XXX
Aquella respuesta tuvo un éxito clamoroso, al cual difícilmente más tarde habría podido negarse con rotundidad que contribuyó en cierto grado algún sonido de diversión emanado incluso del propio señor Longdon. Cierto es que la señora Brook halló, al exclamar que su marido era siempre tan exageradamente gentil, la nota más adecuada de resignada armonía; a consecuencia de lo cual por unos instantes éste les presentó bastante perplejamente lívido su fino rostro:
—«Gentil» es precisamente lo que yo creía no ser. Me refiero, ¿sabe usted? —continuó para el señor Longdon—, a que de veras no debe esperar de nosotros que lo dispensemos…
—…¿de una sola semana o día —recogió sus palabras el señor Longdon— del plazo a que consideran que me he comprometido? Mi querido señor, por favor no se figure que la duquesa lo ha interpelado en mi nombre.
—Ha sido por causa de tu esposa, delicioso tontorrón —aclaró aquella dama—. Si lo que deseabas era ser duro con nuestro amigo aquí presente, en realidad lo has sido con ella; lo cual proviene, sin duda, de la ausencia entre vosotros de una apropiada acción concertada de antemano. Has hablado a destiempo.
—¡Ah! —dijo Edward Brookenham.
—Así es, Jane. —La señora Brook continuó encajando aquello admirablemente—. Hoy nos vestimos a todo correr y no dispusimos de tiempo para nuestro habitual ensayo. Los días en que cenamos fuera, generalmente Edward lleva preparados tres pañuelos de bolsillo y seis chistes. Yo dejo a su propio arbitrio la gerencia de los pañuelos, pero la mayoría de las veces procuramos diseñar juntos por anticipado una estrategia para las demás cuestiones. Lo que se supone que ha de darle pie es algún encantador comentario humorístico de mi cosecha.
—¡Sólo que a veces él confunde —la acorrió Vanderbank— tus humorismos y tus seriedades!
Vanderbank se había levantado para dejarle el sitio a su anfitrión de tantas ocasiones y, habiéndolo obligado a aceptar la silla abandonada, ahora se retiró distraídamente hacia el rincón de la estancia ocupado por Nanda y el señor Cashmore.
—Todo eso está muy bien —reanudó la plática la duquesa—, pero no te absuelve en modo alguno, cara mia, del delito de plantear como una sentida necesidad familiar algo a lo cual Edward aparece profundamente insensible. Tu marido ha señalado con precisión la verdadera conveniencia de Nanda. A él le importa un bledo la impresión que causaríais exigiéndola.
—¿No querrás decir más bien, Jane, la impresión que causamos no exigiéndola? —inquirió la señora Brook con un distanciamiento ahora total—. Por supuesto, querido y viejo amigo —continuó para el señor Longdon—, prácticamente la duquesa me pone entre la espada y la pared cuando lo ayuda a ver (pues de otro modo usted no lo habría sospechado) que Edward y yo actuamos de consuno para aparecer como padres modélicos y al mismo tiempo no dejar de obtener de usted todo lo posible. Yo encarno el aspecto sentimental y él el práctico; de tal guisa que, de uno y otro modo, nos engalanamos con la gloria de nuestro sacrificio sin descuidar el «mantenimiento» de nuestra hija. A usted esto debe parecerle otra edificante ilustración de adónde han ido a parar las maneras londinenses; ¡a menos que de hecho —siguió parlando la señora Brook— se le antoje más bien (y hasta un grado que lo ciegue ante sus otras posibles implicaciones) la prueba definitiva de que soy demasiado tortuosa como para que usted sepa qué me propongo de veras!
El señor Longdon la había encarado, durante el silencio que había estado guardando, con su anterior terror ahora emblematizado únicamente por un rubor tan persistente que habría podido constituir un espontáneo elogio a una escena brillante.
—No tengo ni la más remota idea de qué te propones de veras —dijo—. Pero por favor entérate —agregó— de que es falso que me niegue a concederte la media hora a solas a que te referiste hace un rato.
