IX

—Vete junto a ella sin tardanza; sé simpático con ella: seguro que tienes cantidad de cosas que contarle. Usted quédese conmigo: tenemos que discutir nuestro asuntillo. —La duquesa le dirigió la última de estas órdenes al señor Mitchett mientras el compañero de ambos, obedeciendo la primera y afectado, al parecer, por el indisimulado tono de confianza que había suscitado un nuevo destello de la sonrisa burlona de Mitchy, recibía a la recién llegada en el centro de la habitación antes de que la señora Brookenham hubiese tenido tiempo de acercarse a ella. Sentándose de nuevo rápidamente, la duquesa contempló unos instantes el inexpresivo encontronazo de aquellos recios hermano y hermana; luego, mientras Mitchy volvía a hundirse en su asiento, reanudó la plática—: Ustedes no son, como raza, inteligentes, no son sutiles, no son cuerdos, pero son capaces de ofrecer un aspecto espléndido. Vous avez parfois la grande beauté.

A Mitchy le hizo mucha gracia:

—¿De veras cree usted que Petherton la tiene?

La duquesa no se indignó por aquello:

—Ambos hermanos tienen, tanto por fuera como por dentro, los mismos grandes elementos globales, sólo que orientados, en cada caso, hacia direcciones bien diferentes: una dirección más segura para él como hombre, y más triunfal para ella como… ¡lo que prefiera usted llamarla! ¿Qué puede hacer una mujer —meditó intensamente— con una belleza así…?

—…¿excepto acudir desesperadamente a consultar a la señora Brook —se ocupó Mitchy de completar la pregunta— sobre la mejor forma de emplearla? Pero mire —agregó de inmediato— lo perfectamente competente para aleccionarla que en este instante parece nuestra amiga. —La anfitriona se había acercado a Lady Fanny con una mano extendida aunque con una vehemencia salutatoria algo matizada por un dulce predominio del desconcierto así como por el hábito, sumamente perceptible en momentos así, de la lánguida pusilanimidad de los lirios. En términos generales nada habría podido ser menos toscamente rutinario que el tipo de acogida que en el salón de la señora Brookenham se le dispensó al peculiar elemento —el elemento de un esplendor físico desprovisto de irregularidades hasta el punto de volver superflua la discusión de cualquier otro elemento— contenido en la presencia de Lady Fanny. Era un lugar donde, en toda ocasión, ante objetos interesantes, los unánimes ocupantes, casi más preocupados por las impresiones ajenas que por cualquier otra cosa, eran propensos más bien a escudriñarse mutuamente con agudeza y disimulo antes que a concentrar sus miradas en el objeto en cuestión. En el caso de Lady Fanny, empero, el objeto en cuestión —y merced a la misma ley que había operado, aunque menos profundamente, cuando entró la pequeña Aggie— obliteró la habitual absorta intercomunicación en modo muy análogo al de una hermosa tigresa domada que a buen seguro tuviera la potestad de secuestrar toda atención. En la manera que la señora Brookenham tuvo de mirarla admirativamente hubo un desesperado abandono pesimista de la idea de poseer algo personal en común. Lady Fanny, magnificente, simple, estúpida, casi alcanzaba la estatura de su hermano, y exhibía una frente insuperablemente baja y un aire de sombría concentración suficientemente corregida por algo en sus gestos que denotaba una ausencia de cualquier propósito. Sus ojos azules eran densos a despecho de ser quizá dos pizcas demasiado claros, y la exuberancia de su cabellera morena, la disposición de cuyos masivos rizos era enteramente obra suya, posiblemente despedía un lustroso fulgor peyorado por la moda actual. Pero lo mejor de ella consistía en ser, con inconsciente heroísmo, insobornablemente ella misma; y la señora Brook y los íntimos de la señora Brook, ¿qué eran, a fin de cuentas, en su generosa entrega a la tarea de percibir, sino una feliz asociación conjurada para animarla a seguir siendo así? La duquesa se sintió movida a la más intensa admiración ante la grandiosa cordialidad sencilla con que Lady Fanny se acercó a la señora Donner, una operación en la cual fue difícil decidir si ella se lució más de lo que hacía un rato se luciera la señora Brook. La pobre señora Donner —que, a diferencia de la señora Brook, no era lo bastante sutil y, a diferencia de Lady Fanny, tampoco era casi demasiado simple— fue la que hizo el peor papel. Dirigiéndose a Mitchy, inmediatamente la duquesa calificó como infinitamente característico que la anfitriona, en vez de dejar escabullirse a una de sus visitantes, las mantuviese juntas mediante alguna suave ingeniosidad y —mientras Lord Petherton, abandonando a su hermana, se reunía con Edward y Aggie en el ángulo opuesto— se sentase entre las dos como si, en prosecución de algún designio personal endiabladamente complejo, hubiera asido la mano de cada una. Naturalmente el señor Mitchett hizo justicia a todos o, al menos, tal como habría podido inferirse de la pregunta que hizo a renglón seguido, deseó no dejar de hacerlo—: Entonces la verdadera impresión de usted, ¿es que Lady Fanny tiene auténtica base…?

