XXVIII

Cuando tras la cena la concurrencia fue restituida a las habitaciones del primer piso, la duquesa se puso de pie tan pronto como se abrió la puerta para que hicieran su entrada los caballeros. Entonces habría podido advertirse que albergaba un propósito, pues tan pronto como los integrantes comenzaron, con la debida dosis de las habituales vacilaciones y malemparejamientos, a mezclarse otra vez, ella pareció ser la primera en haber tomado su decisión. Se apoderó del señor Longdon y lo sentó a su vera en un sofá con capacidad exacta para dos personas.

—Lo he capturado a usted sin escrúpulos —dijo con franqueza— pues hay cosas que quiero decirle y también preguntarle muy privadamente. Como es natural, lo primero de todo quiero darle las gracias de nuevo.

Ningún derrumbe del señor Longdon era nunca incompatible con que este caballero se sentase muy estirado hacia adelante:

—¿«De nuevo»?

—¿Parece usted tan perplejo —requirió ella— porque de veras se había olvidado de la gratitud que le expresé cuando tuvo la bondad de traer a Nanda a Londres para la boda de Aggie… o porque no lo considera un asunto sobre el cual yo haya de molestarme en volver? ¿Cómo puedo evitarlo —prosiguió sin aguardar una respuesta—, si veo la mano de usted en todo lo que ha sucedido desde aquella charla tan interesante que en Mertle sostuve con usted el pasado verano? Ha habido veces que a buen seguro he pensado en escribirle; incluso se me ocurrió la desafortunada idea audaz de proponerle que me dejara ir a visitarlo un domingo. Entonces la crisis, mi momentánea alarma, se me antojó a punto de estallar, conque me pareció que yo podría postergarlo hasta alguna oportunidad como ésta, que habría de llegar tarde o temprano. —No obstante, hasta tal punto semejó su compañero dejar dicha oportunidad en manos de ella, que ella no pudo menos que aprovechar apresuradamente, para cubrir la desnudez de la misma, la hermosa presuposición que se le puso más a tiro—: Observo que inteligentemente usted adivina que lo que me ha tenido en vilo es el efecto sobre la señora Brook de la pérdida de su querido Mitchy. Si de todas formas usted no ha recibido ninguna impresión de tal efecto, ¿no se deberá únicamente a que en estos últimos meses ha visto a la señora Brook con tan escasa frecuencia? Yo la he visto —dijo la duquesa— bastante y de sobra. —Ella aguardó como para que dicha visión, tras esto, produjera alguna impresión discernible, mas la única consecuencia de su discurso fue que su amigo miró intensamente hacia alguna otra persona. Acaso fue precisamente este síntoma lo que a ella le bastó, pues al cabo de un instante ya estaba otra vez en la brecha—: Hasta tal extremo las cosas han salido tal como yo deseaba, que me sentiría una verdadera impía si no mostrase humildad de corazón. De hecho hay un aspecto —agregó con aristocrática devoción— respecto del cual no tengo miedo de decir en mi favor que no pasa un día ni una noche sin que la muestre. No obstante, a ustedes los ingleses, lo sé, no les agrada que uno hable de su religión. Pero sencillamente yo me siento tan agradecida por la mía (quiero decir, con tan escaso sentimiento de impureza o tortura a causa de ella) como por mi salud o mi carruaje. En todo caso lo importante es que digo sin ningún cruel espíritu de triunfo, mas pese a ello lo digo con prístina claridad, que ahora tal vez sea temible la disgustada valedora del señor Mitchett. —Estas palabras poseyeron la entonación de un clímax, y ella las había espetado como para, una vez cumplido el deber, dejarlas flotando en el aire; pero tras un instante algo que tuvo lugar, a su ver, en el rostro que el señor Longdon mantenía parcialmente desviado, la dotó de lo que él habría podido denominar un segundo aliento—: Oh, ya sé que usted piensa que ella lo ha sido siempre. Pero usted ha estado exagerando… en cuanto a eso; e incluso en este momento no digo que ello no sea algo que en el fondo vaya a beneficiamos. Sólo que debemos obrar con cautela. Hemos de recordar que desde su propio punto de vista ella ha sufrido un agravio pero hemos de conducimos como si por lo menos tuviéramos confianza en ella. Esto último, ya sabe, es lo que usted nunca ha tenido en modo alguno.

