XXV
—Yo lo he obligado —le dijo Nanda a Mitchy en el salón— a obligar al señor Van a acompañarlo.
El señor Longdon, bajo la lluvia, la cual se había presentado desde la mañana, se había marchado a la iglesia, y su otro invitado, con bastante señalado buen humor, se había prestado a hacerle compañía. Las ventanas del salón miraban hacia el mojado jardín, todo vivido e intenso bajo el chubasco estival, y Mitchy, tras haber visto a Vanderbank ceñirse los pantalones y responder animosamente con una última pulla a la no enteramente sincera befa suscitada por su sumisión, había aceptado pródiga y campechanamente la perspectiva no sólo de un agradecido césped refrescado, sino también de una hora larga entre lo más granado, como había dicho él, de sus presentes circunstancias venturosas. La benéfica lluvia, el precioso lugar antiguo, la deliciosa mansión solemne, la gran habitación inimitable, la ausencia de los demás moradores, la actual visión de lo que su joven amiga le había ofrecido a su consideración: la conciencia de estos deleites se expresó en su clavada y copiosa mirada saltona. Al principio se sintió demasiado complacido incluso para tomar asiento: midió aquel gran espacio de punta a cabo, tomando a admirar todo lo que ya había admirado antes y volviendo a declarar que ningún ingenio moderno —ni siquiera el suyo propio, al cual hacía justicia— sería capaz de crear efectos de tal pureza. El toque final en todo el cuadro que tenían ante sí era precisamente la inconsciencia del artífice. El señor Longdon no había diseñado su hogar, se había limitado a vivirlo, y el «gusto» de su residencia —en ciertos respectos Mitchy abominaba de esa palabra— no era sino la propia belleza de su existencia personal. Todo por todas partes había caído directamente del cielo, sin absolutamente ningún indicio de transacción comercial ni una sola marca de fábrica o etiqueta de origen. Todo esto habría sido un maravilloso tema de conversación en Buckingham Crescent: un ejercicio tan dichoso para los seguidores de aquel templo de la especulación analítica, que repetidamente Mitchy había declarado que su común experiencia de aquello reclamaba a gritos la presencia de la señora Brook. Las cuestiones que aquí se ponían en danza para una mente receptiva eran justamente aquellas que, como decía él, más los hacían sentirse vivos. La excusa de Vanderbank para no salir durante la mañana había sido un rimero de cartas que despachar, y Mitchy —que a aquella hora había bajado de su habitación, como ya había anunciado desde el comienzo, dispuesto a todo— había ido a la iglesia con el señor Longdon y Nanda en el más fino espíritu de curiosidad. Ahora —tras el comentario de la muchacha— le volvió la espalda a su contemplación de la lluvia, que extrañamente le había parecido distinta de cualquier otra lluvia, al igual que todo lo demás también era distinto, y respondió que sabía muy bien lo que ella era capaz de obligar a hacer al señor Longdon, pero que no acertaba a figurarse cuál era el secreto del señor Longdon para manejar a su amigo. Estaba de pie ante ella con las manos en los bolsillos y el agradecimiento espejeando desde cada uno de los lunares amarillos de su corbata roja:
—Misa vespertina en un domingo lluvioso de una pequeña localidad rural no es moco de pavo. ¿Es que Van hace todo lo que desea su anfitrión?