—¿Realmente está usted deseoso de tener como invitada a la chiquilla durante el resto del año? —requirió plácidamente Edward, hablando como si fuera enteramente inconsciente de que se hubiera dicho ninguna otra cosa.
Su esposa le clavó la mirada:
—El ingenio de tus acompañantes, querido, corta los aires como un rayo, pero pasa junto a tu cocorota únicamente, por fortuna, para dejarla sin un rasguño. Pese a todo, a fin de cuentas posees tu propia rara ironía, y no estoy segura de que destello alguno de la nuestra pueda llegar a comparársele. Sólo que, viéndose ante la nuestra también, ¿cómo puede en realidad el pobre señor Longdon escoger con cuál de las dos prefiere enfrentarse?
Ahora el pobre señor Longdon miró intensamente hacia Edward:
—Oh, con la del señor Brookenham, me parece, en cualquier momento y lugar. Incluso es con usted, lo confieso —le dijo a Edward—, con quien prefiero tener esa media hora a solas.
—¡Concedido! —manifestó la señora Brook—. Le enviaré mi marido a usted. Pero nos hemos, ya sabe, como dice Van, hecho añicos —siguió mientras giraba su hermosa cabeza y miraba por encima del hombro a un oyente cuyo acercamiento a ella por la espalda, aunque era imposible que lo hubiera visto, visiblemente ella había percibido en un santiamén—. Es tu casamiento, Mitchy, lo que ha ensombrecido nuestra antigua atmósfera brillante, lo que nos ha transformado más de lo que aún hemos advertido y lo que más crasa y horriblemente, mi querido amigo, te ha transformado a ti. Te acercas sigilosamente de un modo que le da escalofríos a una, mientras que en los buenos viejos tiempos siempre hacías tu irrupción con música y jolgorio. Adelántate hasta donde pueda verte: tal vez ya no me sea lícito amarte, pero al menos, espero, sí me será lícito mirarte. Dirige tus energías —continuó mientras la obedecía Mitchy— tanto como sea posible, por favor, contra nuestro aterido decaimiento. Echa leña al fuego y haznos apretujamos; ésta era nuestra mejor hora, bien lo sabes…, y tanto más cuanto que Tishy, según veo, está deshaciéndose de sus excedentes. Aquí vuelve el querido Van —concluyó—, derrotado, me parece, en su intento por arrancar a Nanda de su presa. ¿Nanda no quiere sentarse junto a esos pobres seres que somos nosotros? —le preguntó a Vanderbank, quien ahora, reuniéndose con Mitchy dentro del campo visual de todos, se quedó de pie junto a él y como poniéndose a las órdenes de ella.
—Naturalmente no la he interrogado —contestó el joven.
—Entonces, ¿qué has hecho?
—Sencillamente me he dado un pequeño paseo.
Ante esto la señora Brook se mostró afligida para Mitchy:
—Mira a lo que hemos llegado. En tu época, ¿alguna vez se nos ocurría «paseamos» salvo a guisa de nítido efecto de nuestros objetos bellos? Por favor regresa junto a Nanda —le dijo a Vanderbank— y dile que deseo muy particularmente que se nos una para este delicioso final de velada.
—Ya viene a unírsenos por voluntad propia —dijo la duquesa—, al igual que el señor Cashmore, y al igual que Tishy (voyez!), quien no ha logrado retener (¡bendita sea su pequeña espalda desnuda!) a nadie a quien no habría debido retener. Dado que por ahora nadie más piensa unírsenos, resultaría bastante propicio a la intimidad que Tishy echara el cerrojo a la puerta.
—Pero ¿qué diablos, mi querida Jane —se maravilló consternada la señora Brook—, estás proponiéndonos que hagamos?
En su aprensión, la señora Brook había mirado expresivamente a todos sus amigos, mas la mirada de la duquesa no erró más allá de Harold y Lady Fanny:
—Quizá ello serviría para impedir durante un rato más que los componentes de esa pareja huyan juntos.
La señora Brook no hizo una pausa mayor:
—Pero ¿acaso ello no sería, en lo tocante a otra pareja, como cerrar las puertas del establo después de… como queráis llamarlo? ¿Es que Petherton y Aggie no parecen haber huido juntos ya? Mitchy, amigo, ¿dónde diablos está tu esposa?