El señor Longdon emitió un murmullo de incomodidad que lo hizo cambiar de postura, y la secuela de dicho cambio fue que seguidamente aceptó de su almohadillado ángulo del sofá el completo apoyo que éste podía brindarle. Aparte, aun cuando sus ojos no habían encarado los de su compañera, habían sido llevados, mediante la mano que repetida y algo dolorosamente él se había pasado ante los mismos, a examinar la cuestión de cuál de las extrañas materias presentadas a su elección le costaría menos trabajo aparentar tratar abiertamente. Con lo que él ya había tenido que pagar, según habría inferido fácilmente un espectador a partir del prolongado estremecimiento reprimido que finalmente lo había impelido a recostarse, era con cierto sacrificio de su costumbre de no deplorar privadamente a aquellos con quienes se mostraba públicamente amable. Fue manifiesto, empero, que cuando enseguida habló, su pensamiento había avanzado un trecho:

—Puedo asegurar que he procurado al máximo cumplir con las leyes del decoro. Pero no creo que el señor Vanderbank ame a la valedora del señor Mitchett.

Esto encendió una instantánea luz en la duquesa:

Vous avez bien de l’esprit. Usted hace que servidora se sienta cómoda. He estado dando prudentes rodeos, mientras que usted ya estaba en el meollo. En realidad él sólo ama a Nanda.

—Sí… en realidad.

La duquesa vaciló:

—Y, sin embargo, ¿cuánto exactamente?

—No lo he interrogado.

Ella hizo otra pausa, aunque más breve; y dijo:

—¿No cree que ya va siendo hora de que usted lo haga? —Una vez más ella esperó, después pareció pensar que la que no podía esperar era su oportunidad—: Hemos colaborado en cierta medida, pero usted no tiene confianza en mí. Seguro que no cree que yo sea sincera del todo. ¿De veras no se da cuenta de que debo serlo? —En ella hubo un tono de súplica que por fin lo hizo atalayarla—. ¿No se da cuenta —siguió, aprovechando esa ventaja— de que, habiendo yo logrado todo lo que deseo, carezco de cualquier motivo concebible para aguarles la fiesta a los demás? No deseo en lo más mínimo, se lo aseguro, aguársela siquiera a la señora Brook; pues ¿cómo iba a verse un ápice más alejada de él (de lo que ya lo está, quiero decir) si se produjese lo que usted desea? Honradamente, mi querido amigo, ello es lo mismo que deseo yo, y lo único que anhelo, por lo demás, es ayudarlo. Lo que siento por Nanda, créame, es pura compasión. No diré que me siento locamente agradecida hacia ella, pues a la larga (de un modo u otro) ella sacará su propio beneficio. Mas no por ello dejo de preocuparme cuando la contemplo, y tanto más a causa de esta mismísima certidumbre, que tan amablemente acaba usted de inculcarme, de que con la madre de Nanda nuestro joven realmente no ha…

Cualquiera que fuese la certidumbre que el señor Longdon había inculcado amablemente, fue a cuenta de otro punto por lo que en este momento intervino:

—¿Es que también es su joven?

No se sintió demasiado divertida como para abstenerse de mirar en su derredor:

—¿Acaso semejantes ornamentos gloriosos de la vida no son un poco propiedad de todos los que los admiramos y disfrutamos?

—¿Usted lo «disfruta» a él? —preguntó el señor Longdon de idéntica forma sencilla y directa.

—Inmensamente.

Durante un breve lapso el silencio masculino pareció ser indicio de alguna estrategia.

—¿Qué es lo que nuestro joven no ha hecho con la señora Brook? —inquirió él.

—Pues aquello que sería una contrariedad. No ha rebasado cierto punto. Usted puede preguntar cómo es que una sabe tales cosas, pero mucho me temo que carezco de pruebas tangibles. Una mujer sabe, pero no puede explicar. Ellos dos no han hecho, como suele decirse, nada incorrecto.