—Quizá es que lo ha asaltado una sospecha de lo que deseo yo —explicó Nanda—. Puesto que deseo hablarte seriamente…
—…¿se ha quitado de en medio para facilitarme las cosas? Pues entonces, como de costumbre, Van es sencillamente magnífico. ¿Cómo expresar la felicidad de hallarme a solas contigo en este armonioso recinto antiguo, esta beatitud nunca vista? Nada es más encantador que topamos súbitamente con algo intenso y nuevo después de haber creído que ya nunca habría nada más que nos estremeciese. Suponemos que ya hemos pasado por todo, que ya hemos exprimido hasta la última impresión del desengaño definitivo, penetrado hasta el último recoveco de la mayor de las sorpresas; y hete aquí que un buen día caemos en la cuenta de que no le hemos hecho justicia a la vida. Hay cosillas que imprevistamente nos salen al encuentro y nos hacen volver a vibrar. Pensándolo bien, es infinito lo que puede suceder. Un sencillo lanzamiento de dados y durante tres minutos somos los ganadores. Éstos, mi querida señorita, son mis tres minutos. Te parecería increíble la satisfacción que extraigo de ellos, y ¿cómo podría darte una idea aproximada? Aquí en esta estancia flota una tenue, divina fragancia antigua… ¿o es que no te llega? No habré vivido sin disfrutarla, aunque ahora me doy cuenta de haber estado convencido de que sí. Por tu parte, tú no habrás vivido sin cierto matiz de grandiosidad. Este momento es grandioso, y tú lo has ocasionado. Habrás sido grandiosa al sentir todo lo que puedes ocasionar. Por lo tanto —siguió Mitchy, deteniéndose nuevamente, conforme ambulaba, ante un retrato—, no lo estropearé todo con la grosería de desear que ojalá yo también poseyera una obra maestra de Cotman.
—¿Has abandonado algo muy importante para acudir? —inquirió Nanda.
—En el mundo entero, hija mía, ¿qué hay que sea muy importante salvo la belleza de esta ocasión? No tengo ni la menor idea de qué abandoné al recibir la nota del señor Longdon. No me pidas un recuento de nada: todas las cosas se fueron al… se volvieron prescindibles. Sí diré esto en mi favor: siembro mi desconsideración, me olvido de las personas, con una facilidad que, durante intervalos, durante cortos periodos, por lo que a ellas atañe, me hace dejar de existir, así es que mi vida está profusamente punteada por estados transitorios en que soy como esos muertos de quienes sólo se habla bien. —Sonriéndole, había vuelto a aproximarse a ella—. He muerto para asistir a esto, Nanda.
—La única dificultad que advierto —repuso ella acto seguido— es que deberías casarte con una mujer realmente inteligente y no estoy segura de hasta qué punto lo es Aggie.
—¿Aggie? —hizo de eco su amigo con gran suavidad—. ¿Para eso has mandado llamarme: para hablar de Aggie?
—¿No se te ocurrió pensar que podía ser así?
—¿Que no podía ser, quieres decir, para ninguna otra cosa? —Él buscó con la mirada el asiento al ocupar el cual expresaría una más profunda entrega a aquel escenario, después se dejó caer pesadamente en él con una hermosa sumisión rauda—: No tengo ni idea de lo que se me ocurrió pensar… por lo menos ninguna salvo la sensación de que a ti se te había ocurrido pensar en mí. Los pensamientos son arcilla en manos del alfarero. Haz conmigo lo que se te antoje.
—Sabes apreciarlo todo tan maravillosamente —dijo Nanda— que no te costará mucho trabajo apreciarla a ella. Me atenaza mi sueño de que tú puedes salvarla; y por eso no he sido capaz de esperar más.
—Lo único que me queda en la vida —respondió él— es cierta tendencia a cavilar qué me es factible hacer a fin de significar algo para ti; pero precisamente es una cavilación que tú puedes colaborar a aclarar. Por ejemplo podrías ofrecerme alguna garantía o prenda de que si consigo significar (gracias a mis cabriolas y caracoleos y espectaculares estampidas) nunca me relegarás a la insignificancia. Creo que no hay aventura en que no esté dispuesto a embarcarme por ti; pero aun así mi pasión (disciplinada, a causa de todo esto, depurada, espiritualizada) es lo bastante de este mundo como para no haber renunciado enteramente a la esperanza de alguna pequeña recompensa.
