibió un semblante ligeramente extraño:

—Me parece que ya soy demasiado viejo para someterme a esa práctica. Yo soy el señor Longdon —articuló casi ruborizándose.

—Absoluta y esencialmente: justo así es como lo veo yo. Desafío a cualquiera a concebirlo a usted —declaró Mitchy— bajo otro nombre, y en ese sentido usted resultará, entre nosotros, único.

El señor Longdon pareció aceptar con cierta preocupación tal perspectiva de aislamiento, pero dijo:

—Infiero de lo que usted dice (lo cierto es que lo he inferido de lo que dice el señor Vanderbank) que forman ustedes una especie de círculo sumamente compenetrado.

—Oh sí: no somos una asociación formal ni una sociedad secreta, y mucho menos una «banda terrorista» o una organización con algún fin determinado. Sencillamente somos una colección de afinidades naturales —aclaró Mitchy—; acaso nos reunimos principalmente en el salón de la señora Brook (aunque a veces también en el del querido Van, como ve usted, y a veces incluso en el mío), y en todo caso estamos gobernados dondequiera por la señora Brook, en nuestros misteriosos flujos y reflujos, casi del mismo modo como las mareas están gobernadas por la luna. Tal como digo —continuó Mitchy—, debe usted incorporársenos. Pero si Van se ha hecho cargo de usted —añadió— o usted se ha hecho cargo de él, ya se nos ha incorporado. No somos tan numerosos como me gustaría, y nos falta variedad; nos falta precisamente lo que estoy seguro de que aportará usted: una mirada nueva, una inteligencia distinta.

Por un instante el señor Longdon tuvo la pinta de un hombre que sabe muy bien lo que significa que le pidan firmar un contrato, y comentó:

—Mi amigo Vanderbank fanfarronea tan poco que más bien es gracias a las palabras de usted que a las de él por lo que saco la conclusión…

—…¿de que él es una gran figura entre nosotros? No sé qué le habrá contado él, o qué le habrá omitido; pero puede creerme cuando le digo (en confianza, entiéndame) que él es, con mucho, el mejor de nosotros. De hecho (si de verdad desea una opinión sincera) el querido Van —y Mitchy resplandeció aún más mientras hablaba— está hecho para una esfera nítidamente superior. Incluso me atrevería a decir que se desperdicia lastimosamente permaneciendo en nuestro nivel.

—Y ¿está usted segurísimo de no desperdiciarse usted también? —preguntó con una sonrisa el señor Longdon.

—Cielos, no: yo estoy en mi elemento. Mi elemento es arrastrarme ante Van. Usted no necesita más que mirarme, como ya debe de haberse dado cuenta, para ver que yo soy todas las cosas miserables que él no es. Pero usted ya lo conoce personalmente… ¡no hace falta que yo le diga nada! —exclamó Mitchy.

Como bajo la coerción de tanta confidencia, el señor Longdon había permanecido quieto durante más tiempo que hasta ahora, y el encantamiento perduró unos instantes tras de que Mitchy callara. Entonces nerviosamente, abruptamente el señor Longdon se dio la vuelta, y su amigo lo contempló deambular sin rumbo fijo.

—Nuestro anfitrión me ha hablado de usted en los más elogiosos términos —dijo el anciano mientras volvía—. En ellos no podría hallar usted nada reprochable.

Mitchy aceptó aquello de la forma más radiante:

—Del hecho de que se tome usted la molestia de recordar eso, deduzco lo mucho que lo complace y lo conmueve lo que acabo de decir sobre él. Así que usted y yo formamos una especie de círculo: somos una organización de dos socios, en cualquier caso, y no podemos evitarlo. Helo ahí; no hay más que hablar. —Le echó un vistazo al reloj sobre la chimenea—. Pero ¿por qué tarda tanto Van?

—Ustedes los caballeros se visten meticulosamente —dijo el señor Longdon.

Mitchy aprovechó esa explicación para salirse por la tangente:

Yo me esfuerzo por tener una pinta cómica… pero ¿por qué habría de esforzarse el mismísimo Apolo?

El señor Longdon sopesó aquello:

—¿Usted lo considera Apolo?

—Su vera efigie. ¡Pregunte a cualquier mujer!

—Pero ¿es que ellas saben…?

—…¿la pinta que tenía Apolo? —Mitchy reflexionó—. Caramba, lo que ocurre es que precisamente el aspecto de Van les permite hacerse una idea, y así, ya ve usted, disponen de un término de comparación. ¿No es eso lo que se llama un círculo vicioso? Pues yo participo un poco de este vicio femenino.

El señor Longdon, que una vez más se había detenido, una vez más se puso a desplazarse de costado. Luego habló desde el otro lado de la extensión de una mesa cubierta de libros para los cuales no había espacio en los anaqueles, cubierta de portafolios, vulgares carpetas guarnecidas de cuero, documentos límpidamente apilados. El sitio era una miscelánea, mas no un caos: un cuadro de admirable orden.