—…¿para sentir celos de esa repelente personita? Mi estimado Mitchett —siguió la duquesa tras un instante de reflexión—, si es usted tan temerario como para preguntarme en relación con cualquiera de estas cuestiones cuál es mi «verdadera» impresión, se habrá merecido cualquier respuesta que obtenga. —Aparentemente la penalización que se había ganado Mitchy era lo bastante grave para hacer que su compañera vacilara a la hora de infligírsela; lo cual le brindó a él ocasión de replicar que acaso la personita no fuese más repelente que cualquier otra, que en la misma había algo que a él más bien le agradaba, y que existían muchas maneras distintas en que podía hacerse interesante una mujer. Por consiguiente fue esta postrera ligereza lo que terminó por dejarlo inerme—: ¿Quiere decir que usted ha estado compartiendo la vida de Petherton tanto tiempo sin percatarse de que él está angustiadamente preocupado?

—Mi estimada duquesa —sonrió Mitchy—. ¡Petherton arrostra sus preocupaciones con tal impavidez! Son tantas que hace mucho que he dejado de contarlas; y en general me he inclinado a dejar pasar aquellas que no puedo ayudarlo a afrontar. Usted ha hecho, advierto —continuó—, un mejor uso de oportunidades acaso no tan buenas… un uso que en todo caso la habilita para ver más cosas que yo en el significado del enojo que él expresó hace un momento.

La duquesa resultaba admirable, en conversación, por su forma de hacer caso omiso de cualquier cosa no esencial para conservar su presente plausibilidad:

—Una mujer como Lady Fanny no puede tener «base» para nada: para ninguna indignación, quiero decir, ni para ninguna venganza mínimamente digna de ese nombre. En este caso concreto, sea como fuere, ha sacrificado su base de una manera tan irresponsable que, en calidad de esposa afrentada, no ha tenido el buen sentido necesario para asegurarse a sus espaldas una o dos pulgadas en que apoyarse. Ahora ya no puede hacer absolutamente nada.

—Entonces, ¿es usted del parecer…? —Mitchy, que poseía, al fin y al cabo, sus escrúpulos, se contuvo como ante la vista de un epíteto.

—Sí soy del parecer —dijo la duquesa—, y por muy precisos motivos. Elle se les passe… ¡son de campeonato sus pequeñas intrigas! Es todo un caso, la pobre. Y todo con… ¿cómo denominarlo?… con esa ausencia de torturantes remordimientos típica de una buena ama de casa que logra que cuadren las cuentas familiares. Ofrece la pinta (y por eso la adoran aquí cuando se dicen unos a otros: «¡Fíjate en ella!») de una santa inflamada de cólera; pero ni es una santa ni, para hacerle entera justicia, está inflamada de ninguna cólera. Sí tiene el suficiente seso para darse cuenta de que algún día podría serle de utilidad que su marido haya dado, también él, un paso en falso; y, secretamente, no se siente sino complacidísima de estar segura de con quién. Así y todo, debo decirle a usted —agregó la duquesa con un estilo aún más afilado— que nuestra amiguita Nanda es de la opinión (que creo está absolutamente dispuesta a defender) de que Lady Fanny se mueve bajo los efectos de una falsa impresión.

El pobre Mitchy se quedó mirando pasmado:

—Pero ¿qué pinta en todo esto nuestra amiguita Nanda?

—Bendita sea: ¿qué, en efecto? Si usted hace preguntas, sin embargo, debe apechugar, como digo, con las consecuencias. Hay veces que entre todos los del grupo me quedo patidifusa. Una de ellas fue cuando hará un mes se me ocurrió realizar alguna alusión al encantador ejemplo del refinado gusto del señor Cashmore que tenemos ahí ante nuestros ojos: ¡cuál no sería mi sorpresa ante el tono que la señora Brook adoptó para negar en nombre de esta mujercita mi chistosa acusación! Dijo que era un competo infundio que hubiera ocurrido nada; la señora Donner había logrado escapar incólume. Como máximo había estado en peligro un día o dos, pero sus familiares y amigos (las mayores influencias) se conchabaron para protegerla: el peligro estaba conjurado. Ahora Carrie estaba perfectamente segura. ¿Cree usted que tiene pinta de estarlo? —preguntó la duquesa.

