XXXII

Ella se quedó sola durante diez minutos, al término de los cuales sus reflexiones —habría podido verse que eran profundas— fueron interrumpidas por la aparición de su marido. De hecho la interrupción no fue tan grande como si estos cónyuges no se hubieran reunido, como casi invariablemente se reunían, en silencio; de cualquier manera ella no hizo, al principio, más caso de su presencia que alargarle una taza de té acompañada por nada excepto nata y azúcar. Que ella no le dirigiera ninguna palabra, empero, implicaba que pensaba que él había entrado exclusivamente para tomar su refrigerio en menor medida que si le hubiese dicho: «Aquí tienes, Edward querido: tal como te gusta; de modo que tómalo y siéntate y quédate calladito». Ningún espectador digno de este nombre habría podido contemplarlos juntos durante más de un rato sin advertir que todo lo que, bajo la mirada de él o no, ella hacía o dejaba de hacer estaba fundamentado en un profundo conocimiento de los hábitos de él. Constituían, los hábitos de Edward digo, todo un capítulo aparte, en el que la señora Brook era absoluta maestra y en lo tocante al cual el único inconveniente era que por la propia naturaleza del caso buena parte del mérito de ella estaba predestinada a quedar oculta. Algunos de dichos hábitos eran tan peculiares que nadie salvo ella podía conocerlos y por lo tanto saber hasta qué recovecos había tenido que ahondar la sutileza femenina. Sin ir más lejos, uno de ellos era que así como a menudo él se volvía sumamente silencioso cuando más henchido estaba de noticias, del mismo modo cuando no tenía nada que contar siempre permanecía silencioso también: particularidad ésta engañosa, hasta no haberle cogido el tranquillo, para una mujer que en el último de estos dos casos habría podido entregarse a casi cualquier variedad comentarística.

—¿Qué opinas —dijo él por último— de que hoy haya dado señales de vida?

—¿El querido Van?

—Ah, ¿ha dado él señales de vida?

—Hace media hora, y preguntando por Nanda casi nada más abrir la boca. Lo he remitido al piso superior y está con ella en este momento. —Si Edward tenía sus hábitos ella también tenía los suyos; uno de los cuales, en conversación con él, si es que conversación podía llamarse, era nunca desvelar nada hasta que fuese estrictamente necesario. De esta suerte ella siempre tenía una o dos cartas de reserva, pues su lema era que jamás se sabía lo que podía suceder. Sin embargo ocurría que a veces él, como lo habría denominado ella, le ganaba por la mano.

—No está con ella en este momento. Yo acabo de estar con ella.

—¿Al final no subió? —La señora Brook se mostró enormemente interesada—. Me dejó, ya sabes, con ese propósito.

—¿Ya sé? ¿Cómo iba a saberlo? Yo la dejé a ella hace cinco minutos.

—O sea que se marchó sin verla. —La señora Brook estudió aquello—. Modificó su intención estando en las escaleras.

—Bueno —dijo Edward—, no sería la primera intención que ha sido modificada ahí. Prácticamente es lo único que un hombre puede modificar.

—¿Te refieres particularmente a mis escaleras? —preguntó ella con su extravagante aflicción. Pero entretanto había podido recapacitar—: Entonces, ¿de quién hablabas?

—De que el señor Longdon va a venir a tomar el té con ella. Ella ha recibido una nota.

—Pero ¿cuándo regresó a Londres el señor Longdon?

—Anoche, creo. Hace una o dos horas lo anunció la nota… traída personalmente y con la esperanza de que ella estuviera en casa.

De nuevo la señora Brook reflexionó:

—Me alegro de que sí esté en casa. El señor Longdon es un cielo. ¡Personalmente!… así debía de enviarle notas a mamá. Por nada del mundo telegrafiaría.

—Huy, muchas veces Nanda le ha telegrafiado a él —repuso el padre de la muchacha.

—Pues debería estar avergonzada. Pero ¿cómo —dijo la señora Brook— estás enterado de eso?

—Oh, yo siempre estoy enterado cuando estamos metidos en un asunto como éste.

—¡Sin embargo te quejas de la falta de intimidad de ella contigo! Y ahora resulta que sois como uña y carne.