El señor Longdon puso mala cara:

—Sería extremadamente horrendo que sí lo hubieran hecho.

—¡Oh, pero, para usted y yo que conocemos la vida, no es eso lo que (si ello se hubiese visto propiciado por otras cosas) habría podido refrenarlos! Da la casualidad, no obstante, de que nos hemos librado limpiamente. ¡A él ella no le dice…!

Ella tenía locuciones que él no podía menos que investigar:

—¿No le «dice»…?

—Caramba, pues tantísimo como a ella le habría gustado poder creer.

—En tal caso, ¿dónde está el peligro contra el cual parece usted desear prevenirme?

—Exactamente en que en estas circunstancias ella sienta lo que sentiría la mayoría de las mujeres. Hizo lo que pudo por su hija, como ya ve usted. Hizo, me siento obligada a decirlo, teniendo en cuenta cómo funcionan esas cosas entre ustedes los del grupo, muchísimos esfuerzos. Cuidó como un tesoro y cubrió de mimos a Mitchy, a quien asimismo, aunque por supuesto no hasta tal grado, habría querido para sí sola. Con una simple palabra Nanda habría podido retenerlo, volviéndose así bastante menos accesible al plan de usted. Eso habría complacido absolutamente a su madre, pero las hijitas inglesas de ustedes, en estos tiempos revueltos (¡oh, ya sé cómo usted los siente!), no paran en semejantes menudencias; y (aunque a usted le parezca extraño por mi parte) no puedo librarme, aun cuando me haya beneficiado tan directamente, de una cierta compasión también hacia el disgusto de la señora Brook. En resumidas cuentas, como mujer bien nacida que soy me apenan ambas; desde todo punto de vista lamento lo que a fin de cuentas es un parentesco más bien desdichado. Sólo que, como le cuento, naturalmente me digo a mí misma que Nanda es la única por quien ahora debo preocuparme seriamente… si es que no estoy dando excesivamente por sentado, es decir, que a usted no lo molesta mi desparpajo.

Con una simple bajada de ojos el señor Longdon dejó de lado el problema de sus propias molestias; así de claro resultaba que para él había una cuestión más relevante.

—¿Qué sabe usted de mi «plan»? —inquirió.

—Caramba, mi querido amigo, ¿acaso no le he dicho que desde lo de Mertle he discernido en todas partes la intervención de su mano? Para los ajenos, ¿qué diantres parecen sus movimientos sino una adopción?

—¿De… er… él?

—Es usted delicioso. ¡De… er… ella! Si para usted viene a ser lo mismo, tanto mejor. En cualquier caso es así como todos los interpretamos, con la propia señora Brook en tête. Ella ve (merced a la generosidad de usted) solucionada, más o menos, en el peor de los casos, la vida de Nanda; y precisamente eso es lo que la llena de buena conciencia.

Aunque el señor Longdon respiró profundamente, al menos ello pareció mostrar que no se desinteresaba.

—¿Para qué quiere ella una buena conciencia? —inquirió.

Durante un instante la duquesa casi lo miró condescendientemente desde debajo de su elevada diadema:

—¡Caray, usted la odia de veras!

Él se sonrojó, pero no cedió terreno:

—¿No me dice usted misma que es temible?

—Sí, y hay que vigilarla. Pero (a ser posible) con buen humor.

—¿Buen humor? —El señor Longdon se quedó levemente boquiabierto.

—Obsérvela ahora —continuó su amiga con una indicación que resultó bien fácil de seguir. Separada de ellos por toda la anchura de la habitación, la señora Brook estaba, aunque colocada de perfil, plenamente visible; la satisfacción con que estaba recién sentada en una fina silla dorada semejaba sólo aparente y por ende era manifiesto que no se veía ratificada por la circunstancia de que la elevada cabeza de Vanderbank, inmóvil ante ella en contemplación global de las oportunidades presentes, obligaba a los ojos femeninos, durante su charla, a una posición alzada digna de una plegaria. Los demás invitados estaban dispersos, algunos en la habitación contigua, y para los ocupantes del sofá de la duquesa aquellos dos constituían, en calidad de pareja conversante, todo un cuadro, enmarcado y aislado, imprecisamente duplicado en el maravilloso encerado del suelo francés—. Ella es enormemente atractiva. —La duquesa pareció dejar caer esto a guisa de petición de indulgencia y ser verdaderamente impelida a desarrollarlo más a fondo por culpa del silencio de su interlocutor—: Nunca en mi vida me ha dado la impresión, ¿sabe?, de que Nanda le llegue a la señora Brook a la altura del zapato.