Éste era un punto para examinar el cual Mitchy no dispuso de suficiente paz de espíritu:

—¿Debo entender que Nanda había sido la fuente de información de su madre?…

—¿En cuanto al grado exacto de intimidad que reinaba entre la pareja y en cuanto a la opinión que debía formarse la señora Brook? Exactamente: fue «la última corroboración antes de entrar en prensa». «¡Nuestra propia corresponsal!». Su madre no hizo sino citarla.

El señor Mitchett estaba visiblemente asombrado:

—Pero ¿cómo podía Nanda estar al corriente…?

—…¿de nada en este asunto? ¿Cómo podía no estar al corriente de todo? Usted no ha perdido de vista, supongo, que esta mujer y la señora Grendon son hermanas. Lógicamente la situación de Carrie y los peligros de Carrie le están muy presentes a la extremadamente desocupada Tishy, que por añadidura está infelizmente casada, que no tiene hijos y en cuya casa, como puede usted imaginarse, impera todo un denso ambiente de partidismo. Conque, puesto que Nanda, por su parte, no tiene un interés más absorbente que su querida amiga Tishy, con quien se aloja en este momento y bajo cuyo techo trata perpetuamente a esta víctima de insidiosas calumnias…

—…¿ya puedo hacerme una idea de todo el problema, quiere usted decir? —Bajo la influencia de aquella sucinta descripción, el señor Mitchett ya había decidido su propia opinión—: Pero ocurre —dijo caballerosamente— que Nanda no es una crédula.

La duquesa guardó un breve silencio que habría podido ser un homenaje a la valentía de él; luego dijo:

—En efecto. Resulta que no concuerdo con ella en este caso; pero precisamente lo peor que he dicho jamás de ella es que hay cuestiones respecto de las cuales globalmente es imposible embaucarla. Y se me hace que al concluir así (sobre la base de mi pequeña anécdota), usted puede darse por más que contestado.

Mitchy le dio vueltas a aquello:

—¿Contestado?

—En el altercado que, hace un rato, quería usted entablar conmigo. A lo que aludí hablando con la madre de Nanda fue al peculiar tipo de aspectos e intereses que Nanda se ve forzada a considerar a causa de las notables amistades que la señora Brook le tolera. Eso es todo… y no digo más. Ahora juzgue usted por sí mismo.

La duquesa se había incorporado mientras hablaba, que es lo mismo que acababan de hacer la señora Donner y la señora Brookenham; y el señor Mitchett se puso en pie igualmente, reaccionando ante este último estímulo. La señora Donner se disponía a despedirse, y entre las tres mujeres relacionadas con tal circunstancia se produjo un intercambio de efusiones bastante curioso. Observando esto, de improviso el señor Mitchett se manifestó divertido:

—¡Por Júpiter, se dan besos… ella abraza a Lady Fanny! —Pero aún había de crecer su hilaridad—: ¡Y al mismo tiempo Lady Fanny, por Júpiter, abraza a la señora Brook!

—¡Oh, todo esto me sobrepasa! —exclamó la duquesa; y el pequeño gemido de su desconcertado cerebro poseyó casi la severidad de una protesta.

—No tiene por qué: todo es como debe ser. ¡La señora Brook ha actuado!

—¡Huy, no digo que ella no «actúe»! —profirió su interlocutora.

El semblante de la señora Donner exhibió, mientras ahora su propietaria cruzaba la habitación, algo que insinuaba los estragos de una lucha a muerte entre la elegancia artificial y la elegancia natural del mismo.

—Pues bien —dijo Mitchy con decisión mientras percibía aquello—, yo concuerdo con Nanda. —Y mientras le llegaba una ráfaga de irrisión procedente de la duquesa, musitó—: ¡Nada ha ocurrido!

La visitante, como para recompensarlo por una benevolencia que debía de haber intuido mucho más que escuchado desde lejos, se acercó a él con su desmañada audacia:

—El jueves voy a ir a casa de mi hermana, donde se halla Nanda Brookenham. ¿Quieres que le dé algún recado de tu parte?

El señor Mitchett se puso de un color que muy bien habría podido ser mimético, y preguntó:

—¿Cómo puedes siquiera soñar que ella espere recibir algún recado de mi parte?

