XIV
La señora Brookenham, que lo presentó al más maduro de sus visitantes, halló asimismo, al servirles té a estos caballeros, ocasión de decirle en un aparte con irresistible intensidad:
—Entabla conversación con el señor Longdon: llévatelo ahí. —Ella le indicó el sofá del extremo opuesto de la estancia y le dio ejemplo tomando posesión por su parte, en el mismo asiento que hasta ahora había estado ocupando, de su «adorado». Vanderbank. Esta maniobra, empero, cuando la hubo concluido, constituyó para ella, en su propio rincón, el tema de una pregunta inmediata—: ¿Me odiará aún más por hacer esto?
Vanderbank les echó un vistazo a los demás, e inquirió:
—¿Cashmore, quieres decir?
—Cielos, no: me importa un bledo a quién odie él. Pero con el señor Longdon quiero evitar errores.
—¡Entonces no lo intentes tan drásticamente! —exclamó Vanderbank riendo—. ¿Es ése tu motivo para haberlo arrojado en brazos de Cashmore?
—Sí, exactamente… a fin de disponer de estos pocos minutos para solicitarte instrucciones; ya debes de conocerlo, a estas alturas, bastante bien. Lo único que anhelo, el cielo me asista, es ser con él lo más simpática posible.
—Sin duda es lo mejor que puedes hacer y es la única razón de que, esta tarde, yo lo haya traído conmigo: para que tuviera mejor suerte en lo relativo a hallarte en casa (fue él mismo quien lo sugirió) que la que ha tenido a solas. En términos generales —agregó Vanderbank— me dedico a cuidar de él.
—Entiendo… y él se dedica a cuidar de ti. —La encantadora desinformación de la señora Brook ya había llegado a observar eso—. Quiere comprobar lo que yo pueda estar haciéndote, quiere salvarte de mí. Me detesta a fondo.
No menos intrigado que divertido, Vanderbank se puso cómodo echándose hacia atrás:
—¡No hay nadie como tú: eres verdaderamente magnífica!
—Lo soy; y mi capacidad de mirar de frente la realidad y no perder la calma o la sensatez a causa de ello es, como ya sabes, la única cosa en el mundo por la cual pienso relativamente bien de mí misma.
—¡Oh sí, ya lo sé, ya lo sé: eres verdaderamente maravillosa!
Durante una breve pausa, la señora Brookenham incrementó su propia sapiencia; y dijo:
—Están pasándoselo bien; ¡el señor Longdon está tomándose a Cashmore con tal seriedad!
—Y ¿con qué está tomándoselo Cashmore a él?
—Con la esperanza de que, de un momento a otro, se presente Nanda.
—Pero ¿qué importancia tiene eso para Cashmore?
—Por la extraordinaria afición que súbitamente le ha tomado a Nanda. —La señora Brook había sido rauda en asimilar la situación—: Ha estado viéndose con ella en casa de Tishy, y ella le ha hablado tan contundentemente sobre su proceder que lo ha hecho dejar de pensar en Carrie. Actualmente él la prefiere a ella… y desde luego ella es mucho más maja.
Ahora la atención de Vanderbank, fue obvio, había sido plenamente atrapada:
—Ella es mucho más maja… ¡Ya lo creo! ¿Acaso lo que quieres decir es —preguntó al momento siguiente— que Nanda, esta tarde, ha sido el objeto de su visita?
—Sí, de veras… aunque él intentó ocultármelo. Ella lo hace sentirse —prosiguió— tan inocente y bueno.
Durante un momento su compañero se quedó punto en boca; pero finalmente habló:
—Y ella, ¿va a presentarse?
—No tengo la menor idea.
—¿No sabes dónde está?
—Supongo que estará con Tishy, quien ha regresado a Londres.
Vanderbank le dio vueltas a aquello:
—¿Ahora tu sistema es ése: no hacer preguntas?