—¿Cuán pequeña? —preguntó la muchacha. Ella habló como si sintiese que debía aceptar de él, por simple sentido de la equidad, al menos tanto como lo que ella iba a hacerlo aceptar, y la grave transigencia turbada que tal sentimiento infundió en su propio tono fue acogida por Mitchy con una razonabilidad deleitada que en nada fue camuflada por su afición a las hipérboles. Él se sonrojó de placer admitiendo plenamente que había algo que estaba dispuesto a negociar con ella, pero asegurando con cada uno de sus tenues sonidos que no había altura a que ella pudiera elevar la negociación adonde él no pudiera seguirla. En cada una de las entonaciones y gestos masculinos hubo, saltando de éstos a aquéllas y viceversa, una implicación de lo exquisito. ¡Oh, vaya si él podía estar a esa altura!
—Caray, me refiero a instituir un vínculo entre nosotros dos —contestó Mitchy—. Me refiero a que de alguna forma hagas que nos sintamos más unidos: que ambos sepamos alguna cosa que nadie más sepa. Me gustaría indescriptiblemente que compartieras un secreto conmigo.
—Oh, si eso es todo lo que deseas, resultas sencillo de satisfacer. Rien de plus facile, como dice mamá. Estoy repleta de secretos: creo que de veras soy de lo más secretista. Estoy dispuesta a compartir contigo casi cualquiera de ellos… es decir, suponiendo que sea uno que merezca la pena.
Mitchy vaciló:
—¿Quieres decir que lo escogerás tú misma? ¿No permitirás que sea uno de los míos?
Nanda se extrañó:
—Pero ¿es que habría alguna diferencia?
De un salto su compañero volvió a ponerse en pie y por un momento se adueñó del lugar:
—¡Cuando dices cosas así, eres de una hermosura…! ¿Puede ser —preguntó deteniéndose ante ella— uno de los míos: uno absolutamente feo?
Ella exhibió el más vivo interés:
—Dado que estoy convencida de que los secretos más feos son los mejores… sí, desde luego.
—Me siento bochornosamente tentado. —Mas hizo una tregua; luego, volviendo a dejarse caer en su silla, dijo—: Sería demasiado horrible. Me temo que no soy capaz.
—En tal caso, ¿por qué no éste, tal como es?
—¿«Éste»? —Con la mirada él escudriñó la gran estancia acogedora—. ¿Cuál?
—Canastos, ¿para qué estás aquí?
—Mi querida amiga, estoy aquí (por encima de todo) para amarte más que nunca; y de eso está ausente cualquier fascinante misterio…
Ella lo miró como viendo lo que él quería decir y únicamente deseando ponerle remedio:
—Hay cierta dosis de misterio que en este momento podemos crear… que de hecho me parece que debemos crear. Querido Mitchy —continuó casi con vehemencia—, creo que en realidad no podemos contarle esto a nadie.
Él se había recostado en su asiento, ahora sin mirarla y con las manos, ayudadas por los apoyados codos, entrelazadas para mantenerse más tranquilo:
—¿Aún estás hablando de Aggie?
—¡Pero si apenas he empezado!
—¡Ah! —No fue irritación lo que él semejó expresar, sino la ligera tensión de un esfuerzo por adentrarse en el asunto. Para mejor fijar esa imagen, cerró los ojos un breve rato.
—Hablas de algo que nos haga sentimos más unidos, y yo sencillamente respondo que si no sientes cuán juntos estamos ya en esto, creo que no podrás sentirlo jamás. Debes de tener una noción exagerada —siguió a continuación— de lo que es un estado ideal de unión. Los despacho fuera a todos por ti: me deshago de cualquier cosa que pueda interferir, y no me importa en absoluto que te enteres de que me parecen preciosas las consecuencias. Tú podrás hablar, si quieres, de lo que aquí pase entre nosotros pero, lo que es yo, nunca se lo mencionaré a persona alguna: literalmente a ningún bicho viviente. ¿Qué más quieres? —Él abrió los ojos en deferencia a esta pregunta, pero respondió solamente con una mirada fija tan desprovista de todo acompañamiento como si se hubiese efectuado a través de un agujero en una cortina—. Afirmas estar dispuesto a cualquier aventura, y precisamente es una aventura lo que te propongo. Si pudiera hacer que sintieras tú mismo tal como yo siento por ti la belleza de tu oportunidad de intervenir para salvar a Aggie…
—¿Qué pasaría si pudieras? —espetó Mitchy por fin—. No creo, ¿sabes? —dijo, pasado un momento—, que vaya a serte fácil conjugar todos los factores del caso.