Edward contempló esta acusación igual que contemplaba a todos los antiguos amigos: sin una señal —lo que se dice una señal— de reconocimiento.

—No recuerdo haberme quejado nunca de la falta de intimidad de nadie conmigo. No hay demasiadas cosas que nadie pueda contarme, a mi juicio, que no me hayan contado ya. ¿Qué supones que pretendo de las personas? Si yo, por mi parte, no consigo calarlas demasiado hondo, debí de quejarme de eso.

—Oh, pero sí que lo consigues —declaró la señora Brook—. Tú te crees que no, pero el hecho es que las calas muy, muy hondo. Siempre estás, como dije hace un momento, sacando a la luz algo que hayas pescado en alguna parte.

—Sí, y viéndote erizarte ante ello. Lo que saco a la luz es simplemente lo que las personas me cuentan.

Para la señora Brook esa restricción no ofreció, empero, dificultad alguna:

—¡Oh, pero me parece que con las cosas que actualmente las personas van contando por ahí…! ¿Qué más quieres?

—Bueno —y desde su asiento Edward atalayó el fuego unos instantes—, entonces la diferencia debe estar en las que te cuentan a ti.

—¿Cosas que son mejores?

—Sí: peores. Seguramente —prosiguió— lo que yo les doy…

—…¿no es tan malo como lo que les doy yo? Oh, cada uno de nosotros debe hacerlo como mejor sabe. Mas cuando te oigo decir —siguió la señora Brook— que alguna vez Nanda se ha permitido algo tan grosero como comunicarse con él por telegrama, nuevamente se me pasa por la cabeza que yo habría sido la más cualificada para tratar con el señor Longdon si no lo hubiese impedido su aversión hacia mí. —A estas alturas ella también estaba —aunque de pie— junto al fuego, que miró larga y fijamente igual que su marido—. Yo nunca habría telegrafiado. Habría puesto en práctica pequeñas delicadezas y detalles inesperados que a Nanda nunca se le han ocurrido.

—Desde luego ella no tiene las mismas ideas que tú —convino Edward.

—¡Es más sosa que una chimenea apagada, y en el fondo si no hubiera sido por mamá…! —Y ella volvió a abismarse en las razones de las cosas.

Por un instante el silencio de su marido pareció indicar cierta conformidad con aquella insinuación, pero incluso para esta aquiescencia hubo un límite:

—Tú logras muy bien, opino, que no se extinga lo logrado por tu madre. Pero ¿y si, como dices tú, tu madre no hubiera logrado…?

—Caray, jamás habríamos llegado a ninguna parte.

—Bueno, y ¿dónde estamos en estos momentos? Eso es lo que yo querría averiguar.

Siguiendo el curso de sus propios pensamientos, al principio ella no prestó atención a la pregunta de él:

—De no ser por su aborrecimiento, el señor Longdon me habría apreciado. —Pero con un suspiro regresó hasta la situación real—: Da igual. Debemos apañárnoslas con lo que tenemos.

—Y ¿qué tenemos? —insistió Edward.

Otra vez sin prestar oídos a la pregunta su esposa le volvió la espalda, aunque sólo para, tras haber dado algunos imprecisos pasos, tomar a él con renovado ímpetu:

—Si el señor Longdon está al caer, ¿puedes hacerme un favor? ¿Querrás regresar junto a Nanda (antes de que él llegue) y hacerla saber, aunque por supuesto no como si fuese de mi parte, que Van estuvo aquí media hora, se le dijo claramente que ella estaba en el piso superior y desocupada, y se marchó sin subir a verla?

Edward Brookenham no hizo ningún movimiento.

—¿No prefieres hacer eso tú misma?

—Si lo prefiriese —dijo la señora Brook— ya lo habría hecho. Sin duda la forma de que no parezca dicho de mi parte es no decirlo yo misma. Por lo demás, quiero quedarme aquí para ser la primera en recibirlo.

—Y ¿no puede ella saberlo más tarde?

—¿Después de que el señor Longdon se haya marchado? La finalidad es que ella lo sepa a tiempo para hacérselo saber a él.