—¿Por qué debería hacerlas… si quiero que la existencia de ella sea lo más parecida posible a la mía? Sencillamente ha llegado la hora, como bien sabes. Desde el momento en que ella ha abandonado el piso superior, nuestro único propósito es vivir como amigas. Me parece muy vulgar —suspiró la señora Brook— no tener las mismas consideraciones con los hijos que con las demás personas. Ella no me pregunta nada a mí.
—¿Nada? —hizo de eco Vanderbank.
—Nada.
Él volvió a guardar silencio; tras lo cual exclamó:
—¡Es verdaderamente indignante! —Entonces, como ella repitiera estas palabras igual que él había repetido la de ella de un momento atrás, continuó—: ¡Es verdaderamente repugnante!
La señora Brook semejó desconcertada:
—¿Te refieres al hecho de que ella lo ayude?
—No es de Nanda de quien hablo, sino de él. —Vanderbank hablaba con cierta irritación—. Del hecho de que él mantenga cualquier tipo de relación directa con ella. Del hecho de que él la mezcle con sus otros líos granujientos.
La señora Brook examinó aquello con inteligencia y palidez, pero asimismo con perfecto buen humor:
—¡Mi querido amigo, él y sus líos son puras pamemas!
Vanderbank se rió a despecho de sí mismo:
—Y ¿eso mejora en algo las cosas?
La señora Brook reflexionó, mas enseguida recibió una iluminación; casi sonrió al recibirla.
—Sí. Para nosotros. —Entonces ella preguntó más afligidamente—: ¿Es que no quieres que se salve Carne?
—¿Por qué habría de quererlo? Me da igual. ¡Al diablo con Carrie!
—Pero lo digo por Fanny —protestó la señora Brook—. Si Carrie es rescatada, será un pretexto de menos para ella. —Como durante unos momentos el joven pareciera algo lóbregamente despistado, ella dijo con suave voz trémula—: Supongo que no quieres resueltamente que Fanny se fugue.
—¿Que se fugue?
—A estas alturas seguramente no necesito recordarte de qué manera el capitán Dent-Douglas está siempre a la vuelta de la esquina con una silla de posta preparada y cuán firmemente, por nuestro lado, todos luchamos por retener a Fanny.
—Pero ¿por qué no dejarla irse?
Ante esto, la señora Brook hizo gala de un sentimiento más agudo:
—¿«Irse»? ¿Qué sería de nosotros entonces? —Lo invitó a concentrar su errática imaginación—: Ella es la amenidad de nuestras vidas.
—¡Ah! —masculló escépticamente Vanderbank.
—Ella es el adomo de nuestro círculo —insistió su compañera—. ¡Se fugará, no se fugará… no se fugará, se fugará! Se trata de la emoción, todos los días, de deshojar la margarita. —Mientras ella hablaba, la atención de Vanderbank se había concentrado, al otro lado de la habitación, en el señor Longdon; a ella esto le proporcionó una ilustración de cómo acababa de parecerle que se extraviaba la imaginación de él, y en esto ella vio además una razón para salirle con otro asunto—: ¿Es o no es muy rico? —Ella no atenuó en nada el efecto abrupto de esta pregunta.
Vanderbank volvió la mirada hacia ella:
—¿El señor Longdon? No tengo la menor idea.
—¿Ni siquiera después de haberte vuelto tan íntimo suyo? Pues ese punto es, con las personas, la primerísima cosa de la que yo me formo una idea. —Al semblante femenino, durante otra mirada a su anciano amigo, no acudió ninguna crudeza de curiosidad, sino sólo una expresión más dulcemente fantasiosa—: Debe de tener guardada alguna misteriosa arca bajo la cama.
—¿Allá en Suffolk? ¿El típico tesoro escondido de un avaro? ¿Quién sabe? Seguramente —siguió Vanderbank—. No es un avaro, pero me da la impresión de que es un hombre cuidadoso.