Ella reflexionó un rato más prolongado; por último declaró:
—Uno de esos factores eres tú, de modo que jugarás a mi favor. Si te pongo en juego de una forma eficaz…
—…¿te sentarás tan campante y te limitarás a verme obrar? ¡Muchas gracias! ¿Esa será mi recompensa?
Ante esto Nanda se levantó de su sofá como con un impulso de protesta:
—¿Te importará un rábano mi agradecimiento, mi admiración?
—Claro que no —pareció decir Mitchy para sí mismo—. Eso sí me parecerá sustancioso. Lo que no acabo de entender, ¿sabes?, es qué le debes a Aggie. ¡No es como si…! —Pero aquí titubeó.
—…¿como si ella me amara especialmente a mí? Oh, eso no influye para nada en la cuestión: eso es algo sin lo cual es perfectamente posible ser una bellísima persona. Hay personas admirables, absolutamente admirables, que no me aman. Lo que es importante para uno es lo que uno contempla por su cuenta, y es más que bastante si yo contemplo lo que puede hacerse por esa chiquilla. ¡Cásate con ella, Mitchy, y ya verás a quién amará más que a nadie!
Mitchy conservó su postura: ahora mismo era él —había sido vuelta del revés su descripción de hacía un instante— quien parecía estar sentado tan campante y limitarse a ver obrar.
—¡Es indescriptiblemente maravilloso —exclamó— que me pidas cualquier cosa, sea la que fuere!
—Pues entonces, como yo digo, sálvala hermosa y muníficamente.
—Como tú digas, conforme. —Él inclinó la cabeza dulcemente—. Pero sin que hayas logrado hacerme comprender qué entiendes exactamente por eso.
—Impídele —contestó Nanda— volverse como la duquesa.
—Pero si ni de lejos se parece a la duquesa en ningún aspecto. Aggie es una criatura completamente distinta.
Sólo durante un instante, empero, pareció hacer efecto aquella objeción.
—Precisamente por eso será tan perfecta para ti —dijo la muchacha—. La alejarás, la sacarás fuera de la vida de su tía.
Ahora Mitchy acogió todo aquello con una especie de inmovilidad fascinada:
—¿Qué sabes tú sobre la vida de su tía?
—¡Oh, yo lo sé todo! —Ella habló con su primer tenue matiz de impaciencia.
Por unos instantes esto produjo entre ellos un silencio, al término del cual su compañero dijo con extraordinaria gentileza y ternura:
—¡Mi querida Nanda! —El silencio de ella semejó prolongarse voluntariamente y la insinuación contenida en el mismo habría podido ser que para un buen entendedor no hacía falta añadir palabra alguna a la declaración que ella acababa de hacer, declaración que Mitchy permaneció sentado asimilando como bajo una nueva luz. De hecho, enseguida él pasó a exteriorizar lo que había sacado en claro—: Eres maravillosamente interesante. Desde luego… sabes una barbaridad de cosas. ¿Cómo ibas a no saberlas… y para qué?
—«¿Para qué?». ¡Oh, eso es una cuestión diferente! Pero ni te imaginas lo que sé; estoy segura de que es mucho más de lo que tienes idea. Así es como actualmente somos todas… todas excepto esa pequeña maravilla que es Aggie. ¿Por quién diantres —insistió la muchacha— nos habías tomado?
—¡Está bien! —resolló Mitchy, divinamente manso.
—Puedo asegurar que yo no sé si lo está; no me extrañaría que de hecho estuviera mal. Pero al menos lo que sin duda está bien es que servidora no finja otra cosa diferente. Ahí me tienes, en cualquier caso. Ahora bien, la singularidad de Aggie es que ella no sabe nada… nada de nada: ni tan siquiera la más pequeña pizca de cosa alguna.
Fue apenas perceptible que Mitchy dudó, y habló con bastante gravedad:
—¿La has explorado?