—¡Oh —dijo la duquesa con una jovialidad que no disipó sino parcialmente su propia aspereza—, la señora Brook le habrá pedido a la señora Donner que le pregunte eso a usted!

Esta última dama, ante esto, posó unos extraños ojos sobre la que acababa de hablar, los cuales tal vez tuvieron algo que ver con un rápido arranque del ingenio de Mitchy:

—Dile de mi parte, por favor (si, como supongo, has venido aquí a preguntarle lo mismo a su madre), que la adoro todavía más por mantener contigo unas relaciones tan buenas que me permiten tratarte más asiduamente.

Confundida, la señora Donner se dio a la fuga con una risa nerviosa, dejando cara a cara al señor Mitchett y la duquesa. No habían intercambiado palabra las dos damas, y no obstante era como si quedara un vestigio de algo en la mirada de la más madura, mirada que, durante un silencioso instante, se desplazó desde la visitante que se retiraba, de quien se hizo formalmente cargo a la puerta Edward Brookenham, hacia Lady Fanny y su anfitriona, quienes, a despecho de los abrazos de despedida que acababan de darse, habían vuelto a sentarse juntas mientras la señora Brook alzaba la vista en exaltada inteligencia.

—Es una casa muy divertida —dijo por último la duquesa—. Ella me hace una escena porque no traigo aquí a Aggie, y otra aún mayor por mi discretísima alusión a las razones de ello, de modo que me voy corriendo, compungida, a hacer lo que pueda, sin pérdida de tiempo, para reparar mi exceso de prudencia. Jadeante, reaparezco con mi sobrina… ¡y es a esta compañía a la que la someto!

Su compañero miró hacia la encantadora muchacha, a quien estaba hablando Lord Petherton con manifiesta gentileza y jovialidad: una asociación que patentemente suscitó el interés de Mitchy.

—En ese caso ¿podemos conocerla? —preguntó este último con un efecto grotesco—. ¿Puedo conocerla yo… ya que él puede?

Los ojos de la duquesa, vueltos hacia él, habían adquirido una distinta luz. Él se quedó incluso un poco boquiabierto ante la expresión de los mismos, que fue, en cierto modo, completada por el tono femenino:

—Vaya a charlar con ella, obstinado ser, y a él mándemelo de vuelta. —Un instante después, Lord Petherton había regresado junto a la duquesa; Brookenham había abandonado la habitación acompañando a la señora Donner; su esposa y Lady Fanny conversaban aún más íntimamente; y la joven Agnesina, aunque visiblemente un poco asustada ante el extraño continente de Mitchy, había comenzado, del modo que éste le había descrito a la señora Brook, a entregarse educadamente al proceso de ir acostumbrándose—. Escucha, tienes que ayudarme —le dijo la duquesa a Petherton—. Puedes hacerlo, perfectamente; y es el primer favor que te pido en mi vida.

—¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó con soma su interlocutor.

—Tengo que cazar a Mitchy —prosiguió ella sin captar aquel peculiar matiz humorístico.

—¿A Mitchy también? —Él parecía desear que ella no dejara de captarlo.

—¡Qué basto eres! —se limitó a decir ella—. Hay veces que desespero de ti. Él es mejor que tú en todos los aspectos, y yo lo aprecio tanto que… vaya, él debe apreciarla a ella. Convéncelo de que la aprecia.

Lord Petherton le dio vueltas a aquello como a algo que le hubieran solicitado fácticamente:

—Desde luego me gustaría que la apreciase. ¡Veo posibilidades en ella! —completó, guasón.

—No me cabe duda de que se las ves. Yo las veo en Mitchett, y confío en que entenderás lo que te digo al declarar que apelo a ti.

—Apela a él directamente. Será mucho mejor —observó Lord Petherton lúcidamente.

Por un instante la duquesa exhibió su aire más orgulloso, lo cual la volvió, respecto de aquel asunto, excepcionalmente digna:

—Él no me aprecia a mí.

Su interlocutor la escudriñó con toda su brillante brutalidad:

—Oh, querida, puedo dejar caer una palabra en tu favor… ¡si eso es lo que quieres!

La duquesa le sostuvo la mirada, y de este modo, por un momento, se sondearon mutuamente.

—Eres tan abismalmente ordinario que muchas veces me pregunto… —Pero, como se abriera la puerta, ella se contuvo. Ello fue consecuencia de un rostro aparentemente dirigido hacia ella—: Silencio, que se acerca Edward.