Mientras tanto la señora Brook había desentrañado el misterio:
—Eso es porque tiene algo que cuidar: es precisa la existencia de algo realmente sustancioso para inspirar en un hombre así esa clase de celo. Con sus escasos gastos durante estos años, sus ahorros deben de ser inmensos. Y ¿cómo habría podido declararse a mamá a menos que en primer lugar tuviese dinero?
Aunque Vanderbank dudó, asimismo se rió:
—Recordarás que tu madre lo rechazó.
—Ya, pero no por cuestiones materiales.
—Sí, me imagino que la amargura de su fracaso, para él, estuvo en que la razón fue otra.
—Huy, la amargura de su fracaso habría estado en la otra razón exactamente igual que si la otra razón hubiese sido la misma. —La señora Brook se mostraba sagaz, aunque un pelín oscura, y continuó al momento siguiente—: Mamá era tan desprendida. Para ella no significaban nada las riquezas. Eso demuestra que eran inmensas.
—Seguro que no eran tan grandes como tu lógica —sonrió Vanderbank—; ¡pero claro está que si han seguido aumentando desde entonces…!
—Puedo verlas aumentar mientras está sentado ahí —declaró la señora Brook. Pero lo cierto es que su lógica tenía sus propias leyes, y su siguiente transición fue un salto no menos asombroso—: Fue de veras preciosa la sinceridad con que hace un rato admitiste que le produzco escalofríos. ¡Oh, no la estropees con explicaciones! —rogó donosamente—; el señor Longdon no es el primero y no será el último a quien, como suele decirse, no le habré hecho tilín. Lo único que importa es que, si es posible, no quiero empeorar el caso. Conque debes orientarme. ¿Qué tiene que hacer servidora?
Ahora nuevamente divertido, Vanderbank la miró gentilmente y contestó:
—Sé tú misma, mi querida amiga. Da rienda suelta a tus estupendos instintos.
—¿Cómo puedes ser —preguntó ella con dulzura— tan vilmente hipócrita? Tan cierto como que estás aquí sentado, sabes que mis estupendos instintos son la cosa que más te aterra de este mundo. ¿«Ser yo misma»? —hizo de eco—. Lo que te gustaría decir es: «Sé otra persona: es tu única posibilidad». Muy bien; lo intentaré, lo intentaré.
Él tornó a reírse, moviendo negativamente la cabeza:
—No lo intentes, no lo intentes.
—¿Quieres decir que es completamente inútil? ¿No hay modo de borrar la mala impresión o de producir una buena? —Ante esto él, abandonando su regocijo, encaró la mirada femenina, y por un momento habríase dicho que, quebrando la superficial ligereza de su charla, se sondeaban mutuamente. Ello duró hasta que la señora Brook reanudó la plática—: De verdad que no me gustaría verme privada de él.
Vanderbank pareció comprender por fin y dijo:
—Creo que no te verás privada de él.
—¿Quieres decir que me ayudarás, Van…, lo harás? —En ciertos momentos la voz de ella poseía el tono más conmovedor de toda Inglaterra y, humilde, desvalida, afectuosa, hablaba con la confianza de la amistad—. Es por la conciencia del vínculo con mamá —explicó—. Sencillamente el señor Longdon está lleno de ella.
—Sí, lo sé. Es un hombre prodigioso.
—Eso es que te ha contado más cosas; ¿sigue obsesionado con su tema? —preguntó ilusionada la señora Brook.
—Bueno —contestó el joven una pizca evasivamente—, hemos charlado a base de bien, y es el más entrañable niño viejo que imaginarse pueda, y en resumidas cuentas yo lo aprecio.
—Entiendo —dijo benignamente la señora Brook—; y él te aprecia a ti, en correspondencia, tanto como me desprecia a mí. Eso lo arregla todo: de alguna forma hace que me alegre mucho por ti. En él hay algo… ¿cómo decirlo?… que evoca al oncle d’Amérique, a un benefactor excéntrico, a una hada madrina. Se parece un poco a una viejecita… pero tanto mejor por ello. —Hizo una tregua sólo un instante antes de seguir—: ¿Qué podemos hacerlo hacer por ti?