—Reconozco —dijo la duquesa alegremente— que mi sobrina está dondequiera que esté Petherton. De eso estoy segura, pues existe una amistad, acuérdate, que no se ha interrumpido. Petherton no se ha marchado, ¿verdad? —le preguntó a Mitchy a su vez.
Pero otra vez, antes de que él pudiese hablar, su respuesta fue usurpada:
—¡Mitchy está silencioso, Mitchy está alterado, Mitchy está raro! —proclamó la señora Brook mientras los recién incorporados al grupo (Tishy y Nanda y el señor Cashmore, así como Lady Fanny y Harold tras un instante y al percibir el desplazamiento de los otros) lo agrandaban hasta formar, con recíprocas acomodaciones y ayudas, un agradable círculo conversacional donde el protagonista del comentario de la proclamadora, sobre una baja otomana y mirando sombríamente a su extraño modo casi en todas las direcciones simultáneamente, se constituyó en el conspicuo centro de atracción. Tishy se colocó junto al señor Longdon; y Nanda, aún flanqueada por el señor Cashmore, entre este caballero y su esposa, quien tenía a Harold a su otro lado. Edward Brookenham estaba contiguo a su hijo y a Vanderbank, quien fácilmente habría podido sentirse, a despecho de la distancia y teniendo en cuenta, como sucedía, sus respectivas ubicaciones en el círculo, bastante públicamente encarado con el señor Longdon—. ¿Está en la otra habitación la esposa de Mitchy? —le inquirió ahora la señora Brook a Tishy.
Tras una larga mirada en derredor, Tishy volvió en sí para brindar explicaciones sobre dicha invitada:
—Oh, sí: está jugando con él.
—¿Con quién, querida?
—Caramba, pues con Petherton. Creía que tú lo sabías.
—¿Que yo sabía que están jugando…? —La señora Brook se mostró casi socrática.
—Verdaderamente hoy mi mujer está en vena —observó mientras tanto, sin resonancia, el señor Brookenham para Vanderbank.
—¡De veras brillante! —respondió Vanderbank.
—Pero es un poco atrevidilla, ya me entiendes —completó Edward tras una pausa.
—¡Huy, toda una traidora! —dijo su interlocutor con una breve risa reprimida que para un espectador habría podido significar un súbito asombro ante tamaño destello analítico viniendo de quien venía.
Cuando en todo caso volvió a quedar libre la atención de Vanderbank, la anfitriona, aguijada, ya estaba describiendo el juego, como lo había llamado ella, a que estaban entregados los ausentes:
—Ella ha escondido un libro y él está intentando encontrarlo.
—¿El juego del escondite? ¡Vaya, eso es algo bastante inocente, Mitch! —exclamó la señora Brook.
Hablando por vez primera, Mitchy la encaró con exacerbada tenebrosidad:
—¿Así lo crees realmente?
—¡Eso es la inocencia de ella! —exclamó riendo la duquesa.
—Y ¿no te parece que Petherton lo habrá encontrado ya? —prosiguió seriamente la señora Brook para Tishy—. ¿Acaso eso no es algo a lo que todos podríamos jugar si…? —Tras lo cual sin embargo, callándose abruptamente, cambió de registro—: Nanda, corazón, por favor ve a invitarlos a unírsenos.
Ante esto, Mitchy, sobre la otomana, se giró inmediatamente hacia la muchacha, quien lo miró antes de hablar.
—Iré si me lo pide Mitchy.
—Pero ¿y si teme realmente —dijo su madre— que en ello pueda haber algo…?
De un tirón Mitchy se reorientó hacia la señora Brook:
—Bueno, verás, no quiero dar libre rienda a mis temores. ¡Supón que hubiera algo! Dejadme no saberlo.
Ella lo afrontó con ternura:
—Entiendo. No podrías, tan prematuramente, soportarlo.
—¡Ah, pero, savez-vous —intervino la duquesa con cierta majestuosidad—, sois siniestros!