El señor Longdon dudó:

—¿Quiere decir en cuanto a belleza?

Pese a la simplicidad de él, su amiga hizo distingos:

—Oh, ninguna de ellas tiene «belleza». No es una palabra de la cual pueda hacerse un uso tan desenvuelto. Pero la madre tiene donosura.

—¿Y la hija no?

—Ni un rasgo. Por supuesto cuando digo eso usted me contradirá, pensando en su adorada Lady Julia, y querrá saber qué hay entonces de la venturosa similitud. Le concedo de buena gana que Lady Julia debió tener el elemento de que estamos hablando. Pero ese querido, dulce y bendito elemento es un secreto perdido en la misma medida que el querido, dulce y bendito otro elemento que se esfumó al mismo tiempo: la decente vida ociosa a cuyo ocaso, en términos generales, también hemos asistido ya. En todo caso se trata del elemento del cual se han deshecho más eficazmente la pobre Nanda y todas las de su clase. Oh, si usted confiara un poco más en mí, comprobaría que opino al unísono con usted respecto de todas las cosas que han cambiado para peor. Me muestro liviana, pero tengo la suficiente edad para haber visto. Así y todo, en la señora Brook pervive cierto hechizo (diga usted lo que quiera) cuando inclina esa cabecita castaña. Dieu sait comme elle se coiffe, ¡pero hay que ver el partido que le saca a eso! Basta con que mire usted.

De una manera indescriptible el señor Longdon dio a entender haberse retirado a una gran distancia; pero aun desde esa posición debió de lanzar una mirada que se salió por la tangente:

—Ambos saben que usted está observándolos.

—¿Y no saben que está observándolos usted? ¡El pobre señor Van es la mar de consciente!

—También lo sería yo si dos terribles mujeres…

—…¿estuviesen admirándolo a usted a la par? —La duquesa cerró el gran abanico de plumas que parcialmente los había resguardado—. Bueno, ella, pobrecita, no puede remediarlo. Lo quiere a él para ella sola.

Ante la bajada del abanico de la duquesa él se colocó los quevedos:

—¡Pero él no la quiere (para nada) a ella!

—Helo ahí. Ella apostó su dinero, valga la expresión, sin recompensa. Ha tenido que ceder a Mitchy y no ha recibido nada a cambio.

Hubo delicadeza, y no obstante hubo contundencia, en la objeción del señor Longdon:

—Según usted, ¿yo no soy nada?

Ante esto literalmente la duquesa se henchió con una alegre mirada fija:

—¿Así que es una adopción? —Ella se abstuvo de presionar, empero; se limitó a seguir adelante—: No es cuestión, mi querido amigo, de cómo lo llame yo. Usted no seduce a la señora Brook.

—Cielos —dijo el señor Longdon—, ¿qué demonios desea ella?

—¿Que pueda ser más seductor, quiere usted decir, que la famosa «devoción» de usted? ¡Ah, caro mio, desea algo más palpable! Pero lo escandalizo —agregó rápidamente su compañera.

No puede decirse que constituyera un mentís la manera en que él se incorporó con decisión; y sin embargo se quedó allí inmóvil por unos instantes y preguntó:

—¿Qué puede hacer ella en definitiva?

—Puede detener al señor Van.

El señor Longdon se maravilló:

—¿Dónde?

—Quiero decir hasta que sea demasiado tarde. Ella puede manejarlo.

—Pero ¿cómo?

Disimuladamente otra vez la duquesa se había fijado en el efecto que los patentes movimientos de su anciano amigo habían producido sobre la señora Brook, quien asimismo se puso de pie. Con el abanico aquélla dio un golpecito en la pierna del señor Longdon:

—Siéntese y ya verá.