Ante esto Vanderbank se quedó perplejísimo:
—¿Hacer por mí?
—¿Cómo puede nadie quererte —preguntó ella— sin desear demostrarlo de alguna forma? Ya sabes todas las formas, querido Van —exhaló—, en que yo deseo demostrarlo.
Tal vez él las supiese, según pareció anunciarlo algo súbitamente aparecido en el semblante masculino, pero dichas formas no eran lo que a él, en aquellas palabras femeninas, le había llamado más la atención:
—Ése, por ejemplo, es el tono que no debes adoptar con él.
—¡Helo ahí! —suspiró descorazonada—. Bien, pues entonces dime cuál. —Entonces, como él no dijera nada, inquirió—: ¿Debo ser más como mamá?
La expresión de él confesó que se sentía confuso:
—Acaso no te pareces lo suficiente a ella.
—Oh, ya sé que si él me deplora tal como actualmente soy, ella lo habría hecho exactamente igual… de hecho probablemente, al poder verme a fondo, muchísimo más. Ella me habría despreciado aún más que él. Pero si es cuestión —siguió la señora Brook— de no decir lo que mamá no habría dicho, ¿cómo puedo saber, eh, lo que mamá sí habría dicho? —La señora Brook se volvió tan maravillosa como si advirtiera en el rostro de su amigo alguna reflexión admirativa sobre el exquisito desparpajo cogitativo que (en este respecto tanto como en cualquier otro) ella siempre sabía exhibir—. Naturalmente yo venero a mamá tanto como él, y en ella no había nada que no fuese venerable. Pero no por eso ella dejaba de ser en todos los sentidos una mujer vivaracha, y no sé, al fin y al cabo, ¿verdad?, lo que ni siquiera ella (en la peculiar relación que mantenían) pudo no decirle.
Retomó el regocijo de Vanderbank:
—Muy bien, muy bien. Vuelvo a mi primera idea. Intenta con él cualquier cosa que se te pase por la cabeza. Después de todo eres una mujer de genio, y normalmente el genio se justifica a sí mismo. Quizá el modo de comportarte adecuadamente —prosiguió con placidez e inexorabilidad— sea comportarte inadecuadamente. Puesto que posees una simpatía tan grande, confía en ella del todo o no confíes en ella para nada. Eso, seguramente, es lo único que puedes hacer. Por consiguiente, sí, sé tú misma.
Por ambas partes estos comentarios fueron seguidos por la repetición de una mirada recíproca algo más intensa, aunque lo cierto es que los ojos del hablador tuvieron más bien la pinta de defenderse de los de su amiga que de provocarlos.
—Lo que no puedo es ser tú, está claro, Van —espetó con tristeza la señora Brook.
—Sé a qué te refieres con eso —comentó él al cabo de un instante—. Te refieres a que soy un hipócrita.
—¿Un hipócrita?
—Soy diplomático y calculador: a él yo no le muestro lo malvado que soy, mientras que de ti él sí sabe lo peor.
De esta observación la señora Brook, cuya mirada volvió a concentrarse en el señor Longdon, no hizo al principio mayor caso que el aparentemente insinuado por el modo en que se tornó meditabunda.
—¿«Calculador»? —recogió por último las palabras masculinas—. ¿Qué cálculos puedes tener que hacer aquí?
—¡Caramba —contestó Vanderbank—, si, tal como acabas de sugerir, él es algo inesperadamente llovido del cielo…! Admito plenamente —siguió— que soy capaz de hacer sacrificios para mantenerme en buenas relaciones con él.
—¿No temes que él llegue a aburrirte?
—Oh, sí… desde luego.