—Dejadlos tranquilos —insistió Mitchy—. En cualquier caso no deseamos un juego retozón colectivo.
—¡Huy, yo pensaba que precisamente para eso —dijo la señora Brook— era para lo que la duquesa quería echarle el cerrojo a la puerta! Tal vez, por lo demás —se volvió hacia Tishy—, Petherton no haya encontrado el libro todavía.
—No podrá encontrarlo —dijo Tishy con simplicidad.
—Pero ¿por qué no?
—Verás, ella está sentada encima del libro. —Tishy sintió, según fue manifiesto, la gravedad de la explicación—. Conque a menos que él la fuerce a levantarse…
—…¿no podrá culminar su desesperada búsqueda? ¡Oh, espero que no la forzará a levantarse! —protestó maravillosamente la señora Brook. Esto fue dicho de un modo que estimuló al círculo, y unas unánimes carcajadas parecieron coronar por fin su invocación, recientemente formulada, al espíritu gregario—. Pero ¿cómo es exactamente —prosiguió— el libro escogido para tal emplazamiento? Espero que no sea muy voluminoso.
—Oh, ¿acaso los libros sobre los que la gente se sienta[19] —inquirió con desparpajo el señor Cashmore— no son lógicamente los peores?
—No tan lógicamente —le respondió Harold con desparpajo no menor—. La gente se sienta, de continuo, hoy día (quiero decir en los periódicos y las reuniones sociales), sobre obras la mar de interesantes. Caramba, yo mismo leo libros que no podría (¡palabra de honor que jamás me aventuraría a ello!) leeros aquí en voz alta.
—¡Qué lástima —espetó su padre con el especial matiz de sequedad que era característica peculiar de Edward— que no te hayas traído uno de tus favoritos para hacer la prueba!
Harold miró en su derredor como si, pensándolo bien, aquello hubiese sido una feliz idea:
—Bueno, aquí Nanda es la única muchacha.
—Y la hermana propia nunca cuenta —dijo la duquesa.
—Precisamente porque el libro es indecente —volvió a hablar Tishy en especial interés de la señora Brook— es por lo que Lord Petherton trata de hallarlo a toda costa.
Se intensificó el tenue interés de la señora Brook:
—Entonces, ¿es una auténtica lucha cuerpo a cuerpo?
—Él dice que ella no lo leerá… ella dice que sí.
—Ah, eso se debe, ¿verdad, Jane? —interpeló la señora Brook—, a que durante tanto tiempo él la ha supervisado y asesorado en ese aspecto. ¿Es que a estas alturas todavía no se ha dado cuenta (con lo endiabladamente listo que es) de la extraordinaria forma en que ella se ha desmadrado?
—¿«A estas alturas»? —hizo de eco Harold—. Queridísima mamaíta, dices unas cosas tan lindas. Fue sólo hará unas diez semanas, ¿no es así, Mitch? No te importará que yo diga esto, espero —añadió con gran solicitud.
Mitchy tenía vuelta hacia él la espalda y, encorvándola ligeramente, bajó la cabeza y apretó las manos entre las rodillas:
—Ya no me importa cosa alguna que diga nadie.
—¡Santo Dios, ¿has llegado ya a semejantes extremos?! —dijo Harold riéndose afectuosamente.
—Antiguamente se mostraba reactivo ante cualquier cosa. Mi querido amigo, ¿qué es lo que pasa? —demandó la señora Brook—. ¿Es que todo se sucede demasiado deprisa para ti?
—Por piedad, ¿de qué estáis hablando? ¡Eso es lo que yo querría averiguar! —manifestó con vivacidad el señor Cashmore.
—Pues de que ella se ha desbocado… si a Mitchy no le importa que lo diga —matizó Harold con un tono de gran tacto y refinamiento—. Pero ¿es que las muchachas (me refiero a cuando son como Aggie y en cuanto las dejan sueltas) no se desbocan siempre? Eso es lo que yo querría averiguar. No creo que mamá se desbocase, ni Tishy, ni la duquesa —les comunicó a los demás—, aunque mamá y Tishy y la duquesa, me da la impresión, debían ser todas o bien de la escuela que sabía, ¿no os parece?, una barbaridad de cosas antes, o bien de la tipología que se lo toma todo con más calma después.