—Ya lo creo. Y también lo ha hecho Tishy. —La gravedad de él resultó menor que la de Nanda—. Absolutamente nada de nada. —A ella tal vez le volvió a la memoria con renovado hechizo el recuerdo de alguna escena o algún episodio—: ¡Ah, di lo que quieras, pero así es como deberíamos ser todas!
Tras un minuto de gran intensidad, Mitchy había dejado de mirarla; cambiando de postura y apoyando los codos sobre las rodillas, durante un rato ocultó la cara entre las manos. Luego se puso en pie de un tirón:
—Hay una cosa que me gustaría enormemente confesarte. Pero no soy capaz.
Tras un lento ademán negativo, Nanda lo abrumó con una de sus más sombrías sonrisas:
—No hace falta que la confieses. Sé perfectamente de qué se trata. —Lo atalayó un momento, transcurrido el cual prosiguió—: Sencillamente se trata de que te gustaría que yo acertase a comprender que tú eres un hombre a quien, con plena sinceridad, se le da una higa de lo espantosos…
—¿Y bien? —Al quedarse ella en silencio, él se había encendido con una nueva vehemencia.
—…que puedan ser los conocimientos de servidora. En ti ello no ofende ningún prejuicio heredado.
—¡Oh, «heredado»!… —se lamentó Mitchy extáticamente.
—Incluso te gusto más a causa de ellos; así es que una de las razones por las cuales no habrías sido capaz de confesármelo (aunque naturalmente, bien lo sé, no la única) es que literalmente te habrías sentido casi abochornado. Porque, ya sabes —siguió—, es asombroso.
—¿Es asombroso que yo carezca de…?
—Sí: de cualquier repugnancia hereditaria en presencia del hecho del cual estoy hablando. Hay una especie de conciencia que no posees.
Nuevamente la apreciación masculina la atalayó con mirada saltona:
—¡Oh, vaya si lo sabes todo!
—Eres tan amable que nada te escandaliza —perseveró ella lúcidamente—. Hay una especie de sensibilidad que no tienes.
Se sentía cada vez más impresionado:
—¿Sólo tengo la de (por así decirlo) la piel y el tacto? —interpeló.
—Oh, y la de la inteligencia. Y la del espíritu. Y algunas otras especies, sin duda alguna. Pero no la especie.
—Ya. —La curiosidad masculina había sido aguzada—. Supongo que ésa es la única forma de denominarla. —Tal forma pareció erguirse allí ante él—: ¡La especie!
—La especie de sensibilidad que me volvería inaceptable para ti. O, mejor dicho, quizá no a mí misma —agregó como para arrojar la mayor cantidad de luz sobre la discusión—, sino a mis circunstancias, mis experiencias… a todas las consecuencias de ellas que son discernibles en mí. ¿Es que una no acaba convirtiéndose en algo así como un pequeño sumidero por donde fluye de todo?
—¿Por qué no describirte más elegantemente —preguntó Mitchy, nuevamente impresionado— como una pequeña arpa eólica colocada junto a la ventana del salón y que vibra con las corrientes de la charla?
—Oh, porque el arpa devuelve un sonido y nosotras (por lo menos eso procuramos) no devolvemos ninguno.
—¿Lo que recibís, quieres decir, se os queda adentro?
—Vaya, se nos queda pegado. ¡Y eso es lo que a ti no te importa!
Ante esto sus miradas se encontraron largo rato.
—Sí…, entiendo. A mí no me importa. Tengo las más terribles limitaciones.
—Oh, no sé nada sobre tus otras limitaciones —repuso Nanda—; no he reparado en ellas. Pero tienes ésa, y es suficiente.
Continuó encarándola con su extraña mezcla de asenso y reticencia:
—Querida mía, suficiente ¿para qué? ¿Para volverme imposible para ti porque el único hombre a quien podrías, como suele decirse, «respetar» sería un hombre a quien sí le importase? —Después, como finalmente ella apartara de él la mirada bajo la suave presión tranquila de aquella pregunta, él dijo—: El hombre con «la especie», como dices tú, ¿resulta ser precisamente la tipología que puedes amar? Pero ¿qué sentido tiene —perseveró al no dar ella respuesta— amar a una persona caracterizada por el prejuicio (hereditario o de cualquier otra clase) según el cual eres ni más ni menos que aberrante? ¿Es que decididamente gozas amando en vano?