Edward siguió hablando en dirección al fuego:

—Y ¿cuál es la finalidad de eso? —A ella la impaciencia, que se le acrecentó visiblemente, la hizo alejarse de nuevo; pero para cuando ella se detuvo junto a la ventana él ya había lanzado otra pregunta—: ¿Tantas prisas tienes de que ella sepa que Van no la quiere?

—¿Por qué las denominas prisas si llevo esperando aproximadamente un año? Nanda puede saberlo o no según se le antoje: puede saberlo en cuanto le dé la gana; si a estas alturas no lo sabe de sobra, es que es demasiado tonta para que ello pueda importar. Mi sola urgencia es por el señor Longdon. Ella le tendrá preparada la noticia cuando llegue.

—¿Quieres decir que Nanda se apresurará a contárselo?

Durante un momento, la señora Brook alzó la mirada hacia alguna elevada inmensidad:

—Se lo mencionará.

Su marido, por el contrario, con las piernas estiradas, miraba derechamente hacia la punta de sus botas.

—¿Estás segurísima? —Después, al no obtener respuesta, insistió—: ¿Por qué iba ella a hacerlo, si él no le ha contado a ella…?

—…¿el modo en que, según yo te conté a ti hace ya mucho, él le había planteado las cosas a Van? Entre ellos no han hablado sobre eso con palabras, no hay duda; pero me da en la nariz que, para comunicarse lo que sea, a ellos no les es tan necesario poner los puntos sobre las íes, querido mío, como a nosotros. Sin que le hayan dicho una sola sílaba, Nanda es consciente, en cada fibra de su pequeño ser, de lo que ha estado aconteciendo.

Edward dedicó un lapso todavía más prolongado a asimilar aquello.

—¡Pobrecita! —exclamó.

—¿Te parece tan pobre —preguntó la señora Brook— con lo muchísimo que se ha conseguido para ella?

—Conseguido ¿por quién?

Fue como si no hubiera oído la pregunta como ella tornó a hablar:

—Ella ha conseguido lo que toda mujer (joven o vieja) ansia.

—¿De veras?

El tono de Edward fue de asombro, pero ella se limitó a seguir adelante:

—Tiene un hombre para ella sola.

—Ah, pero ¿y si no es el indicado?

—¿Te parece tan sumamente contraindicado el señor Longdon? ¡Ojalá —declaró ella con un insólito suspiro— yo hubiera tenido un señor Longdon!

—Ojalá lo hubieras tenido, ciertamente. Yo no me lo habría tomado como a Van.

—Oh, hacía falta Van —replicó la señora Brook— para llevarlos a ellos a donde están ahora.

—Pero ¿dónde están ellos ahora? Helo ahí precisamente. En estos tres meses, por ejemplo, ¿en qué le ha aprovechado su mutua relación? —demandó Edward.

La señora Brook le dio vueltas a aquello:

—Aprovechado ¿a quién?

—Caray, uno está más interesado por sus propios retoños.

—Te diré que ella se ha convertido para él en lo que más anhelábamos: un objeto de compasión aún más intensa.

—¿Es eso lo que anhelabas que ella fuese?

Obviamente la señora Brook era, a su propio modo de ver, tan clara que su reduplicada expresión de impaciencia se mostró llena de inquina:

—¿Cómo puedes preguntar eso después de haber visto lo que hice…?

—…¿aquella velada en casa de la señora Grendon? Caray, es la primera vez que lo he preguntado.

La señora Brook se sumió en un silencio aún más denso.

—El señor Longdon la compadece por estar con nosotros —dijo por último.

Edward meditó:

—¿Por estar conmigo también?

—No tanto… pero de todas formas tú ayudas.

—Creía que creías que yo no había ayudado… aquella noche.

—¿En casa de Tishy? Oh, no fuiste un inconveniente —dijo la señora Brook—. Todo y todos ayudan. Harold manifiestamente —ella pareció representárselo todo—, e incluso los pobres niños, probablemente, un poco. Oh, en realidad todo el mundo —se puso más animada ante aquella visión—; es perfecto. Jane inmensamente, par exemple. Casi todos los demás que acuden de visita a esta casa. Cashmore, Carrie, Tishy, Fanny (¡benditas sean sus almas!), cada uno en su medida.