—Creo que una mujer sólo puede hablar en su propio nombre. Yo me lo tomé todo con bastante calma lo mismo antes que después —dijo la señora Brook. Luego con un pequeño cabeceo ceremonioso le dirigió al señor Cashmore una de sus encantadoras sonrisas enfermizas—: De lo que estoy hablando, s’il vous plaît, es del matrimonio.
—¡Me pregunto si os dais cuenta —espetó la duquesa ante aquello— de lo estúpidos que parecéis hablando! ¿Cuándo se ha visto, en cualquier sociedad que honradamente pueda llamarse «buena», que no represente una diferencia el que una joven criatura inocente, una flor cuidada y atendida, vea trastrocada de un día para otro toda su conciencia de las cosas? La gente pone mala cara e intercambia miradas extraordinarias y se da codazos mutuamente, a vuestro modo inglés, en los costados y comenta por los rincones que mi pobre queridita se ha «desmadrado». ¡Je crois bien, se ha desmadrado! La desposé (no me importa decirlo ahora) precisamente para que lo hiciese, y me sentiría enormemente avergonzada de todos los implicados si no lo hubiese hecho. No la desposé, os ruego que lo creáis, para que se «enmadrase» más, y si alguno de vosotros piensa en asustar a Mitchy con ello pienso que lo logrará en tan escasa medida como me asustáis a mí. Aunque ella haya tardado muy poco tiempo en hacerlo (tal como muy vívidamente lo expresa Harold), ¿ante quién de vosotros he pretendido jamás, me gustaría a mí saber, que tardaría muchísimo? Seguramente haya muchachas que habrían tardado más, lo mismo que ciertamente hay otras que no habrían precisado siquiera una hora. Seguro que no os pilla de nuevas que si entre todos nosotros algunas jóvenes personas son muy tontas y otras muy inteligentes, mi querida hija nunca ha sido ni una cosa ni la otra, sino tan sólo una chiquilla perfectamente educada y deliciosamente aplicada. ¡Oh, eso desde luego! Si es tan aplicada que no sabéis qué hacer con ella, a duras penas es su culpa. Pero a eso sumadle que Mitchy es inmensamente benévolo, y ya tenéis el todo. ¿Qué más queréis?
La señora Brook, que parecía increíblemente impresionada, respondió con la más pronta comprensión, aunque como si hubiese habido alguna otra posibilidad:
—No creo —y sus ojos apelaron a los demás— que queramos nada más, ¿verdad?, que el todo.
—¡Cielos, espero que no! —comentó su marido para Vanderbank tan privadamente como antes—. Jane (para tratarse de una concurrencia heterogénea) va derecha al grano.
Durante un instante y con una breve inmovilidad peculiar, Vanderbank escudriñó el círculo:
—¿Es lícito calificamos como «heterogéneos»? Solamente hay una muchacha.
Edward Brookenham le lanzó una mirada a su hija, y repuso:
—Ya, pero me gustaría que hubiese más.
—¿De veras te gustaría? —Y la carcajada de Vanderbank ante aquella llamativa opinión lo hizo sordo, por algunos momentos, a las demás conversaciones. Mas cuando volvió a prestar atención, aún no había sido alcanzada ninguna victoria.
Naturalmente la señora Brook era quien agitaba el estandarte:
—Cuando dices, queridísima, que no sabemos qué «hacer» con la aplicación de Aggie, ¿no tomas en ninguna consideración el modo como nos inclinamos ante la misma y la veneramos? No veo qué otra cosa podemos (aquí dentro) hacer con ella, aun cuando hemos colegido que, justamente ahí al lado, Petherton está hallándole otra diferente utilidad. Únicamente está a nuestro alcance hacer lo que buenamente podemos cada uno a nuestro modo. Por lo tanto no sucumbas, Jane, a la engañosa fascinación de un agravio. Sería una quimera. Nadie te ha infligido uno. La belleza de la existencia que tantos de nosotros hemos compartido durante tanto tiempo —y evidenció que era para el señor Longdon para quien más en particular pronunciaba estas palabras— radica precisamente en que nadie ha sufrido ninguno jamás. Nadie ha soñado que haya ocurrido nada semejante: habría sido una grosera nota falsa, una nota de violencia incongruente. ¿Alguna vez tú has oído hablar de algún agravio, Van? ¿Y tú, mi pobrecito Mitchy? Pero ya veis con vuestros propios ojos —remató con un suspiro y antes de que ninguno de los dos pudiese contestar— cuán inferiores nos hemos vuelto toda vez que, aunque sea para defendemos, hemos de recalcar tales cosas.