Ésta era una pregunta, según pareció decirlo la forma como ella volvió a encararlo, que merecía una concienzuda respuesta:
—Sí. —Mas ella principió a pasearse tras haber hablado, y la mirada de Mitchy la siguió por diversas partes de la habitación mientras, con pequeños pretextos de adecentarla en ese momento, pequeñas modificaciones en aras de la simetría, ella la recorría pausadamente.
—Lo que en tal caso resulta singular —observó él— es tu ocurrencia de que yo vaya a hallar algún encanto en la ignorancia de Aggie.
De inmediato ella depositó una vieja caja de rapé.
—Caramba, es la única clase de cosa que todavía no has probado. No puedes ni imaginarte —dijo mientras volvía junto a él— el efecto que producirá en ti. En verdad debes acercarte a ello y verlo brotar íntegramente para sentir toda su atracción. Te gustará, Mitchy —y fue extraordinaria la seriedad de Nanda—, más que todas las cosas que has probado.
La patente sinceridad de esto, aun si no hubiese habido nada más, imponía una reflexión que esta vez Mitchy flagrantemente sí fue capaz de confesar, sin por ello dejar de acrecentar su deferencia en su insinuación de dificultades:
—Entonces tengo que hacer, con esta bonita cualidad de Aggie, lo que dices que tú has hecho: «explorarla». —Después, como quiera que el asentimiento femenino, tan abiertamente solicitado, se hizo esperar, inquirió—: Pero ¿acaso mi acercamiento a dicha cualidad, por cauto que sea, no será precisamente lo que la estropeará y la hará pedazos?
Nanda reflexionó:
—¿Por qué iba a hacerlo… si mi propio acercamiento no lo ha hecho?
—Huy, es que tú no eres yo.
—Pero soy igual de mala.
—¡Muchas gracias, preciosa! —dijo Mitchy con retintín.
—Sin —completó Nanda— ser ni la mitad de buena. —Tras esto ella tuvo, en una clave diferente, su propia explosión repentina—: ¿Es que no te das cuenta, Mitchy querido (ante el inmenso cariño que implica todo esto), de lo buenísimo que estoy convencida de que eres?
Ella había hablado como con una llamarada de disgusto ocasionada por cierta sensación de que él no le había hecho justicia, y tras un atónito instante esto lo movió a acercarse a ella lo suficiente como para cogerle la mano. Ella le permitió cogérsela y, a guisa de mudo voto solemne, él se la llevó a los labios, transmitiéndole así más cosas que de cualquier otro modo; lo cual sin embargo, cuando la hubo soltado y hubo transcurrido una pausa inmóvil, no lo previno de seguidamente pronunciar tres palabras:
—¡Oh, Nanda, Nanda!
El tono masculino la volvió extraordinariamente tierna otra vez:
—Entonces no «explores» nada. Dalo todo por sentado.
Él le había vuelto la espalda y anduvo maquinalmente, con aire de emoción aturdida, hasta la ventana, donde permaneció un rato contemplando el exterior.
—Ha dejado de llover —dijo a la postre—; va a salir el sol.
La estancia tenía tres ventanas, y Nanda se llegó hasta la ventana contigua:
—Aún no, pero creo que terminará saliendo.
Pronto Mitchy tornó a mirar hacia el interior de la habitación, en la que tras una breve vacilación se adentró, tan sigilosamente —casi tan cautamente— como si anduviese de puntillas, hasta alcanzar el asiento ocupado por su compañera al comienzo de la charla. Se dejó caer pesadamente en él contemplando a la muchacha, quien aún permaneció mirando hacia el jardín un rato más.