Bajo la influencia de esta exteriorización, Edward Brookenham se había levantado gradualmente de su asiento y, cuando su esposa hubo alcanzado esa parte de su proceso que aparentemente iba a consistir en aportar pruebas, se situó frente a ella y de espaldas al fuego diciéndole:

—Y Mitchy, supongo.

Pero él se había desencaminado.

—No: Mitchy es distinto —replicó ella.

Él se maravilló:

—¿Distinto?

—No es una ayuda. Es toda una desventaja[20]. —Entonces, como el continente masculino declarara que esto era un enrevesamiento, ella agregó—: No es preciso que comprendas, basta con que me creas. Naturalmente, quien más colabora es Van en persona. —Esta última fue una aserción en virtud de la cual no se vio disminuido el fracaso intelectivo de él, así que ella remató la operación—: Porque no la aprecia.

La oscuridad de Edward al oír aquello no fue enteramente perplejidad, pero sí fue duda:

—¿Te gusta que no la aprecie?

—Cielos, no. No más de lo que le gusta a él.

—¿A Van no le gusta…?

—Huy, lo odia.

—Por supuesto yo no lo he interrogado —pareció Edward decir más para sí que para su esposa.

—Y por supuesto yo tampoco —repuso ella… decididamente, en este caso, no para sí—. Pero yo lo sé. Van la apreciaría si pudiese, pero no puede. Eso —concluyó la señora Brook— es lo que hace que sea inevitable.

En la seriedad de Edward finalmente apareció un nítido pathos:

—¿Inevitable que jamás se le declare?

—Inevitable que jamás el señor Longdon se desentienda de ella.

—Claro está que si ello es inevitable…

—¿Y bien?

—Pues que lo es. Pero claro está que si no lo es…

—¿Y bien?

—Pues que ella no tendrá nada. Nada excepto a nosotros —completó él reflexivamente—. A menos, ya sabes, que estés manejándolo todo sobre la base de una certidumbre…

—Precisamente sobre eso estoy manejándolo todo. No moví ni un dedo hasta cerciorarme de estar segura.

—¿«Segura»? —hizo de eco él con ambigüedad, mientras ante esto sus miradas se encontraban más largamente.

—Segura. Me cercioré de que el afecto del señor Longdon aguantaría contra viento y marea.

—Pero ¿cómo te cercioraste de que el de Van no?

—Da igual «cómo»… pero me cercioré todavía mejor. El de él no ha aguantado. —Ella lo dijo con gran sencillez, pero se dio media vuelta y echó a andar.

Durante unos momentos él la siguió con la mirada, y dijo:

—Nosotros no sabemos, al fin y al cabo, qué tal anda de patrimonio el viejales.

—Yo no sé a qué te refieres con eso de que «nosotros» no lo sabemos. Nanda sí lo sabe.

—Pero ¿dónde está el consuelo si no nos lo cuenta?

La señora Brook, que había tomado a encararlo, nuevamente le volvió la espalda:

—Espero que no olvides —comentó con suficiencia— que nunca la interrogamos.

—¿ nunca la interrogas? —Edward semejó melancólico.

—Nunca. Pero yo confío en ella.

—Sí —tomó a reflexionar él—, uno debe confiar en sus propios retoños. ¿Y Van? —inquirió a renglón seguido.

—¿Que si él confía en ella?

—Que si él sabe algo de la cifra global.

Ella titubeó:

—Todo. Es elevada.

—¿Eso te ha contado?

Ahora superlativamente impacientada, la señora Brook pareció objetar la mismísima pregunta:

A él lo interrogamos todavía menos.

—Entonces, ¿cómo podemos saberlo?

Ella estaba cansada de tener que explicar:

—Porque precisamente por eso es por lo que Van lo odia.

No había límites, sin embargo, por lo visto, para la capacidad inquisitiva de Edward:

—Odia ¿el qué?

—Córcholis, odia no apreciarla.

Edward continuó dándole la espalda al fuego y orientó la inánime mirada hacia la comisa y el techo:

—Yo no pensaba que pudiera ser tan difícil apreciarla.