Mitchy, que durante un buen rato había permanecido mirando hacia el suelo, ahora alzó su honda mirada saltona y estiró al máximo su cerrada boca.
—¡Oh, yo creo que aún somos bastante buenos! —replicó entonces.
Lo cierto es que la señora Brook pareció, después de una pausa y tomando a dirigirse a Tishy, ofrecer una involuntaria ilustración de ello, volviendo como tras una brevísima desviación sobre la cuestión transitoriamente relegada:
—Me siento obligada a decir, tanto más cuanto que no es algo que ignoréis, que no veo que haya nada que Aggie no pueda leer ahora. —De repente, sin embargo, su mirada a la informadora se impregnó de cierta preocupación—: El libro de marras, ¿es una obra muy monstruosa?
La señora Grendon, con tantas cosas estos últimos minutos propicias a hacerla resaltar, por fin se hizo destacadamente más presente:
—Eso es lo que afirma Lord Petherton. Por lo que sabe del autor.
—¿Así que Petherton quiere impedir que ella…?
—Sí: impedir que ella la lea primero. Creo que antes quiere comprobar por sí mismo si es adecuada para ella.
—Ese es uno de los más hermosos servicios, en mi opinión —dijo la duquesa—, que un caballero puede prestarle a una muchacha a quien desee serle útil. Yo no digo que Petherton sepa siempre cuán hermoso es un libro, pero confío en él a ciegas para que declare cuán feo es.
El señor Longdon, que durante todo este rato había permanecido sentado silencioso e inmóvil, abandonó su asiento al oír aquello, y de esa forma patentemente le facilitó a la señora Brook tanta justificación como ésta requería. También ella se levantó, y este movimiento le permitió ver en la puerta de la habitación contigua algo que le arrancó una rápida exclamación:
—¡Pues ya puede comunicamos él mismo su dictamen… porque aquí vienen los dos! —Lord Petherton, entrando con excitación y seguido tan de cerca por su joven compañera que ésta dio la impresión de estar persiguiéndolo, agitó triunfalmente por encima de su cabeza un pequeño volumen forrado con papel azul. Ante la aparición de ambos hubo un movimiento general y, para cuando se hubieron unido a sus amigos, la concurrencia, empujando asientos hacia atrás y haciendo circular discretamente una variedad de gestos mudos, ya estaba de pie sin excepción—. ¡Mirad: la ha forzado a levantarse! —dijo la señora Brook.
La pequeña Aggie, singularmente embellecida por una cascada de perlas, acogió aquello como si hubiese sido un guiño de complicidad:
—Sí, y ha sido auténticamente forzarme. ¡Pero claro está que —continuó con el más sonrosado buen humor y como si la señora Brook entendiese plenamente lo que ella quería decir— desde el instante en que una siente las garras de una persona, y casi los dientes, en su propia carne…!
Fue con poca facilidad, empero, como la atención de la señora Brook se desplazó de las perlas de Aggie a sus otros encantos; atalayándolas, de hecho, con tan insistente fijeza que Harold le hizo un rápido comentario sobre ello a Lady Fanny:
—¡Cuando la pobre de mamá se pone a pensar, ya sabes, que Nanda habría podido poseerlas!…
La atención de Lady Fanny, en cuanto a eso, las había eludido igual de escasamente:
—¡Pues me atrevo a decir que yo las poseería si las hubiese querido!