—Quieres que yo, según dices, la saque fuera de la vida de la duquesa; pero ¿cómo estoy yo mismo, si a eso vamos, sino aún más metido que Aggie dentro de la vida de la duquesa? Estoy dentro de ella debido a mis contactos, mis compañías, mis indiferencias: todas mis transigencias, complicidades, diversiones. Estoy dentro de ella debido a mis cinismos: esos a los que desde el principio, cuando comencé a descubrir la vida y el mundo por mi cuenta, fui abocado y de los que me he visto impregnado por las circunstancias; estoy dentro de ella debido a una clase de desesperación que tal vez yo nunca habría sentido si te hubieses hecho cargo de mí mucho antes con el mismo estilo con que te has hecho cargo de mí hoy; y por encima de todo estoy dentro de ella (tú misma tendrás que reconocerlo) debido al mismísimo hecho de que la tía de Aggie desea, incluso mucho más que tú, como bien sabes, que tu plan se lleve a cabo. ¡Entonces la duquesa y yo estaremos hombro con hombro!
Nanda lo escuchó inmóvil hasta el final, demorándose además aún otro minuto para darles vueltas a las palabras masculinas.
—¿Qué es lo que tanto te atrae de Lord Petherton? —preguntó acercándose a él.
—¡Mi querida amiga, ojalá supieses decírmelo tú! Sería, ¿verdad? (debe de haberlo sido), un tema estupendo para una fábula, si se creasen fábulas hoy día, o, mejor aún, para un guiñol navideño: «El gigante y el gnomo».
Nanda intentó —sin excesivo éxito— imaginarse aquello:
—¿Te parece un gnomo Lord Petherton?
Al principio Mitchy, por todo agradecimiento, se limitó a mirarla fijamente.
—¡Muy amable, Nanda, muy amable!
—Para Lord Petherton un hombre tiene muchísimo de gigante —completó ella— cuando su fortuna es gigantesca. Él se dedica a depredarte.
Con las manos en los bolsillos y las piernas muy separadas, Mitchy estaba allí sentado en una postura consonante con la franqueza de ella.
—Eres adorable. Tú no me depredas. Pero es algo sórdido, ¿verdad? —recapituló enseguida.
El momentáneo silencio femenino habría podido ser en sí mismo respuesta suficiente.
—Nada de todo lo que dices —contestó ella de todos modos— tendrá relevancia después de tu casamiento. Ella simplificará tu vida hasta extremos insospechados. —Él permaneció tal como estaba, sólo que orientando su mirada hacia ella; y a la sazón ella había vuelto a llegarse hasta la ventana, a través de la cual había principiado a filtrarse débilmente un tenue rayo de sol. Al verlo, ella abrió la fenestra para dejar entrar aquel cálido cambio—: La lluvia ha cesado.
—Dices que anhelas que yo la salve. Pero lo que en realidad quieres decir —reanudó la plática Mitchy desde el sofá— no es eso en modo alguno.
Sin prestar atención a aquel comentario, Nanda contempló la luz del sol:
—Ahora se estará muy bien en el jardín.
Su amigo se incorporó, tras un vistazo encontró sobre una silla próxima su notable gorra a rayas, y asiéndola se aproximó a la muchacha:
—Tu esperanza es que (ya que soy lo bastante bueno para merecerlo) ella me salvará a mí.
Ahora Nanda sí lo miró:
—¡Lo hará, Mitchy, lo hará!
Permanecieron un momento bajo la reaparecida luminosidad; tras lo cual maquinalmente él —como absorto en otros muy distintos cuidados— se puso la gorra.
—Pues entonces, ¿esa esperanza será la cosa…?
—¿La cosa? —inquirió ella sin entender.
—Córcholis, la cosa que nos habrá hecho sentimos más unidos (para que permanezcamos así, ya sabes) esta tarde. Me refiero al secreto de que hablábamos.
Ante esto ella le ofreció la mano que él había cogido unos minutos antes y ahora él se limitó a aferraría con la firmeza que aquello parecía infundir y exigir.
—¡Oh, servirá a tal efecto! —dijo ella mientras salían juntos.