—Y ¿merecerá la pena? En ese caso —dijo la señora Brook, ya que él pareció asentir— es que merecerá enormemente la pena. —Ella continuó observando al señor Longdon, quien, sin sus lentes, miraba fijamente al suelo mientras el señor Cashmore le hablaba. Reanudó la plática, empero, bastante desapasionadamente—: ¡El señor Longdon debe ser de una estrechez de ideas…!
—¡Oh, admirable!
Ella tomó a guardar silencio.
—Yo se las ensancharé —declaró al fin—. Tú no.
—¡Dios no lo permita! —convino Vanderbank de todo corazón—. Pero a pesar de eso, como ya he dicho, te ayudaré.
La atención de ella seguía fija:
—Será a él a quien ayudarás. Si vas a hacer sacrificios para mantenerte en buenas relaciones con él, lo primero en ser sacrificado seré yo. —Después, como él dejara sin replicar este comentario tanto rato que por último ella se volvió para mirarlo a él, concluyó—: Estoy perfectamente mentalizada para ello.
Fue como si, bastante jocosamente, él hubiera tenido tiempo de seleccionar la mejor manera de encarar eso:
—¿Qué quieres que te diga? ¡Él amaba a mi madre!
Nada habría podido resultar más insólito que la melancolía de la sorpresa de ella:
—¿A la tuya también?
—No te lo conté el otro día… por razones de delicadeza.
La señora Brookenham reflexionó tenebrosamente:
—Él tampoco me lo contó.
—Lo contuvo la misma consideración. Pero si no hablé de ello —continuó Vanderbank— cuando acordé contigo, tras conocerlo aquí durante aquella cena, que vinieras a tomar el té con él en mis habitaciones… si entonces no lo mencioné no fue por haberme enterado sólo tan recientemente.
La señora Brook sondeó esta cuestión más profundamente, pero habló con la exagerada apacibilidad que era la forma que preponderantemente adoptaba su regocijo:
—¡Fue porque por supuesto ello lo caracteriza como un sinvergüenza de aquí te espero! ¿Qué queda de su fidelidad en tal caso?
—¿Al recuerdo de tu madre? Oh, no hay motivo de queja: la mantiene celosamente. Tu madre vino después. La mía, tras la muerte de mi padre, lo había rechazado. Pero ya ves que el señor Longdon habría podido ser mi padrastro.
La señora Brookenham asimiló aquello, pero de improviso recibió una iluminación más brillante:
—¡Habría podido ser mi propio padre! Además —siguió—, si su costumbre es adorar a las madres, ¿por qué diantres no me adora a mi? Yo soy tan madre como la que más.
—Ah, pero en tu caso ¿no recuerdas que tienes una hija? —preguntó Vanderbank con una leve turbación.
La señora Brookenham quedó atónita:
—¿Qué ventaja supone mi hija?
—Caramba, ¿no te lo contó ella misma?
—¿Nanda? Me contó que al señor Longdon ella misma no le agrada más de lo que le agrado yo.
A su vez Vanderbank mostró sorpresa:
—¿Realmente fue eso lo que te dijo?
—A su regreso de tus habitaciones tuvo un acceso de comunicatividad sumamente desacostumbrado, pues por lo general no suele contarme nada.
—A ver —dijo Vanderbank—, ¿qué te dijo exactamente?
La señora Brook se reconcentró y lo rememoró:
—«A mí él me cae muy bien, pero yo no correspondo en absoluto a su idea».
—A su idea ¿de qué?
—Eso mismo le pregunté yo. De cómo debe ser la nieta de mamá.
Vanderbank titubeó, y por último dijo:
—Lo cierto es que no corresponde. —Luego, tras otra pausa, concluyó—: Pero terminará haciéndolo.
Su compañera lo obsequió con una mirada penetrante:
—¿Tú la ayudarás?
Él se puso de pie y, al verlo, el señor Longdon también se incorporó, de tal forma que, desde extremos opuestos de la estancia, ambos intercambiaron uno o dos ademanes amistosos.
—Yo la ayudaré.