—Cielo santo… ¿habrías podido soportarlo a él? —repuso el muchacho—. ¡Aunque ya me he convencido de que las mujeres son capaces de soportar cualquier cosa! —concluyó, profundo. Mientras tanto su madre, sobreponiéndose, había comenzado a dejar escapar exclamaciones a propósito de las marcas en los brazos de Aggie; y a continuación Harold se vio distraído de su propia meditación sobre lo que él «personalmente», como habría dicho él mismo, no habría sido capaz de soportar, gracias a una rauda mirada al trofeo de Lord Petherton, que él le arrebató sin pérdida de tiempo—: ¿La manzana de la discordia? —Lord Petherton lo había cedido sin oponer resistencia, y Harold quedó absorto contemplando el forro—: ¡Córcholis, que me aspen si no lleva escrito el nombre de Van!
—¿El de Van? —Su madre estaba lo bastante cerca para arrebatárselo a su vez, tras lo cual encaró con celeridad al dueño del volumen—: ¡Querido amigo, es la última obra que me prestaste! Pero creo —agregó, volviéndose hacia Tishy— que yo jamás te traspasé semejante creación a ti.
—¡Fue precisamente el ver la letra del señor Van —explicó Aggie escrupulosamente— lo que me hizo pensar que servidora estaba en libertad de…!
—¡Pero no es la letra del señor Van! —La señora Brook casi sonrió ante la equivocación. Sin vacilaciones le alargó el libro al señor Longdon—: ¿Es la letra del señor Van?
Sosteniendo el disputado objeto, para examinar el cual se puso los quevedos, enseguida el señor Longdon, sin hablar, miró por encima de estos adminículos directamente a Nanda, quien le devolvió la mirada no menos directamente.
—Yo fui quien escribió el nombre del señor Van. —La mirada de la muchacha iba destinada al señor Longdon, pero sus palabras más bien a la concurrencia—. Yo me traje aquí este libro de Buckingham Crescent y lo dejé por casualidad en la otra habitación.
—Espero de veras, querida mía —replicó su madre—, que fuese por casualidad. Pero ¿para qué diantres te lo trajiste aquí? Es demasiado repulsivo.
Nanda pareció extrañarse.
—¿Lo es? —musitó.
—Entonces ¿no lo has leído?
Ella titubeó:
—Actualmente es muy difícil saber, pienso, lo que es repulsivo y lo que no.
—Se lo trajo aquí únicamente para que lo leyera yo —intervino seriamente Tishy.
La señora Brook semejó maravillarse:
—¿Nanda lo recomendó?
—Oh, no: todo lo contrario. —Como atemorizada por tan pública discusión, Tishy perdió ligeramente el hilo—: Se limitó a informarme…
—…¿del nauseabundo argumento? —gimió la señora Brook.
Se suscitó un eco tan reduplicador del carácter grotesco de este último intercambio, que hubo de transcurrir un minuto antes de que fuera posible oír decir a Vanderbank:
—La responsabilidad es enteramente mía por poner en circulación la desdichada obra. De todas formas —agregó bienhumoradamente y como para minimizar si no la causa por lo menos la consecuencia— creo estar de acuerdo con Nanda en que no es más inmoral que cualquier otra obra.
La señora Brook había recuperado el volumen de las manos inertes del señor Longdon y ahora, sin echarle otra ojeada, lo ocultó tras la espalda con un desacostumbrado aspecto de rigurosidad:
—Oh, ¿cómo eres capaz de decir eso, mi querido amigo, respecto de una obra tan asqueante?
En esos momentos la discusión los había juntado cara a cara.
—Entonces ¿tú la has leído?
Ella vaciló, luego arrojó el libro sobre el asiento vacío más cercano, donde el señor Cashmore se apoderó de él sin pérdida de tiempo.
—¿No fue para eso para lo que me la prestaste? —demandó ella. Sin embargo tomó a requerir a su hija antes de que él pudiese contestar—: ¿Has leído esta novela, Nanda?
—Sí, mamá.
—¡Caramba, carambita! —exclamó el señor Cashmore, divertido y pasando las hojas.
A estas alturas el señor Longdon ya se había llegado solemnemente hasta Tishy:
—Buenas noches.