—Si usted y yo formamos una sociedad de dos miembros, permítame, aceptando tal idea, hacer algo que, de esta guisa, bajo el techo de un caballero y mientras disfrutamos de su hospitalidad, en circunstancias normales tal vez me parecería algo así como una traición.

—¡Vamos, dispare! —exclamó riendo Mitchy. Posiblemente ello estremeció a su interlocutor, que otra vez hizo una tregua tan larga que finalmente él ocupó su lugar—: ¿Por qué nuestro anfitrión no se casa, quiere usted preguntar?

Manifiestamente el señor Longdon se ruborizó en admisión:

—Es usted muy agudo; conque, teniendo en cuenta lo que nosotros tenemos a la vista…, ¿por qué nuestro anfitrión no se casa?

Visiblemente Mitchy continuó experimentando cierto regocijo, que habría podido ser, esta vez y pese a la coalición que él mismo había estatuido, a causa de lo que «ellos» tenían a la vista. Pero tras un instante espetó una contestación que claramente aspiraba a ser satisfactoria:

—Él cree no contar con los suficientes medios. Tiene ideas muy elevadas sobre lo que debe ofrecérsele a una mujer.

Los ojos del señor Longdon escudriñaron unos instantes las comodidades que lo rodeaban:

—¿Él no se valora a sí mismo…?

—…¿lo necesario para considerarse bastante tal como actualmente es? No —dijo Mitchy—, creo que no tiene una opinión muy exaltada de sí mismo tal como actualmente es. Y ya que estamos quemando este incienso bajo las narices de Van —agregó—, asimismo mi impresión es que no tiene dinero ahorrado. En Londres las mujeres salen muy caras.

El señor Longdon guardó silencio unos instantes; luego dijo:

—Son muy ambiciosas, sospecho.

—Oh, tremendamente. Lo quieren todo. Me refiero a la clase de mujeres con quienes él se codea. Un hombre modesto (y además pobre) no se siente tan obligado. Le cuento todo esto, en cualquier caso, como la opinión que él tiene. Hay cantidad de mujeres que estarían dispuestas (y con la mayor felicidad) a «amarlo por lo que él es»; pero las cosas no son tan simples, y éstas no son necesariamente las mujeres más adecuadas, y de todas formas él no acaba de verlo claro. El resultado de todo lo cual es que se mantiene a la espera.

—¿A la espera de sentirse enamorado?

Mitchy vaciló:

—Bueno, estamos hablando de matrimonio. Por supuesto me dirá usted que existen mujeres adineradas. Existen —pareció meditar un instante—, ¡y bastante peliagudas!

Ante esto, los dos hombres intercambiaron una larga mirada.

—Él no debe hacer eso.

De nuevo Mitchy guardó silencio, pero al fin dijo:

—No lo hará.

También el señor Longdon guardó silencio, que enseguida interrumpió poniéndose bruscamente en movimiento a su peculiar modo:

—¡Desde luego que no!

Una vez más Mitchy estuvo un rato contemplándolo andar de acá para allá, mas ahora, familiarmente aunque con pronunciado énfasis, fue él mismo quien reanudó el coloquio:

—Escuche, señor Longdon. ¿En serio está haciéndose cargo de él?

Y sin embargo otra vez, ante el tono de esta pregunta, el anciano se sonrojó visiblemente. Fue como si su amigo hubiera hecho salir a la superficie una excitación interior, y el anciano se rió debido a la turbación:

—Ve usted las cosas con un desparpajo tal…

—Sí, y así es también como las expreso. Las veo, ya lo sé, con gran raccourci; pero, qué le vamos a hacer, es que el tiempo es breve, si bien por suerte usted y yo nos entendemos. Lo que ahora quiero es simplemente decir —y Mitchy habló con una sencillez y una seriedad que hasta el momento no había mostrado— que si en algún instante su interés en él llegase hasta el punto de desear hacer una u otra cosa (no importa cuál, ya sabe) por él…

Mientras él titubeaba, el señor Longdon pareció extrañado, mas utilizó un tono cortés:

—¿Y bien?

—Caramba —dijo el espoleado Mitchy—, pues que me permita, por Dios, meter baza.

Acaso el momentáneo desconcierto del señor Longdon no fuera, en parte, más que una natural consecuencia de la prudencia que lo caracterizaba:

—¿Meter baza?

—Quiero decir: permítame ayudar.

—¡Ah! —exhaló meditabundo el anciano sin sostenerle la mirada.

Mitchy, como si tuviera aún más que decir, lo escudriñó unos segundos; entonces se reprimió antes de haber empezado a plantear nada:

—Cuidado, que aquí viene Van.

Habiendo oído el movimiento de la puerta por la cual él mismo había entrado, se dio la vuelta; pero en un primer momento se abrió tan sólo para dar paso al criado de Vanderbank.

—¡La señorita Brookenham! —anunció el hombre; ante lo cual los dos caballeros de la habitación (audiblemente, casi virulentamente) prorrumpieron en compartida sorpresa.