—Diablos, puedes ver que no lo es. El señor Longdon es capaz de lograrlo.

—No entiendo qué tiene de malo mi hija —insistió él apagadamente.

—¡Oh, pero eso no impedirá…! Afortunadamente, de todos modos, lo que tu hija tiene de malo constituye el origen de la mitad del interés del señor Longdon.

—Pero ¿qué es lo que mi hija tiene de malo? —requirió lóbrego.

Ella vaciló un instante, mas lo reveló:

—Soy yo.

—Y ¿qué tienes de malo «tú»?

Ella hizo, ante esto, un gesto que atrajo la mirada de él hacia la suya, y por un momento sonrió tenuemente a su marido:

—Eso es lo más bonito que me has dicho en toda tu vida. En toda, toda tu vida, ¿sabes?

—¿Lo es? —Ella le había puesto la mano sobre la manga, y él pareció casi turbado.

—Lo más bonito del mundo. Ten eso en cuenta y aun si sólo lo has dicho por casualidad no seas gracioso (tal como sabes que a veces puedes serlo) y te retractes. Ha estado muy bien. Es encantador, ¿verdad?, que nuestros problemas nos hagan estar más unidos. Ahora sube a verla.

Edward mantuvo un semblante extrañado, que no fue iluminado por aquella sucesión de comentarios, mas por último se puso en movimiento y no fue hasta que casi hubo llegado junto a la puerta cuando volvió a detenerse:

—Naturalmente, sabrás que le ha enviado un sinfín de libros a Nanda.

—¿El señor Longdon, últimamente? Oh sí, un diluvio, de tal forma que su habitación parece la trastienda de un librero; y todos ellos, en las más preciosas encuademaciones, ejemplares de las más clásicas obras inglesas. No sólo sé esto, naturalmente, sino que además sé (cosa que tú no) el porqué.

—¿«El porqué»? —hizo de eco Edward—. ¿Cuál puede ser sino que (a menos que le enviase dinero) es prácticamente la única gentileza que el señor Longdon puede mostrarle a distancia?

La señora Brook guardó silencio; luego espetó con un ligero suspiro reprimido:

—¡Helo ahí!

De todos modos esto lo hizo demorarse allá:

—Pero tal vez sí que le envía dinero.

—No. No ahora.

Edward ahondó:

—Entonces ¿es que expresa su afecto…?

—…¿únicamente mediante libros? —Era maravilloso (y ahora tuvo un visible efecto sobre él) cómo ella dominaba la cuestión—. Sí, ésa es la forma que adopta su delicadeza… en el presente.

—Y ¿no temes que en el futuro…?

—…¿el señor Longdon considere que con los libros ya habrá habido suficiente? No. Sólo son una propina.

Perceptiblemente aliviado, él alcanzó definitivamente la puerta, donde, no obstante, se detuvo otra vez:

—¿No crees que estaría bien que yo hablara con Van?

Se quedó mirando pasmada:

—¿Para qué?

—Caramba, para preguntarle qué propósitos tiene en definitiva.

—Como hagas algo tan atrozmente vulgar —contestó ella de inmediato—, abandonaré tu hogar en menos que canta un gallo. ¿Te crees capaz —preguntó— de encasquetarle a tu hija por la fuerza?

Claramente él no tenía preparado un informe sobre su creencia en sus propias capacidades, pero tuvo un recuerdo global que consiguió abrirse paso:

—Entonces, ¿por qué diantres nos cortejó?

—No lo hizo. Nosotros lo cortejamos a él.

—Y ¿por qué diantres…?

—Vaya —dijo la señora Brook, con decidido ánimo de concluir—, estábamos enamorados de él.

—¡Ah! —dijo Edward bruscamente. A estas alturas ya había abierto la puerta, y su exclamación era parcialmente consecuencia de haber avistado a un criado que antecedía a un visitante. Su saludo al visitante antes de hacerse a un lado y retirarse fue, empero, sumamente breve y habría podido implicar que ya se habían visto ayer mismo—: ¿Qué tal te va, Mitchy? ¿Que si está en casa? ¡Oh, ya lo creo!